Veinte
Está también el terror natural de los civiles a la poco habitual visión y olor de la muerte y el derramamiento de sangre.
Psychology for the Fighting Man, p. 348
La mañana del 27 de agosto, en el Hôtel Serre, en Alboussière, los ocho estadounidenses de la Compañía Charlie disfrutaron de un reconfortante desayuno con café con leche, en tazas de porcelana, acompañado de pan caliente, mantequilla fresca y mermeladas. Los otros ocupantes del acogedor comedor del hotel dieron la bienvenida a los soldados a la mesa común.384 La mayor parte de ellos, incluyendo judíos franceses que habían escapado de París y conseguido evitar la deportación a los campos de exterminio de Polonia, también se escondían de los nazis. Los propietarios del hotel, Maurice y Odette Serre, hacían todo lo posible por tener bien provistos a sus huéspedes, y recorrían los campos en busca de verduras y pollos, supervisaban la preparación de la comida en la cocina y extendían créditos a aquellos cuyas cuentas bancarias, en París, habían sido congeladas. El personal comprendía dos camareras, Élise y Simone, chicas no mucho mayores que Steve Weiss. Desde esa primera mañana en el hotel, Weiss apreció los riesgos que la familia Serre corría por todos los que se alojaban en el hotel: «Los Serre eran protectores y considerados con quienes tenían a su cargo, los cuales, hasta entonces, habían tenido la suerte de evitar su captura y su muerte».
Los huéspedes del remoto albergue, tan extraños como el reparto de una novela de misterio de Agatha Christie, fascinaban al joven Weiss. Una era una francesa de treinta y bastantes años, que tejía en silencio en una esquina y a Weiss le recordaba a madame Defarge de Dickens. Se interesó más vivamente en una chica veinteañera, que era «esbelta, con el cabello teñido de rojo y apenas habla». La halló «histriónica» y atractiva, pero fue lento para hallar la manera de acercarse a ella.
Un anciano impecablemente vestido, monsieur Haas, había luchado por la causa aliada, como el padre de Weiss, en la primera guerra mundial.385 Cuando los ocupantes alemanes confiscaron las propiedades de los judíos y les prohibieron ejercer sus profesiones, en 1940, perdió su trabajo en París como ejecutivo de un banco mercantil. Weiss conoció también a las dos hermanas de M. Haas, «figuras altas y esbeltas» que habían escapado de París con él, así como al hijo de una de ellas, un joven de dieciocho años —como Weiss— llamado Jean-Claude. M. Haas había pegado un mapa turístico de Francia de la guía Michelin en la pared de su habitación. Un laberinto de chinchetas e hilos marcaba el progreso de los Aliados contra los alemanes, basado en los informes de las emisiones en francés de la BBC. La Wehrmacht retenía todavía Valence. Más al sur, estadounidenses y alemanes estaban enzarzados en una fiera batalla por ocupar la intersección entre la carretera y el río en Montélimar. Weiss supuso que era allí donde había ido el resto de su 36ª División.
El 27 de agosto, en Montélimar, mientras Weiss conocía a Auger y al resto de los maquisards en el Hôtel Serre, la 36ª libraba una batalla a vida o muerte. Las bajas en la división eran tan numerosas que el comandante de un batallón del 141º Regimiento ordenó al teniente Albert C. Homcy liderar un grupo formado a toda prisa por cocineros, panaderos y ordenanzas para encontrar una posición alemana donde se creía que se escondían tanques, cazacarros o ametralladoras. Homcy era un soldado de carrera que se había alistado en 1938, se había graduado como oficial en 1942 y había ganado una distinción por «conducta excepcionalmente meritoria» bajo fuego sostenido de artillería en Italia.386 Esta vez, sin embargo, desobedeció las órdenes. Su objeción a llevar soldados de la retaguardia de tan poca experiencia a la batalla era que todos morirían sin lograr su objetivo. Posteriormente declararía: «No creí que aquellos hombres pudieran ser de ningún valor en aquella patrulla; si los sacaba, los matarían haciendo algo de lo que no tenían ni idea».387 Dos de los cocineros ya habían ido al Puesto de Mando de Homcy tras experimentar los primeros obuses alemanes. Uno dijo: «Mi teniente, no podemos ir a patrullar. No tenemos ni idea de disparar bazucas y cosas así». En aquel momento, los alemanes estaban diezmando a los mejores soldados. Aunque la negativa de Homcy probablemente salvó la vida de aquellos hombres, el comandante del batallón, el teniente coronel William A. Bird, lo relevó de inmediato del mando y lo arrestó bajo el artículo 75 del Código de Guerra, «mala conducta ante el enemigo».
La acusación, aplicada tanto a la insubordinación en combate como a la deserción, comportaba la pena de muerte ante pelotón de fusilamiento.
Weiss estaba lejos de la 36ª y de sus problemas de mando, suministros y disciplina. Su vida había tomado un nuevo rumbo. El soldado era ahora un resistente, junto a decenas de combatientes franceses de las colinas al mando del misterioso hombre de un solo brazo, Auger. Auger, la palabra francesa que describe el barreno con que se perfora madera o tierra, era el nombre en código del capitán François Binoche. Binoche, de treinta y tres años, era ya una figura legendaria en la guerra de los franceses contra la ocupación alemana. Los alemanes habían capturado al entonces teniente de la Legión Extranjera en junio de 1940, cuando cayó Francia. Tras escapar de un campo de prisioneros cerca de Nancy a finales de julio, llegó al Marruecos francés un mes después y fue asignado a la Legión Extranjera en Casablanca. Sus simpatías por De Gaulle le valieron el arresto por parte de oficiales de Vichy, que lo encarcelaron primero en Casablanca y más tarde en Clermont Ferrand, en zona de la Francia ocupada. El tribunal militar lo exoneró de los cargos de conspirar con el enemigo (Gran Bretaña) por falta de pruebas. Entonces se unió a la resistencia clandestina gaullista. El 5 de julio de 1944, casi dos meses antes de dar la bienvenida a los estadounidenses en Alboussière, Binoche perdió su brazo derecho en una batalla cerca de la aldea de Désaignes. El nom de guerre «Auger» no conseguía ocultar la identidad de aquel apuesto oficial del ejército regular con un solo brazo.
Steve Weiss, cuya necesidad subconsciente de un padre putativo no había quedado satisfecha con el capitán Simmons ni con ningún otro oficial estadounidense de su batallón, sucumbió al hechizo del capitán Binoche. Binoche le realizaba más confidencias que a ningún otro de los estadounidenses, e invitaba a Weiss a sentarse con él a la mesa en las comidas. Weiss aprendió sobre Francia de la mano del veterano oficial, y ambos desarrollaron una confianza mutua. «Realmente admiraba a Binoche», dijo Weiss. «Por trazar una conexión con una figura paterna, aunque en aquel momento yo no lo hubiera podido expresar con esas palabras, yo quería quedarme con él.»388 Weiss no tenía muchas opciones. Ni él ni los otros siete estadounidenses podían llegar a su división, a noventa kilómetros de distancia. Por defecto, se unieron a la Resistencia Francesa.
Una patrulla de maquis llevó a Binoche información de que soldados alemanes estaban en las cercanías explorando rutas de retirada sobre el río Ródano. Binoche decidió impedir la retirada de los alemanes destruyendo un puente situado a unos tres kilómetros de Alboussière, y pidió ayuda a los estadounidenses. Un camión cargado con los ocho soldados y una docena de resistentes se puso en camino al anochecer hacia el cruce del río. Una vez en el puente, el sargento Scruby y el cabo Reigle cubrieron a los zapadores franceses mientras enterraban los explosivos bajo los cimientos. Weiss y el resto del escuadrón, armados con viejos rifles de cerrojo Lee Enfield, tomaron posiciones al sur del puente para evitar infiltraciones alemanas.
Una vez los zapadores enterraron las cargas, los hombres se reagruparon a una distancia segura. Se preparó el detonador y el capitán Binoche tuvo el honor de empujar el accionador. «El explosivo sacudió la quieta noche de agosto y reverberó contra las montañas de empinadas laderas, a través del valle», escribió Weiss. «Trozos del puente de cemento, arrancados de sus anclajes, cayeron al abismo que tenían abajo con un ruido sibilante.»389 Habían quitado a los alemanes otra ruta de retirada.
Steve Weiss abrazó la lucha clandestina con más intensidad que la de soldado de infantería.390 La lucha en la Resistencia le permitía tener una cierta independencia, y por norma general le permitía dormir en una cama por las noches. Eran lujos que se denegaban a los soldados rasos, que obedecían órdenes y pasaban las noches en el exterior bajo fuego enemigo. Weiss confiaba en su oficial al mando, Binoche, como nunca había confiado en el capitán Simmons. Binoche conocía a todos sus hombres, sabía sus nombres, conocía a sus familias. Nunca ponía sus vidas en peligro de forma innecesaria, y solía estar junto a ellos en las acciones.
En una ocasión, sin embargo, Binoche se ausentó de manera visible. Alboussière fue uno de los pueblos liberados por la Resistencia. Tras la libération venía la épuration, la purga de franceses a los que se consideraba colaboradores de los nazis. Entre éstos había muchachas jóvenes, las llamadas collabos horizontales, acusadas de haber mantenido relaciones sexuales con alemanes. La humillación ritual de estas chicas adoptaba la misma forma por toda la Francia liberada, para vergüenza del país: se les afeitaba la cabeza, se las desnudaba, las azotaban en público y los miembros de sus propias comunidades las obligaban a desfilar por las calles.
La mera acusación, incluso la de un amante despechado, era suficiente para que la multitud se tomara la justicia por su mano. Muchos de los que tomaban parte en estos cuasi linchamientos habían colaborado [con los alemanes] en mayor o menor medida. Bajo ocupación alemana, algunos franceses habían denunciado a compatriotas suyos a los nazis por supuestas actividades en la Resistencia, por ser judíos o gitanos, por pertenecer a la francmasonería o por vender en el mercado negro. Cuando llegó la liberación, algunos de los delatores aseguraron haber sido resistentes durante todo el tiempo. Hubo pocos juicios dignos de tal nombre.
La épuration era un aspecto de la recién recuperada libertad francesa que Weiss no había experimentado, porque la 36ª División pasaba tan rápido por los pueblos liberados que no le daba tiempo a ver los juicios sumarios. Pocos días después de que Weiss abandonara Grenoble, el corresponsal de la CBS Eric Sevareid presenció la ejecución de seis miembros de la versión del gobierno de Vichy de la Gestapo, la Milice. La Milice se había ganado una reputación de despiadada que superaba a la de su homóloga alemana, y muchos hombres y mujeres murieron en sus salas de tortura. Cientos de ciudadanos de Grenoble, que aparecieron para la ejecución de varios miliciens, pedían a gritos la sangre de los jóvenes. Una vez el pelotón de fusilamiento hubo cumplido con su tarea, los chicos escupieron en los cadáveres y los adultos reían. «¿Una turba?» escribía Severeid. «Aquella era gente de Grenoble, que siempre había formado familias, ido a la iglesia, que siempre se había enorgullecido de su universidad y su cultura y que no había hecho daño a la humanidad con anterioridad. ¿Qué era lo importante: la manera en que se habían comportado o por qué se habían comportado así?» Severeid no daba respuesta a esta pregunta, y muchos mandos americanos miraban hacia otro lado cuando la muchedumbre exigía justicia instantánea.391
El turno de Alboussière llegó un día, cuando dos maquisards llevaron a un joven al pueblo. Weiss, de pie junto a una cafetería con algunos de sus camaradas de la Resistencia, observó al prisionero: «De estatura y complexión media, llevaba una camisa caqui de manga corta, con el cuello abierto, pantalones cortos caqui con bolsillos militares, cinturón negro, calcetines blancos y zapatos negros. Sus manos y pies estaban sujetos con cadenas».392 Un viejo résistant invitó a Weiss a formar parte del pelotón de fusilamiento que iba a acabar con la vida del chico. «¿Qué ha hecho el tipo?», preguntó Weiss. El viejo le dijo que era un traidor.
Weiss quería explicar su estadounidense fe en «un juicio con jurado, justicia para todos, un proceso justo e igualdad ante la ley». Lamentablemente, su vocabulario francés era inadecuado. Preguntó si había habido un juicio de verdad. El anciano combatiente de la Resistencia creía que los miliciens no merecían un juicio, y repitió con más urgencia su invitación al estadounidense a que participara en la ejecución. «Si Binoche me quiere en el pelotón de fusilamiento», respondió Weiss, «que me lo pida él mismo.» Se alejó, pero no fue a buscar a Binoche para exigirle un juicio justo. Lamentaría este fallo, al escribir: «Lo racionalicé pensando que, [al ser] estadounidense, el destino de aquel hombre no era asunto mío».393
La gente del pueblo y los résistants esperaron frente a la cafetería, en la plaza mayor, a que comenzara el ritual, a las dos en punto. El capitán Binoche, que volaba puentes y luchaba contra los alemanes de buen grado, no apareció en la plaza. Ferdinand Mathey, comandante de la Gendarmería Nacional, asumió el mando del pelotón de ejecución. «Achaparrado, de rasgos duros, con una pistola belga de calibre .45 a un lado de su uniforme azul de gendarme, me recordaba a la estrella del cine francés, Jean Gabin», escribió Weiss.394 Mathey llamó a los miembros del pelotón de fusilamiento, que «se apartaron de la muchedumbre y formaron una fila, no sin antes dejar sus vasos, algunos medio llenos de vino, en manos de ávidos espectadores». Como el resto de la muchedumbre, los ejecutores habían bebido mucho.
La plaza se quedó de repente en silencio. El único ruido era el de los zapatos del milicien arrastrándose por el empedrado junto a las botas de los dos guardias. Éstos lo dejaron solo, de pie, de espaldas a un alto muro de piedra. El comandante Mathey ofreció al prisionero una venda que éste despreció con un gesto desdeñoso. Cuando Mathey le preguntó cuáles eran sus últimas palabras, el joven negó con la cabeza, para indicar que no tenía nada que decir a gente que despreciaba. Mathey se dirigió a los ejecutores y les ordenó preparar los rifles. La muchedumbre miraba expectante desde detrás del pelotón. Los ejecutores alzaron los rifles, apuntaron y, cuando Mathey dio la orden, dispararon. Algunas balas impactaron en el pecho del joven, y otras astillaron el muro de piedra que tenía detrás. El chico cayó, quedó de rodillas durante unos segundos y finalmente se desplomó hacia un lado. Conforme agonizaba en el suelo se hizo evidente que la descarga no lo había matado. Mathey corrió hasta él, miró a la ensangrentada figura y desenfundó su pistola calibre .45.
Weiss describió la escena: «Se quedó de pie sobre el hombre, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. No hubo explosión, sólo un clic. Apuntó otra vez y apretó el gatillo: otro clic, que seguramente se oyó a millas a la redonda». El chico todavía respiraba. El anciano que había invitado a Weiss a formar parte del pelotón de fusilamiento colocó la boca de su fusil contra la oreja del milicien y disparó. Saltaron pedazos de cráneo por el suelo, y el cuerpo quedó quieto.
A primera hora de esa misma tarde, Weiss se dio un paseo solo por Alboussière. De repente se encontró con el cadáver del joven condenado, retorcido y ensangrentado, colocado sobre una carreta con paja. Alguien le había robado los zapatos. La ejecución, pensó Weiss, había sido «un asunto chapucero y repugnante». Esperaba no tener que ver otra.
Weiss no se encontró con el capitán Binoche hasta la mañana siguiente, cuando el oficial pidió a los ocho estadounidenses que enseñaran a sus hombres a emplear las nuevas armas lanzadas en paracaídas por aviones del Ejército y de la Fuerza Aérea de EE.UU. Binoche llevó a los estadounidenses y a diez hombres en instrucción a una granja abandonada en las afueras del pueblo para un corto cursillo sobre bazucas, ametralladoras pesadas y otros objetos del creciente arsenal del maquis. La primera arma fue el bazuca, un tubo que disparaba desde el hombro cohetes de 1, 5 kg a unos 90 metros. Weiss recuerda que Scruby lo describió como «un arma antitanque sencilla pero ineficaz, bordeando lo inútil».395
El soldado Settimo Gualandi se puso el bazuca sobre el hombro para demostrar la manera correcta de sujetarlo. El cabo Reigle cargó un cohete desde la parte trasera. Gualandi disparó al objetivo, una granja abandonada a unos veinte metros de distancia. Los alumnos franceses se quedaron sorprendidos al ver cómo el proyectil se desviaba por encima de la casa y explotaba unos segundos más tarde en un prado. El ruido hizo que apareciera un pastor, frenético, que gritó a los soldados que no mataran a su ganado. Disgustados, los estadounidenses dieron a un combatiente rural una oportunidad de usar el arma. El proyectil entró directamente en la casa y voló en pedazos su interior, como estaba diseñado para hacer.
Recayó sobre el soldado Weiss la demostración de la ametralladora pesada Browning M2 calibre .50. Al igual que Gualandi, no consiguió acertar a su objetivo. Cuando un joven resistente disparó tres veces, acertó a la casa en todas ellas. Weiss, que «había sido superado por un taimado francés», ya no estaba seguro de quién era el profesor y quién el alumno.
Ambos bandos rieron acerca del cambio de papeles, y Weiss reflexionó que probablemente los maquisards «sabían más de combatir que nosotros».
En su habitación del Hôtel Serre, el señor Haas reflejaba en el mapa de la pared el continuo avance aliado. Los alemanes rindieron oficialmente Marsella y Toulon a la Francia Libre el 28 de agosto. Una vez los ingenieros repararon ambos puertos, los suministros fluyeron hacia el 7º Ejército en el sur, ayudándolo a conectar con los ejércitos del general Einsenhower en el norte. Weiss veía los hilos del señor Haas ir cubriendo cada vez más y más territorio aliado. El 31 de agosto, cuando por fin Valence cayó en manos de los estadounidenses y de los Franceses Libres, el señor Haas corrigió el mapa. Weiss no sabía que Ferdinand Lévy, el oficial de inteligencia a quien había dado un paquete de Camel por haberles salvado la vida, había perdido su propia vida liberando la ciudad.396
Entre misiones para la Resistencia, que incluían montar guardia en el territorio para las entregas de material aliado, Weiss se armó de coraje para invitar a la «histriónica» chica pelirroja del hotel a un paseo vespertino. Mientras caminaban por el campo, luchaban por comunicarse, en un francés chapurreado y en inglés. Al darse por vencidos, se tendieron en la hierba. Weiss recuerda: «Ella clavó los tacones en el suelo para ponerse a mi altura y se aferró fuertemente a mí, susurrando: “Prenezmoi, chéri, prenezmoi” (“tómame, amor, tómame”)». La joven francesa esperó a que el estadounidense de dieciocho años tomase la iniciativa, pero Weiss perdió su valentía.397 Cuando estaban a punto de irse, frustrados, aviones de la Royal Air Force pasaron en hilera por encima de sus cabezas y atacaron posiciones alemanas en el Valle del Ródano. La interrupción les dio una excusa para regresar al hotel, donde cada uno fue a su habitación.
Los soldados americanos, los résistants y los refugiados parisinos compartían agradables almuerzos en el hotel bajo la impecable supervisión de los Serre.398 Weiss disfrutaba de las tardes con Binoche y su segundo al mando, el teniente Paul Goichot, quien le tomaba el pelo por su candidez típicamente estadounidense. Los dos oficiales franceses creían que el joven estadounidense tenía mucho que aprender acerca del vino, las mujeres y la guerra. Una tarde, Binoche, de modo juguetón, preguntó a Weiss si le gustaba cazar conejos. Weiss, a quien su infancia en Brooklyn no le había otorgado esa oportunidad, dijo que no lo sabía.
Binoche le invitó a «cazar conejos» a la tarde siguiente, y Weiss fue demasiado tímido para negarse. Se fue a la cama preguntándose por qué Binoche no se lo había ofrecido a algún estadounidense criado en el campo, como Scruby o Garland.
Por la mañana, Weiss se presentó en las afueras del pueblo listo para cazar conejos. Dos cosas le sorprendieron: Binoche no estaba entre el grupo de una veintena de cazadores, y las armas eran subfusiles Sten de 9 milímetros y rifles Lee Enfield. Weiss preguntó: «¿Cómo es que necesitamos toda esta artillería para cazar conejos?».
Ferdinand Mathey, el comandante de la gendarmería que había mandado el pelotón de fusilamiento en Alboussière, se rió: «¿Conejos? Cher Stéphane, los únicos conejos que vamos a cazar hoy son alemanes».399
Weiss ya albergaba dudas con respecto a Mathey, y las bromas del policía a su costa no hicieron sino reafirmarlo. La manera en que Mathey había llevado la ejecución del milicien le había dejado un mal sabor de boca, y un día cazando alemanes con él era algo que Weiss habría preferido evitar. Mathey, con su uniforme de gendarme y botas de montar, anunció que el objetivo era una granja abajo en el valle.400 Los informantes les habían dicho que había soldados ocultos allí. Sin más explicación, Mathey y los demás resistentes comenzaron la operación disparando al aire a modo de celebración. «Menuda mierda», pensó Weiss. Cualquier alemán que hubiera en la granja ya estaría alertado. Si así era como Mathey libraba una guerra de guerrillas, a Weiss no le gustaba. Mientras los hombres marchaban en fila tras Mathey, Weiss imaginaba a los alertados alemanes preparando las defensas. En silencio, Weiss concibió la crítica más feroz posible hacia la estrategia de Mathey: «Apesta a operación planificada por Simmons».
Llegaron al fondo del valle tras una hora de dura caminata. A unos treinta metros de la casa, sin árboles ni protección de ningún tipo, se detuvieron, plenamente visibles para los ocupantes. «La granja estaba bien construida para la defensa», observó Weiss, «y preví una lucha de mil demonios. Cada puerta, cada ventana, y había muchas de ambas, podía ser un puesto de tiro para el enemigo.»401 Mathey no colocó a nadie en la puerta trasera para evitar una posible huida del enemigo, y Weiss lamentó la falta de granadas de mano para alejar a los alemanes de las ventanas. A las órdenes de Mathey, los resistentes entraron en la casa. Dos o tres hombres cubrieron a un grupo, se detuvieron y corrieron a cubrir al otro.
La primera oleada corrió hacia la puerta principal y la derribó de una patada, disparando mientras algunos resistentes entraban en la estancia. La primera habitación estaba vacía, pero se oían gritos procedentes de atrás. Tres franceses desarmados entraron con las manos en alto, dubitativos. Aunque Weiss pensó que probablemente eran colaboracionistas, ofreció a uno de ellos un cigarrillo. El sospechoso francés dijo que los alemanes habían huido hacía unos minutos. Weiss, irritado porque Mathey los hubiera puesto sobre aviso, no se sorprendió.
En un coche requisado a un habitante del lugar, Mathey, Weiss y un conductor peinaron la zona en busca de los alemanes. Los granjeros habían dicho que se habían ido hacia el este, en dirección al río Ródano. Siguieron esa ruta durante horas, por carreteras en mal estado, sin comida ni bebida. El día acababa cuando vieron las luces de Soyons, uno de los pueblos por los que Weiss y su escuadrón habían pasado tras su huida de la granja de Gaston Reynaud. Mathey dijo a Weiss que se quedara en el coche e inflara los neumáticos, mientras él y el conductor caminaban hasta Soyons. Weiss se puso a trabajar en la bomba manual hasta que repentinamente una explosión lo arrojó contra el parachoques del coche. Al oír los gritos de hombres y mujeres, corrió unos sesenta metros hacia «una escena terrible, irreal, a la mortecina luz del atardecer».402
Un enorme árbol, con las raíces arrancadas del suelo, yacía de lado, bloqueando la calle. A su alrededor yacían cadáveres, sangre y escombros. Hombres y mujeres aturdidos salían de sus casas para ayudar a los heridos. Una anciana vestida con un vestido negro de campesina imploró a Weiss que entrara en su casita, destrozada por la explosión. Dentro, un joven que podría haber sido su hijo, estaba arrodillado en el suelo de tierra. A la tenue luz de las velas, Weiss vio la ropa del chico desgarrada y la sangre manando de una herida en su cadera. El chico necesitaba un doctor, morfina y vendajes. No había nada que Weiss pudiera hacer. Inútil, salió a la calle.
Ferdinand Mathey se tambaleó hacia él, con el hombro sangrando mucho. El comandante de gendarmería le contó que había estado ayudando a un grupo de resistentes a mover un árbol que los alemanes habían colocado atravesado sobre la carretera para cubrir su retirada cuando saltó una trampa explosiva. La bomba había matado al menos a veinticinco personas entre franceses y alemanes. Había muchos más heridos. Al salir del estado de shock, Mathey preguntó a Weiss dónde estaba el conductor.
Weiss respondió: «Pensaba que estaba con usted». Se dieron cuenta de que había muerto.
Weiss se puso al volante del coche para conducir a Mathey, al joven con la herida en la cadera y a varias víctimas más a una enfermería improvisada. Fue el primero de varios viajes entre el lugar de la explosión y la clínica. Mientras trasladaba a un alemán gravemente herido, los dos enemigos hicieron lo posible por comunicarse. Llegaron a la clínica y esperaron en el coche a un médico. «Nos miramos el uno al otro», escribió Weiss, «sentados en los estrechos asientos del pequeño coche, ambos perturbados por nuestra mala suerte».403 El alemán sacó fotos de su mujer y su hijo. Ésta fue la primera insinuación de humanidad, para Weiss, por parte de alguien en uniforme alemán. Le hubiera gustado corresponder, pero se había dejado las fotografías de su familia en la granja de Gaston Reynaud. El alemán entró en la clínica sin darse cuenta de que el estadounidense que le había salvado la vida era judío.