Trece

El segundo gran tema de la carne es el sexo.

Psychology for the Fighting Man, p. 365

Para cuando la 36ª División de Infantería fue relevada del frente en Piombino, en 26 de junio, seis de sus miembros habían ganado la Medalla de Honor. Se retiró del frente con un registro sin igual entre las fuerzas aliadas en Italia, aunque la reputación de su «mala suerte», por sus reveses iniciales, persistía. Cuando el ejército colocó a la 36ª, junto a la 45ª, en el Centro de Instrucción de Invasión en la Bahía de Salerno, los de la insignia T se encontraron de regreso en la playa junto a las ruinas romanas de Paestum, exactamente el lugar en que habían comenzado la invasión de Italia el 9 de septiembre de 1943.

Plantaron sus tiendas de campaña y les suministraron cajas de veinticuatro Clark Bars. Steve Weiss se acabó las golosinas de chocolate y mantequilla de cacahuete en cuestión de minutos.272 El hambre aún le corroía, como había pasado en Roma antes de sus banquetes de cinco platos. Salió de la base, trepó a una valla de un huerto frutal y escogió cinco grandes melocotones (tantos como cabían en su casco) y los devoró. Toda esa comida, reflexionaba, «era seguramente un premio por sobrevivir al combate». Lo que necesitaba, sin embargo, era una mujer.

Muchas de las mujeres italianas de los alrededores de Paestum estaban ya unidas sentimentalmente a soldados de la retaguardia, que habían estado allí durante meses y era más probable que se quedaran. Los «chupatintas», como los llamaban los de infantería, tenían acceso regular a suministros, que regalaban a sus novias. La rivalidad entre las tropas del frente y las de retaguardia llevó a peleas, y ambos bandos se gritaban insultos siempre que la Compañía Charlie recorría la ciudad en camiones abiertos.

La visión de soldados de intendencia o conserjes con sus uniformes caqui de verano, frescos y ligeros, provocaba un sentimiento de injusticia en las tropas destinadas al frente, sudando al calor de julio en sus ropajes de combate verdes de invierno.

Los soldados del frente recurrían a las prostitutas, cuyo número, en el sur de Italia, había crecido en proporción al hambre.273 Weiss tuvo su oportunidad un día en que un burdel ambulante se plantó cerca de su vivac. De un pequeño grupo de chicas desaliñadas y poco atractivas, se emparejó con una bajita y de cabello negro. Ella le advirtió que estaba en su periodo del mes, pero el joven soldado había esperado demasiado para que eso lo detuviera. Se desabrochó el cinturón y, con los pantalones por los tobillos, comenzó un improvisado acoplamiento. «¡Deténgase!», le gritó el oficial sanitario del batallón, cuya inesperada aparición fue tan bienvenida como lo hubiera sido la del capellán. Los oficiales sanitarios habían advertido numerosas veces a los soldados de los peligros de las enfermedades venéreas. «Quédese donde está», fue la orden del oficial. Weiss huyó, tras ponerse los pantalones tan rápido como pudo.

Los esfuerzos de los militares por apartar a los soldados de las prostitutas no surgían ningún efecto. Las películas y las lecciones magistrales sobre higiene no impresionaban a aquellos jóvenes cuyos impulsos normales se veían intensificados por la perspectiva de una muerte inminente. Por aquella época, un soldado británico en Italia rezaba, mientras avanzaba bajo el fuego de ametralladoras alemanas: «¡Dios mío! ¡No me dejes morir antes de haber tenido una mujer!».274 Ni la sífilis ni la gonorrea eran disuasorias, cuando lo único que causaban era un par de días en cama en el hospital. Una medida para derrotar los propios impulsos era una octavilla en italiano para que los soldados entregaran a los proxenetas, con la frase «no me interesa tu hermana sifilítica». Norman Lewis, el oficial británico de Inteligencia, escribía en su diario: «quienquiera que lo idease, no tenía la menor idea de sus implicaciones o posibles consecuencias. Las frases acerca de hermanas son un completo tabú en las sociedades de Italia meridional (... ) es evidente que habrá víctimas».275

Weiss no se rindió. Fue a Nápoles, a unos setenta y cinco kilómetros de la costa, durante un permiso. Una larga línea de soldados, «que parecía incluir a todo aquel que servía en el Mediterráneo», le llevó a un burdel en una esquina. Mientras esperaba su turno, preguntó al soldado que tenía delante: «¿Cómo es la chica?»

—Nunca la he visto. Pero se supone que es una belleza.

Cuando Weiss entró, la chica no era ninguna belleza, sino «una escuálida huérfana, tan mediterránea como los crepes, con un vestido de algodón descolorido». No pudo hacer nada con ella.

La Rama de Guerra Psicológica a la que Weiss quería unirse operaba desde una oficina en Nápoles, en la Vía Roma. Una marquesina anunciaba las «Cuatro Libertades» de Franklin Roosevelt («libertad de expresión, libertad religiosa, libertad respecto a la necesidad y libertad respecto al miedo») en italiano.276 Vincent Sheean, un importante escritor y periodista destinado a Italia como teniente coronel de las Fuerzas Aéreas del Ejército, comentaba: «la ironía de aquel cartel apenas podría haberse igualado en tiempos recientes, puesto que ninguna de las cuatro, excepto la libertad de religión (la menos difícil y la menos valorada hoy en día) existía en nuestra parte de Italia».277 En aquella época, Weiss apoyaba a sus compañeros del frente contra los «chupatintas», incluidos los burócratas de Guerra Psicológica. Como la mayoría de tipos de su escuadrón, se estaba volviendo demasiado cínico como para venderles a los italianos ideales en los que cada vez creía menos.

A finales de junio, el general Mark Clark relevó del mando al general Fred Walker, al que culpaba de la mala suerte de la 36ª División. Los soldados de Walker creían que su mala suerte era culpa de Clark, por asignarles constantemente misiones imposibles como el cruce del río Rápido. Walker aceptó a desgana el puesto de comandante del campamento de Fort Benning, Georgia. Los hombres pidieron un desfile para honrar al viejo. Weiss recuerda ver desde la formación al general Walker, el 7 de julio:

Su cara estaba llena de arrugas; su expresión era lúgubre, triste. Amaba a la 36ª. Quince mil hombres aguantaron de pie bajo el brillante sol y escucharon los últimos comentarios del general; citando una carta que había recibido de la viuda de un capitán muerto en el río Rápido, leyó: «la próxima vez que se encuentren con los alemanes, denles lo suyo».278

El nuevo comandante de división era el general John Ernest Dahlquist, de cuarenta y ocho años, hijo de emigrantes suecos de Minneapolis, Minnesota. Oficial de carrera, había servido en la Alemania ocupada tras la primera guerra mundial.279 Sus asignaciones previas a la segunda guerra mundial habían sido como jefe de estado segundo para Eisenhower y como comandante de la 70ª División de Infantería en los Estados Unidos. Nunca había liderado tropas en combate y su nombramiento no fue bien recibido por los soldados que admiraban al general Walker.

Siempre que obtenía un permiso, Weiss continuaba su búsqueda de consumación erótica. En Nápoles, él y un colega recogieron a dos prostitutas y las llevaron a un paupérrimo hotel. Las mujeres no eran ni jóvenes ni bonitas. El encuentro, aunque técnicamente con éxito, fue de todo menos satisfactorio. Por la mañana, Weiss fue a un bar cerca del puerto a por un café. La camarera flirteó con él. Como él recordaría después, ella le preguntó: «¿Quieres subir al piso de arriba?». La chica era amable y cariñosa, y le trató con tanta ternura como lujuria. Pese a la tentación de quedarse con ella, regresó a la base cuando expiró su pase de veinticuatro horas. En aquella época, en Nápoles, muchos soldados no regresaban. Reynolds Packard, el corresponsal de United Press que había salvado a un soldado de desertar, escribía:

Había deserciones al por mayor: los soldados estadounidenses se encamaban con chicas italianas y no regresaban a sus regimientos. Había grupos de estos soldados que, en forma de banda, se convertían en peligrosos fueras de la ley. Montones de «patos» [transportes anfibios] cargados con harina, azúcar y café sencillamente desaparecían.280

De regreso en la base de Paestum, se puso a los soldados en estado de alerta. Todos los permisos se cancelaron. El entrenamiento anfibio se convirtió en máxima prioridad. Los estadounidenses pasaron por instrucciones intensivas a cargo de los británicos. Weiss soportó

(... ) marchas de treinta y seis kilómetros, los habituales ejercicios de formación cerrada, calistenia, práctica de tiro y bayoneta y lectura de mapas. Se rumoreaba que íbamos a participar en una invasión en algún lugar del Mediterráneo. Durante las siguientes cuatro semanas, en ejercicios diurnos y nocturnos, algunos de hasta cuarenta y ocho horas de duración, nos entrenamos en todo tipo de naves de desembarco.281

Entre el 8 y el 22 de julio, la 36ª División practicó unas quince horas al día.282 El 141º Regimiento escaló escarpadas paredes de piedra, mientras el 143º de Weiss trabajaba en tácticas de ataque. Barcos británicos los transportaron a Mondragone, a 45 km al noroeste de Nápoles, a fin de practicar desembarcos anfibios. Un equipo de la Royal Navy dejó caer al escuadrón de Weiss en el agua, empapándolos hasta el ombligo, en cada práctica. «No te preocupes, colega», le dijo uno de los marineros británicos. «Cuando hagáis esto de verdad ni siquiera os mojaréis los pies».283 A Weiss el entrenamiento le parecía inadecuado, con naves colisionando unas con otras en la resaca del mar, el caos en la playa conforme los soldados se amontonaban unos con otros (cuando deberían dispersarse para evitar ser un blanco compacto y fácil) y un coronel gritando: «Nunca saldréis de la playa vivos. Esto es un desastre absoluto». El nuevo líder del escuadrón de Weiss, el sargento Harry Shanklin, pidió que lo transfirieran a paracaidistas. Cuando el ejército aprobó el traslado, Weiss temió ir a combate a las órdenes de algún sargento de reemplazo al que nunca hubiera conocido. El ejército no dio a los hombres información alguna acerca de la misión, ni mapas ni instrucciones de lo que debían lograr. No sabían ni dónde podía ser que perdieran sus vidas. El norte de Italia, Grecia, Yugoslavia y la Francia meridional eran las posibilidades.

Durante una pausa del riguroso entrenamiento, Weiss se pasó por la Compañía B (Compañía Baker) de su 143º Regimiento para visitar a un amigo. «Noté de inmediato un cambio en cuanto a la moral colectiva y el espíritu de camaradería entre los hombres y oficiales de la Compañía Baker con respecto a los de la Compañía Charlie», escribió.284 Los soldados hablaban con los oficiales con naturalidad, algo que él no podía imaginar que ocurriera bajo el mando del capitán Simmons. Los soldados de la Compañía Baker recordaban con afecto al oficial al mando que habían perdido el enero anterior, el capitán Henry T. Waskow. Weiss no sabía nada de Waskow, aunque todo Estados Unidos, gracias a Ernie T. Pyle, lo conocía. Pyle había escrito: «En esta guerra he conocido a muchos oficiales queridos y respetados por los soldados a su mando. Pero nunca me había encontrado con un hombre como el capitán Henry T. Waskow, de Belton, Texas». Pyle había estado con la Compañía Baker cuando sus soldados retiraban los cuerpos de cinco camaradas caídos, entre ellos el capitán Waskow, bajándolos a lomos de mula de las montañas. La crónica de Pyle apareció en casi todos los diarios y revistas de Estados Unidos. Se trata de uno de los mejores trabajos de un periodista sin igual:

Llegó un soldado y miró hacia abajo y dijo, en voz alta: «Dios santo». Eso es todo lo que dijo, y se alejó caminando. Vino otro. Dijo: «Maldito sea todo, de verdad». Lo miró unos últimos minutos y se alejó caminando hacia la izquierda.

Vino otro hombre; creo que era un oficial. Era difícil distinguir a los soldados de los oficiales a media luz, porque todo el mundo iba terriblemente sucio y con barba. El hombre miró fijamente a la cara del capitán y le habló directamente, como si estuviera vivo. Le dijo: «Lo siento mucho, viejo».

Entonces vino un soldado y se quedó de pie junto al oficial. Se inclinó y él también habló a su capitán muerto, no en un susurro, sino de un modo terriblemente conmovedor, y le dijo: «De verdad que lo lamento, señor».

Entonces el primer hombre se acuclilló, y tomó la mano muerta, y se sentó allí durante cinco minutos, sujetando la mano muerta entre las suyas, mirando fijamente a la cara del muerto, y en todo el tiempo que estuvo allá no emitió sonido alguno.285

Un sargento dijo a Pyle: «Tras mi padre, iba él». Henry Waskow tenía veinticinco años. Weiss, que nunca había conocido a un oficial como Waskow, decidió que «éste es el tipo de equipo del que quiero ser parte».

El 12 de agosto zarpó de Pozzuoli, con el resto de la Compañía Charlie, en una nave de desembarco. En todo el viaje el capitán Simmons no le dirigió una sola vez la palabra.