Treinta

No hay sustituto para el amor. Para el dolor de la separación no hay un remedio perfecto, excepto ganar la guerra y regresar a casa, con los seres queridos.

Psychology for the Fighting Man, p. 342

Al Whitehead era cualquier cosa menos un paciente cooperativo en el Primer Hospital de la Base de la Sección Sena, en París. Cuando una enfermera intentó que se desprendiese de sus armas, poco después de su llegada, a principios de enero, se aferró a su pistola calibre .45 y la guardó bajo su almohada. Comía poco, pues meses de pequeñas raciones en el campo de batalla habían reducido su apetito. Incapaz de dormir siquiera con tranquilizantes, pagó a alguien en el hospital para que le consiguiera «calvadose [sic], coñac o cualquier cosa que pudiera agenciarse». Llegó una botella de Calvados. Whitehead la llevó a la cocina, la mezcló con una lata de zumo de frutas y se la bebió entera. Como recordaba más tarde, durmió tres días.

Cuando se despertó, una enfermera estadounidense le informó que, tras su recuperación de la apendicitis, lo iban a embarcar. «Era la mejor noticia que había oído desde que había llegado allí, así que ni siquiera pregunté a dónde: asumí que sería con mi División, dado que el dolor en mi costado había desaparecido».586 En aquel momento, el 11 de enero de 1945, la 2ª División estaba todavía atrincherada en la sierra de Elsen-Elsenborn, en Bélgica. El Ejército envió a Whitehead al 94º Batallón de Refuerzo, un depósito para reemplazos situado en Fontainebleau, al sur de París.

Whitehead llegó al almacén a las 10 de la mañana del 12 de enero, y desde ese momento hizo todo lo que pudo por no encajar.587 Estaba resentido por ser un reemplazo, por esperar a que lo destinaran a una nueva unidad.

La 2ª División, escribió, era su lugar. Sin embargo, reconocía que estaba sufriendo «agotamiento por batalla y habría sido un problema para mí y para los demás». Cuando un sargento le reprendió por rellenar su encendedor con gasolina, como había hecho en el frente, amenazó con matarlo. La mayoría de oficiales y suboficiales del depósito, como la mayoría de reemplazos de allí, nunca habían estado en acción. Whitehead había estado combatiendo sin parar desde el Día-D hasta el 30 de diciembre de 1944 y había ganado la Estrella de Plata, dos Estrellas de Bronce, la Insignia de Infantería de Combate y la Distinción Presidencial a la Unidad. Por lo que a él concernía, no tenía por qué soportar mierda por parte de nadie. Y no lo hizo. Cuando un joven teniente le entregó un viejo rifle de mecanismo de cerrojo de la primera guerra mundial para realizar una guardia, le dijo que cogiera aquella escopeta de feria y «se lo metiera por el culo». Incapaz o poco dispuesto a aceptar que ya no estaba en el frente, exigió un subfusil Thompson y un machete de combate.

A Steve Weiss le amargó verse forzado a regresar a la Compañía Charlie, pero Al Whitehead estaba rabioso porque el ejército no lo devolvía a su unidad.588 Para enero de 1945, con la desesperada necesidad de reemplazar a la mayoría de hombres perdidos durante la ofensiva de las Ardenas, esa política había cambiado. El ejército enviaba a los veteranos que se habían recuperado de heridas o enfermedades allá donde los necesitaban, no necesariamente a sus antiguas divisiones. Tras seis días en el depósito, Whitehead estaba harto y pidió un permiso de tres días. El sargento primero, el comandante de la base y el capellán, por turnos, le dijeron que esperara, y los insultó a los tres. Conforme salía por la puerta, un centinela gritó: «¡Alto o disparo!». Whitehead le gritó: «¡Vete a la mierda!».

Cuando Whitehead se marchó del depósito, podría haber hecho lo que muchos soldados en la retaguardia habían hecho antes de él: desertar hacia el frente. El comandante del batallón de Whitehead, el teniente coronel David M. Frazior, había hecho exactamente eso en 1943, cuando abandonó un hospital militar en el norte de Túnez para reunirse con sus hombres para la invasión de Italia. Más o menos en la misma época, tres jóvenes soldados de diecinueve años abandonaban su unidad en Argelia para luchar en Túnez. Tras hacer autoestop para llegar al frente, a 1.500 kilómetros al este, se encontraron con el comandante John T. Corley, de la 1ª División de Infantería. Corley no aprobaba su delito, pero los envió al combate. «Desde luego, os habéis ausentado sin permiso en la dirección correcta», les dijo.

Corley fue ascendido a teniente coronel y se le dio el mando del 3º Batallón del 26º Regimiento de Infantería, lo que indica que sus superiores aceptaron, al menos tácitamente, su decisión de incorporar a los AWOL al combate.589

Un mes antes de que Whitehead abandonase la base, una voluntaria de la Cruz Roja estadounidense, Virginia von Lampe, de Yonkers, Nueva York, desertó de su puesto en París.590 Aunque sujeta a disciplina militar, Von Lampe se dirigió al este, en busca de los «Baqueteados Bastardos de la Bloqueada Bastogne», como habían llamado los diarios a la 101ª División Aerotransportada. Rodeada por el 47º Cuerpo Panzer alemán en el punto álgido de la batalla del Saliente, los hombres se quedaban sin munición ni comida. Su comandante en aquel momento, el general Anthony McAuliffe, acababa de hacer historia al rechazar un ultimátum de los alemanes para que se rindiese con una sola palabra, Nuts («chiflados»). Una semana antes de que el 3º Ejército del general Patton consiguiese romper el bloqueo para aliviar Bastogne, como había prometido, Ginny von Lampe se metió en el caos. Explicó a un perplejo alcalde, en la ciudad: «Traigo rosquillas para los chicos, señor». Él la retuvo como sospechosa de espionaje hasta que ella demostró su nacionalidad al nombrar al ganador de las Series Mundiales de 1943 (nada difícil para una neoyorquina), los Brooklyn Dodgers.

Whitehead, que caminó desde Fontainebleau a un bar para soldados estadounidenses, no había pensado en desertar hacia el frente. La 2ª División de Infantería, que aquel enero todavía libraba la batalla del Saliente, tenía una necesidad tan desesperada de soldados veteranos que, con toda probabilidad, le habría acogido de regreso. En lugar de ello, Whitehead se fue a por una copa. Los PM no le dejaron entrar porque no llevaba un pase. Conforme se alejaba en busca de una cama en algún burdel, pensó: «bueno, es muerte lo mires como lo mires. Si regreso al frente con aquella mierda de trabuco me matarán, y si me ausento sin permiso me fusilarán. Más me vale ir a París y pasármelo bien». Eso es exactamente lo que hizo.

Al próximo día, el 19 de enero, en París, se inscribió en el hotel de la avenida Charles Fouquet I, donde se había alojado mientras hacía guardias en los trenes.591 La propietaria del hotel dudó sobre si darle una habitación, hasta que él le aseguró que disponía de un permiso de treinta días y que no era un desertor. Su habitación tenía «muebles que crujían y papel descolorido en las paredes», y el cuarto de baño estaba junto al recibidor. Bebió vino y coñac hasta perder el sentido.

Como muchos soldados al final de un largo periodo de tensión, durmió durante varios días. El sueño, sin embargo, no significaba la paz. Recurrentes pesadillas acerca de encontrarse bajo descargas enemigas de artillería le causaban sudores fríos. En los sueños, su hermano menor, Uel, aparecía en el campo de batalla, indefenso.592 Tras varios días de pesadillas y sueño intermitente, salió a comer.

Pidió sopa y pan en una pequeña cafetería. La camarera, que sufría una notable cojera, le tuvo compasión y añadió algunos huevos fritos y patatas a su plato. Whitehead jugó a los dados contra un francés y ganó varios cientos de dólares (en sus memorias, Whitehead jamás pierde una apuesta). Cuando se iba, dos PM entraron. Le preguntaron por su unidad. Dijo que era la 2ª. Esto ya no era verdad: desde que había abandonado el hospital, pertenecía al 94º Batallón de Reemplazo con sede en Fontainebleau. Cuando los PM le pidieron su pase, él exhibió la pistola calibre .45 que había rechazado entregar a la enfermera. Según Whitehead, los PM prefirieron no tener problemas con él y se fueron.

La camarera le dio las llaves de su habitación amueblada en un barato hotel cercano, y le dijo que la esperase allí. Regresó del trabajo cerca de la medianoche. Aquella noche comenzó una sociedad romántica y de negocios, como tantas otras entre desertores estadounidenses y sus novias francesas en París. «De modo que comenzamos una vida juntos», escribió Whitehead, «aquella pequeña chica francesa coja y yo.»593 Su nombre era Lea, «una chica bonita, de cabellos oscuros, ojos azules y una hermosa sonrisa que jugaba al escondite con los hoyuelos de sus mejillas». Ella le enseñó los rudimentos del francés, lo llevó a museos y a películas y obras de teatro. Era la primera experiencia cultural para aquel granjero, algo que no había tenido en Tennessee. Cuando se ponía las viejas ropas que Lea le conseguía, nadie lo tomaba por un militar. «Por aquella época», escribió, «decidí que era un civil.»

En la cafetería en que trabajaba Lea conoció a otros desertores. Sin embargo, eran alemanes. Uno de ellos era un oficial, «un hombre rubio y de ojos azules de unos treinta y cinco años, con la personalidad endurecida por el combate, como yo». El oficial había servido en París durante la ocupación, pero no se retiró con su división. París, cinco meses después de su liberación, albergaba desertores de casi todos los ejércitos de Europa. Viviendo en una red clandestina compuesta por estafadores del mercado negro, chulos, ladrones y gánsteres, exsoldados de una docena de nacionalidades evitaban a la Policía Militar estadounidense y a los Gendarmes franceses, cuyo trabajo era darles caza.

La presencia de tantos hombres armados fuera de control militar causaba el caos en el París liberado. Un estudio legal del Ejército de EE.UU. señalaba: «Evidentemente, en ningún país liberado habría podido surgir el mercado negro sin la colaboración de personal militar estadounidense. La avaricia no es un rasgo exclusivo de los extranjeros».594 Los tribunales civiles franceses eran más laxos con respecto a los ladrones del mercado negro que los tribunales militares estadounidenses. El director de los Tribunales Militares franceses acusó a los tribunales militares de su país por «indulgencia injustificada». Para el ejército estadounidense, el problema no era tanto el castigo como encontrar a los desertores que suministraban material estadounidense al mercado negro.

Una noche, ya tarde, PM estadounidenses realizaron una redada en el hotel en que Whitehead vivía con Lea. Cuando llamaron a la puerta, Whitehead se arrastró por la ventana y se quedó de pie en la cornisa, con su .45 en la mano, hasta que se fueron. Era hora de trasladarse. A la mañana siguiente, la pareja alquiló un apartamento. El modesto piso, en el extremo del río Sena de la arbolada avenida de la Motte Picquet, era menos susceptible de una redada que un hotel. En su nueva residencia, él y Lea se contaron mutuamente sus historias. El padre de ella había sido un policía de pueblo, que la había enviado a un convento a fin de separarla de un joven al que ella amaba. Ella odiaba a su padre y guardaba amargos recuerdos del convento. A la primera oportunidad huyó a París. Cuando la Wehrmacht ocupó la ciudad, se convirtió en amante de un oficial alemán. Whitehead confesó que tenía esposa en Wisconsin. Como no podía escribirle sin arriesgarse a que lo capturaran, Lea escribió una carta en francés a la madre de Whitehead. Éste confiaba en que su madre le diría a Selma que estaba vivo. Al y Lea sobrevivían con el sueldo de ella como camarera, pero no era suficiente.

Otro desertor aconsejó a Al ganar dinero con una banda de estadounidenses del mercado negro con sede en un hotel cerca del Arco del Triunfo.595 Al fue hasta el desvencijado alojamiento junto a la avenida Foch para encontrarse con ellos. Había un soldado estadounidense de uniforme en el vestíbulo del hotel, como si montara guardia. Whitehead era demasiado cauto como para hablar con él, pero regresó a la mañana siguiente. Estaba el mismo soldado. Nuevamente, Whitehead se fue sin decir nada.

Cuando realizó su tercera visita, dijo al soldado, que estaba leyendo un diario: «Supongo que me dirás que éste es tu día libre».

«Mierda, no. Estoy ausente sin permiso», le respondió el soldado. «¿Qué vas a hacer al respecto?»

«Unirme a ti.»

Whitehead se encontró con el líder de la banda, un sargento y «exparacaidista; un soldado bajo, recio, de cabello rubio y rizado». La banda, compuesta por siete hombres, comprendía veteranos de la 82ª Aerotransportada, la 2ª Acorazada y las 1ª, 3ª y 8ª Divisiones de Infantería. El sargento, suspicaz de que Whitehead pudiese ser un confidente de la policía, lo puso a prueba: podía unirse a la banda si robaba un camión 6x6 del Ejército. En pocos minutos, Whitehead localizó un camión de suministros estadounidense detenido en el tráfico y se subió a él. Puso la boca de su .45 contra la cabeza del conductor, un recluta negro, y le dijo: «Bájate y corre hasta ese letrero de neón rojo, y sigue caminando sin mirar hacia atrás o te meto un tiro entre los ojos».

Whitehead aprobó el examen y ocupó su lugar en una de las muchas bandas de exsoldados que aterrorizaban París. La banda planeaba los robos, en su hotel de París, como si se tratase de operaciones militares. Entre las herramientas de su oficio estaban los uniformes estadounidenses y franceses, una amplia gama de armas robadas, pases falsificados y vehículos robados. Whitehead escribió que «robábamos más camiones, vendíamos lo que contuvieran y los empleábamos para robar en los almacenes».596 Durante los meses siguientes, la banda empleó tácticas de combate para robar en depósitos militares. Como si se tratase de una patrulla nocturna, se deslizaban en silencio tras los guardias y los dejaban sin sentido antes de hacerse con el botín. Sus actividades se extendían hasta Bélgica, donde robaban coches de civiles para venderlos en Francia.

Las operaciones de la banda proporcionaban a Whitehead más emociones fuertes que la batalla. Una noche, él y sus cómplices divisaron un Buick azul frente a un cuartel militar. Sus dos estrellas dejaban bien claro que su propietario era un general estadounidense. La banda saltó dentro del coche y sacó al chófer por la fuerza. Conforme se alejaban, los PM abrieron fuego. Whitehead y los demás devolvieron los disparos, pero aparentemente nadie resultó muerto. Sin embargo, el coche tenía tantos agujeros de bala que los ladrones lo abandonaron. En otras ocasiones se disfrazaban de miembros de la Policía Militar. Los verdaderos PM los saludaban por la calle, y se divertían comprobando los pases de los soldados de permiso.

Cuando robaban en cafeterías, huían en su jeeps con los gendarmes intentando inútilmente darles caza en sus bicicletas.

La banda del sargento de paracaidistas era sólo una de muchas que campeaban por París en los meses posteriores a la liberación de la ciudad. Como otros grupos de desertores en París, estaban «armados hasta los dientes con calibres .45, rifles y subfusiles Thompson». El propio Whitehead siempre llevaba encima su pistola calibre 45 además de tres pequeñas pistolas de calibre más pequeño, 25, escondidas en sus bolsillos y botas. La prensa de París comparaba la vida en la ciudad con el Chicago de la Era de la Prohibición, y limitaba a la misma causa la violencia: bandas de estadounidenses. La Rama de Investigación Criminal [(IC)] del ejército tenía que lidiar con una ola de delitos para la que no estaba preparada, como señalaba:

En el periodo de once meses transcurrido desde junio de 1944 (mes de la invasión) hasta abril de 1945, por ejemplo, los agentes de la IC manejaron un total de 7.912 casos, de los que 3.098, casi un 40 por ciento, implicaban apropiación indebida de suministros estadounidenses. La proporción de crímenes violentos (violación, asesinato, homicidio, atraco) fue aún más grande, y supone aproximadamente un 44 por ciento del tiempo de trabajo de la IC, lo que deja el 12 por ciento restante [sic] de tales crímenes a robos, asaltos, allanamientos de morada, motines y disturbios.597

La revista Time informaba de que «han surgido mercadillos informales de soldados alrededor del Arco del Triunfo, la plaza Pigalle, bajo la Torre Eiffel, en bistrós, restaurantes y alrededor de jeeps detenidos en atascos de tránsito».598 Los precios por los productos que proporcionaban los soldados eran exorbitantes. La Rama de Investigación Criminal informaba de que un paquete con cincuenta cartones de cigarrillos costaba alrededor de 1.000 dólares, y de que 9 kilos de café costaban 200 dólares.599 Los vendedores eran tanto desertores como soldados en activo, y los productos eran invariablemente de contrabando. Delatando un considerable orgullo por su audacia como gánster, Whitehead escribió que «robamos en todas las cafeterías de París, en todos los sectores excepto el nuestro, mientras los gendarmes se volvían locos». La banda entraba en las cafeterías y exigía cajas de coñac y champán. Una vez los dueños habían cargado las cajas en los jeeps, los hombres volvían sus armas hacia ellos. Robaban el dinero a dueños y clientes por igual. Whitehead recordaba haber realizado redadas en cafeterías de modo regular durante tres meses sin interferencias de la policía.

La banda robaba en casas particulares, cuyas sábanas y radios eran «fáciles de colocar».

Los beneficios obtenidos gracias al robo de gasolina, cigarrillos, coñac, champán, coches y armas estaban convirtiendo a los miembros de la banda en hombres ricos. Whitehead estimó que en seis meses, su parte alcanzó los 100.000 dólares. Esto es, probablemente, una exageración. La «Historia de la Rama de Investigación Criminal» del Jefe de la Policía Militar del Teatro de Operaciones estimaba que «los beneficios generados por el tráfico ilegal de bienes esenciales del Ejército de EE.UU. había alcanzado casi los 200.000 dólares». Esto era el logro de meses de robos por parte de más de 150 oficiales y soldados del 716º Batallón Ferroviario hasta su captura en noviembre de 1944. Whitehead no podía enviar a casa el dinero, porque el Ejército había dictado una «Prohibición contra la exportación e importación de divisas estadounidenses y británicas» el 23 de septiembre de 1944. Whitehead escondía su dinero bajo la cama del apartamento que tenía con Lea, hasta que lo invirtió en una cafetería y un pequeño hotel. Puso ambos a nombre de Lea y la dejó a cargo de ambos.

Al Whitehead prosperaba entre la élite de la delincuencia parisina, visitando de cuando en cuando burdeles y emborrachándose a menudo.600 Se encontró con un soldado de su antigua 2ª División, que estaba de permiso, y lo acompañó a un establecimiento donde pagó los costes de las prostitutas para ambos. El soldado, que más parecía envidiar la vida clandestina de Whitehead que verse perturbado por ella, le dijo que regresaba a la 2ª División, estacionada en algún punto de la frontera entre Alemania y Checoslovaquia. Whitehead le dijo que ojalá pudiera volver allá con él, pero el soldado le advirtió de que lo fusilarían como habían fusilado al soldado Eddie Slovik el enero anterior. «Bueno, colega», le dijo Al, «¿qué diferencia hay entre que me maten los alemanes o mi propio ejército me fusile? En cualquier caso soy un hijoputa muerto.» Sin embargo, se quedó en París.

Aquella primavera la ciudad había perdido su atractivo para Whitehead. Las actividades de su banda estaban decayendo, y tenía poco que hacer. El 7 de mayo, la radio anunció la victoria aliada en Europa. Recordaba al locutor decir «Le guerre ce fini! Le guerre ce fini!» Pese a sus siete meses en París, el francés de Whitehead era, en el mejor de los casos, rudimentario: seguramente el locutor había dicho La guerre, c’est fini! Salió a tomar fotos de las banderas aliadas en las calles, que incluyó en su diario autopublicado, y regresó solo a su apartamento para ponerse melancólico.

«Aquel día y aquella noche todo el mundo en París y en el resto de Europa estaba de celebración, pero yo me quedé en mi apartamento pensando en todo ello.» Vagabundeó sin rumbo por París, acabando casualmente a orillas del Sena. A finales de junio había dicho a Lea que quería regresar a casa. La única manera de hacerlo era entregarse al Ejército de los Estados Unidos.

El rumbo más fácil para Whitehead era presentarse en el puesto más cercano de la Policía Militar. En lugar de ello, dijo que tomó un tren a Checoslovaquia para buscar la 2ª División. En su ausencia, la División había entrado en Alemania y capturado Leipzig. El 1 de mayo se había trasladado a Checoslovaquia. Whitehead asegura que se entregó en Checoslovaquia, pero la División se había trasladado a un campamento en las afueras de Rheims el 18 de junio. Un telegrama del Ejército del 13 de diciembre de 1945 registra su «captura en Rheims, Francia, en o alrededor del día 1 de julio de 1945».601 Los días 12 y 13 de julio la mayor parte de la Second to None Division* embarcaba desde La Haya con destino Nueva York.602

Whitehead escribe, sin embargo, que encontró la 2ª División en Checoslovaquia y se presentó ante un sargento primero, quien le ordenó ir a su antiguo batallón.603 Tras unos días en el calabozo de la compañía, los transfirieron a la autoridad de la División. Dado que la última unidad de Whitehead había sido el 94º Batallón de Refuerzo de Fontainebleau, se dio la orden de transferirlo allí. Se subió a un camión junto a otros quince prisioneros esposados, acusados de deserción, asesinato y violación, que lo llevó a otro calabozo a seis horas de allí.

Whitehead durmió en el suelo de una celda con otros cincuenta presos en la segunda planta de una vieja prisión. Por la mañana, los guardias lo trasladaron a una celda individual en la planta baja. Escribió que se sentía «inquieto» y enfadado por su continuo traslado de un lugar a otro. Decidió escaparse golpeando el mortero que unía los ladrillos de la pared a fin de abrir un agujero de salida. No había realizado progresos notables esa misma tarde cuando, a eso de las seis, lo llevaron afuera y lo sentaron en un jeep que se dirigía a Fontainebleau. Allí, el 94º Batallón de Refuerzo lo encerró en una celda con otros tres prisioneros.

«Durante su confinamiento en este depósito», informa la «Ficha Informal de Transmisión», «el cabo Whitehead no dio dificultades, realizó satisfactoriamente su tarea y, en vista de que no fue capturado, sino que se entregó voluntariamente, no había razón aparente para pensar que pudiera escapar».604

Aunque persuadía a los guardias de que estaba resignado a su suerte, Whitehead estaba lleno de resentimiento. El centinela asignado para custodiarle era el soldado de primera clase Robert C. Shumate, al que Whitehead se refiere en sus diarios como «cabo».605 Como cabo él mismo, seguramente a Whitehead le debe haber disgustado recibir órdenes de un soldado. Por la mañana, Shumate ordenó a Whitehead y a otros dos presos limpiar un gran edificio de la base. Whitehead odiaba al soldado Shumate. «Nos tenía todo el tiempo vaciando ceniceros y papeleras, mientras nos decía: “ninguno de vosotros va a escapar de mí. No seré yo quien cumpla vuestra condena”. Yo pensé: “payaso estúpido, en cinco minutos te voy a demostrar lo gilipollas que eres”».

Whitehead se veía a sí mismo como un soldado veterano, «un soldado profesional», y consideraba al soldado Shumate como un inferior, un «recluta de mierda». Cuando Shumate le ordenó limpiar una pequeña oficina del edificio, Whitehead halló pases en blanco en un cajón del despacho y los metió a escondidas en su ropa. Los pases le permitirían deambular libremente por París sin tener problemas con los PM. Con la tarea ya realizada, Shumate acompañó a los tres presos al comedor para el almuerzo. Whitehead se sentó fuera, tras decir que se sentía demasiado mareado para comer. Shumate amenazó con dispararle si intentaba escapar, y Whitehead le respondió: «¿Por qué? Estoy a gusto aquí (... )». Shumate llevó a los otros dos prisioneros dentro. El informe de los calabozos dice que en realidad Shumate puso a Whitehead a trabajar en el comedor mientras a los otros dos internos se les asignaban tareas en la cocina. «Debido a la situación relativa del comedor y de las cocinas en las estancias de la PM», señalaba el informe del calabozo, «es imposible que un hombre pueda mantener bajo vigilancia ambas habitaciones simultáneamente».606 A la 1.30 de la tarde Whitehead estaba o bien sentado afuera, como escribió, o trabajando en el comedor, según el informe oficial. Las versiones divergentes se ponen de acuerdo en un solo punto: se escapó. Según el informe, «escapó aproximadamente a las 13.30 horas». No fue muy lejos, como él mismo recuerda: «me dejé caer rodando por debajo de la valla en la que estaba sentado y haciendo un hueco entre el follaje, me camuflé completamente con las hojas».607

Whitehead tuvo un inesperado golpe de buena suerte, como señala el informe sobre su huida: «El 23 de julio de 1945, sobre las 13.30 horas, cuatro (4) miembros del destacamento de PM no estaban de servicio por las siguientes razones: un hombre había sido llamado por personal para una rectificación en sus registros. A un hombre se le estaba realizando un perfil y los otros dos estaban de permiso».

Sin saberlo, Whitehead no podría haber calculado mejor el momento de su huida.

«Se dio inicio de inmediato a la búsqueda del prisionero fugado», escribió el teniente primero John F. Connolly, de la Oficina del Jefe de la Policía Militar del 9º Depósito de Refuerzo. «Se comprobó la ciudad y la estación de trenes. Un vehículo cubría la ruta N7 a París y regresaba por la N5. No se halló rastro del prisionero.»608

Estirado allí, camuflado por las hojas mientras los guardias lo buscaban, se quedó quieto como un francotirador el resto del día.609 Cuando las campanas doblaron a medianoche, salió de su guarida. Se quitó el uniforme de la prisión, bajo el que llevaba el suyo del ejército. El campamento no ofrecía rutas obvias de huida, dado que estaba rodeado por todas partes por altos muros. Sin embargo, un muro rodeaba una casa que daba a la carretera que pasaba por fuera del campamento. Trepó el muro y se coló dentro de la casa. Dentro estaba demasiado oscuro como para buscar la puerta de la calle, de modo que forzó una ventana para abrirla y saltó desde ella.

Había PM y gendarmes patrullando las carreteras. Cada vez que se acercaba un jeep, él se metía en un portal. Halló un escondite cerca de la estación de trenes y esperó hasta la mañana. A eso de las siete de la madrugada, un tren de pasajeros se preparó para salir. Whitehead saltó a él, aunque no tenía ni idea de a dónde iba. Mientras se sentaba preguntó el destino a un revisor. «París», respondió el hombre. Le pareció bien.