Diecinueve
El más ligero esbozo de un futuro mejor que se puede conseguir con esfuerzo supremo posee suficiente fuerza para despertar los últimos recursos de un combatiente.
Psychology for the Fighting Man, p. 312
Conforme el Traction-Avant negro de policía pasaba por las defensas alemanas que el 143º Regimiento no había conseguido atravesar la noche anterior, Steve Weiss se preguntaba por qué los franceses no los llevaban a las líneas estadounidenses. Desde su lugar en el asiento trasero, sobre el regazo de Sheldon Wohlwerth, observó una formidable disposición de trincheras, barricadas, barreras de alambre de púas, puestos fortificados y carros blindados. Unos centinelas alemanes saludaron al Citroën al pasar un puesto de control. Se dirigieron, traqueteando sobre el empedrado, al centro histórico de la ciudad. Soldados alemanes patrullaban en parejas por entre los resentidos civiles franceses. Los estadounidenses no tenían armas. «Cuando pasábamos lentamente por la ciudad, los alemanes miraban al interior del coche, suficientemente cerca como para tocarnos», recordaba Weiss.375 Pese a sus disfraces de gendarmes franceses, los soldados no habrían sobrevivido un escrutinio siquiera momentáneo de un alemán inquisitivo.
Los alemanes estaban cansados, y era comprensible: Valence había sufrido masivos bombardeos aliados, aéreos y de artillería, durante días. Tan sólo unas pocas horas atrás, a la 1.15 de la tarde, una furgoneta cargada de nitroglicerina había estallado en las vías, cerca de la estación de trenes principal.376 Los incendios resultantes habían destruido 280 vagones de tren. Los saboteadores también destruyeron ocho locomotoras de vapor, impidiendo a los alemanes emplearlas. Esto había causado el pánico entre las fuerzas de ocupación, que se preocupaban más de los sabotajes que de traiciones de sus supuestos colaboradores de la policía.
El coche pasó junto a prisioneros estadounidenses, algunos de ellos de pie con los brazos en alto y manos tras la cabeza, otros tirados en el suelo. Weiss vio a los alemanes empujar a los prisioneros a través de la puerta de un muro de tres metros de altura, a unos viejos barracones. Más adelante, en la calle, unos oficiales alemanes con binoculares y armas cortas estaban demasiado ocupados estudiando sus mapas como para prestar atención al Citroën.
El Traction-Avant dejó al oficial de inteligencia Ferdinand Lévy cerca de una cafetería. Weiss estaba tan agradecido al francés por haberle salvado la vida que se asomó por la ventana para colocar un paquete de cigarrillos estadounidenses en la palma de su mano. El camello de la etiqueta, sin embargo, quedó a la vista. Lévy metió los cigarrillos en su chaqueta y se perdió entre la gente. Wohlwerth insultó a Weiss por haber puesto sus vidas en peligro al exponer una marca de cigarrillos imposible de hallar en la Francia ocupada. Vestidos con el uniforme de policía, en lugar del estadounidense, los podían ejecutar por espías. «Por suerte», escribió Weiss, «no pasaba por allí ningún alemán.» Ni, aparentemente, ningún colaboracionista. Weiss, arrepentido por su impulso, recuerda: «Me sentí como un aficionado». El chico de dieciocho años, al que habían entrenado como soldado y no como espía, estaba entrando «en un mundo de señas y contraseñas, de nombres e historias encubiertos, de agentes y estratagemas».
Pronto los cuatro estadounidenses estaban en una carretera, saliendo de Valence, siguiendo el río Ródano hacia el sur, en dirección al campo.377 Weiss contemplaba los ondulantes campos de viñedos y las granjas aisladas, que parecían extrañamente tranquilas en medio de una gran guerra. No sabía adónde iban. El coche redujo la velocidad por un rebaño de ovejas que pastaban junto a la carretera, cerca de un lugar llamado Maubole. Marcel Volle hizo sonar el claxon del coche a fin de —pensó Weiss— despejar la carretera de ovejas. Apareció un viejo pastor con un pañuelo rojo con el que se sonó ostentosamente la nariz. Weiss supuso que el pastor estaba indicando que la carretera era segura. El coche de policía se internó por un camino de tierra en dirección a una casa abandonada.
El sargento Scruby y los otros tres soldados esperaban dentro.378 Su propio viaje, explicaron, casi acaba en desastre cuando soldados alemanes detuvieron el Citroën y pidieron los documentos de los policías. Los auténticos policías engañaron a los alemanes y salvaron a los estadounidenses de preguntas que hubieran revelado su desconocimiento del francés. El encuentro había sido tan tenso que uno de los gendarmes había regresado a casa en lugar de ir a recoger al otro grupo.
Los recién llegados se quitaron sus uniformes azules, y los policías dieron a cada uno una pistola automática Beretta de calibre 7, 65 milímetros. A los quince minutos de haber llegado, un vigía de la Resistencia entró corriendo y gritó: «¡Gestapo!». Otro Citroën negro, éste con cuatro oficiales de la Gestapo, subía por el camino de tierra.379 Conforme sus focos iluminaban la casa, los miembros de la Resistencia hicieron salir a los estadounidenses a toda velocidad por la puerta trasera hacia el río. Dejándose caer por la propia orilla, se dirigieron hacia dos viejas barcas de madera. Uno de los remeros, Augustin Bouvier, apodado Tin Tin, parecía el arquetipo del résistant. Con una boina negra y una trenca beige, Tin Tin sostenía un cigarrillo sin filtro en una mano y una vieja metralleta de cargador de tambor.380 En cuanto franceses y americanos se apretujaron en las barcas, los remeros se afanaron a remar contra la fuerte corriente. Los botes pasaron un puente recientemente destruido por las fuerzas estadounidenses, «retorcido y destrozado, en el agua, austeramente enmarcado por sus columnas de cemento, a cada orilla, en mudo testimonio».381 Tenían que llegar a la orilla oeste, a un kilómetro de distancia, y el rápido curso del Ródano no ayudaba. Los faros de los alemanes aparecieron sobre la orilla del río. Los hombres de la Gestapo corrieron hacia la orilla y dispararon contra las barcas. Las balas salpicaron el agua. Los barqueros remaron más rápido, empujando con todas sus fuerzas para quedar lejos del alcance de las armas. Cuando las barcas llegaron a la otra orilla, los alemanes regresaron caminando a su coche.
Los estadounidenses siguieron a sus guías franceses desde la orilla a tierra firme y cruzaron una carretera. Uno de los franceses rompió el candado de una verja metálica que rodeaba una casa de tres pisos. Entraron y asignaron una habitación a cada americano. Steve Weiss, demasiado cansado para quitarse el uniforme y las botas embarradas, se tiró sobre las mantas de brocado e intentó dormir.
A la mañana siguiente, en Les Martins, el granjero Gaston Reynaud recibió una visita de soldados de las SS.382 Tras haber desenterrado las armas y equipo estadounidenses de un canal situado en sus terrenos, inspeccionaron su casa y su granero. Aunque no hallaron nada sospechoso, un soldado puso un rifle contra la sien de Reynaud. ¿Qué sabía de las armas? ¿Dónde estaban los estadounidenses?
El riguroso interrogatorio incluyó la amenaza de quemar la casa de Reynaud. Las SS ya habían quemado las granjas de las vecinas familias Vernet y Chovet. Pese a ello y a la amenaza de arrestar a su mujer y su hija, Reynaud no delató ni a los estadounidenses ni a sus rescatadores de la Resistencia. Para sorpresa suya, los alemanes se fueron sin causar más daños.
Aquel día Weiss no pudo dormir, pese a que pesados cortinajes impedían la entrada de la luz del sol. Tenía la adrenalina corriendo por sus venas debido a las horas de tensión y peligro. Al anochecer, un guía de la Resistencia llevó a los estadounidenses afuera. Marcharon de noche, por caminos rurales, hasta el pueblo de Soyons. Los perros ladraban, pero la gente parecía estar durmiendo. Los hombres dejaron atrás Soyons y caminaron a través de campos y viñedos durante unos cinco kilómetros. El siguiente pueblo al que llegaron fue Saint-Péray. Sus 2.000 habitantes debían estar durmiendo, porque las calles estaban desiertas. En la plaza central, Weiss vio un monumento a los caídos de la guerra de 1914-1918, la guerra de su padre.
Los hombres se dirigieron al Hôtel du Nord, frente al monumento. Los franceses los llevaron a una miserable habitación apenas amueblada con una mesa de madera, unas cuantas sillas y un mapa de la región. Cinco hombres con rifles británicos Lee Enfield entraron en la habitación, y uno de ellos se dirigió a los estadounidenses en francés. Weiss, que había supuesto que venían a salvar a los aliados cuyas vidas su organización había salvado tan valerosamente, se encontró de repente sujeto a un duro interrogatorio. ¿De dónde venían? ¿De qué unidad procedían? ¿Por qué habían abandonado su división? En el escaso francés que recordaba de la escuela, Weiss hizo lo que pudo por defenderse. Apuntó en el mapa el lugar en que se habían separado del 143º Regimiento, en la carretera D-68, durante la batalla por Valence. Sus respuestas «cortas y dubitativas» no parecían satisfacer a los resistentes: «Los franceses estaban malhumorados», escribió. «Yo desesperaba». Si la Resistencia llegaba a la conclusión de que eran alemanes disfrazados de estadounidenses, estaban muertos. El interrogatorio continuó durante cuarenta y cinco minutos. Entonces, sin ninguna razón que Weiss pudiera detectar, los franceses se relajaron. Pusieron vasos delante de los soldados y los llenaron con vino tinto del lugar, Côtes du Rhône. Franceses y estadounidenses, compañeros de armas, brindaron unos a la salud de otros.
Exploradores franceses informaron de que elementos del 19º Ejército alemán que investigaban rutas de retirada a través del Ródano se estaban acercando a Saint-Péray. Los comandantes locales montaron un convoy de camiones y coches, en la plaza de la ciudad, para llevar a los ocho estadounidenses y a los resistentes a la seguridad de las montañas más altas del norte. Debido a la escasez de gasolina, los vehículos funcionaban con gazogène («gasógeno»), carbón fabricado a partir de astillas de madera que a Weiss le pareció que olía como una cálida chimenea casera. A lo largo de dieciocho kilómetros, aquellos motores mal alimentados lucharon para subir por empinadas carreteras con una altitud de hasta 1.800 metros.
El convoy se detuvo en las apenas iluminadas calles de una aldea alpina llamada Alboussière. Weiss retuvo un recuerdo nítido de aquella noche: «De pie, junto a la puerta lateral de un hotel rural, iluminado por una bombilla desnuda, un hombre vestido con pantalones de jinete, botas de montar y una camisa desabrochada, espera nuestra llegada».383 El francés arrojó su cigarrillo. Extendió su mano izquierda a los estadounidenses y se presentó: «Soy Auger».