Martes, 4 de septiembre de 2012
Las 6.15

Abro los ojos y no me levanto de la cama hasta que cuento setenta y seis estrellas en el techo. Me destapo y me pongo la ropa de deporte. Cuando voy a salir por la ventana de la habitación me detengo.

Holder está en la acera, de espaldas a mí. Tiene las manos encima de la cabeza y, por la manera en la que se le contraen los músculos, parece que le cuesta respirar. Ha venido corriendo, y no sé si está esperándome o si da la casualidad de que justo ahora ha querido tomarse un descanso. Decido esperar en la ventana hasta que vuelva a emprender la marcha.

Pero no lo hace.

Tras un par de minutos consigo reunir el valor para salir al jardín. Cuando Holder oye mis pasos se da la vuelta. Intercambiamos las miradas y me detengo, pero en ningún momento aparto la vista. No estoy fulminándolo con la mirada ni frunciendo el entrecejo, pero seguro que tampoco estoy sonriendo. Solo estoy mirándolo.

La expresión de sus ojos ha cambiado, y la única palabra que puedo utilizar para describirla es «arrepentimiento». Pero él se queda callado, lo que significa que no va a disculparse, lo que, a su vez, quiere decir que no tengo tiempo de tratar de adivinar qué intenciones tiene. Solo quiero correr.

Paso por su lado y empiezo a correr por la acera. Después de dar varias zancadas oigo que Holder viene por detrás, pero mantengo la mirada al frente. No se coloca a mi lado, y decido no reducir la marcha porque quiero que se quede detrás. En un momento empiezo a correr más y más rápido hasta que estoy esprintando, pero él me sigue el ritmo, siempre varios metros por detrás. Cuando llegamos al punto en el que suelo dar la vuelta, me digo a mí misma que no voy a mirarlo. Paso por su lado y emprendo el camino de regreso a casa. Y la segunda mitad del recorrido es exactamente igual que la primera: silenciosa.

Nos quedan menos de dos manzanas para llegar a mi casa, y estoy enfadada porque ha venido, e incluso más enfadada porque todavía no se ha disculpado. Empiezo a acelerar más y más —probablemente nunca haya corrido tan rápido—, y Holder continúa sin quedarse rezagado. Eso me cabrea aún más, así que, al doblar la esquina para entrar en mi calle, me lanzo al sprint para llegar a casa lo antes posible. Pero sigue sin ser suficiente porque Holder continúa ahí. Me flaquean las rodillas y estoy haciendo tanto esfuerzo que no puedo ni respirar, pero solo me quedan seis metros para llegar hasta mi ventana.

Solo consigo recorrer tres.

En cuanto entro en el jardín, me derrumbo sobre las manos y las rodillas y respiro muy hondo. Nunca antes, ni incluso cuando he corrido seis kilómetros, me había sentido tan exhausta. Me tumbo boca arriba en la hierba. Todavía sigue húmeda por el rocío, pero me gusta la sensación en la piel. Tengo los ojos cerrados y estoy jadeando tan fuerte que apenas puedo oír resollar a Holder. Pero lo oigo, está muy cerca, tumbado junto a mí. Ambos nos quedamos quietos, tratando de recobrar el aliento, y en ese momento recuerdo la noche del sábado, cuando ambos estuvimos en esta misma posición, recuperándonos de lo que me había hecho en la cama. Creo que Holder también está pensando en eso porque acaba de entrelazar el dedo meñique con el mío. Pero esta vez no sonrío. Hago una mueca de disgusto.

Aparto la mano, me doy la vuelta y me pongo en pie. Camino los tres metros que me quedan, entro en mi habitación y cierro la ventana.