Seis
Quien así sufre de neurosis de combate no es un debilucho, no es un cobarde. Es una víctima de la batalla.
Psychology for the Fighting Man, p. 353
Unas cuantas millas dentro del desierto egipcio, al este de Alejandría, la prisión de los barracones británicos de Mustafá era el destino final de los soldados condenados por delitos desde la deserción o desobediencia hasta violación o asesinato. La base había estado, desde la ocupación británica de Egipto en 1822, junto al campamento romano que había levantado Octaviano tras su victoria contra Marco Antonio y Cleopatra, en 24 d.C. Para los británicos tenía connotaciones especiales: en 1801 habían derrotado allí a las tropas napoleónicas, y los cuarteles fueron un punto de agrupamiento para muchos de los regimientos enviados a la desastrosa batalla de Galípoli contra Turquía en 1915. Como Roma, Gran Bretaña empleó la base, sobre todo, para intimidar a los nativos de Alejandría. La prisión para castigar a la soldadesca desobediente fue un añadido posterior.
El centro de detención de Mustafá era famoso. Allan Campbell McLean basó una novela, The Glasshouse («La casa de cristal») en los cincuenta y seis días que pasó confinado entre sus muros. Un personaje de su libro recordaba que los «veteranos» que habían cumplido sentencias en muchas prisiones reservaban un odio especial hacia los barracones Mustafá:
Sus charlas siempre acababan volviendo a una en el desierto, cerca de Alejandría. La de Alejandría era la peor de todas, decían, con un cretino loco de comandante apretándote los tornillos que habría enviado a los chicos al paredón de fusilamiento directamente si no supiera que Rommel iba a hacerlo por él en cuanto cumplieran la sentencia y regresaran a sus unidades.104
Una abrasadora tarde a principios del verano de 1943, un camión del ejército dejó a John Bain y otros cinco prisioneros ante, en palabras de Bain, «la gran puerta con remaches de hierro que parecía de color casi negro mate contra los altos muros blancos». La puerta del 55º Cuartel Militar y de Detención se abrió, y los prisioneros, con grilletes, marcharon hacia un patio formado por el espacio entre dos barracones de detención de dos pisos e hileras de sólidas puertas de celdas de acero. Mientras esperaban en posición de firmes, un policía militar, el sargento segundo Hardy, les informó de su nuevo estatus: «A partir de ahora son ustedes SCS: soldados cumpliendo sentencia. A partir de ahora harán todo a toda prisa. ¿Comprenden? Todo. No se muevan si no es para hacerlo a toda prisa».105 Los guardias estaban tan confiados en que era imposible huir que quitaron los grilletes a los hombres. Entonces el sargento segundo Hardy los hizo marchar a paso ligero hasta el centro del patio, donde los entregó al sargento segundo Henderson.
Hardy y Henderson vestían idénticos uniformes caqui perfectamente planchados, gorras de plato y botas brillantes. Al igual que los demás policías militares que custodiaban prisioneros tras las líneas enemigas, nunca habían ido al frente ni se habían enfrentado al enemigo en combate. Esto, sin embargo, no les impedía hacerse los duros frente a los hombres que tenían a su cargo. Henderson ordenó a todos los SCS que respondieran con su nombre y número de placa. Cuando el primero, el soldado Morris, respondió «mi sargento», a Bain le pareció que la cara del sargento se contraía en «una mezcla de gruñido y sonrisa». Henderson explotó: «¡Nada de sargento, bobo! ¡Guardia! Nos llamaréis “guardias” (... ) ¿entendido? Nos llamaréis guardias. A todos excepto al SMR [Sargento Mayor del Regimiento] y al comandante. A ellos los llamaréis “señor”».
Cuando leyó el nombre y número de Bain, dijo: «Veo que está en los Gordon Highlanders. ¿Cuál es el lema de su regimiento?»
Bain respondió: «Bydand».
—¡Guardia!
—¡Bydand, guardia!
—Bydand, sí. ¿Y qué significa, soldado Bain?
—¡Mantenerse firme, guardia!
—Mantenerse firme. Ése es el lema de los Gordon Highlanders y siempre se han mantenido fieles a él. Hasta hoy. Nunca se han batido en retirada. Nunca, en toda la historia del regimiento. Pero usted no se mantuvo firme, soldado Bain, ¿verdad? Hombre horrible. Usted tomó las de Villadiego. Abandonó su posición. Es usted una desgracia para ese gran regimiento. Mi padre luchó con los Gordon Highlanders en la Gran Guerra. Se mantuvo firme, Bain. No salió corriendo. Así que voy a vigilarle especialmente, Bain.
Henderson detalló el régimen diario: toque de diana a las seis cero cero horas, inspección, asignación de tareas, regreso a las celdas a las diecisiete cero cero, luces fuera a las veintiuna treinta. Estaba prohibido hablar. «Si se os descubre hablando, en cualquier momento, se os acusará y castigará», dijo. «Tres días en confinamiento solitario en DC Uno. Significa Dieta de Castigo número uno: pan y agua.» Bain notó que los labios de Henderson se curvaban exhibiendo «una sonrisa demente, feroz» conforme ordenaba a los nuevos SCS que se desnudaran y arrojaran sus ropas y pertenencias a unas mantas. Henderson simuló examinarlas objeto a objeto, y luego les ordenó envolver las mantas en un hatillo y sujetarlas por encima de sus cabezas.
Cuando Henderson ladró la orden de que los sudorosos hombres desnudos corrieran una y otra vez por el patio, la humillación dio lugar al dolor físico. El peso que soportaban los brazos de Bain era casi imposible de aguantar, pese a tratarse de un joven físicamente fuerte, de veintiún años de edad y cuerpo de boxeador. Para aquellos con menos resistencia era mucho peor. Henderson gritaba: «¡las rodillas, arriba! ¡Los brazos, rectos! Izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda... derecha... ¡giren!». Esto prosiguió de modo inclemente casi hasta el anochecer, cuando Henderson les ordenó parar y los condujo a sus celdas.
Ya había otros tres prisioneros dentro, acuclillados contra la pared del fondo y fregando un balde oxidado. El espacio poco ventilado, de quince metros de largo y sólo dos y medio de ancho, apestaba a orina. Henderson dijo a los hombres que se vistieran y tomaran dos mantas cada uno de una pila en una esquina. Un diagrama en la pared explicaba cómo debían doblarse las mantas para inspección. A cada hombre se le entregó un «cubo para chocolate» para sus residuos corporales. Cuando Henderson los dejó dentro, encerrados, cada hombre reclamó para sí una parte del suelo como su cama.
Bain y otros dos, «Chalky» White, del Regimiento de Middlesex, y Bill Farrell, de la Infantería Ligera de Durham, comenzaron a susurrarse, en clara violación de las normas. Bain temía que alguien pudiera estar espiando a través de un pequeño agujero en la puerta, aunque no oía nada. «Claro que no oyes nada», susurró Chalky. «Los muy cretinos llevan zapatillas de deporte por la noche.» Farrell dijo que sus guardias eran peores que los de las prisiones civiles.
Chalky le preguntó:
—Entonces, ¿de civil has estado en la trena?
—Sí, en la de Armley, en Leeds. Seis meses.
—¿Por qué?
—Por meterme en mis propios asuntos.
La primera lección de la cárcel, les explicó Farrell, era nunca preguntarle a un hombre por su delito. Admitió, sin embargo, que su delito había sido robar plomo del tejado de una iglesia. Chalky dijo que había cumplido cincuenta y seis días en la «casa de cristal» militar de Aldershot, pero no dijo qué había hecho. De repente, la puerta se abrió y una nueva voz gritó: «¡SCS! ¡De pie junto a sus camas!». Se trataba del sargento de segunda Pickering, que se presentó a sí mismo como «un auténtico cabrón». Las luces se apagarían en tres minutos, gritó Pickering, tras lo cual se quedaría escuchando tras la puerta. «Si oigo aunque sea un susurro os meto a todos en el agujero. ¿Queda claro?»
Bain se tendió en una manta y colocó las otras dos sobre su dolorido cuerpo. En una esquina de la celda, un hombre con diarrea se acuclillaba ruidosamente sobre su «cubo para chocolate». Lo único que podía hacer Bain era esperar la «breve piedad del sueño».106
Bain no había dormido en paz desde que viera a sus amigos saquear los cadáveres de sus camaradas en Uadi Acarit. Dentro de su mente no había huido, porque ya no estaba allí. «Parecía flotar», recuerda. Posteriormente un psiquiatra le dijo que había sufrido una «fuga». Significaba, en la jerga psiquiátrica, una huida de la realidad.
Nadie se dio cuenta de su ausencia en el yebel de Roumana hasta que algunos minutos después un jeep lo detuvo. El teniente le preguntó: «¿Regresa a la retaguardia?». Fue así de sencillo. Bain lo captó y el teniente lo llevó a un campamento en la retaguardia.107
Desde ese campamento se puso a caminar, sin decir una palabra, por el desierto, cargado todavía con su rifle Lee Enfield. «Lo único que le importaba era retroceder, alejarse del frente, de donde los cadáveres de los Seaforth Highlanders yacían sobre la arena y piedra en su último abandono, en sus terribles cancelaciones, en aquella triste burla de la vida.»108 Vagabundeó a lo largo de la ruta que había atravesado cuando luchaba como soldado, esta vez como desertor, en la dirección opuesta.109 Los camiones que transportaban hombres y suministros al frente le ignoraron, y en su «estado de trance», él les prestó escasa atención. Halló latas de carne abandonadas por los soldados italianos, y aceptó la invitación de un gurkha* que lo invitó a té y chapatis. Más tarde, conforme caminaba hacia el este por la carretera del desierto, un camión de la RAF se detuvo.
El conductor se presentó como Frank Jarvis y se ofreció a llevarlo a Trípoli. Frank no tardó mucho en darse cuenta de que Bain no era un rezagado. «Estás huyendo, ¿verdad? Puedes confiar en mí, colega. No te vendería.» Tendría que dejar a Bain a las afueras de Trípoli, antes de los controles de la RMP, donde arrestarían a Bain. «Deberías ser capaz de rebañar algo de rancho en el Campamento de Tránsito, pero tarde o temprano te pillarán», le advirtió Frank. «A menos que te vistas de negraco o algo así. Duerme con una titi árabe.» John durmió unas cuantas horas, hasta que Frank se detuvo para hacer té. Mientras lo bebían, Frank cogió unos cuantos cigarrillos ingleses de una lata que había recogido en los muelles. «¿Estás asustado?» preguntó a Bain, mientras los encendían. «Yo estaría cagado de miedo, no me avergüenza decírtelo. Dicen que las “casas de cristal” son terribles. Peores que en Gran Bretaña. Y ya es decir.» John respondió que no había pensado en ello, y añadió que «nada puede ser peor que el combate».
Pocos kilómetros antes de llegar a Trípoli, Bain se bajó del camión para seguir caminando hasta la ciudad. Frank dio al joven desertor tres latas de carne y unas cuantas galletas. Cuando ya estaba a punto de irse dijo: «Será mejor que te lleves éstos, colega». «Éstos» eran los preciosos cigarrillos ingleses.
Caminando en solitario, con el rifle y la mochila a su espalda, llegó a Trípoli tras el anochecer. Se le ocurrió que la ciudad tenía un puerto, desde el que podía partir en algún barco. Imaginaba que marineros amistosos lo esconderían y alimentarían en su viaje de regreso a Gran Bretaña. «Su ensoñación quedó abruptamente aplastada por el chirriar de unos neumáticos, cuando un camión de setecientos kilos frenó de repente a su lado en el arcén», escribió.
Lo conducía la Policía Militar. Estaba arrestado.
El ejército nombró a un teniente para representarlo en el consejo de guerra. En un breve encuentro poco antes del juicio, el teniente urgió a Bain a que le diera excusas, «problemas en casa, quizás», que pudiera emplear en su defensa. El acusado no ayudó en nada, y se limitó a decir que estaba harto de este asunto de la guerra. Su delito no era tan serio como «huir frente al enemigo», pero sí lo suficiente como para costarle tres años de trabajos forzados en la prisión más dura del norte de África.
Los barracones Mustafá proporcionaron muchas horas a Bain para reflexionar acerca de la vida que había llevado y que le había conducido a su deserción y confinamiento. Recordó la ciudad en que pasó gran parte de su infancia, Aylesbury, en Buckinghamshire, como «un amuleto contra la desesperación, un sueño de dulzura rural y luz, un paisaje arcádico en el que la música, la poesía y la posibilidad del amor eran presencias ubicuas».110 Como todas las fábulas de infancia, la de Bain estaba habitada por un ogro. Éste era su padre, un veterano de la primera guerra mundial, brutal partidario de la disciplina, que no permitía que sus hijos llevaran ropa interior porque «era de maricas». También eran «de maricas», en opinión del viejo, los libros, los poemas y la música clásica.
James Bain se había casado con Elsie Mabel, una mujer tres años mayor que él y unas cuantas marcas por encima de él en la escala social, justo después de la Gran Guerra.111 Mientras que Bain había dejado su regimiento como soldado raso, el tío de Elsie había sido un oficial. La pareja tuvo tres hijos: Kenneth, John Vernon y Sylvia.112 John nació en Spilsby, Lincolnshire, el 23 de enero de 1922, mientras su padre se ganaba la vida retratando en fotografías a los visitantes de las playas de Skegness. Cuando John tenía tres años, en un quimérico intento de salir de la pobreza, su padre trasladó a la familia a Ballaghaderreen, en el Estado Libre de Irlanda, y abrió un estudio fotográfico. En el barco que los trasladaba de Liverpool a Irlanda, James gastó «una de sus bromitas» al pequeño John, de tres años de edad: lo levantó sobre la barandilla, «con tan sólo las olas negras debajo de mí, saltando y espumeando como feroces lobos hambrientos de su bocado predilecto».113 El llanto del niño tan sólo produjo en el padre una «salvaje risa».
¡Los sargentos segundos de los cuarteles Mustafá se parecían a tantos padres omnipotentes! La descripción de Bain del «peculiar gesto, entre sonrisa y gruñido» de su padre se parece mucho a la «mezcla de gruñido y sonrisa» del sargento segundo Henderson. Aunque no realizó ninguna comparación directa entre su padre y los policías militares, la valoración que Bain hacía de su padre se podría aplicar a los sargentos segundos Hardy, Henderson y Pickering: «Ahora comprendo, y he comprendido durante años, que era un sádico. Recuerdo muchos ejemplos de su siniestro placer, procedente de infligir daño físico o mental a mi hermano o a mí (... )». En Irlanda, Kenneth y John sobrevivieron a base de patatas, gachas de avena y pan irlandés. La carne aparecía muy de vez en cuando. Los dulces eran algo desconocido. Una vez su padre llamó a los niños a la cocina para darles una barra de chocolate de 200 gramos. Con deleite infantil, Kenneth abrió el envoltorio: dentro había un bloque de madera.
Su padre guardaba un asentador de cuero colgado de un gancho, junto a la chimenea, para afilar navajas de afeitar. Pero Bain señala: «No recuerdo haber visto que se usara para nada que no fuera azotar».114 Los azotados eran, por supuesto, Kenneth y John. Cuando su negocio fracasó en Irlanda, James Bain llevó a la familia de regreso a Inglaterra. Se establecieron en Beeston, Nottinghamshire, donde James abrió una nueva tienda de fotografía. Cuando John contaba con siete años, vio a su padre desafiar a un invitado al té de los domingos, un hombre sencillo llamado Bob Linacre, a un combate. Mientras las mujeres y los niños se retorcían de vergüenza, James obligó a Bob a ponerse los guantes de boxeo, lo aterrorizó y le dejó la nariz sangrando. «Lo que sentí fue disgusto, vergüenza y odio», escribió Bain. «Creo que hasta entonces no había sentido sino miedo de él. Ahora lo odiaba.»115
Por razones nunca explicadas, John se fue a vivir con sus abuelos paternos en Eccles, Lancashire, durante dos años.116 Entonces, en 1931, cuando John tenía nueve años, la familia se trasladó junta a ese «sueño de dulzura rural y luz, Aylesbury. Vivir en un roñoso piso encima de la tienda de fotos en Market Square era, en palabras del propio Bain, cualquier cosa menos dulce. El padre seguía pegando a los chicos, y una vez dejó inconsciente a John, de doce años, de un puñetazo en la cabeza. Su madre, cuyo marido propenso a la bebida le era descaradamente infiel, se refugió en su conversión a lo que John llamó «esa cuasi religión llamada Ciencia Cristiana».*
Si bien la vida con su padre en Aylesbury estaba lejos de ser «dulzura y luz», los hermanos Bain se retiraron a un mundo de música y libros que sí lo era. Kenneth aprendió a tocar, por sí solo, el piano de su madre, y John tomó prestada una amplia variedad de libros de la biblioteca: Dickens, T. S. Eliot, John Buchan y las populares novelas negras de Edgar Wallace. Los chicos paseaban solos por los meandros del río cargados de obras de sus poetas favoritos. La literatura proporcionó a Bain su «única distracción con respecto a un presente bastante tétrico». Desde los catorce años escribía poemas que no enseñaba a nadie. Los chicos compraron un gramófono, pero esperaban a que su padre estuviese fuera de la casa para poner música de Lizst, Debussy, Schubert o de la mezzosoprano Marian Anderson. James Anderson, que detestaba el «afeminado» interés de sus hijos en la música y los libros, los apuntó en el Club de Boxeo de Aylesbury y Distrito. En sólo dos años John llegó a la ronda final del Campeonato Británico de Colegiales.
James Bain contó a sus hijos que a los catorce años se había alistado en el ejército y que lo habían herido en Mons. Sus inacabables anécdotas de la primera guerra mundial, en las que inevitablemente jugaba un papel heroico, hicieron sospechar a Bain: «Comencé a cuestionarme su veracidad histórica, hasta que sus fanfarronadas pasaron a ser una especie de broma privada entre Kenneth y yo». Para evitar la paliza mantuvieron la broma en secreto. Sin embargo, toda su infancia estuvo marcada por la reverencia hacia una guerra que sólo conocía de oídas. John diría, posteriormente, a un entrevistador: «También recuerdo de un modo muy vívido los Días del Armisticio de mi infancia, porque en realidad yo lucía las medallas de mi padre. Él sacaba sus medallas y yo me las ponía en mi jersey, en mi chaqueta, en lo que fuera que llevara puesto».117 Se daba una vuelta por la plaza del pueblo, donde viejos soldados guardaban silencio por los camaradas muertos en Francia. «En realidad era un acontecimiento muy militarista. Aún me hace sentir incómodo. Había una especie de glorificación de la guerra en sí misma.»
Mientras su padre los hastiaba del ejército, los chicos compartían una particular fascinación por la poesía, novelas y películas de la Gran Guerra. Para John, el conflicto en las trincheras era «un acontecimiento trágico y mitopoyético».118 Se quedó «enamorado de sus imágenes, su pathos, el desperdicio, el heroísmo y la futilidad» a través de las obras de Robert Graves, Siegfried Sassoon y Ernest Hemingway.
La Crisis de Múnich de 1938, en que británicos y franceses cedieron la parte occidental de Checoslovaquia a la Alemania de Hitler, le afectó menos que «dos descubrimientos trascendentales: D. H. Lawrence y la cerveza». Tras haber abandonado la escuela en 1936, con catorce años, trabajó como bedel interino en la oficina de un contable. En su tiempo libre leía a James Joyce, cortejaba a muchachas y bebía cerveza escocesa Younger en el pub. Ni él ni Kenneth quedaban libres de problemas: una vez escalaron, borrachos, el techo de un hotel para entrar en él. Tras su arresto y juicio, un diario local los apodó «los hermanos boxeadores Bain».119 Sus dos años de libertad condicional fueron menos interesantes que el descubrimiento, por el diario, de que John tenía dieciocho años: hasta entonces, su novia de veintiséis años, Sally, creía que tenían la misma edad. Ella aceptó la diferencia de edad, pero el padre de John no aprobaba a la chica. Ordenó a John que la dejase, acentuando la orden con un puñetazo. Por primera vez, John se revolvió y le dejó un ojo morado. Fue la última vez que su padre lo golpeó, pero dejaron de hablarse.
La respuesta de John a la declaración de guerra de septiembre de 1939 fue «sobre todo, de un entusiasmo pueril». Sin embargo, no corrió a alistarse voluntario. Cuando la campaña de bombardeos alemanes conocida como el Blitz comenzó, en septiembre de 1940, evacuaron a la madre y hermana de Bain a los montes Cotswold, al sudoeste de Inglaterra, por razones de seguridad. Los tres hombres de la familia se quedaron, compartiendo un incómodo silencio, en Aylesbury. Al haber perdido su trabajo en la oficina de contabilidad a causa de su arresto, John comenzó a vender repuestos para la Aylesbury Motor Company por treinta y cinco chelines a la semana. Su intento de alistamiento en la RAF fracasó por causa del examen médico que descubrió su «ojo malo». Posteriormente escribió, en The Unknown War Poet («El poeta desconocido de la guerra»):
Fue de los primeros en alistarse,
pero no por motivos patrióticos, ni
por satisfacer su deseo de aventura...120
En diciembre, Kenneth y él decidieron alistarse en la marina mercante. Aunque sus motivos eran poco claros, la marina mercante ofrecía dos ventajas: una salida con respecto a la intolerable vida en casa y, siempre que la Kriegsmarine o la Luftwaffe no los hundiesen, la posibilidad de navegar por el mundo. Con 400 libras que robaron de un escondite que mantenía su padre en casa para no pagar el impuesto sobre la renta, huyeron a Londres. Gastaron sin cabeza: reservaron habitación en el Regent Palace Hotel y compraron entradas para la función de Rey Lear por Donald Wolfit y los conciertos a media mañana de la pianista Myra Hess. Se emborracharon en un pub del Soho tras otro. Finalmente fueron a la Federación Naviera para firmar como marinos mercantes. «Nuestra entrevista con el funcionario de uniforme de la Federación fue corta y humillante», 121 escribió Bain. Lo intentaron en los muelles de Cardiff y Glasgow, donde el afiche de reclutamiento los llevó al ejército esas mismas Navidades.
El viaje de Escocia a El Alamein, Uadi Acarit y los barracones de detención Mustafá parecía seguir una lúgubre lógica. El conflicto entre el desprecio por su padre y su amor por la literatura de guerra le llevó a huir de casa y alistarse en el ejército. Que Bain acabara, no importa cuánto a causa del azar, en un regimiento escocés como su padre en la primera guerra mundial, parecía más que una coincidencia. Al fin y al cabo, había seguido los pasos de su padre en el boxeo, la bebida y las mujeres. Tras haber escapado de la crueldad paterna haciéndole frente, tomó la única decisión, desertar, que era evidente que lo haría más prisionero de lo que jamás había sido bajo el opresivo control de su padre en casa. Ahora se enfrentaba a un sistema de acoso arbitrario.
Su poema «Love and Courage» («Amor y coraje»), aunque escrito muchos años después, refleja perfectamente su dilema:
...Pudo esconder
Su terror hasta que llamaron a su Compañía
A enfrentarse a la homicida tormenta de la batalla real.
Escogió la deserción, la ignominia y la cárcel.122
Esto, si es que alguna vez tuvo alguna opción de escoger, cosa que dudo.