CAPITULO 19
Rockingham estaba de pie sobre un montículo
de hierbas rojas, iluminado por la luz de la luna. Llevaba las
botas totalmente empapadas y sentía frío en los dedos de los pies.
Los flecos de su túnica verde colgaban empapados de agua salada a
causa de su incursión solitaria en el lindero de aquel bosque
anegado. Rockingham se arrebujó con una mano la túnica alrededor
del cuello. Greshym había insistido en que llevara esa prenda
pesada, pues era el signo de la antigua secta de la Fraternidad que
estaba en comunión con la naturaleza. En la otra mano, Rockingham
llevaba una vara larga y blanca cuyo extremo estaba rematado con
unas hojas verdes talladas. Era la antigua vara de roble del
hermano Lassen.
Rockingham continuó penetrando en aquel
extraño bosque; el avance sobre el tejido vegetal y los montículos
frondosos resultaba penoso.
Horas antes, aquel mismo día, había sido
enviado a los Doldrums en un barco rápido que lo había dejado en el
bosque sin más preámbulos, instantes antes de la puesta de sol. En
cuanto llegó, Rockingham se arrodilló en el lindero del bosque y
celebró los ritos que Greshym le había enseñado. Rogó al Sargazo
que le escuchara y que retuviera al grupo de la bruja. Aunque
Rockingham no oyó ninguna palabra de asentimiento por parte de la
planta, sí lo pudo sentir. Un peso, no muy distinto del viento, lo
envolvió y se cernió sobre la vara de madera de roble que llevaba
en la mano. Luego la sensación de peso desapareció y Rockingham
notó que aquel ser inteligente había atendido sus plegarias.
Ahora el único papel que tenía que
desempeñar era el de hermano de la Orden Verde e introducirse por
aquella región húmeda hasta que la legión de skal'tum llegara desde
A'loa Glen. Greshym le había explicado que tendría que seguir los
antiguos pasos del hermano Lassen y adentrarse en el bosque por sí
mismo, sin emplear la magia negra. Le había advertido además que el
uso de las artes arcanas podría eclipsar los leves trazos del
espíritu de Lassen que impregnaban aquella vara. Si querían
mantener aquella farsa, no podían emplear la magia negra, por lo
menos hasta haber ganado a la planta para su causa.
Luego, en cuanto el Sargazo tuviera a la
bruja retenida, un ataque rápido destruiría las fuerzas que se
habían congregado allí antes de que aquel bosque lento se diera
cuenta de que había sido traicionado.
Rockingham levantó la vista hacia las
estrellas que brillaban a través del entramado de ramas que tenía
sobre la cabeza, y buscó cualquier indicio de presencia de
skal'tum. Seguramente la legión habría emprendido el vuelo al
atardecer. No faltaba mucho para que los cielos quedaran cubiertos
por sus alas pálidas y escabrosas.
Tras volver a dirigir la vista al suelo,
Rockingham continuó penetrando en el bosque, sintiéndose contento
sólo por una cosa. Se acarició, a través de la túnica, la larga
cicatriz que le recorría el pecho. Mientras él mantuviera aquella
farsa insensata, el Señor de las Tinieblas se vería forzado a
dejarle libre y en paz. En cuanto la farsa se desvaneciera, el
pecho de Rockingham volvería a llenarse de energías negras y se
abriría para dejar ver la presencia espeluznante del Corazón
Oscuro. De nuevo volvería a ser engullido por la inmensidad de
aquel ser maligno.
Por sorpresa, las lágrimas le acudieron a
los ojos. Durante aquellos momentos, él era más o menos él mismo.
Rockingham siguió adentrándose en el bosque apoyándose en los
troncos y en la vara. Una parte de él no quería más que desaparecer
para siempre en aquel lugar tranquilo y húmedo. Se dijo que le
gustaría morir ahogado en aquellas aguas salobres, pero sabía
también que la muerte no era una escapatoria. Ya había vivido dos
veces: una por sí mismo y otra al combatir con la bruja; y ambas
veces la muerte le había rehuido. Intentó adivinar el motivo de su
primera muerte. Se acordaba de su caída por un acantilado muy alto
y su choque contra las olas encrespadas. Antes de aquello, no
lograba recordar nada, por mucho que se esforzase en ello.
—¿Por qué? —exclamó en aquel bosque
silencioso—. ¿Por qué no puedo descansar jamás?
No obtuvo respuesta alguna. Rockingham,
enojado, trepó por un montículo de hierbas enmarañadas. Al llegar a
lo alto, de repente, la vara se vio sacudida por un repentino
estremecimiento. Rockingham estuvo a punto de dejarla caer, pero
adivinó dónde se encontraba. Delante de él, un pilar de granito
culminaba la ascensión. Era el lugar donde el hermano Lassen había
permanecido sentado durante décadas, comunicándose con el Sargazo.
Y era también el lugar donde había fallecido.
Allí era donde Rockingham tenía que
encontrarse con los skal'tum. Se estremeció y se esforzó por
calmarse. Contempló aquel sobrio pilar de piedra, que era un
monumento al antiguo hermano. Rockingham sabía que era preciso
pronunciar algunas palabras para mostrar su reconocimiento del
lugar y de los hechos de aquel hombre. Cuando se encontró junto a
la tumba del hombre gruñó:
—¡Qué suerte tuviste, bastardo!
Al decir aquello, la vara volvió a temblar
en su mano. Rockingham se sacudió. El brazo se le levantó contra su
voluntad y golpeó con la vara en la piedra. En cuanto las hojas
talladas dieron contra el granito, una explosión lanzó hacia atrás
a Rockingham. Este se asió a unas plantas con fuerza para evitar
caer por la colina. Tras incorporarse sobre las rodillas,
Rockingham vio cómo la vara permanecía flotando en el aire junto al
pilar. Una nube blanca parecía filtrarse por la piedra y envolver
toda la vara de roble.
Ante la vista de Rockingham, la nube se
agitó y se contrajo sobre sí misma tomando una forma cada vez más
estrecha, hasta que la neblina pareció adquirir sustancia. Al
hacerlo, surgió un fulgor cada vez más brillante, y las nubes y la
luz dieron forma a una figura. Un hombre con túnica sostenía ahora
la vara de roble. La neblina se arremolinaba a su alrededor, pero
Rockingham no podía dejar de reconocer el rostro que brillaba
debajo de la capucha. Lo había visto en los dibujos que Greshym le
había enseñado al explicarle la misión. Era el hermano
Lassen.
—¿Quién me llama? —dijo la aparición con una
voz que retumbaba desde la lejanía.
Rockingham se quedó sentado y paralizado,
incapaz de hablar.
Los ojos fantasmagóricos le miraron y la
aparición señaló con la vara a Rockingham.
—¿Por qué me molestas?
—No... no... quería. —Rockingham levantó los
brazos en un acto de súplica—. Perdóname, hermano Lassen. No sabía
que tu espíritu residiera aquí.
La frialdad de la mirada de la figura se
concentró todavía más en él.
—Ya no soy el hermano Lassen. Estás hablando
con el bosque. He estado comunicándome con este bosque durante
tanto tiempo que la línea que nos distanciaba ha desaparecido. Yo
soy el bosque y el bosque es yo. Ahora los dos somos uno. El bosque
me permite ver el tiempo como es: un mar interminable. Yo le doy al
bosque la capacidad de contemplar la belleza de los momentos
diminutos del tiempo, de apreciar el vuelo de un pájaro por el
cielo, el valor del curso de un solo día, de ver la vida a través
de los ojos de un hombre. Cada uno tiene un don y lo ofrece al
otro: ver en la vida cuanto tiene de breve y cuanto de
interminable.
—Lo siento... No os quería interrumpir a
ninguno de los dos.
—No tienes la culpa. —La sombra levantó la
vara verde y la contempló—. Te siento en la madera. Tu dolor me ha
despertado. Tienes una corrupción en tu interior que no puedo
permitir que pase por mi tumba sin más.
Rockingham se encogió y temió que el plan de
los magos negros fuera puesto en evidencia por el hermano del
bosque. Sentía igual temor por la ira de aquel bosque extraño que
por el misterioso espectro. Sin embargo, la sombra continuó
hablando tranquilamente.
—No temas. Aunque siento tu corrupción,
también noto que tu espíritu se agita en contra de la maldad que te
rodea. Eso es bueno, pero en realidad no es asunto mío. —El
fantasma volvió sus ojos brillantes a Rockingham—. La venganza no
es lo que me ha despertado de la tumba, ni las reclamaciones de
guerra. Ni al bosque ni a mí nos importan nada las artimañas de los
corazones de los hombres. Aquí el tiempo es ilimitado. A nuestro
alrededor surgen ciudades y caen reinos. No importa. Sólo es otro
ciclo de vida. Al contrario, acudo a ti porque tu alma gemela me
reclama.
—No... no entiendo.
—Es porque estás ciego. Aunque no lo sabes,
los dos somos lo mismo: unos espíritus enterrados bajo una
piedra.
—¿Q...qué?
—Cuando me liberé del cuerpo y permití que
se pudriera y alimentara las raíces del Sargazo, mi espíritu
permaneció aquí para continuar en comunión con el gran bosque.
Cuando se erigió la señal de mi tumba me uní libremente a esta
piedra. —Señaló el pilar—. La piedra no se corrompe. No forma parte
del ciclo de la vida y de la muerte. En la piedra, un espíritu
puede residir por toda la eternidad.
Rockingham habló antes de que el temor se lo
impidiera.
—Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
—Tú también estás unido a una piedra, aunque
me parece que esta unión se hizo contra tu voluntad. Este es el
dolor que me ha hecho salir.
Rockingham, sin aliento, se atrevió a tener
esperanzas.
—¿Cómo? ¿Por qué me unieron a ella?
—¿Por qué? No alcanzo a ver tan lejos. No
soy un dios para poder leer la mente de tu torturador. Pero sí veo
a quien tengo delante ahora mismo. Veo tu corazón y sé que es de
piedra, un pedazo de piedra negra procedente de las entrañas de la
tierra.
—Ebon'stone —se lamentó Rockingham mientras
posaba una mano en la cicatriz que le recorría el pecho.
—Ahí es donde tu espíritu descansa para
siempre.
—¿No hay ningún modo de liberarme de ello?
—quiso saber Rockingham, casi con un gemido.
—Ah... —Los labios de aquella aparición
fantasmagórica se fruncieron con pesar—. Acabas de formular tu
deseo en voz alta.
—¿Y tú puedes satisfacerlo?
—Sí, pero en cuanto lo haya hecho no podré
responderte más. Esta es la necesidad que me ha traído hasta aquí.
En cuanto la haya satisfecho, no podré permanecer aquí por más
tiempo. No pertenezco a este mundo.
Rockingham se esforzó por pronunciar en voz
alta su deseo más íntimo.
—¿Cómo? ¿Cómo me puedo liberar?
La sombra sonrió casi de un modo
paternal.
—Significará tu muerte. Tu espíritu ya ha
sido desposeído del cuerpo y jamás podrá volver a habitarlo. En
cuanto se libre de la piedra, tu espíritu irá a otra parte.
—No me importa. Yo sólo quiero ser
libre.
—Entonces, muy bien. Para liberar tu
espíritu es preciso que la piedra se rompa.
—Pero, ¿cómo puedo...?
—Rompe la piedra negra de tu corazón y serás
libre.
Tras decir estas palabras, la aparición
empezó a desaparecer, diluyéndose primero por los bordes, y después
dispersándose en jirones de niebla y luz.
Rockingham, todavía de rodillas, se desplomó
sobre las manos, mientras la desesperanza hacía mella en él.
—Pero... no hay manera de romper ebon'stone
forjada. Sólo el Señor de las Tinieblas en persona puede
hacerlo.
Rockingham levantó el rostro rogando por
algo más que una respuesta. Sin embargo, el pilar de piedra
continuó absorbiendo la neblina en su abrazo frío. La vara, tras
perder el soporte, cayó encima de las plantas húmedas.
—¡Por favor! —gritó Rockingham contra el
bosque vacío.
Un susurro llegó hasta él con una voz
procedente de una distancia inimaginable. Las últimas palabras del
hermano Lassen eran como un eco.
—Hay un modo, amigo mío. El tiempo es la
única cosa que no puede cambiar. Conócete a ti mismo y se abrirá un
camino.
Y tras decir aquello el montículo quedó
sumido en el silencio. Sólo el pilar permanecía, como si de una
burla se tratara. Rockingham había estado muy cerca de resolver los
misterios de la vida, y ahora, en cambio, tenía más enigmas que
resolver. Se levantó de aquella vegetación enmarañada. Bajo la luz
de la luna, las plantas tenían el color de la sangre seca.
Rockingham, ya de pie, miró el pilar.
—Conócete a ti mismo y
se abrirá un camino —repitió las últimas palabras de aquel
fantasma—. Palabras inútiles para alguien sin pasado.
Rockingham se volvió de espaldas a la piedra
y miró hacia el cielo. Greshym le había prometido que le devolvería
sus recuerdos perdidos si lograba cumplir con su deber aquella
noche. Acaba con la bruja y tendrás lo que
deseas.
Suspiró. Si aquel espectro había dicho la
verdad, recuperar el pasado seguramente le podría dar la llave para
liberar a su espíritu. Valoró la idea. Si eso era cierto, ¿acaso
era el motivo por el que le arrebataron el pasado? ¿Para mantenerlo
atrapado para siempre en la piedra? Sin embargo, ¿qué misterio de
su vida pasada era capaz de romper la ebon'stone?
En algún lugar, enterrado en algún rincón de
sus recuerdos, todavía había un olor parecido al de la madreselva y
unos suspiros musitados. Eran como una rosa única creciendo en un
erial. Sabía el nombre de aquella flor dulce... Linora. Pero no
había nada más, sólo aquel recuerdo tan frágil que mantenía cerca
del corazón, preservado de todo mal. No podía dejar de pensar en
quién podía ser ella.
Rockingham sacudió la cabeza para dejar de
dar vueltas a aquel dilema inútil. Sólo había un modo de resolver
aquel misterio. Acabar con la bruja, se
dijo mirando hacia las estrellas.
Y como si sus ruegos hubieran sido
atendidos, las estrellas del norte fueron desapareciendo una tras
otra, engullidas por una tempestad que se acercaba. Pero aquello no
eran nubarrones. Rockingham observó una única forma alada que
oscurecía el brillo de la luna en lo alto. Al verla, un escalofrío
le recorrió todo el cuerpo.
La legión de skal'tum había llegado.
A la izquierda se oyó el chasquido de ramas
rotas. Se dio la vuelta y Rockingham vio cómo unas ramas altas se
rompían mientras algo enorme se abría camino a través del entramado
de hojas. Rockingham retrocedió algunos pasos.
De entre el follaje destrozado asomó el
rostro pálido y hocicudo de un skal'tum. El animal le siseó,
mientras los dientes puntiagudos le brillaban con una malevolencia
repugnante. Se humedeció los labios con su larga lengua colgante, y
las largas orejas se agitaron de uno a otro lado. Luego, aquel
monstruo saltó del lugar donde estaba posado y fue a caer contra el
montículo para darse contra el obelisco de piedra de la tumba de
Lassen y asir con las garras la vara del hermano. Luego se dirigió
hacia Rockingham. A través de la piel transparente se podían ver
sus dos corazones negros. Detrás de sus hombros esqueléticos, unas
enormes alas pálidas se agitaban y extendían de forma
amenazadora.
Rockingham no se movió.
—Ha llegado el momento de quitarnosss lasss
mássscarasss —resolló.
El calor de la piel del animal levantaba
vapor de las hojas mojadas.
Rockingham se encogió de hombros. Sabía que
no hacía falta mantener aquella farsa por más tiempo. El bosque, a
través de Lassen, ya había declarado su neutralidad. A partir de
ahí, cada bando lucharía por su cuenta.
Rockingham dio un paso adelante y extendió
los brazos hacia aquella bestia asquerosa, que había sido designada
para conducirlo hasta el barco de la bruja.
—Vamos —ordenó al monstruo.
—Tengo muchasss ganasss —siseó. Luego tomó
al pequeño hombre en sus brazos pegajosos—. ¿No tienesss muchasss
ganasss de ver la carnicccería que va a producccirssse?
Y mientras el skal'tum extendía las alas
para emprender el vuelo, Rockingham respondió:
—Sí, estoy dispuesto a morir.
En aquel instante, como en tantos otros,
Elena volvió a echar de menos a Er'ril. Estaba de pie, sola, junto
a la borda del Caballo Pálido y miraba
las aguas tranquilas iluminadas por la luz de la luna. No echaba de
menos su espada o su fuerza. Lo que sobre todo echaba de menos era
su presencia tranquila... el modo en que, siempre que había
peligro, estaba a su lado, sin decir nada pero nunca callado. Su
olor le hablaba de las llanuras Standi, del hogar y la paz,
mientras que su respiración, regular y apacible, le daba una
sensación de fuerza tranquila y vigor inimaginable. Incluso sus
gestos más mínimos —el crujido del cuero en la lana, el roce de sus
pasos— eran como los de un caballo al comprobar el freno, dispuesto
a avanzar hacia adelante al menor chasquido de riendas.
Todo esto era lo que oía. Cuando él
permanecía alerta, una parte de su fuerza penetraba en ella. Él le
daba la fuerza para encararse incluso al horror más espeluznante.
Con Er'ril a su lado, todo parecía posible.
Pero eso había terminado.
Elena miró la cubierta vacía y suspiró. No
estaban tampoco sus otros compañeros de viaje. En aquel instante,
Elena echaba de menos la calma pétrea de Kral, las espadas
brillantes de tía Mycelle y el corazón firme de Fardale. Ahora,
incluso el ingenio de Mogweed sería bienvenido.
Flint, al otro lado del barco, se dio cuenta
de su melancolía. El fraile de pelo cano dejó de hablar con los
marineros zo'ol y se acercó a ella. Uno de los zo'ol lo siguió.
Cuando se acercó a Elena, Flint tenía una expresión sombría.
—Traigo noticias extrañas —dijo—. Uno de los
guardias de los mer'ai, Bridlyn, acaba de informar de que algo ha
cambiado en el Sargazo. Los canales que conducen fuera del lago se
han abierto de nuevo. El Sargazo ha dejado de mantener esta zona
bloqueada.
—Pero, ¿esto significa que abre un camino
para que nosotros podamos escapar, o bien es un canal de entrada
para que el enemigo nos pueda alcanzar? —quiso saber Elena.
Flint negó con la cabeza. El zo'ol fue
quien, sorprendentemente, respondió:
—Ni una cosa ni la otra. El bosque ha dejado
de mirarnos. Durante un instante presentí su desagrado, pero ahora
no noto nada. Creo que nos ha dejado de lado.
—Pero ¿por qué?
El zo'ol se limitó a encogerse de hombros y
se volvió, como si aquella pregunta no tuviera ninguna importancia
para él. El hombre menudo escrutó la superficie vítrea del agua que
los rodeaba. Con la puesta de sol, los dragones de los mer'ai y sus
jinetes se habían retirado debajo de la superficie tranquila del
lago. Estaban ocultos y dispuestos para tender una emboscada, a la
espera de si se producía algún ataque. Para cualquiera que les
estuviera espiando, todo lo que vería era el Caballo Pálido avanzando solo hacia el centro del
gran lago.
Elena se volvió hacia Flint.
—Tal vez, deberíamos aprovechar la
oportunidad y marcharnos. ¿No deberíamos reconciderar
nuestroos...?
El zo'ol intervino de nuevo mirando al mar
vacío. El marinero de piel negra levantó una mano hacia los cielos
del norte.
—Se nos acerca una plaga.
Flint dio un paso al frente para escrutar el
cielo oscuro. Unas cuantas nubes negras oscurecían las estrellas
pero, por lo demás, el cielo estaba despejado de enemigos.
—¡Llama a los demás a sus puestos! —ordenó
Flint al hombre de piel oscura.
—¿Qué...? —empezó a preguntar Elena.
Pero entonces ella también lo oyó: un aleteo
distante, igual que una enorme alfombra meciéndose contra un viento
fuerte. Al principio el sonido era débil, pero luego era cada vez
mayor en tamaño y en intensidad. Le pareció que sonaba igual que el
desagradable ruido de los avisperos. Algo malévolo estaba
atravesando el cielo nocturno y se dirigía hacia ellos.
Elena miró a Flint. El marinero zo'ol ya
había partido para dar el grito de alarma. Los demás hombres
colgaron antorchas por todas las jarcias del barco. A lo lejos,
Elena oyó las salpicaduras suaves que hacían los centinelas mer'ai
apostados en las ramas de los árboles del lindero del bosque, al
zambullirse para avisar al ejército escondido.
Flint volvió la vista al cielo.
—Ha llegado el momento.
Elena se quitó los guantes de piel de
cordero. Ya no los necesitaba y los dejó caer en la cubierta. A
partir de ahí era inútil querer esconderse. No podía negar por más
tiempo a la bruja.
El viento trajo de forma vaga el sonido
débil de unos tambores. Aquel ritmo, aunque apenas era un susurro,
calaba en los huesos y estremecía hasta los tuétanos. Elena quiso
salir despavorida. Flint la tomó por el codo.
—Señores del Mal. Skal'tum —susurró—. Hacen
sonar sus tambores de hueso para poner nerviosos a sus
enemigos.
—¿Cuántos crees que son?
Flint escuchó, atento.
—Creo que, por lo menos, son una legión
—respondió con pesar.
La escotilla que llevaba a las cubiertas más
bajas se abrió y apareció primero Tol'chuk, con el martillo de los
enanos en una de las garras. En cuanto el ogro salió, Meric y Joach
subieron a cubierta.
Joach apretaba con fuerza la vara bajo el
brazo. Al acercarse, se quitó uno de los guantes y lo lanzó contra
la cubierta.
Antes de asir la madera con la mano desnuda,
Elena lo detuvo.
—Todavía no. Guarda tu sangre para cuando
sea imprescindible.
Al ver la mirada febril de su hermano, se
dio cuenta que la magia ya lo llamaba.
Joach se colocó la vara delante
sosteniéndola con la mano enguantada. Unas pequeñas llamas de fuego
oscuro la bañaban llevándose consigo el calor de la noche.
—¿Te parece que ataque primero con magia
negra? —preguntó a Flint.
—No —respondió el fraile anciano—. Tal como
profetizaste, se acercan los skal'tum. Si atacas con magia negra
sólo conseguirás aumentar la protección oscura de esos monstruos.
Haremos lo que teníamos pensado. Convierte la vara en un arma de
sangre y emplea sus propiedades mágicas para proteger a tu hermana.
Al estar imbuida de la magia de Elena, seguramente los golpes de la
vara dañarán a las bestias.
—Pero ¿cómo podemos vencer a un ejército?
—se preguntó Joach.
—Tenemos que confiar en nuestro plan —repuso
Flint. Hizo un gesto hacia Elena.
La muchacha ya había sacado su puñal de
bruja. Se hizo un pequeño corte en cada una de las palmas de sus
manos de forma que la empuñadura del mismo quedó ensangrentada.
Luego se volvió hacia Meric.
—Guía los vientos a tu voluntad, pero espera
la señal de Flint.
El elfo asintió.
—Estaré a tu lado. Ninguna de esas bestias
aladas logrará acercarse.
Elena asió el hombro de Meric para darle las
gracias. Él y Joach serían sus guardaespaldas: Meric mantendría
alejados a los skal'tum y Joach le guardaría la espalda con la vara
de sangre. Tol'chuk y Flint, junto con los zo'ol, se encargarían de
las redes cargadas de piedras que había a lo largo de la borda del
barco. A pesar de que la piel de los skal'tum podía aguantar la
mayoría de los ataques, esos seres todavía eran animales de tierra
y se podían ahogar como cualquier otro. Aquella noche su mejor arma
no sería la espada, sino el propio mar.
Una voz muy débil susurró desde las jarcias
que Elena tenía sobre su cabeza.
—Tikal... Chico bueno... Quiere
galletita.
Elena levantó la vista hacia las cuerdas de
las que la pequeña mascota de Mama Freda estaba colgada, oculta
detrás de la arruga de una vela desplegada. Tenía los ojos negros
muy abiertos y escrutaba también el ciclo. Mama Freda estaba abajo
con Tok. Había organizado la cocina con la ayuda del muchacho, y ya
tenía elixires y bálsamos hirviendo en los fogones por si se
producían heridos. Mientras hacía esos preparativos, Tikal era su
vista y oídos en cubierta.
—¡Allí! —bramó Tol'chuk desde la proa.
Señaló el cielo del norte con el martillo de los enanos—. ¡Las
estrellas están desapareciendo!
Todos los ojos se volvieron para mirar las
nubes negras que se desplazaban por el cielo nocturno.
—¡Madre Dulcísima! —gimió Elena.
Parecía como si todo el horizonte estuviera
cubierto de aquellas bestias. ¿Cómo lograrían sobrevivir a esa
noche? Flint se colocó a su lado.
—No permitas que su número te abrume. Las
batallas no se libran en espacios amplios. Se ganan con la espada y
el tiro de tu flecha. No hagas caso a todos los que te rodean, sino
sólo de los enemigos que están a tu alcance. Deja que el resto de
la batalla se libre a tu alrededor. —Luego se separó de ella y
levantó la voz—: ¡A vuestros puestos! ¡Listos para la
batalla!
Flint le sonrió con un fuego en los ojos que
no tenía nada que ver con la magia. Después de tantos siglos, la
Fraternidad volvía al ataque. Se apresuró hacia Tol'chuk y las
redes.
Elena miró a Meric. El elfo tenía los ojos
parcialmente cerrados y su capa se hinchaba alrededor del cuerpo,
aunque aquella noche no soplaba brisa alguna. Observó que él
flotaba y que las puntas de sus botas apenas rozaban la
cubierta.
—Estoy preparado —proclamó el elfo con
solemnidad.
Levantó entonces una mano hacia las velas y
Elena sintió la caricia de un viento fuerte en las mejillas. Las
velas se hincharon y el Caballo Pálido
se apartó de la horda que se aproximaba desde el cielo. Meric haría
virar el barco y lo haría girar alrededor del lago, para así
mantenerlo alejado de la batalla más encarnizada.
Joach le tocó el hombro con una mirada
interrogante. Elena asintió. Entonces Joach asió la vara con la
mano descubierta; Elena observó que a su hermano se le doblaban las
rodillas mientras la sangre llegaba a la madera. Alrededor de la
mano, la madera oscura palideció y adquirió un tono de blanco
intenso. Al ritmo de los latidos de su corazón, la oscuridad
parecía latir también a lo largo de la madera. Unos trazos de color
rojo, la sangre de Joach, discurrían por el interior de la vara,
uniéndola así a quien la empuñaba. En cuanto la transformación
finalizó, Joach se recuperó. La vara había dejado de ser un
instrumento de magia negra para convertirse en un arma de sangre
que se doblaba a la voluntad de Joach.
El muchacho levantó la vara. Había
practicado algunas defensas y ataques con el arma. La luz que
reflejaba la madera se movía demasiado rápidamente para que los
ojos de Elena la pudieran seguir. Joach parecía satisfecho y detuvo
los giros de la vara.
—Me gustaría tanto que padre pudiera ver eso
—comentó en voz baja mirando a Elena.
—Estaría muy orgulloso de ti, Joach —dijo
ella.
Se miraron y sonrieron con tristeza al
pensar en la familia que habían perdido. Desde la borda, Flint hizo
una señal a Elena.
La muchacha tragó saliva y se apartó de sus
dos guardaespaldas. Miró fijamente a la nube de muerte alada que
ahora se precipitaba hacia su pequeño barco. Unos flancos de
oscuridad se desplazaban a ambos lados de la bestia, dispuestos a
rodear a la embarcación.
Tras enfundar el puñal, Elena levantó la
cabeza y liberó su magia. Las palmas se le encendieron con algunas
llamas; la mano derecha brilló con el color rosa del amanecer,
mientras que la izquierda resplandeció con el color azul de la
luna.
—¡Empecemos!
Lanzó los brazos contra el cielo de la noche
y atacó a los dos flancos del enemigo. Echó atrás la cabeza y gritó
a la vez que arrojaba la magia por todo el cuerpo. Aquel estallido
de energía hizo que sintiera como si todo el cuerpo se le elevara
por encima de la cubierta. En lo alto, dos rayos gemelos de fuego,
uno rojo y otro azul, atravesaron la noche oscura. Las nubes negras
alcanzadas por las llamas se desvanecieron. Hacía ya mucho tiempo
que Elena había aprendido en las calles de Winterfell que las
protecciones negras de los skal'tum no eran una protección
suficiente frente a su magia de sangre. Alrededor del barco, unos
pedazos de oscuridad se desplomaron procedentes de los aires y
chocaron contra el agua.
Sin embargo, ni siquiera un ataque de aquel
tipo podía contener a la horda de monstruos que se desplazaban por
el cielo aquella noche. La cadencia rítmica de aquel ejército le
retumbaba en los oídos mientras los vientos que Meric conjuraba
luchaban por mantener al Caballo Pálido
lejos del alcance de aquella barbarie el máximo tiempo
posible.
De repente, en lo alto, las velas se
vinieron abajo. Un peñol se rompió. Meric había perdido cualquier
opción. Era demasiado pronto. A lo lejos, Elena oyó el ruido sordo
que hacían unos cuerpos al posarse en cubierta y el eco de unas
voces dando órdenes. Tal como Flint le había dicho, ella no hizo
caso de todo aquello. Su batalla se centraba en los monstruos que
se encontraban en lo alto. Lanzó su magia por el ciclo de la noche,
rasgando así la oscuridad. Sin embargo, los seres a los que acosaba
eran listos y aprendieron rápidamente a zafarse de sus llamaradas y
a apartarse del fuego.
Elena se dio cuenta de que la cubierta ya se
había convertido en un campo de batalla. Meric; había dejado de
guiar el barco y ahora estaba volcado en luchar contra las
criaturas aladas, lanzando bocanadas de aire que hacían que todos
los seres que intentaban posarse en el barco cayeran al agua.
Entretanto, los que lograban posarse en él quedaban enredados en
las redes provistas de pesos. Tol'chuk entonces levantaba a
aquellos seres que se debatían por encima de la borda del barco y
los lanzaba a las profundidades, donde morían ahogados. El rugido
de sangre del ogro lograba incluso ensordecer la cadencia de los
huesos de los skal'tum.
La batalla arreció y Joach se movía
alrededor de Elena con la vara convertida en un arma letal. Al
tener la magia de sangre de Elena la vara penetraba con facilidad
en la magia negra de los skal'tum. Todo aquello convertía a Joach
en un elemento letal. Sin embargo, también la habilidad y la magia
pueden verse arrolladas por una gran cantidad de enemigos. Elena
observó que Joach tenía en el hombro una herida profunda de la que
brotaban venenos procedentes de las garras de las bestias. Se dijo
que su hermano no iba a poder aguantar durante mucho tiempo aquel
ritmo.
Aun así, Elena siguió lanzando su poder
contra el cielo nocturno mientras destruía y desgastaba al ejército
que los acechaba desde lo alto. Sabía que no podía abandonar su
posición, ni tan siquiera para ayudar a su hermano, o todo estaría
perdido. Si su ataque amainaba, el barco se vería inundado al
instante por el enemigo. Elena sabía que ella era cuanto se
interponía entre la masa del enemigo y el barco.
Flint por fin gritó en dirección a Elena y
le hizo una señal.
—¡Ahora, Elena! ¡La bandada ya está sobre el
lago!
Elena suspiró aliviada y dejó que la magia
le recorriera la sangre para abrirse por fin por completo a la
bruja de su interior. Durante un rato, ella y la bruja tenían que
ser un ser único. Juntó las palmas de las manos y fundió el fuego
helado de la mano izquierda con el fuego de la bruja de la derecha.
La bruja y la mujer se unieron para crear un poder letal. Tras
aquella unión, Elena desplegó su arma definitiva: el fuego
tempestuoso.
Al juntar las palmas de las manos, el frío
gélido del hielo de la luna explotó al entrar el contacto con el
fuego lacerante del sol. Una tormenta de vientos, mezclada con la
lluvia de fuego y las lanzas de relámpagos helados, surgió de su
cuerpo. Elena dio un respingo cuando un torbellino torrencial de
energía salió despedido y envolvió al ejército alado.
Al otro lado del lago, el grito de su propia
magia fue saludado por el rugido de un dragón. Era Ragnar'k. El
destello del fuego tempestuoso de Elena había sido la señal para
que los mer'ai atacaran.
Elena cayó de rodillas mientras su magia
continuaba ascendiendo por los cielos. A su alrededor, en el
Caballo Pálido, la batalla era cada vez
más enconada. En lo alto, la luna y las estrellas permanecían
tapadas por las alas de aquella hueste demoníaca. Por muchos
monstruos que murieran, el flujo de skal'tum parecía
interminable.
Mientras Elena se concentraba en su magia,
rogaba para que el número de dragones fuera suficiente. Pero, sin
embargo, no lograba dejar de lado la profecía de Joach, la visión
de los dragones anegados en un mar de sangre.
Sy-wen se asía con fuerza al lomo de su
dragón mientras Ragnar'k proclamaba su rabia entre bramidos contra
el ejército de monstruos y se precipitaba contra la bandada por la
parte inferior. A la derecha, un torrente de vientos tempestuosos
encendidos atacaba el gran grupo de monstruos alados e iluminaba el
barco que se encontraba a lo lejos. El barco parecía un blanco
diminuto en la calma del lago, como un juguete en un estanque.
¿Cómo podrían proteger un blanco tan expuesto como aquél de un
ejército tan grande?
Tenemos que ponernos
por encima de los monstruos, ordenó Sy-wen en silencio a su
montura.
Ragnar'k respondió con un rugido, trazó un
arco en el aire sobre su ala, y se lanzó hacia lo alto.
Enseguida se encontraron en medio de esas
bestias que los atacaron con las alas, las garras y los dientes.
Sin embargo, Ragnar'k no era un dragón de mar normal; era el dragón
de piedra de A'loa Glen, una fuente de magia elemental. Aquella
enorme bestia se había enfrentado al propio Pretor y su rugido
había logrado arrebatar la magia negra de aquel esbirro del Señor
de las Tinieblas, apagando las llamas de fuego oscuro del mago y
dejando al hombre sin su fuente de su poder. Sy-wen confiaba en que
ahora eso mismo volviera a prevalecer ahora.
Mientras, Ragnar'k atacaba, rugía contra
esos monstruos y arremetía contra ellos con las garras de plata y
los dientes afilados. El rugido del dragón destruía la protección
negra de los skal'tum, que gritaban al ver sus alas rotas y
destrozadas. Entonces se precipitaban contra el mar mientras
agitaban inútilmente sus alas malogradas.
Un único monstruo intentó asir a Sy-wen,
pero antes incluso de que la muchacha pudiera gritar, Ragnar'k
había vuelto la cabeza y atrapado el cuello de la bestia; luego
arrojó el cuerpo inerte contra sus semejantes, que se agitaban
nerviosos.
Sabe mal, se
lamentó Ragnar'k.
Cuando los skal'tum se dieron cuenta del
poder letal del dragón, el caos se apoderó de ellos. El grupo se
abrió y Ragnar'k penetró en él.
Sy-wen era consciente de que Ragnar'k por sí
mismo no lograría un efecto importante en la bandada. Eran
demasiados. Por cada monstruo que moría, dos más se ponían en su
lugar. Sin embargo, el plan no era abatirlos a todos.
Tenemos que ir más
arriba, urgió Sy-wen.
Ragnar'k se alzó hacia lo alto mientras se
abría paso a dentelladas entre aquel amasijo de monstruosidades. Al
poco se encontraron encima del grupo de animales. Sy-wen miró al
cielo y vio la luz de las estrellas y de la luna, cuyo brillo le
dio un atisbo de esperanza. No se podía demorar. Miró hacia abajo y
se dispuso de nuevo a atacar a aquel ejército. Debajo de ella, la
luz de la luna se reflejaba en la piel pálida de esos monstruos,
iluminando un mar espeluznante de alas y garras que se extendían
por toda la amplitud del lago.
Sy-wen temió que aquella causa no tuviera
ninguna posibilidad. Aun así, dio una señal a Ragnar'k, tres
palmaditas con la mano, con la que en otro tiempo hacía que Conch
se sumergiera. Tenían que atacar aquel mar pestilente.
Ragnar'k se ladeó sobre la punta del ala y
se precipitó contra aquel ejército inmenso. El dragón rugió y la
bandada huyó de él, descendiendo un poco para huir de la ira del
dragón. Sin embargo, Ragnar'k siguió elevándose y descendiendo una
y otra vez, haciendo que los monstruos se desplazaran cada vez más
abajo en dirección a la plácida superficie del agua. El dragón no
dejaba de proclamar su furia bramando constantemente. De vez en
cuando, algún skal'tum intentaba atacar a Ragnar'k, pero al poco su
cuerpo sin vida caía contra el mar de formas que se retorcían.
Esporádicamente, como advertencia, Ragnar'k cogía a uno con sus
garras de plata y lo apartaba del resto, lo abría en canal y
arrojaba el cuerpo ensangrentado contra los demás, haciendo que les
cayeran encima las vísceras de la bestia.
Lentamente, conforme Ragnar'k tejía aquel
manto letal en lo alto, el ejército pestilente iba descendiendo
cada vez más. El enorme dragón negro, como un perro pastor entre
ovejas, empujaba a todo el grupo contra el lago mordiéndoles los
talones. Sy-wen sabía que llegaría un momento en que el agua haría
detener a los skal'tum y los obligaría a enfrentarse al dragón; sin
embargo, la confianza de Flint en la cobardía de aquellos monstruos
resultó cierta. Los skal'tum estaban acostumbrados a su protección
oscura y no temían más que a su amo. Cuando se enfrentaban a una
amenaza cierta, preferían huir a luchar.
Ahora aquella cobardía sería la causa de su
ruina.
Cuando el grupo llegó cerca de la superficie
del lago, Sy-wen envió un último mensaje a su montura.
¡Ahora!
Ragnar'k estiró el cuello y emitió un rugido
de advertencia. Aquel bramido desgarró la noche.
Tras la señal, todo el lago entró en
erupción. Las cabezas serpenteantes de cientos de dragones asomaron
procedentes de las profundidades de las aguas oscuras y atacaron al
grupo de skal'tum que planeaba por encima. Los dragones de mar,
aunque carecían de la magia de Ragnar'k, tenían sus propias armas:
los colmillos y el mar. Por encima de las aguas, los dragones
agarraron extremidades y alas de los monstruos que volaban sobre
sus cabezas y los arrastraron hacia las profundidades del lago, que
se convirtió en un campo de batalla lleno de espuma. Los dragones
rugían, los mer'ai aullaban y los skal'tum gemían. Hubo un momento
en que resultaba difícil saber dónde empezaba el cielo y dónde
terminaba el agua.
Al ser atacados por debajo, algunos miembros
de la bandada intentaban escapar, pero las garras y los dientes de
Ragnar'k estaban ahí para impedirlo; y los pocos que lograron
esquivar al gran dragón no estaban seguros. Intentaron huir de
forma conjunta, pero el cielo de la noche continuaba encendido con
un torrente mágico que salía del barco. Ningún puerto era seguro.
El lago se había convertido en una trampa sangrienta, y los cielos
estaban amenazados por el dragón negro y por las lanzas encendidas
de magia. A pesar de que muchos animales lograban sobrevivir, tal
vez incluso los suficientes para ocupar el barco, sus filas habían
sido diezmadas. Los skal'tum se asustaron ante el caos y empezaron
a huir hacia los árboles.
Sy-wen vio cómo algunos restos abatidos del
ejército repugnante huían, pero aquello no le alegró, ya insensible
ante tanta sangre. Un coro de gritos contaminaba el aire. La
batalla, abajo, continuaba siendo encarnizada. Sy-wen hizo
descender a su montura para ayudar a su gente a terminar con los
monstruos atrapados en el lago. Vio entonces a muchos dragones
desgarrados flotando sobre las aguas, la mayoría demasiado heridos
como para que ni siquiera las gotas de sangre de dragón los
lograran curar. Los mer'ai nadaban junto a sus animales moribundos
e intentaban ofrecerles un poco de consuelo. La luz de la luna,
ahora ya despejada al haberse desmoronado la bandada de monstruos,
brillaba sobre las aguas como el hierro fundido; el mar azul se
bahía convertido en rojo por la sangre de la carnicería.
Sy-wen tenía los ojos llenos de lágrimas,
pero el viento las secó.
—¡Madre Dulcísima! —gimió, mientras
observaba todos los cuerpos vencidos—. Son tantos.
Tol'chuk levantó un cuerpo que se retorcía
por encima de la borda. Las garras llenas de veneno se debatían en
la malla que las enredaba, pero ya era demasiado tarde. El animal
cayó entre gritos al lago, y la red cargada de piedras lo arrastró
por debajo de la superficie.
Tol'chuk se irguió y tomó el martillo de los
enanos mientras contemplaba la carnicería que se estaba produciendo
en el barco y en los cielos. El ejército de skal'tum se había roto
a causa de la trampa, pero también era consciente de que aquél era
el momento más atroz de todo el combate. Los skal'tum lanzarían un
último ataque furioso contra el barco.
Tol'chuk miró a Flint. El hermano canoso
tenía la respiración entrecortada y estaba casi encorvado de
cansancio. En la cubierta de proa, los cuatro zo'ol atraían de
forma excelente a un skal'tum y lo atrapaban en la red. El monstruo
ululaba al verse perdido entre las cuerdas. A lo lejos, Joach
rechazaba a otros dos monstruos con un golpe de su vara de madera.
Meric estaba junto a Elena, arrojando demonios de cubierta con sus
ventadas, pero era evidente que el elfo se estaba empezando a
cansar. Incluso Elena parecía haberse perdido en la batalla, con
los ojos clavados en el cielo y sus destellos fieros de
magia.
Flint volvió a llamar la atención de
Tol'chuk al levantar el borde de una red con la mano.
—Ésta es la última.
Por la expresión del hombre, Tol'chuk
adivinó que Flint también se había dado cuenta de la situación.
Aunque la batalla había dado un giro, faltaba mucho para que
terminara.
Como si alguien hubiera leído aquellos
pensamientos, un grito de rabia resonó por encima de sus cabezas y
cuatro bestias babosas cayeron con estrépito sobre la cubierta,
separando a Tol'chuk y Flint.
Un par de skal'tum sonrieron a Tol'chuk
dejando ver sus colmillos amarillos.
—Nunca hemosss probado carne de ogro —siseó
uno de ellos.
Un grito de dolor se levantó del lugar de
donde Flint luchaba con las otras dos bestias y su red. Tol'chuk
vio que Flint tropezaba con la pierna izquierda herida y
ensangrentada. Aun así, el hombre se esforzaba por evitar que los
monstruos se acercaran a la cubierta central donde estaba Elena.
Aquella herida no le permitiría aguantar mucho más.
El ogro levantó el martillo que llevaba
entre las garras. Aquella arma forjada con los relámpagos brilló
como sangre derramada bajo la luz de la luna.
Los otros miraron el martillo.
—¿Creesss que puedesss matar con essste palo
a losss invenciblesss?
Tol'chuk rugió, dio un salto y blandió el
arma con toda su fuerza de ogro. Antes siquiera de que la sonrisa
del skal'tum se le desdibujara del rostro, el acero partió en dos
el cráneo del monstruo y penetró en el material más blando de su
interior. La sangre brotó con fuerza, de forma que aquella ponzoña
quemó con sus salpicaduras el pecho de Tol'chuk.
El otro skal'tum se quedó paralizado,
asombrado por el daño infligido a su compañero.
Tol'chuk extrajo el arma.
—¡Éste no es un palo normal! —gritó.
El ogro se dio la vuelta y hundió el
martillo contra el rostro del otro monstruo.
A su alrededor, otros skal'tum, la última
ola de aquel ataque, se precipitaron con estrépito a bordo del
barco. Tol'chuk prosiguió la lucha contra los dos que acosaban a
Flint. Tenía el rostro encendido y sintió que un fuego creciente le
avivaba la sangre. Se abrió paso entre golpes de martillo hasta
llegar al anciano marinero.
En cuanto se hubo librado de los dos
demonios, Flint, apoyado en uno de los zo'ol advirtió a
Tol'chuk:
—Ya no nos quedan más redes. Ahora es cosa
tuya detener a los monstruos.
Tol'chuk se limitó a rugir. Se había quedado
sin palabras. El fuego del fer'engata,
la sed de sangre de un ogro, lo tenía dominado. Levantó el
martillo, ahora humeante a causa del veneno de la sangre, y abrió
un camino de muerte por la cubierta. La rabia acumulada por la
pérdida de los espíritus de sus antepasados alimentaba sus fuerzas.
La culpa, la rabia, la desesperación... todo salió con una
violencia cruda.
Tol'chuk, ajeno a todo aquello, proclamaba
el antiguo grito de guerra de su clan mientras golpeaba y se abría
paso a mandobles por el barco. La mirada se le oscureció y se
convirtió en una mancha roja. Un skal'tum le golpeó el pecho,
dejándole un surco en la piel quemada, pero, aun así, Tol'chuk no
se detuvo. Prosiguió su avance letal. Nadie podría escaparse de su
venganza.
Entretanto, proclamaba su rabia ante las
crueldades de su destino: Mestizo, huérfano, semilla maldita del
Perjuro... Para entonces, los skal'tum huían de él, saltando por
los aires y batiendo las alas para marcharse. Tol'chuk continuaba
su avance destructor, con saltos, golpes de martillo, y haciendo
pedazos a los monstruos. Si realmente era hijo de una familia
maldita, se dijo, entonces mejor no negarlo por más tiempo.
Mientras proclamaba aquellas ansias, su rabia abrió el corazón del
monstruo que albergaba en su interior.
De repente, una pequeña figura se interpuso
ante él. Tol'chuk lanzó un golpe, pero el hombre se zafó a un lado.
Cuando el hierro dio contra la cubierta, Tol'chuk se dio cuenta de
que había estado a punto de matar a uno de los zo'ol.
Desde otro lado, unas palabras lograron
atravesar la cortina de su dolor y rabia. Era la voz de
Flint.
—¡Para, Tol'chuk! ¡Deja ya el
martillo!
El ogro volvió su mirada sangrienta hacia el
hermano. Flint se acercó renqueante, apoyado en otro zo'ol. En el
barco aún sobrevivían dos o tres skal'tum, pero Joach y Meric se
encargaban de ellos. Flint señaló el zo'ol que se encontraba a sus
pies, cerca de la cubierta magullada.
—Este hombre se dio cuenta de que estabas a
punto de perder el control y convertirte en una amenaza mayor
incluso que los monstruos, e intentó detenerte.
Tol'chuk dejó caer el martillo de sus dedos
entumecidos contra la cubierta. Luego se desplomó de rodillas. Por
fin las lágrimas le asomaron a los ojos, llevándose consigo la sed
de venganza que le había consumido la mente y la sangre.
Sentía su corazón tan seco como la piedra
que llevaba en su bolsa del muslo. Flint se acercó a él, dejando a
un lado al zo'ol. Se arrodilló junto al ogro.
—No te desesperes, amigo. Sé de dónde
provienen esta rabia y ese dolor. En el mundo existe mucha maldad,
pero, confía en este anciano, esta maldad no reside en tu
corazón.
Tol'chuk acercó una garra a la mano de
Flint.
—No está tú tan seguro.
Mientras los demás huían, Ragnar'k volvió la
vista hacia Sy-wen. El animal resplandecía bajo la luz de la luna.
Sin embargo, Sy-wen se daba cuenta de que su montura cada vez
estaba más cansada. Todo, incluso el corazón de un dragón, tenía
sus límites. Por enésima vez se habían sumido en una escaramuza
entre skal'tum y dragones, acuchillando y rugiendo desde arriba
para así destrozar a aquellos monstruos que parecían
incombustibles.
Los pequeños dragones
mueren con honor, comentó Ragnar'k.
Por una vez, el desprecio habitual del gran
negro por sus compañeros de menor tamaño había desaparecido. Sy-wen
se dio cuenta de la tristeza que albergaba el enorme corazón de su
montura. La muchacha se inclinó y posó la mejilla sobre el cuello
escamoso de Ragnar'k para compartir así el dolor con él. Abajo, la
batalla iba amainando. Los skal'tum no tenían defensas contra aquel
mar que amenazaba con ahogarles. Los gritos de guerra iban
disminuyendo para dejar paso a órdenes proferidas a gritos y
aullidos de los dragones moribundos.
Aquel verde pequeñito
también ha muerto con honor, dijo con pesar el dragón.
Sy-wen siguió acariciando el cuello del
animal. Necesitó unos instantes para que aquellas palabras se
abrieran paso en su dolor. De repente, se estremeció. ¿Acaso
Ragnar'k se estaba refiriendo...?
Tras incorporarse de nuevo en su asiento,
Sy-wen preguntó:
—¿Estás hablando de Conch, el dragón verde
jade de mi madre?
Así es. Un diminuto
dragón verde amigo de mi vínculo.
Sy-wen se quedó sin aire. ¡Madre Dulcísima,
no! Conch y su madre no tenían que luchar con la bandada de
monstruos, sólo tenían que dirigir y supervisar. Conch estaba
demasiado viejo para luchar. Seguro que Ragnar'k estaba equivocado.
Aquel dragón negro tenía un corazón enorme, pero no era muy
inteligente. ¡Seguro que Ragnar'k estaba equivocado!
—Llévame a donde has visto al pequeño dragón
verde —dijo, incapaz de disimular el dolor en su voz.
Percibió el equivalente a un encogimiento de
hombros en un dragón; Ragnar'k giró sobre un ala y se deslizó sobre
la masacre que se abría a sus pies. Los pequeños rostros pálidos de
los mer'ai se volvieron a ver el paso del gran dragón negro. Unos
pocos levantaron el brazo para saludar, pero la mayoría de ellos
tenía la mirada perdida y estaban aterrados, igual que
Sy-wen.
Ragnar'k, al poco rato, se deslizó por
encima de la superficie del lago con las alas extendidas para
frenarse con el aire y detener su descenso. Durante aquel descenso
por la superficie, el cuerpo flotante de un skal'tum chocó contra
la rodilla de Sy-wen. Parecía querer clavarle las garras incluso
después de muerto. La mer'ai dio un grito de desagrado y le propinó
una patada.
Ragnar'k sobrevoló las aguas anegadas de
sangre. Delante de ellos, vio la piel verde de un dragón de jade
que flotaba bajo las olas tranquilas. Tenía la enorme cabeza
doblada y sin vida. No podía ser Conch. Sy-wen estaba segura.
Sin embargo, en cuanto Ragnar'k se fue
acercando, Sy-wen distinguió a su madre aferrada al lado más
alejado del cuello del animal muerto. Cuando el dragón negro se
aproximó, la madre de Sy-wen levantó el rostro, cuya expresión,
habitualmente sombría, había dejado paso al dolor y el pesar. Tenía
el rostro cubierto por los mechones húmedos de su cabellera,
siempre brillante como el sol. Su mirada, hundida, estaba llena de
desesperanza.
—¡Oh, madre! —gimió Sy-wen—. ¡No!
—Él... intentó protegerme.
La mirada de la madre vagó de nuevo hacia el
cuerpo de Conch. Sy-wen se resistía a creer que aquel dragón muerto
fuera su compañero tan querido. ¿Dónde estaba aquel humor amable
que parecía llevar siempre a flor de piel? Sin su espíritu, aquella
masa de escamas verdes y alas desgarradas ya no era Conch. Sy-wen
no podía apartar sus ojos de aquel cuerpo sin vida.
Entretanto, su madre prosiguió con el
relato.
—Uno de esos monstruos se liberó, y ya bajo
el agua se revolvió y se dispuso a atacar. —La madre miró con ojos
de espanto hacia Sy-wen—. No supe marcharme a tiempo. Se lanzó
sobre mí y me atacó de forma salvaje.
—Madre, ¿dónde estaba tu guardia personal?
¿Y Bridlyn?
—Ya no está. Ha muerto. No lo sé. Sólo Conch
se quedó y me defendió —respondió entre sollozos.
—Déjalo, madre; luego hablaremos sobre todo
esto.
Pero su madre no parecía haberla oído.
—Pero... pero los monstruos son veneno puro.
Los dientes y las garras de los dragones no les hacían nada. Todo
lo que Conch podía hacer era apartar a la bestia de mí. De repente,
ese monstruo le partió el cuello con sus garras y dientes. Fue
horrible. Y esa sangre... había tanta sangre...
Sy-wen se dio cuenta de que el dolor y el
horror estaban a punto de hacer enloquecer a su madre. La mujer
prosiguió, y en su mirada se reflejaba todo el dolor que acababa de
sufrir.
—Incluso después de que aquel skal'tum por
fin se ahogara, Conch lo retuvo, temiendo que pudiera atacar de
nuevo. Aunque la sangre se le perdía en regueros espesos por las
heridas, Conch no permitió que me acercara. —La voz de la mujer se
quebró entre sollozos—. Sólo cuando su gran corazón aflojó, soltó
al monstruo. —Miró a Sy-wen—. ¿Por qué lo hizo? Tal vez yo hubiera
podido salvarle. Si hubiera sido más rápida...
Sy-wen acercó a Ragnar'k a la mujer que
lloraba.
—No, madre. No habrías podido. Conch te
quería. Yo lo sé. Murió para protegerte. Hizo lo que le dictó su
corazón. —Sy-wen tendió un brazo hacia su madre—. Vamos, madre.
Tenemos que regresar al barco.
—No, que vaya otro. Yo tengo que quedarme
aquí. —Y se abrazó con fuerza al dragón de jade.
Sy-wen había oído decir que el dolor por la
pérdida de un dragón al que se está vinculado puede llegara a
paralizar a su jinete. Sy-wen no estaba dispuesta a que aquello le
ocurriera a su madre. Tenía que alejarla de allí. Todo lo que ahora
necesitaba aquella mujer era un sorbo de té de dormidera y un lecho
caliente, y también todo el cariño de su hija.
Sy-wen pidió en silencio a Ragnar'k que
bajara más hacia el agua para que ella pudiera coger a su madre por
el hombro. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, una gran ala
negra se alzó por debajo de la madre, levantándola del agua. La
mujer se opuso un poco, pero su dolor la había hecho tan débil como
un bebé. El ala del dragón hizo deslizar luego a la mujer cerca de
Sy-wen.
Con un fuerte abrazo, la muchacha arropó a
su madre y la hizo sentar delante de ella mientras la consolaba.
Sy-wen no se había dado cuenta de lo pequeña y ligera que era su
madre. Parecía como si aquel dolor no sólo hubiera roto el corazón
de la mujer sino que además la hubiera empequeñecido. La pequeña
mer'ai apretó la cabeza de su madre contra el pecho y la meció
suavemente.
—Lo siento, madre —susurró mientras miraba
todos los muertos y moribundos del lago—. Siento mucho lo que ha
ocurrido.
Luego Sy-wen ordenó a Ragnar'k que se
dirigiera hacia el barco solitario que avanzaba en medio de aquella
carnicería. Todavía emitía llamaradas. Aquello sorprendió a la
muchacha. ¿Contra qué estaban luchando?
Tras vencer en aquella batalla en los
cielos, Elena se esforzaba por recuperar el control sobre su fuente
de fuego tempestuoso. En la cubierta del Caballo Pálido, los enfrentamientos seguían contra
unos pocos skal'tum que habían logrado entrar en el barco. Elena
era consciente de que su poder y su magia ya no eran necesarios en
el cielo sino allí.
Aunque Elena se esforzaba por reconducir su
magia, las energías desatadas empezaron a escaparse de su control.
La primera vez que había desatado el fuego tempestuoso, en las
ciénagas del Resbalón de la Tierra, había empleado muy poca
energía. La magia había desaparecido tan pronto como la había
activado. Pero ahora, Elena se dio cuenta de que la magia había ido
mucho más allá de su capacidad de control. Necesitaba las dos
partes de su espíritu, la luz de la mujer y la oscuridad de la
bruja, para mantener la fuerza de sus energías dirigidas hacia lo
alto.
Elena estaba a punto de perder incluso aquel
escaso control. Con toda su voluntad, se debatió contra la
resistencia y la oposición salvajes del fuego tempestuoso. Y aun
así no podía impedir que sus manos se empezaran a separar. La
separación de las manos, en lugar de disminuir el fuego
tempestuoso, no haría más que ampliar el alcance de su magia. Y
aquella fuerza inmensa resultaba imposible de dominar.
Al concentrarse tuvo que ignorar los gritos
que se alzaban a su alrededor. Con el aumento del alcance del fuego
tempestuoso, uno de los mástiles del barco se rompió al ser tocado
por la magia. El mástil se desplomó cerca de popa y cayó al mar,
arrastrando consigo a dos skal'tum que quedaron enredados entre sus
cabos.
Elena empezó a llorar, y no sólo por el
esfuerzo. Había observado que uno de los marineros zo'ol salía
arrastrado fuera de la borda junto con la pareja de skal'tum. Había
visto incluso la mirada de espanto del hombre al verse arrojado
fuera del barco con una soga alrededor del cuello.
Cayó de rodillas.
Aquel pesar todavía le debilitó más el
control. En la cubierta se empezaron a oír voces de alarma en
cuanto los demás se dieron cuenta de que su magia estaba a punto de
destruir por completo el barco.
Oyó la voz de Joach cerca del oído.
—Elena, ¡hemos ganado! ¡Para!
¿Qué pensaba su hermano que estaba
intentando hacer? Le resultaba imposible vencer la magia porque
había aumentado mucho. Su única esperanza era que se agotara, sin
más. Se dio cuenta entonces de que aquella esperanza era muy vana,
porque su fuente de magia todavía era grande. Elena se dijo que
seguramente antes de que el fuego tempestuoso se agotara por sí
solo el barco estaría destruido.
Desfallecida, la muchacha buscó una guía,
algún modo de doblegar su magia. Y, como respuesta a aquella
súplica, notó de repente una presencia cerca de ella. Miró atrás.
No había nadie allí. Y, sin embargo, captó una fragancia, un aroma
de las tierras Standi. Oyó entonces el crujido del cuero, y, desde
algún lugar lejano, alguien pronunció su nombre. Elena. Era la voz
de Er'ril, que le hablaba con enojo. Se le encogió el corazón.
Elena sabía que no era un fantasma lo que la visitaba en aquel
momento de desespero. Era una parte de sus recuerdos. Al tener la
guardia tan baja, el corazón se le conmovió. Se había creído sólo
bruja y mujer, pero ahora se daba cuenta de que también era algo
más. En algún momento de aquel largo viaje, Er'ril se había vuelto
una parte de sí misma. La fuerza que él le había dado en el pasado
no había muerto con el hombre. Permanecía ahí... en su propio
corazón.
Elena se puso de pie. No podía dejar morir
aquello. No permitiría que aquella diminuta chispa de vida de
Er'ril se extinguiera para siempre sólo porque ella era demasiado
frágil. Sólo con su vida podría mantener vivo el recuerdo de él. Ya
de pie, se enfrentó a la magia ardiente con una pasión furiosa que,
en parte era de acero y en parte de espíritu.
Lentamente empezó a controlar la magia y a
juntar las manos. El esfuerzo la hizo gritar.
Sobre su cabeza, la fuente de energía se
extinguió hasta convertirse en una llamarada salvaje. Finalmente,
con las últimas fuerzas que le quedaban, juntó por completo las
manos, entrelazando los dedos y conteniendo el flujo. Por fin el
fuego tempestuoso se retrajo por sí mismo.
Elena cayó exhausta sobre la cubierta. Uno
de los zo'ol la sostuvo, y Elena miró la destrucción que la
rodeaba.
Cerca de ella, entre los restos de varios
skal'tum, Joach se apoyaba en su vara con la mirada preocupada.
Flint renqueaba sobre su pierna herida y sangrante. Tol'chuk
ayudaba al hombre a sostenerse, pero ni siquiera el ogro había
salido indemne. Tenía el pecho marcado con unos rasguños profundos.
Meric parecía demacrado y hundido a causa de la magia que había
utilizado.
Una voz cansada se oyó junto al barco.
—¡Auxilio!
Joach se inclinó a mirar por la borda de
estribor.
—Son Sy-wen y Ragnar'k. Llevan a una mujer
herida.
Hizo un gesto hacia los demás para que
acudieran.
Flint, sin embargo, no hizo caso al alboroto
que se producía por la borda y miró hacia el cielo. Las estrellas
brillaban con fuerza.
—Ya ha terminado.
—No —susurró el zo'ol que se encontraba
junto a Elena. No tenía los ojos clavados en el cielo, sino en el
bosque oscuro que les rodeaba—. Sólo acaba de comenzar.