Siete

De él —el soldado generoso, el de siempre— depende la victoria.

Psychology for the Fighting Man, p. 365

El día de Acción de Gracias de 1943, en el Lower Manhattan, Stephen J. Weiss juró «apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos frente a cualquier enemigo, externo o interno».123 Al finalizar la ceremonia de reclutamiento, similar a la protagonizada por él veinticinco años atrás, William Weiss dijo a su hijo: «Si me necesitas, no tienes más que decirlo». La reserva del hombre, consecuencia del trauma de la guerra, había privado a Steve desde la infancia de un padre funcional. Ni el padre ni el hijo conocían el número de bajas psicológicas de estadounidenses causadas por la guerra anterior en Europa. En la época del reclutamiento de Steve, la revista Fortune informaba: «Hoy, veinticinco años después de la finalización de la última guerra, casi la mitad de las 67.000 camas de los hospitales pertenecientes a la Administración de Veteranos siguen ocupadas por las víctimas neuropsiquiátricas de la primera guerra mundial».124 Steve iba donde había estado su padre, a sacar a la luz secretos que se le habían ocultado durante años. No tenía intención de «decir la palabra». Era su hora de experimentar la guerra y las orientaciones paternales tendrían que provenir del ejército.

Steve y los demás reclutas subieron a un tren que los llevaba al campamento de tránsito de Fort Dix, en Nueva Jersey. El ejército le asignó el número de serie 12228033 y le ordenó que se lo supiera de memoria. En caso de que lo capturasen, lo único que podía revelar al enemigo era ese número, su nombre y su rango. Fort Dix comenzó a transformar a los jóvenes en soldados. La canción de más éxito del año anterior, escrita por Irving Berlin, bien podía haberse compuesto allí:

Este es el Ejército, Míster Green,

Nos gustan los barracones ordenados y limpios,

Usted tenía una criada que le fregaba el suelo,

Pero ya no se lo fregará más.

Mientras los oficiales de carrera y los suboficiales de Fort Dix se regalaban con el pavo de Acción de Gracias, un Steve Weiss recién trasquilado se pasó todo ese jueves, y también el viernes, de rodillas fregando suelos de barracones. Una semana después, el ejército lo despachó al sur, al Infantry Replacement Training Center (Centro de Instrucción de Reemplazos de Infantería, IRTC) en Fort Blanding, Florida. En la prueba general de clasificaciones, Weiss obtuvo una puntuación que lo capacitaba para asistir a la Escuela de Candidatos a Oficiales y le dio una posibilidad en la Rama de Guerra Psicológica. No obstante, no tardó en darse cuenta de que el ejército «a finales de 1943 necesitaba reemplazos de infantería y no oficiales jóvenes».

Se destinó a Weiss a Inteligencia de Combate (CI), que según la explicación que le dio un segundo teniente era «una exploración por parte de infantería especializada de la CI tras las líneas del frente, donde se patrullaba ya sea a pie o en jeeps...». Weiss escribió: «Pensé que bajo una apariencia de glamur, las misiones de la CI debían ser más peligrosas que las asignadas a la infantería común».125 Glamurosa o peligrosa, seguía siendo la infantería. Weiss solicitó su traslado a Guerra Psicológica. Mientras tanto, el ejército le hizo realizar diecisiete semanas de instrucción básica: «lectura de mapas, interpretación de fotografías aéreas, identificación de enemigos, interrogatorio de prisioneros, tácticas de infantería, uso de armas y cohesión de grupos reducidos».126 No le impresionaron las películas propagandísticas que se exhibían en Fort Blanding, como la serie Por qué peleamos, de Frank Capra. Creía que los documentales «daban una impresión falsa de la guerra moderna» y «poco añadían a mis motivos para alistarme».127 En Fort Blanding había muchos aspectos de la vida diaria que crispaban a los reclutas, en especial las ciénagas de alrededor, el rancho y lo que los soldados llamaban la «mierda de gallina»: la imposición rígida de reglamentos mezquinos.128 La incompetencia era rampante en un ejército que se había ampliado desde su población original de 227.000 soldados regulares en 1939 (más otros 235.000 de la Guardia Nacional) a un total de 7.482.434 almas a finales de 1943.129 Este vertiginoso crecimiento militar afectó a todo, especialmente a la atención sanitaria. Un médico dio a Weiss comprimidos de antiácido para el pie de atleta y otro le administró tantas vacunas de una sola vez que se pasó cinco días en el hospital de la base con una fiebre peligrosamente alta.

Weiss no sufrió acosos ni comentarios antisemitas denigrantes en Fort Blanding, a diferencia del otro único recluta judío que conoció allí.130 Este joven, apodado Philly, era de baja estatura y tan religioso como Weiss era laico. Cuando un paleto sureño insultó a Philly en términos antisemitas, Weiss le advirtió que dejara a su amigo en paz o «le iba a patear el culo».131 Un día Philly y el paleto intercambiaron algunos golpes en la cocina. El sargento los separó y les ordenó arreglar sus asuntos en el cuadrilátero de boxeo. Los demás reclutas observaban como Philly encajaba golpe tras golpe, pero no caía. Ya iba perdiendo por puntos cuando le dio a su oponente en la mandíbula y lo dejó sin sentido. El sargento advirtió al perdedor: «Si no cambias de actitud te llevaré ante un consejo de guerra». Para Weiss esto fue «una lección práctica en derechos humanos relacionada con la guerra misma».132

Mientras Weiss recibía instrucción básica en Fort Blanding, otros reclutas desertaban o padecían serios problemas psicológicos. La revista Time informó que cada semana 300 reclutas sucumbían a crisis nerviosas.133 El Dr. Edward Strecker, presidente del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Pennsylvania y asesor del secretario de Guerra, lamentaba «el hecho puro y duro de que 1.825.000 hombres quedaron fuera del servicio militar por trastornos psiquiátricos, que otros casi 600.000 habían sido dados de baja únicamente en el ejército por motivos neuropsiquiátricos o equivalentes, y que unos 500.000 más intentaban evadir la leva...».134

El Oficial Administrativo en Jefe del ejército alertó a los generales al mando en una carta fechada el 3 de febrero de 1943: «Las ausencias sin permiso y las deserciones, especialmente en unidades que ya han recibido órdenes de hacerse a la mar, han alcanzado grandes proporciones».135 El secretario de Guerra Henry L. Stimson propuso una solución más punitiva al problema de la deserción. El 22 de octubre de 1943 escribió al director de la Oficina Presupuestaria Harold D. Smith: «Bajo cualquier circunstancia la ausencia sin permiso en tiempos de guerra es una infracción grave (... ) lo suficientemente grave como para justificar un castigo serio que no se puede imponer bajo las limitaciones actuales».136 Stimson recomendó al presidente Franklin D. Roosevelt que emitiese un decreto presidencial que suspendiera las limitaciones a los castigos en la Tabla de Penalizaciones Máximas del Manual for CourtsMartial («Manual para consejos de guerra») de 1928.

Roosevelt firmó el decreto presidencial 9367 del 9 de noviembre de 1943 «que cancela hasta nueva orden las limitaciones máximas del castigo por la infracción del Artículo de Guerra 61».

En una carta al Jefe del Estado Mayor general George C. Marshall, su adjunto a la jefatura, el general de brigada M. G. White le informaba de que «en mayo de 1942 se produjeron 2.822 deserciones...».137 A medida que el ejército aumentaba en número de integrantes, la cantidad de desertores en general fue creciendo; con todo, el porcentaje era bajo: menos del 1% del total de personal uniformado. No obstante, la mayor parte de las deserciones provenían de un pequeño porcentaje de soldados que servían o estaban a punto de servir como tropas de infantería de combate.

El general Marshall creó un comité para estudiar las deserciones y su relación con los trastornos nerviosos. Entre los que nombró para el comité estaba el veterano de la primera guerra mundial, y general de brigada, Elliot D. Cooke. Éste supuso que lo eligieron porque «si alguien como yo era capaz de comprender el tema, entonces podría comprenderlo cualquiera». Cooke no tenía una opinión formada sobre el problema, sus causas y sus soluciones. A principios de 1943 advirtió que «se daba de baja del ejército casi a tantos hombres como los que ingresaban en él por las oficinas de reclutamiento».138 Esto ocurría antes de que se enviase a ultramar a la mayoría de los reclutas. El general Cooke, soldado campechano y modesto, dijo que antes de aquel momento nunca había oído el término «psiconeurosis» y no tenía idea de cómo escribirlo. También confesó que compartía la actitud recelosa de los militares hacia la «psiquiatreta».*

Cooke visitó Fort Blanding durante el periodo en que Weiss recibía instrucción. El comandante del campamento le dio acceso a una planta «cerrada» y a tres plantas «abiertas» de pacientes con psiconeurosis. En una de las plantas abiertas no todos los pacientes parecían enfermos.

Unos cien pacientes o más deambulaban vestidos con las ropas del hospital, hablaban, leían o jugaban a diversos juegos. No parecían más enfermos que yo. En general se les veía como un grupo de soldados cualesquiera. Le pregunté a uno de los que tenían más aspecto de inteligentes:

—¿Qué le pasa, soldado?

Me miró desafiante.

—Soy marica —dijo sencillamente.

Otro paciente se quejaba de dolor de espalda y un recluta negro dijo simplemente: «Estoy triste».

En el club de oficiales Cooke se tomó una copa con el psiquiatra del campamento para hablar de los falsos enfermos que había visto. El psiquiatra le dijo:

Lo crea usted o no, puedo asegurarle que esos hombres padecen de verdad los dolores de los que se quejan. Usted los llama enfermos ficticios. Pero después de diez años de práctica de la psiquiatría, estoy seguro de poder diferenciar a las personas que sufren un dolor de las que no lo sufren.

El dolor de causa psicológica seguía siendo dolor. Cooke dijo que no lo entendía, pero decidió continuar su investigación con la mente abierta.139

En Fort Blanding, Steve Weiss se acercaba a los soldados de más edad, como buscando un padre o un hermano mayor en quienes confiar. Así, se hizo amigo de Sheldon Wohlwerth, un recluta de 28 años de Cleveland Heights, Ohio. Wohlwerth era «desgarbado, artístico y brillante» y poseía un «sólido sentido común», 140 todo lo cual a Weiss le gustaba mucho. Al finalizar las diecisiete semanas de instrucción básica, Weiss y Wohlwerth fueron a Fort Meade, Maryland, para entrenarse a tirar con rifle. Para su propia sorpresa, Weiss resultó tener excelente puntería. En Fort Meade se hizo amigo de un recluta llamado Hal Sedloff, quien en la vida civil había sido carnicero. Weiss admiraba a Sedloff, diez años mayor que él, como Wohlwerth. No obstante, la profunda añoranza que sentía el hombre por su mujer y su hijita de meses le causaron tristeza. En abril de 1944, el ejército envió a Sedloff a ultramar desde Newport News, Virginia. Una semana más tarde fue el turno de Weiss.

No todos los soldados asignados a servir en ultramar llegaban a subir al barco. El general Cooke entrevistaba a los médicos y los reclutas en las oficinas de reclutamiento, los hospitales y los barracones militares a fin de descubrir cuántos de ellos se negaban a servir. Algunos de sus descubrimientos socavaron su fe en el patriotismo de las generaciones jóvenes.

El tratamiento especial dispensado por las Juntas de Selección civiles había generado resentimiento entre los reclutados. «Cuando en 1943 se descubrió que se habían librado del servicio militar catorce integrantes del equipo de fútbol de la Universidad de Rice, el público se sorprendió bastante», 141 escribió. No fueron los únicos deportistas cuyo talento les libró de la leva a comienzos de la guerra y el general Cooke se solidarizó con los que pensaban que las Juntas de Selección locales no eran justas.

El problema de la deserción llegó a ser tan grave en los Estados Unidos que el 3 de febrero de 1943 la oficina del Oficial Administrativo en Jefe hizo circular un memorando dirigido a los «generales al mando, las fuerzas armadas de tierra, las fuerzas armadas del aire, los servicios de suministros, los comandantes de todos los puertos de embarque, todos los oficiales asignados a la jurisdicción de los consejos de guerra de los Estados Unidos»142 y a los oficiales al mando de la mayor parte de las bases continentales. El memorando comenzaba así: «Las ausencias sin permiso y las deserciones, especialmente de unidades que hayan recibido aviso de traslado a ultramar, han alcanzado proporciones alarmantes». Eran tantos los hombres que habían desertado que resultaba imposible llevarlos a juicio «excepto en circunstancias con agravantes». Como muchos de ellos preferían la cárcel al servicio lejos de su país, la oficina del oficial administrativo en jefe escribió: «Las nuevas reglamentaciones apuntan a frustrar los propósitos de los gandules y no a ayudarles... Deben saber que después de arrestarles la administración acelerará su regreso a sus deberes en sus respectivas unidades si aún continúan en los Estados Unidos, o a un escenario activo en ultramar si su unidad ya ha partido».

El memorando daba una imagen sombría de la disposición de los reclutas a tomar parte en la guerra. Como las cárceles militares rebosaban de desertores y otro tipo de «Ausentes Sin Permiso» (AWOL por las siglas de la expresión en inglés Absent Without Leave), «resulta necesario ocupar la zona de los barracones de montaje para poder alojar, alimentar y retener a los desertores y los AWOL [sic] arrestados». El oficial administrativo en jefe aconsejó a los oficiales al mando que tuvieran cuidado con los «diversos trucos y engaños empleados para evitar que se les asigne a un destacamento o se les incluya en un grupo destinado al extranjero...». Los «trucos» de los desertores eran:

a. Autolesionarse con necesidad de hospitalización.

b. Fingir enfermedades físicas y mentales.

c. Esconderse durante varios días para evitar que se les incluya en la lista de los destinados a ultramar.

d. Convertirse en AWOL para que se les juzgue y se les confine.

e. Deshacerse de su ropa y sus equipos.

f. Deshacerse de sus chapas de identificación.

g. Responder por los ausentes cuando se pasa lista.

h. Cuando un oficial se acerca a la zona se hace correr la voz y escapan hacia los bosques por puertas y ventanas, saltando incluso desde ventanas cubiertas con mallas metálicas de pisos superiores y llevándose las mallas consigo.

El general Cooke prolongó su misión a Camp Edwards en el Cabo Cod, donde estaban detenidos 2.800 soldados que habían desertado en la costa este de los Estados Unidos. (Los desertores del oeste del río Misisipí iban a una cárcel similar en California.) Cooke preguntó al oficial al mando del campamento cuánto tiempo permanecían los hombres entre rejas. «El necesario hasta descubrir quiénes son y a qué unidad pertenecen» fue la respuesta. «Luego los ponemos bajo vigilancia y los embarcamos.»143 Cuando los reclutas comenzaron a romper sus gafas o sus dientes falsos para evitar que los embarcasen, el ejército modificó sus reglamentos para que se les pudiese enviar a pelear sin gafas o sin prótesis. Muchos reclutas se ocultaron. El oficial al mando dijo: «Los sacamos de toneles escondidos bajo el carbón, los extraemos de cuevas y túneles que excavan bajo sus barracones». Los guardias de los campamentos acabaron por confinar a los desertores en instalaciones especiales sin darles explicaciones pocas horas antes de subirlos a trenes con destino a los puertos de embarque. Cooke preguntó si había hombres que intentasen salir corriendo una vez fuera del campamento. «Sólo cuando se les lleva al puerto. En ese caso saltan por las ventanillas de los trenes, de los camiones en movimiento e incluso por la borda de los buques en el puerto.» El ejército denominaba a esto «la fiebre de la pasarela».

Cooke habló con los presos. Algunos de ellos tenían problemas familiares que necesitaban solucionar antes de salir del país. Un soldado dijo que no podía abandonar a su mujer, que estaba embarazada y enferma. Otros le dijeron: «No sé disparar un arma ni quiero estar bajo el fuego»; «No soy capaz de matar a nadie, no va conmigo matar gente»; «Supongo que tenía miedo, así que me fui a casa»; «Quería ver a mi novia, no me gusta el ejército y me asusta el agua».

* * *

Steve Weiss, Sheldon Wohlwerth y los demás reclutas graduados viajaron desde Fort Meade hasta Newport News para embarcarse. Ninguno de ellos conocía su sitio de destino ni sus divisiones o regimientos futuros. Como «reemplazos» de infantería ocuparían en las filas los puestos de los hombres muertos, capturados, física o mentalmente incapacitados o desaparecidos en acción. Algunos de los desaparecidos del campo de batalla, de los que nadie hablaba, se habían «evadido», habían desertado sin ninguna intención de regresar. A medida que los reemplazos se acercaban al estrecho de Gibraltar a bordo de transportes militares que solían ser el objetivo de los submarinos alemanes, comenzó a circular el rumor de que se dirigían a un sitio del que jamás habían oído hablar: Orán. La ciudad portuaria de la Argelia francesa, ocupada por los estadounidenses y los británicos desde noviembre de 1942, era la Base de la Sección del Mediterráneo de los EE.UU., así como el almacén de suministros de guerra. Algunos de los reemplazos estaban tan seguros de que Orán era Irán que apostaron y perdieron la paga de un mes.

El general de brigada Elliot D. Cooke se había adelantado a Weiss a llegar al norte de África, donde continuó sus investigaciones sobre los altos índices de deserciones y de crisis nerviosas. Preguntó a un cabo de 19 años, Robert Green, si había tenido miedo cuando la patrulla que encabezaba se topó con los alemanes. «Sí, señor, tuve mucho miedo. Todo el que le diga que no tiene miedo es un gran mentiroso.»144 Cooke le preguntó si había hombres que «se derrumbaban» y el joven respondió: «Algunos sí. Pero te das cuenta de que está por suceder y a veces los demás hombres los ayudan». Cooke preguntó cómo se daban cuenta de que «estaba por suceder» y Green respondió que porque se ponen «ansiosos por disparar»:

Empiezan a correr por todas partes en busca de algo a lo que disparar. Inmediatamente después les da el canguelo: saltan si enciendes una cerilla y se tiran de cabeza buscando cobijo si alguien se golpea el casco con una piedra. Cualquier ruido repentino y los ves dar un alarido mental que sólo oyen ellos. Cuando se ponen así ya puedes tacharlos de la lista porque no van a servir de nada a la unidad.

Cooke preguntó cómo se podría ayudar a esos hombres y Green respondió:

Se puede encubrir a un tío así antes de que se vuelva completamente majara. Se le puede mandar a buscar munición o algo. Tú y él sabéis que se va a quedar fuera de la vista durante un tiempo, pero no lo delatas, ¿está claro? Así él se engaña pensando que tiene un motivo para no estar en la primera línea y conserva su amor propio. Quizá hasta recupere el valor para la vez siguiente. Pero si acepta abiertamente que está escapando, ¡está perdido!

En Argel un alto oficial le dijo a Cooke: «Si un soldado contrae una disentería grave por haber bebido agua contaminada, su oficial al mando lo lamenta y se alegra de que le envíen al hospital. Pero si ese soldado sufre una dolencia equivalente debido al estrés y a las presiones, ese mismo oficial al mando se indigna y quiere que le formen consejo de guerra».145

Irónicamente, el general Cooke propuso una solución: «Entonces el único remedio es eliminar el miedo».

Después de dos semanas en un campamento cerca de Orán, Steve Weiss y otros 89 reemplazos provenientes de Fort Meade embarcaron en un barco de pasajeros británico transformado, el Strathnaver, para una travesía de cuatro días a Nápoles. Los aliados habían conquistado Nápoles el 1 de octubre de 1943. En mayo de 1944, cuando llegó Weiss, gobernaban la ciudad los ejércitos aliados, la mafia y los desertores aliados que controlaban conjuntamente el mercado negro de suministros militares. Miles de soldados se enriquecían a expensas del ejército: robaban y vendían suministros de los aliados. Algunos italoamericanos habían desertado para conducir camiones de contrabando para el jefe de la mafia estadounidense Vito Genovese. Otros desertores se unieron a bandas armadas de las montañas, que robaban tanto a los aliados como a los civiles italianos. El corresponsal de United Press Reynolds Packard, que había vivido en Italia antes de la guerra y regresó el primer día de la invasión, escribió:

En pocos días Nápoles se convirtió en el centro de la delincuencia de la Italia liberada, por lo que el término «liberada» se convirtió en un chiste de mal gusto. Tanto para los italianos como para los invasores significaba que un gobierno militar aliado obtenía algo a cambio de nada: por ejemplo, una esposa italiana o una botella de brandy que le quitaba a un tabernero intimidado sin pagarla. La prostitución, el mercado negro, el crimen organizado y la estafa eran el pan de cada día... Era un círculo vicioso: los soldados vendían cigarrillos a los italianos, que a su vez volvían a vendérselos a los estadounidenses a quienes se les habían agotado. Pero el negocio principal era el tráfico de mujeres.146

Norman Lewis, un oficial de la inteligencia británica que estaba en Nápoles y hablaba italiano, advirtió el mismo fenómeno: «Hay quejas de saqueos realizados por las tropas aliadas. En esta guerra los oficiales han demostrado estar mucho mejor preparados para este tipo de acciones que los rangos más bajos».147 Los oficiales eran tanto estadounidenses como británicos y algunos de ellos habían enviado a Inglaterra obras de arte saqueadas a bordo de naves de la Armada Real. Cuando Lewis investigaba la corrupción en Nápoles, los influyentes amigos de los integrantes del mercado negro se lo impidieron. Lewis escribió:

Pronto descubres que por muchos subalternos que arresten —y ahora envíen a otros sitios para su prolongado encarcelamiento—, los que los emplean están fuera del alcance de la ley. A la cabeza del AMG [American Military Government, «Gobierno Militar Estadounidense»] está el coronel Charles Poletti y junto a él trabaja como asesor Vito Genovese, que fue el jefe de la mafia estadounidense. Genovese nació en una aldea cerca de Nápoles y ha permanecido en contacto con su submundo; está claro que muchos de los alcaldes de la mafia y Camorra de los pueblos circundantes fueron nombrados por él (... ) Sin embargo, no se hace nada al respecto.148

Entre las tropas circulaban habladurías acerca de esas actividades; algunos creían que la conducta de los oficiales justificaba sus propios actos de latrocinio o extorsión. Steve Weiss, ignorante de momento del lado más sórdido de la guerra, contempló la campaña italiana en términos de las experiencias de su propio padre en la primera guerra mundial. Los vagones de carga del tren que lo llevó de Nápoles a Caserta eran exactamente como los vagones para «cuarenta hombres y ocho caballos de la guerra anterior».

En Caserta los nuevos soldados rasos quedaron estacionados en el Almacén de Reemplazos (que ellos llamaban el «repple depot» o el «repple depple»), cerca del palaciego cuartel general del Quinto Grupo de Ejércitos al mando del mariscal de campo británico sir Harold Alexander.

El antiguo palacio real también albergaba a los corresponsales de la prensa aliada. Uno de los mejores, el australiano Alan Moorehead, del diario británico Daily Express, consideraba el cuartel general «un palacio vasto y feo», si bien más cómodo que las tiendas de los soldados. «A diferencia del mariscal de campo», escribió Weiss, «los alojados en el repple depot estamos amontonados como ganado, esperando que nos asignen a cualquiera de las muchas divisiones de infantería que pelean a lo largo y ancho de la península italiana. Como de costumbre, estaba perdido, solo y sin amigos en medio de un mar de monótono verde oliva y me sentía más bien como un recambio viviente.»149 Durante dos semanas de mayo los jóvenes soldados no tuvieron nada que hacer mientras el ejército decidía dónde ponerlos. Al final del mes, un sargento pronunció los nombres de 90 soldados que debían asumir su puesto en la 36ª División de Infantería en Anzio; entre ellos estaban dos de los reclutas entrenados en Fort Blanding, los soldados de segunda clase Sheldon Wohlwerth y Stephen J. Weiss.

La 36ª era una división de la Guardia Nacional de Texas que había pasado a control federal en noviembre de 1940 y cuyos hombres llevaban la T de Texas, como si fuera una marca de ganado, en el hombro izquierdo. El oficial al mando de los «Insignia T» era el general de división Fred Livingood Walker, veterano de la primera guerra mundial que había recibido la Cruz al Servicio Distinguido por su valor excepcional y por ser gran defensor de sus tropas. Este general, nacido en Ohio, había asumido el mando de la División de Texas en 1941.

Para la 36ª, la guerra comenzó con el primer desembarco estadounidense en el continente europeo en la bahía de Salerno, al sur de Italia, el 9 de septiembre de 1943. La artillería alemana oculta entre las ruinas romanas de Paestum golpeó duramente a los invasores e inmovilizó en la playa durante nueve horas a uno de los batallones del Regimiento 141 de la 36ª División.150 Los tejanos se metieron tierra adentro para lanzar un asalto frontal sobre las unidades de la Wehrmacht en la aldea de Altavilla. Pero la artillería estadounidense, mal dirigida, detuvo su avance y obligó a los hombres a arrastrarse entre los matorrales en busca de refugio. Cuando por fin conquistaron la aldea, un destacamento alemán se trasladó a lo alto de una elevación para machacar Altavilla con su artillería. La 36ª se retiró, exponiendo momentáneamente el cuartel general de su división a una arremetida de los alemanes. Ayudada por cocineros, mecanógrafos y ordenanzas, todos ellos en puestos de retaguardia y armados improvisadamente, la 36ª volvió a tomar Altavilla y aseguró la parte sur de la cabeza de playa.

La invasión de Salerno costó a la División, compuesta por 15.000 hombres, más de 1.900 muertos, heridos y desaparecidos.151

Por infernales que resultaran sus primeros días en Italia, los tejanos iban a vérselas más duras muy pronto. Cuando la Wehrmacht recibió refuerzos desde el norte, su contraofensiva golpeó frontalmente a la 36ª. La División tuvo otras 1.400 bajas mientras tomaba San Pietro, aldea clave en el Valle de Liri en dirección a Roma, en el mes de diciembre. En enero, el general al mando del 5º Ejército Mark Clark ordenó al general Walker que enviara a su División a atravesar el río Rápido como parte de la operación para liberar la cabeza de playa de Salerno. No era sino una misión suicida. A esa altura del año, el río, que tal como lo indica su nombre fluía con rapidez, medía entre ocho y 15 metros de ancho y alrededor de tres y medio de profundidad, todo lo cual no eran obstáculos insuperables. Pero existían otros factores que dificultaban su cruce con éxito. Las lluvias del invierno formaban una corriente rápida y poderosa. Las márgenes del río, anchas, anegadas y enlodadas, hacían imposible el paso de los camiones, lo que obligaba a los hombres a llevar los botes hasta la orilla. Los alemanes habían plantado un denso campo de minas terrestres, y colocaron artillería pesada en las elevaciones que había tras la orilla occidental. El general Walker se oponía a la operación pero acató las órdenes de Clark. Tal como temía, sus hombres fueron masacrados a lo largo de tres intentos de cruzar. Los que llegaron a la orilla opuesta pelearon sin apoyo aéreo ni de los tanques. Al carecer de comunicación con la orilla amiga, se quedaron sin municiones y la artillería alemana los empujó hacia atrás. La «batalla del coraje», * que duró dos días, finalizó el 22 de enero con la pérdida de 2.019 oficiales y soldados: 934 de ellos heridos y el resto muertos o perdidos en acción.152 Algunos de los perdidos se ahogaron y la corriente se llevó sus cuerpos río abajo. Después del fracaso del río Rápido el general Walker escribió en su diario: «Mi excelente división está destrozada».153 Raleigh Trevelyan, un oficial británico de 22 años que comandaba un pelotón en Italia, resumió así la fama que adquirió la 36ª División: «Con franqueza, las demás divisiones del 5º Ejército miraban sobre el hombro a la 36ª. No solamente se lo consideraba un grupo con mala suerte, sino también de gatillo fácil».154

En once meses de lucha en Italia la División perdió 11.000 hombres. Sólo quedaron 4.000 del cuadro original; el resto fue reemplazado por jóvenes reclutas sin experiencia como Steve Weiss. Cuando Weiss llegó a Italia en mayo de 1944, encontró pocas divisiones menos acogedoras que la desquiciada 36ª y ningún sitio más peligroso que la cabeza de plaza de Anzio.

En sus memorias, el general Clark llamó a Anzio una «estrecha, plana y yerma franja de infierno».155 El oficial británico Trevelyan escribió que «no había en la cabeza de playa sitio alguno a salvo de las bombas y la metralla». Hasta las lanchas, que eran el único medio por el cual se aprovisionaba a las tropas desde la retaguardia en Nápoles, estaban expuestas al fuego alemán.

A sólo 50 kilómetros de Roma, en tiempos de paz las playas habían sido enclaves de vacaciones con hoteles, restaurantes, cafés y heladerías de primera clase. El bombardeo de Anzio y Nettuno por los aliados, antes de su desembarco, con el propósito de despejar el norte de Salerno para facilitar el avance hacia Roma, vació las dos ciudades de la mayoría de sus habitantes. La invasión de Anzio comenzó hacia las dos de la madrugada del 22 de enero de 1944, cuando la 3ª División de Infantería de los EE.UU. atracó en la playa indefensa y los comandos británicos y las unidades de Rangers estadounidenses tomaron el control de la zona circundante. Como sucedió en el desembarco en Salerno, el éxito del principio quedó en nada ante el fracaso de los aliados para aprovecharse de las débiles defensas alemanas e intentar avanzar tierra adentro rápidamente. Así, los alemanes tuvieron tiempo para reagruparse y contraatacar. Hacia fines de mayo de 1944, cuando el soldado Steve Weiss y los demás reemplazos llegaron para integrar las filas de la exhausta 36ª División, los aliados seguían estancados en la cabeza de playa expuesta.

Los primeros soldados con los que se encontró Weiss estaban guarecidos en un calabozo improvisado con maderas y alambre de púas. Para asombro de Weiss, los cincuenta soldados harapientos no eran prisioneros de guerra alemanes sino estadounidenses. «Vigilados por la policía militar armada, algunos de los presos parecían agotados y desorientados, como vagabundos desastrados y abandonados por la suerte», escribió Weiss. «Otros, más agresivos que el resto, nos amenazaron y nos gritaron obscenidades advirtiéndonos mientras nos apuntaban con el dedo o nos mostraban el puño, que terminaríamos como ellos, incomprendidos y abandonados por el ejército.»156 Sin embargo, el ejército no había abandonado a estos hombres: eran ellos los que habían desertado.

Raleigh Trevelyan, el comandante británico que pasó meses en Anzio, dejó constancia de que no todos los desertores estaban en la cárcel militar: «Se decía que había trescientos desertores, entre británicos y estadounidenses, sueltos por la cabeza de playa. Al principio nadie comprendía dónde podrían esconderse en una zona tan reducida».

Otro oficial británico, lord John Hope, de la Guardia Escocesa, contemplaba los pájaros en algunos jardines abandonados al este de Nettuno cuando descubrió un escondrijo de carne enlatada bajo una pila de madera. Hope le dijo a Trevelyan:

Giré en la esquina y me encontré cara a cara con dos soldados sin afeitar, uno de ellos con la barba roja, armados con rifles. Me di cuenta de que era un momento crítico. «¿Qué hace aquí?» me preguntó uno. Le mostré mis insignias británicas y cuando les dije que estaba mirando los pájaros ambos se rieron a carcajadas. Fingieron que acababan de regresar del frente.157

Hope denunció a los desertores ante el jefe de la Policía Militar estadounidense, el cual envió a sus PM en un jeep junto con Hope para que les mostrase el camino. Encontraron a los desertores que, en palabra de Hope, «dieron un salto y salieron disparados a meterse en una plantación de tabaco; los hombres del jeep entraron zumbando a la plantación (... ) No se organizó ninguna expedición para ir a los matorrales y averiguar quiénes estaban ahí. No se podía emplear ningún hombre en tales menesteres».

El corresponsal de United Press Reynolds Packard se encontró con otro desertor en Anzio. Era un soldado estadounidense sin rifle, lo cual constituye una infracción merecedora de consejo de guerra. Packard le preguntó dónde estaba el rifle. «No me jodas», le dijo el soldado. «Lo tiré. Ya he terminado con esta guerra de mierda.» Packard pidió al conductor de su jeep que retuviese al desertor mientras él buscaba el arma perdida. La encontró y se la dio al soldado, y éste volvió a tirarla. «Al cuerno con esta guerra», dijo. «Yo ya no peleo más.» Packard decidió llevarlo al cuartel general de la División:

Justo antes de llegar me armé de valor y lo golpeé, dejándolo inconsciente.

—¿Qué demonios estás haciendo? —me preguntó mi conductor, el sargento Delmar Richardson—. ¿Te has vuelto loco?

—No quiero llevarle al hospital mientras siga diciendo que no va a volver a pelear en esta maldita guerra. Eso es todo.158

Los desertores de la barricada de la playa de Anzio, como centinelas a las puertas del infierno, continuaron con sus advertencias a Weiss y los demás recién llegados. Los reemplazos aguantaron los insultos hasta que llegaron los camiones para llevárselos de ahí. Pasaron por la ciudad de Anzio, cuya mayor parte habían destruido los bombardeos aliados y posteriormente los alemanes, para llegar a una colina que dominaba la playa.

Allí acamparon para pasar la noche.

Por la mañana, Steve Weiss asistió a la misa católica celebrada por el capellán al aire libre. Luego se dirigió al encuentro de su amigo de Fort Meade, Hal Sedloff. A éste lo habían destinado a la 45ª División de Infantería «Thunderbird», compuesta por unidades de la Guardia Nacional de Oklahoma, Colorado, Arizona y Nuevo México. La 45ª había peleado como parte del 7º Ejército del general George Patton en Sicilia el mes de julio anterior, tomó la playa de Salerno en setiembre y desembarcó en Anzio en enero de 1944. Si bien Sedloff marchó con la 45ª mientras ésta se abría paso luchando hacia el norte para llegar a Roma, Weiss descubrió que su amigo seguía cerca de Anzio, en un hospital de campaña. Una enfermera del hospital le dijo que Sedloff había intervenido en dos batallas pero que había sido incapaz de pelear debido a «ceguera nocturna». Sus heridas no eran físicas. Weiss no entendió. La enfermera explicó que Sedloff sufría de «fatiga de combate», término que Weiss oía por vez primera. Durante la guerra en la que participó su padre, en 1918, la llamaban «neurosis de guerra». Los psiquiatras del ejército estadounidense comenzaban a utilizar el término «psiconeurosis» en tanto que los británicos preferían «fatiga de guerra», que implicaba que podía curarse por medio del descanso. La enfermera le susurró a Weiss: «Nadie es inmune». Lo que Weiss no sabía es que, a esas alturas de la guerra, la cuarta parte de todas las bajas en combate eran psiquiátricas.159

El equipo médico decidió que el estado traumático de Sedloff lo convertía en un riesgo para su unidad de combate y recomendó que se le dieran tareas en puestos de retaguardia. Ésta era una forma discreta y humanitaria de conservar los servicios de los hombres que habían quedado imposibilitados para seguir combatiendo. Después de relevar a un veterano de sus servicios en la primera línea, un oficial de batallón explicó: «Después de observarlo, en mi opinión ha llegado al final de su resistencia como soldado de combate. Por eso, y en reconocimiento a un trabajo bien hecho recomiendo que se libere a este soldado de sus deberes como combatiente y se le reclasifique en otras tareas».160 Weiss, adivinando que Hal Sedloff se había derrumbado porque seguía añorando a su esposa y su hija, se fue del hospital sin que le permitieran verlo.

«Pensé que Hal, a los 28 años, era alguien de quien se podía depender debido a su edad y su experiencia», escribió Weiss. «Me dejó helado la perspectiva de seguir adelante solo, sin el apoyo y la confianza de algún tipo de figura paterna.»161

La iniciación de Weiss en la guerra había sido un calabozo improvisado en la playa, lleno de hombres que escapaban del combate y un amigo mayor que él, comatoso de miedo. Nada de esto contribuyó a que aumentara su confianza en sí mismo ni en el ejército. A los 18 años, sin nadie en quien creer, comenzó a cuestionar su capacidad de dar la talla bajo el fuego. Un estudio realizado en combatientes estadounidenses había revelado que el 36 por ciento de los hombres enfrentados por primera vez a un combate tenían mucho más miedo de «ser cobardes» que de resultar heridos.162 Weiss necesitaba un comandante con experiencia que le enseñase el camino, pero tanto los oficiales como los suboficiales no sobrevivían en el frente de combate mucho tiempo más que los soldados rasos. Muchos de ellos también eran reemplazos, que no habían tenido tiempo de conocer a los soldados que tenían al mando. Como comenzaba a darse cuenta el ejército, el sistema de reemplazos socavaba la moral. Esto era algo que Weiss no sabía... por el momento.

En conflictos anteriores el sistema retiró del combate regimientos o divisiones completos a fin de reabsorber reemplazos durante una nueva instrucción.163 Esto permitía que los nuevos soldados conociesen a sus oficiales y a sus compañeros. El general George C. Marshall, Jefe del Estado Mayor del Ejército de los EE.UU., había iniciado el sistema de reemplazar uno por uno a los soldados de cada división sin quitarlos del frente. Explicaba Marshall: «En las guerras anteriores la práctica aceptada era organizar tantas divisiones como fuera posible con el personal disponible, hacerlas luchar hasta que las bajas las hubieran reducido a meros esqueletos, luego quitarlas del frente y reconstruirlas en la retaguardia (... ) El sistema que adoptamos en esta guerra consiste en un flujo de reemplazos individuales desde los centros de instrucción hacia las divisiones, de manera que éstas operen siempre a plena potencia». Las divisiones compuestas de 30.000 hombres de la primera guerra mundial se habían reducido a la mitad en la segunda y sus pérdidas en combate dejaban a muchas con una mayoría de soldados que no se conocían entre sí. Concluía Marshall: «Si sus divisiones [las de un oficial al mando del ejército] son más reducidas en número pero se mantienen a plena potencia, su poder de ataque permanece intacto a la vez que se simplifican enormemente los problemas logísticos». La logística se simplificaba pero la lealtad grupal se evaporaba.

La noche después del intento de Weiss de visitar a Hal Sedloff, los aviones de la Luftwaffe rompieron las defensas de Anzio y bombardearon la cabeza de playa. Steve Weiss vio cómo cinco bombarderos medianos HE-111 alemanes pasaban rasando a sólo 150 metros por sobre su cabeza. Escribió que el fuego de tierra era «errático, sin espíritu de defensa».

¿Por qué no funcionaban las baterías antiaéreas? Los aviones destruyeron varios objetivos, entre ellos un depósito de municiones de los estadounidenses, y se marcharon sin sufrir daños. Weiss tuvo la impresión de que sus compatriotas estaban inseguros en todos los sitios, incluso en una cabeza de playa establecida cuatro meses antes. ¿Cuánto peor sería en las montañas en que la 36ª División peleaba cara a cara contra los alemanes? La artillería del depósito de municiones explotó y ardió durante toda la noche y su luz fantasmal hizo pensar a Weiss en la guerra de la que su padre nunca le había hablado.