11
CARLOS sale de la UVI y es trasladado a planta, donde la primera visita que recibe es la de su madre. Enfundada en un abrigo de visón y dejando tras de sí una estela de Chanel n.º 5, entra en la habitación donde está el despojo que es su hijo. En la cama de al lado, un anciano de pelo blanco, conectado a un respirador que emite un incesante pitido, se quita la mascarilla al verla aparecer y la observa con atención.
—¿Cómo estás, hijo? —le pregunta desde los pies de la cama con una pequeña sonrisa.
—Jodido, ¿no lo ves? —contesta el guiñapo mirándola con rabia.
—No sabes cuánto me alegro —dice ella con voz clara y bien modulada. El cuerpo de Carlos experimenta una ligera sacudida, pero no tanta como la de su vecino de habitación, que se incorpora ligeramente en la cama para no perderse ni una palabra de lo que está oyendo—. Al fin has recibido tu merecido —añade la madre, y acto seguido se gira y se encamina hacia la puerta—. Por cierto, si necesitas algo, no te molestes en llamarme, llama a tu padre, sois iguales, de tal palo, tal astilla. —Y se marcha dejando la habitación impregnada no sólo de su perfume.
El anciano de la cama de al lado respira profundamente y se recuesta sobre la almohada mirando concentrado al guiñapo.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunta, intrigado.
—¡No es asunto tuyo! —responde Carlos entre dientes.
—Vaya... ¡así que ha sido una mujer! —dice el anciano asintiendo lentamente con la cabeza—. Parece que te tenía muchas ganas, ¿eh? ¿Tan mal la trataste?
—¿Quieres cerrar la boca de una puta vez? —grita Carlos; intenta incorporarse, pero las costillas le producen un dolor insoportable y se queda quieto.
—No, no me da la gana —dice el anciano levantándose lentamente de la cama. Cierra la puerta de la habitación y saca del armario una cajetilla de tabaco que tenía escondida.
—¿No irás a fumar aquí? —dice Carlos con rabia.
—¿Por qué? ¿Te molesta el humo? No me digas más, seguro que ella también fumaba, ¿eh?
—¡Tenía muchos vicios la cabrona!
—Sí, y el peor de todos... aguantarte a ti —dice el anciano encaminándose lentamente hacia el cuarto de baño—. Seguro que le quitaste el pitillo de las manos muchas veces, ¿verdad? Sí, seguro que eres de ésos, no por cuidar de su salud, nada más lejos de tu intención, sino sólo por joderla.
—¡Tú no tienes ni puta idea de quién soy yo!
—Oh, te equivocas, lo sé muy bien, mejor de lo que imaginas. Yo era como tú.
—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Contarme tu vida?
—¿Para qué? Ya la conoces, era igual que la tuya.
—¡Entonces cierra la boca de una puta vez!
—¡No me da la gana! Tengo mucho tiempo libre y en algo lo tengo que emplear. ¡Así que te jodes! —dice entrando en el baño y encendiendo el cigarrillo mientras una profunda tos sale de su pecho.
La segunda visita hace las delicias de su vecino de la cama de al lado. Tan pronto los ve aparecer por la puerta, se incorpora con expectación. El comisario Bermúdez, el sargento Gutiérrez y dos agentes entran muy serios y rodean la cama de Carlos, que frunce el ceño contrariado mientras su compañero de cuarto se quita la mascarilla de oxígeno y se coloca bien el sonotone.
—Hemos venido a tomarle declaración —explica el comisario, muy serio.
—¿Por qué? No he presentado ninguna denuncia —dice Carlos frunciendo el ceño.
—¡Ni lo hará! —interviene de repente el vecino de al lado mirando al sargento con una ligera sonrisa en los labios—. ¡Tiene miedo de que venga a rematarlo!
—Por favor, señor —dice el comisario—, no se entrometa, esto no es asunto suyo. Bien, el hospital ha puesto la denuncia correspondiente en estos casos, así que...
—Yo no voy a denunciar nada, así que ya se están yendo.
—¿Quién le ha hecho esto? —pregunta el comisario, pero antes de que Carlos pueda contestar, la carcajada de la otra cama toma el mando.
—¡Alguien que no le aprecia mucho, eso está claro! —Los agentes intentan aguantar la risa—. ¿Han visto cómo le ha dejado? ¡Pal desguace!
—¡Cállate de una puta vez, viejo! —grita Carlos con fuego en los ojos.
—Tiene usted derecho a presentar una denuncia y...
—Sí, sí —interrumpe el anciano al comisario—. ¡Y de paso pónganle protección, que está cagado de miedo!
—Señor, por favor —dice el sargento Gutiérrez, mirando al anciano entre divertido y preocupado—, no eche usted más leña al fuego, hombre, que la cosa es muy grave.
—¿Por qué? ¿Teme que se levante y me dé una hostia? Tranquilo, no puede, le han puesto una sonda... Se mea.
Las fuerzas del orden abandonan la habitación con una prontitud nunca conocida en el cuerpo, es lo que tiene la risa, que cuando espolea con fuerza uno es incapaz de resistirse a ella. Salen de la habitación con rapidez, para decepción del vecino de la cama de al lado, pero al llegar a las puertas del hospital, el sentido de la responsabilidad del sargento Gutiérrez toma el mando de la situación y su boca toma la palabra.
—¿Qué vamos a hacer, comisario? —dice atusándose su mostacho mientras cavila.
—Nada, sargento —contesta el comisario sacando una cajetilla de tabaco.
—Pero, señor, ¡tenemos que detenerla!
—¿A quién? —pregunta el comisario ofreciendo cigarrillos a los agentes.
—¡A ella..., a su mujer..., bueno, su ex mujer!
—¿Y eso por qué, sargento? —pregunta el capitán, encendiendo el cigarrillo.
—Porque... sabemos que ha sido ella, señor...
—¿Ah, sí, lo sabemos? ¿Cómo vamos a saberlo si nadie nos lo ha dicho, sargento?
—Pero... señor...
—¿Ha visto cómo está ese hombre? Parece que le haya pasado por encima una apisonadora. Yo soy incapaz de imaginarme a su ex haciendo semejante salvajada, la verdad. ¿Ustedes qué opinan, agentes?
—Ha tenido que hacerlo una auténtica mole, sargento, sólo una mole podría haber hecho esto, señor —dice uno de ellos.
—Estoy de acuerdo, señor —dice el otro—. ¡Le ha dejado pal desguace, como dijo el anciano!
El sargento Gutiérrez abre la boca y la vuelve a cerrar. En sus más de cuarenta años de servicio a las órdenes del comisario Bermúdez, ésta es la primera vez que se queda sin palabras, porque ésta es la primera vez que su jefe se salta todas las normas a la torera. El comisario más estricto, recto y cumplidor de la ley que él haya conocido nunca... ¡se ha pasado al otro bando!
«¡La vida a veces tiene cada cosa!», piensa el sargento subiendo al coche, mientras se dice que esta noche tendrá que hablar de ello con su querida esposa, sí, sólo ella sabrá poner cada cosa en su sitio, como ha hecho siempre. Su sensatez ha sido siempre la brújula que guía su vida. ¡Bendita sea!
MAB: «¿Por qué la miras así?».
MAM: «Porque le pasa algo».
MAB: «Estará cansada, tanto retozar, tanto retozar...».
MAM: «Se va a dar un paseo al parque. Venga, vamos a acompañarla, hay que enterarse».
El carril bici está a tope en este momento, tengo que hacer verdaderas virguerías para no ser atropellada por tanto ciclista imprudente. Los críos, con una sonrisa en los labios, pedalean con furor para librarse de las garras y la dominación de sus progenitores. Desde luego, tener un hijo debe de ser de lo más estresante y agotador... Algunos padres pasan a mi lado con los ojos tan desorbitados que me pregunto si verán lo que tienen delante mientras repiten una y otra vez: «¡Ve más despacio!».
En uno de los bancos junto a la gran pradera cercana al río, me aposento e intento serenar mi atormentada mente; últimamente emite destellos de peligro y me tiene más en alerta que nunca.
MAM: «Bueno, ¿qué? ¿Nos lo vas a contar?».
«No lo ha superado, él dice que sí, pero sé que en el fondo de su corazón aún no ha podido perdonarme, lo sé.»
MAB: «Pues a mí me parece que está más cariñoso que nunca, no salís de la cama».
«Él... intenta olvidarlo, sé que lo intenta, pero no puede. Sí, su orgullo es grande, muy grande, más de lo que él cree.»
MAB: «Pero...».
MAM: «¡Cállate y no le discutas! Cuando una mujer tiene esta clase de sensaciones no suele fallar».
La llamada de Paula me pilla por sorpresa y me distrae de mis ensoñaciones. Quiere que salgamos a celebrar Fin de Año. No es que no sea una de nuestras rutinas habituales en estas fechas, siempre lo hemos celebrado y acabado en condiciones un tanto... nefastas. Pero tras la muerte de Sergio, ni se me pasó por la cabeza que pudiese apetecerle, así que, viéndola salir del pozo en el que ha estado inmersa y con la ilusión rusa sobrevolando su pequeño mundo, no puedo negarme.
—Pero ¿estás segura de que te apetece, Pau?
—Nos hace falta, Cris, necesitamos desconectar y liberarnos, aunque sólo sea por unas horas. Tú no te preocupes de nada, Serguei y yo lo organizaremos en el hotel, están preparando una fiesta muy divertida y..., bueno, necesito evadirme un poco, Cris...
—Está bien, cariño, claro que sí, no tienes que explicarme nada.
Y como ya no tengo problemas económicos porque mi cuenta bancaria está a rebosar, cosa que aún no he podido asimilar, la verdad, me voy a una boutique que hasta hace poco sólo veía en la distancia y me hago con un vestido de Victorio y Lucchino que quita el sentido, como todo lo que sale de sus manos. Completo el modelo con unos preciosos zapatos de tacón de aguja, a pesar de la insistencia de las dependientas para que me lleve una sandalias. ¡Sandalias en pleno diciembre! ¡Están locas!
Enfundada en mi precioso vestido rojo, que deja a la vista la espalda y se ajusta a la perfección a mi recién estrenada y sorprendente figura, salgo del baño para hacer las delicias del hombre que tengo enfrente. Mi querido zar está al borde del desmayo cuando sus ojos se clavan en mi cuerpo y lo recorren con una lascivia que me agita por dentro. Todo mi cuerpo responde a sus señales, que no pueden ser más claras y evidentes, y mientras agradezco mentalmente a El Armario la caña que me dio en los entrenamientos personales en nuestras cuatro sesiones semanales y que cumplieron con creces su misión de deshacerme del cáncer que corroía mis entrañas y que tenía cuerpo de hombre, nombre de hombre y alma de demonio, me enfundo en el abrigo que mi querido zar coloca sobre mis hombros dejando sobre ellos la más tierna de las caricias y sobre mis labios el más caliente de los besos.
En la recepción del hotel nos esperan Paula y Serguei. Paula con profundas ojeras pero preciosa, como siempre. Un botones nos acompaña hasta el gran salón, hoy engalanado para la ocasión y en el que ya se respira un ambiente festivo; la gente parece querer pasárselo bien y despedir este año que ha estado cargado de tantas cosas malas. Me siento a la preciosa mesa con una extraña sensación en el estómago, y eso es algo que nunca falla: mi sexto sentido me avisa de que algo está a punto de ocurrir. Sin poder evitarlo, miro alrededor preguntándome dónde estará la sorpresa que el destino me tiene deparada. No tengo que esperar mucho para saberlo: a los quince minutos de empezar la cena, una diosa hace su entrada triunfal y, al igual que la otra que conocí en las islas, no camina, parece que flota.
MAM: «Ni que fuera un clon, ¡son igualitas!».
MAB: «Pero lo de la clonación ¿no lo habían parado? ¡Va contra natura!».
Cuerpo escultural, melena rubia y resplandeciente, sonrisa perfecta, pestañas kilométricas, piernas más kilométricas todavía. La única diferencia es el color de los ojos: los verdes de ésta hacen sombra a los azules de la otra. ¡Es sencillamente impresionante! Acompañada también de un gran séquito, ocupan, para mi desgracia, la mesa contigua.
Cuando deja resbalar por sus hombros el abrigo que cubre su cuerpo y muestra el esplendor que hay debajo me quedo anonadada, no puede haber mujer en el mundo más perfecta que ésta. Se sienta, mueve con gracia su increíble melena rubia y clava en mi querido zar una mirada acompañada de una sonrisa digna de la mejor portada. Mi querido zar la recibe apoyándose en el respaldo de la silla y mirándola detenidamente, y entonces, cuando veo aparecer en sus labios una sonrisa, el que se detiene es mi corazón.
Mi mundo se paraliza, mis endorfinas desaparecen incomprensiblemente de mi sistema nervioso y mis músculos se han quedado agarrotados. Dejo el tenedor sobre el plato y a partir de ese momento la cena pasa ante mis ojos sin que yo la vea. Paula, ajena a lo que está viviendo el motor de mi cuerpo y la extraña mente que habita en mi cerebro, observa el jolgorio que nos rodea con una pequeña sonrisa en los labios, pero Serguei, su mano derecha, que le conoce mejor que nadie, se ha puesto tan tenso como yo. Cuando su boca se abre y le dirige frías palabras en su extraño idioma, mi querido zar vuelve del lugar en el que ha estado los últimos minutos y se pone firme en su silla. Le responde en ruso con el ceño fruncido y la conversación sigue así hasta que Paula les llama al orden para que hablen en cristiano. ¡Dios, lo que yo habría dado por tener un pinganillo en el oído y escuchar la traducción simultánea!
Al llegar a los postres ya no aguanto más y me voy al baño. Me evado así de la realidad que me rodea, y, acompañada por mis dos ángeles, entablamos una conversación a tres bandas que me llevará a conclusiones que no me van a gustar nada. Enciendo un cigarrillo y los miro concentrada. MAB está peinándose ante el espejo, pero MAM, conocedor como es de la maldad que habita en la naturaleza humana, está sentado en la encimera del lavabo frotándose la barbilla, muy concentrado, y meneando la cabeza con pesar.
«¿Qué? ¿Qué te parece? —digo echando volutas de humo lentamente—. Y no me digas que no pasa nada; Serguei se ha dado cuenta igual que yo, y él le conoce mejor que nadie.»
MAM: «Sí, la venganza rusa ha tomado el mando».
MAB: «¿Venganza? ¿De qué estáis hablando?».
MAM: «Estos rusos llevan la guerra metida en la sangre. Deben de ser reminiscencias de la dominación zarina».
MAB: «¿Todo esto es porque le ha sonreído a la rubia? Pues tampoco es para tanto, habrá querido ser amable».
«¡Ay, Dios! Pero ¿de dónde demonios ha salido éste?», digo tirando el cigarrillo en el váter y encendiendo otro.
MAM: «A ver, compañero, espabila de una vez. No ha querido ser amable, precisamente».
MAB: «¿Qué quieres decir? ¿Que quiere darle celos, es eso?».
MAM: «No exactamente».
MAB: «¿Cómo que no exactamente? ¡O sí o no! ¿Quiere darle celos?».
«No es que quiera darme celos..., quiere... castigarme. Sí, mi querido zar tiene un orgullo que le domina, un orgullo tan arraigado que no es capaz de controlar. Misha no ha podido demostrarme su hombría con Carlos quitándoselo de en medio y me la quiere demostrar así y además vengarse por haberle manipulado como lo hice. ¡Oh, sí, mi querido ruso es un poco retorcido! Ha encontrado sin buscarla la manera perfecta de matar dos pájaros de un tiro. Bien, mi querido zar, pues si esperas que pierda los papeles y me ponga en evidencia, estás muy pero que muy equivocado, no te voy a dar ese gusto.»
MAM: «¿Qué piensas hacer?».
«Nada, en este momento no puedo hacer nada salvo esperar a ver qué pasa. ¿Hasta dónde será capaz de llegar para castigarme?»
Regreso a la mesa con la cabeza fría y los pulmones llenos y miro con lascivia la tarta de nata que hay en mi plato. Cojo un poco con el dedo, me lo meto en la boca y lo saboreo lentamente. Los ojos negros que me miran echan fuego, auténtico fuego proveniente de la fría Siberia. ¡Veremos quién gana esta batalla!
Cuando la cena llega a su fin, pasamos a la discoteca, en la que se celebrará el gran baile para dar la bienvenida al nuevo año. Misha se mantiene a mi lado pero a una distancia prudencial, no quiere que note que le he puesto a cien con un simple lametazo a mi dedo, pero no necesito que me lo demuestre, lo sé muy bien, conozco su cuerpo casi tan bien como el mío, y la excitación de su piel me llega con la misma intensidad con que la música entra por mis oídos.
MAB: «Ten cuidado. No deberías jugar con fuego. Te arriesgas a que venza el orgullo y no el amor. ¿Estás preparada para eso?».
«Por supuesto que no, pero tampoco estoy preparada para que me castigue y aquí estoy, aguantando el tipo. No, yo no permitiré nunca más que un hombre me castigue, nunca más.»
Paula arrastra a Serguei a la pista de baile y éste la sigue no sin antes echarle una mirada de advertencia a mi querido ruso, cosa que no hace sino alertar aún más mis alertas.
—¿Te apetece una copa? —me dice con la mayor de las calmas.
—Sí, gracias.
Se acerca a la barra y, mientras el camarero prepara las copas, entabla conversación con él y entonces... ocurre. No sé de dónde sale, ha debido de estar agazapada como un auténtico felino a la espera de su presa, aparece de repente, caminando como una gata, con movimientos lentos e insinuantes, reconociendo el terreno que pisa para no dar un solo paso en falso. Se coloca a su lado y acaricia su brazo suavemente mientras la mayor de sus sonrisas ilumina su perfecta cara. Al camarero está a punto de darle algo. Mi querido ruso se gira y una gran sonrisa aparece en su boca. Mi corazón se salta varios latidos pero sigo mirando, mis ojos se mantienen fijos en ellos porque no quiero perderme ningún gesto, ninguna mirada, quiero verlo todo, negar la evidencia no sirve de nada.
Misha toma las copas que le tiende el anonadado camarero, que ha abierto la boca y se ha olvidado de cerrarla, mientras ella le habla con una sonrisa permanente en la suya. Entonces avanza una mano, coge una copa de las manos de Misha y se la lleva a los labios mientras él sonríe. ¡La diosa rubia se está tomando mi copa con mi querido zar!
Mi querido ruso no es ajeno a la energía que desprende mi cuerpo, puedo ver cómo su espalda se pone en tensión mientras ella bebe despacio acariciando la copa con sus cuidadas manos. Pero mi energía no es lo suficientemente fuerte como para luchar con su orgullo, porque mi querido zar hace lo que no debe hacer: choca su copa con la de ella y luego da un pequeño sorbo, un sorbo que es la gota que colma mi paciencia.
Salgo de la discoteca con toda la dignidad que hay en mi cuerpo y me pierdo en la calle abarrotada de gente.
—¡Joder! —exclama Serguei quedándose parado en medio de la pista.
—¿Qué pasa? —pregunta Paula.
—¡Misha la ha cagado! —dice con los ojos fijos en la barra mientras menea la cabeza con pesar.
—¡Oh, mierda! —exclama Paula.
La conversación entre los dos hombres transcurre en ruso, haciendo que la sangre de Paula, ya de por sí caliente, se sulfure hasta límites insospechados.
—¡Te espero fuera, Serguei!
—¿Qué coño estás haciendo, Mijaíl? La venganza para los enemigos... ¿Desde cuándo ella es tu enemiga?
—Serguei...
—¡No me jodas, Misha, no me jodas! ¡Sabes por qué lo hizo, sabes el peligro que corrió y aun así no se lo perdonas! ¿Qué coño te pasa? Ese maldito orgullo te va a traer muchos problemas, muchos, pero en este caso creo que lo tienes bien merecido... Dime, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Tirarte a esta tía a la que no le importa más que tu cartera?
—Mijaíl... —susurra la rubia acariciando su brazo suavemente.
La furia rusa toma el mando y, dejando plantada a la diosa, sale como un vendaval de la discoteca.
—¿Dónde está? —le pregunta a Paula, que está guardando el móvil.
—¡Se ha ido a casa! ¿Se puede saber qué demonios te pasa? ¿A qué ha venido esto, Misha? ¡Vámonos, Serguei, vámonos a casa!
El vendaval ruso camina con rabia, esperando que el frescor de la noche le aclare las ideas. «Bien, esta vez no podrás cerrarme la puerta, tengo llave y no hay pestillo que echar.» Pero cuando entra y la ve salir del baño, cubierta únicamente por un delicioso camisón verde agua de seda, muy corto, que deja al descubierto sus magníficas piernas, la rabia se transforma en deseo, en deseo incontrolable que le recorre el cuerpo en latigazos que le mortifican.
—¡Vaya, has vuelto a casa, cariño, no te esperaba!
¡Oh, Dios, su ironía, esa que siempre le hace reír, hoy resuena como espadas entrechocando en el aire!
—Vivo aquí —dice él muy serio quitándose la chaqueta.
—¡Creí que lo habías olvidado! —Entra en la habitación, se sienta en el borde de la cama, se quita los pendientes y se acuesta.
Él se desnuda en silencio.
—Cris... —dice apagando la luz y acercando suavemente la mano a su cintura—, ¿podemos hablar?
—Claro, cielo. —Se incorpora, enciende la lámpara y lo mira fijamente—. ¿Qué quieres decirme?
—¡No sé por qué estás tan enfadada...! ¡No he hecho nada... salvo hablar...!
—Estás ofendiendo mi inteligencia, Misha —dice ella suavemente—, y esta noche mi cupo de ofensas ya está lleno, no me caben más. Así que..., si tienes algo sincero que decirme, dímelo... Y si no es así..., te agradeceré que me dejes dormir. Estoy cansada.
—Nena... yo... lo siento...
—¿Qué, qué es lo que sientes?
—Siento... haber hablado con ella. Yo... me he dejado llevar y...
—Buenas noches, Mijaíl, que descanses —dice echándose y apagando la luz mientras un profundo suspiro sale de su pecho.
Misha se queda mirando al techo, al cabo de un rato se acerca a su cuerpo y acaricia suavemente su hombro desnudo.
—Cris...
—Misha..., aún me queda vajilla que romper... No tientes a la suerte...
Recibimos el nuevo año con una fuerte bronca, una bronca propiciada por las ansias amatorias de mi querido zar, que tan pronto ve un rayo de sol aparecer tras los cristales, abre los ojos y me mira con lascivia. El brillo de sus ojos es inconfundible cuando se posan en los míos. Sorprendido al verme despierta tan temprano, su cuerpo cubre el mío mirándome con unos ojos negros que echan fuego, auténtico fuego ruso, tiene muchos colores, puedo verlos. Y mientras mi cuerpo lucha contra las ganas incontrolables de entregarse a él, mi mente se desgañita haciéndome ver lo ruin de su comportamiento, produciéndose en mi interior una de las más terribles batallas que hayan tenido lugar nunca. Creo que ni Napoleón conoció una como ésta.
—¡Ni se te ocurra pensar que esto lo vas a solucionar con sexo, Mijaíl..., ni se te ocurra! —digo apartándole de mi cuerpo con decisión.
—Cariño... —dice sujetando mis manos y apretando su pecho contra el mío mientras su boca busca la mía, pero por suerte la evito a tiempo.
—¡Apártate ahora mismo, Misha! —le digo con toda la rabia—. ¡Si estás caliente, ve en busca de la rubia! ¡Seguro que todavía no se le ha pasado el calentón!
—Sólo te deseo a ti, mi vida —susurra en mi oreja mientras sus labios besan mi cuello lentamente. No puede estar más excitado.
—¡Pues yo no te deseo! ¡Así que apártate ahora mismo!
—Tu boca dice una cosa, pero tu cuerpo dice otra —musita con una pequeña sonrisa mirando mis pezones, que se han puesto tan en guardia como yo.
—¡No quiero hacer el amor contigo, Misha, no quiero!
—Sí quieres.
—¡No, no quiero! ¿Qué vas a hacer, tomarme por la fuerza?
El timbre de la puerta me salva de un asalto que seguramente tenía perdido, porque lo que este hombre provoca en mi libido no es normal.
Zar se lanza a los brazos de mi sobrina cubriéndola de lametones y haciendo las delicias de mi princesa, que me mira preocupada, siempre ha sabido leer en mi cara como en un libro abierto.
—Cumpliste tu promesa, Tis, de la perrera municipal, como habíamos pactado. ¿Cómo pudiste acordarte? Fue hace mucho tiempo...
—Hay cosas que no se olvidan nunca, Emma, por mucho tiempo que pase.
Oigo a Misha meterse en el baño y me siento con Emma en el sofá mientras las lágrimas comienzan a salir sin control.
—¿Qué pasa, Tis, te encuentras mal?
—No es nada cariño, no te preocupes. —La cojo en mis brazos y la espachurro como cuando era niña. Me gustaría confiarme y contarle mis tristezas, pero es tan pequeña todavía... Ojalá sepa elegir mejor que yo, ojalá tenga más fortaleza que yo, ojalá aprenda mejor que yo a decir NO—. ¿Te apetece un café?
—¡Oh, Tis, me muero por un café!
Esta adicción que nuestra familia tiene por el café es de lo más extraña. Recuerdo que de niña le pregunté a mi madre si habíamos tenido algún antepasado colombiano y ella se echó a reír y dijo que el único raro de nuestra familia había sido el tío Venancio, que tras emigrar a América había vuelto muy cambiado. Nunca supe a qué se refería con aquello, y dado que no le conocí, mi mente infantil le imaginaba con varias cabezas, producto de la mutación genética que los granos de café habían provocado en su cuerpo y que generación tras generación nos había transmitido. Sea por lo que fuere, ahí está la adicción. Sabíamos que papá se había levantado porque el olor a café impregnaba cada rincón de la casa, y sabíamos que era hora de acostarse por lo mismo. Mi padre siempre explicaba a quien quisiera escucharle que si no se tomaba un café bien cargado era incapaz de conciliar el sueño. Y aquí está la benjamina de la familia: a sus trece años ya está enganchada a esta terrible droga.
Mi querido zar aparece ante nosotras duchado y vestido, pero más serio que nunca. No puedo evitar verle el hombre más guapo de la tierra, serio o sonriente, alegre o triste, cansado o despierto, no hay hombre para mí más atractivo que el que tengo delante. Tan pronto pone los ojos sobre los míos, me regala una caricia que cruza el aire que nos separa y se posa sobre mi corazón, emocionándome de nuevo.
—¡Hola, Emma! —dice dándole un suave beso en la frente.
—¡Hola, Misha! ¡Caray, vaya cara de sueño que tienes! Cómo se nota que ayer estuvisteis de juerga, ¿eh?
Tras despedir a Emma y darme una ducha que me hace mucha falta, más que nada para aclararme las ideas, que las pobres ya no saben si van o vienen, me estoy vistiendo pensando cómo demonios voy a hacerle entender a mi querido zar el error que ha cometido, cuando una simple llamada telefónica desbarata por completo todos mis planes y me sube de nuevo en esta montaña rusa en la que se ha convertido mi vida.
—Buenos días, señorita Ortega. Soy el sargento Gutiérrez, de la comisaría.
—¿Sí? —Mi corazón, por supuesto, da un vuelco. ¡Ay, Dios! ¿No habrán detenido a la «cabezaloca» de mi madre?
—Verá..., la llamo porque tengo que darle una noticia acerca de su marido... Perdón..., su ex marido. Verá..., su ex marido Carlos... ha muerto esta noche en el hospital.
Naturalmente el teléfono se me cae de las manos, resbala lentamente por mis dedos y acaba en el suelo, lo miro como si fuese un extraño objeto venido de otra galaxia mientras mis dos ángeles revolotean descontrolados alrededor de mi cabeza mareándome aún más de lo que ya estoy.
MAB: «¡Te lo dije, la violencia no engendra más que violencia, te lo dije! ¡Ay, Dios, que de ésta termina en El Roncal, termina en El Roncal! Con las cosas malas que se aprenden en las cárceles y con lo floja que es ella..., la malearán, seguro, acabarán con ella..., no saldrá viva de allí o...».
MAM: «¿Quieres tranquilizarte de una puta vez? ¿Qué demonios estás diciendo?».
MAB: «¡Lo ha matado! ¿Es que no has oído al sargento? Carlos ha muerto».
MAM: «¿Y por qué estás tan afectado? ¡Un cabrón menos! Deberías estar feliz de que la raza humana se haya librado de semejante espécimen. Además, no ha dejado descendencia, así que lo de la genética ya no debe preocuparte, con él se lleva a sus soldaditos».
El sargento Gutiérrez vuelve a llamar, naturalmente, así que me visto y me preparo y, mientras espero, me tomo otro tazón de café en la cocina; mis neuronas lo necesitan urgentemente.
—Cariño, ¿podemos hablar? —dice Misha mirándome preocupado—. Nena, por favor, sé que estás molesta pero...
—¿Puedo preguntarte algo, Misha?... ¿Por qué los hombres, que decís querernos, en realidad os empeñáis en humillarnos, maltratarnos, castigarnos? Hacéis todo eso en nombre del amor y no lo entiendo... ¿Por qué nos odiáis tanto?
Si mi querido zar se ha quedado sin palabras ante mi pregunta, su cara se queda sin sangre cuando el timbre de la puerta comienza a sonar y al otro lado aparece la policía.
—Buenos días, señorita Ortega, tiene que acompañarnos.
—¿Qué coño pasa? —exclama Misha.
—Tengo que ir a comisaría. Carlos ha muerto.
El sargento Gutiérrez me está esperando en comisaría. Tomándome del codo con la mayor de las delicadezas, me lleva hasta una pequeña sala donde me dice amablemente que tome asiento y me ofrece un café. Sale a buscarlo dejando la puerta abierta, lo que me hace pensar que todavía no estoy detenida, además... no me han puesto las esposas... ni me han leído mis derechos.
MAM: «Ves demasiadas películas. Mantén la calma, mantén la calma».
Vuelve acompañado por el comisario y varios agentes que se quedan ante la puerta. El sargento pone ante mí un gran vaso de café que le agradezco en el alma.
—Señorita Ortega..., ¿se encuentra bien? —me dice el comisario frunciendo el ceño—. Está usted muy pálida.
—Disculpe, yo..., estoy nerviosa. —Cojo el café y le doy un buen trago con la esperanza de que me haga reaccionar.
—No tiene por qué disculparse, es totalmente comprensible, no todos los días recibe uno semejantes noticias. Bien, le hemos pedido que viniera porque tenemos que interrogar a todo el mundo, es simple formalismo. —Le miro frunciendo el ceño, sin entender—. Necesitamos que nos diga qué hizo usted anoche.
—¿Que qué hice ayer? Pero... ¿por qué?
—Díganos qué hizo y dónde estuvo, por favor —dice el comisario sacando una cajetilla de tabaco y ofreciéndome un cigarrillo que acepto como si fuera auténtico maná recién caído del cielo.
Tras contarles todos mis movimientos de la noche anterior, saltándome naturalmente la aparición de la diosa rubia y la metedura de pata de mi querido zar, el comisario y el sargento intercambian una breve mirada y acto seguido se relajan en sus asientos, lo cual no hace sino confundirme aún más.
—Disculpen, pero... no entiendo qué importa lo que hice ayer... Carlos ha muerto en el hospital y...
—Su ex marido ha muerto en el hospital, sí —dice el comisario encendiendo lentamente un cigarrillo—. Pero ha muerto... asesinado.
—ASESINADO.
—Sí, ha sido asesinado en el hospital donde se recuperaba de la paliza que alguien le dio.
—Pero ¡yo creí... creí... cuando me dijeron que había muerto creí... que había sido por la paliza y...!
—No, no, no —dice el sargento atusándose su gran mostacho—. La paliza no ha sido la causa de su muerte, en absoluto. Alguien le apuñaló.
No puedo soportarlo más y me derrumbo. Entierro la cara entre las manos y comienzo a llorar sin control. Nunca imaginé que necesitaría una coartada tan perfecta como la que tengo, me pasé la noche rodeada de gente que puede atestiguar dónde estaba en el mismo momento en que alguien le clavaba a mi ex marido un cuchillo en el corazón.
Firmo mi declaración y cruzo la puerta, y ahí está mi querido ruso montando guardia tras ella y mirando con ojos desafiantes a los agentes que le franquean el paso. No puede haber en sus ojos más fuego, así que cuando me acaricia los brazos y me dice que le espere mientras habla con el comisario, decido marcharme, ya he tenido suficientes interrogatorios por un día, y con quien menos me apetece hablar en este momento es con la furia rusa.
—¿Que Carlos ha muerto? —repite Paula, asombrada, en medio de la cocina, en camisón y con la cafetera en una mano—. ¡Ay Dios, ay Dios!
—Yo creí que había sido por la paliza..., pero no ha sido por eso, alguien lo ha matado... en el hospital.
—¿En el hospital? ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
—Aún no me lo puedo creer, Paula, esto parece una pesadilla, una auténtica pesadilla... Yo quería que me dejara en paz, pero esto... Nadie merece morir así, no es justo —digo sin poder evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.
—¡Por el amor de Dios, Cristina, no digas tonterías! ¡Y no me hables a mí de justicia! ¡A mí no, Cris, a mí no! —dice poniendo la cafetera en la mesa con genio—. ¡Carlos hizo el mal durante toda su vida! ¡Te maltrató, te humilló, te violó, mató a tu hijo e intentó matarte a ti! ¡Se merecía eso y mucho más! Así que, lo que es por mí, ¡me alegro de que esté muerto! —Se lanza hacia su bolso en busca de un cigarrillo—. ¡Joder, joder, joder!
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan enfadada?
—¿Dónde coño está el puto tabaco? —dice volcando el contenido del bolso en el sofá, con rabia—. Joder, Cris, tú no sabes cómo es el comisario Bermúdez... ¡no dejará piedra sin remover hasta dar con el autor!
Veo que coge el cigarrillo con manos temblorosas y me pregunto qué demonios está pasando por su cabeza para comportarse así, y entonces, en el mismo momento en que la llama del mechero se ilumina, una bombilla de efectos retardados comienza a parpadear en mi extraña mente. Es curiosa la mente que tengo, a veces tan alerta, a veces tan dormida. Cuando la bombilla comienza a alumbrar el espacio donde mis neuronas se habían quedado atascadas, mi respiración comienza a descontrolarse.
—Ay, Dios..., ay, Dios, Paula, ¿no estarás pensando lo que creo que estás pensando? —digo desplomándome en un taburete. Creo que se me ha bajado toda la sangre a los pies, su cara asustada así me lo dice.
—Cris, ¿estás bien?
—¿Cómo voy a estar bien, Paula? —digo con ojos desorbitados—. ¿Crees que Misha ha tenido algo que ver? No le creerás capaz de algo así, ¿verdad?
No, mi vida no es una vida normal. Si no tenía suficiente con un padre borracho, una madre despendolada, un marido maltratador y un hijo perdido, aquí está de nuevo la montaña rusa en la que me desplazo, poniendo ante mis ojos la bajada más increíble de todo el recorrido.
¿Habrá tenido algo que ver mi querido zar en la muerte de Carlos? ¿Tan grande era su odio hacia él que le ha llevado a clavarle un cuchillo en el corazón?
Regreso a casa en taxi, dejando a la diosa pelirroja sofocada pero no tanto como yo. En mi cabeza, un auténtico torbellino de ideas y palabras dan vueltas y más vueltas sin encontrar acomodo. Me siento en el sofá con un profundo suspiro, pero al poco las paredes se me caen encima.
Decido salir con mi coche para intentar despejarme un poco y pensar con claridad, pero al mirar por el espejo retrovisor y verlos pegados como lapas, la rabia toma posesión de mi cuerpo una vez más. Salgo al arcén y doy un frenazo.
—¿Qué demonios hacéis siguiéndome? —grito—. ¡Ya no hace falta! ¿No os lo ha dicho Misha?
—Nosotros sólo cumplimos órdenes —me dice uno muy serio.
—Mi ex marido está muerto, dudo que vuelva del otro barrio para hacerme nada, así que ya os estáis yendo, no necesito protección.
—No podemos hacer eso hasta que nos den instrucciones —me contesta más serio todavía.
La rabia nubla los sentidos, El Armario tenía razón, las palabras ya no me salen, pero en este caso dirige mi mano hacia donde tiene que dirigirla y hago... lo que tengo que hacer.
Conduzco por la ciudad con la tranquilidad de no ser perseguida, controlada, anulada. Soy yo, con mis miedos, mis temores, mis penas, mis alegrías, mis deseos y mis dudas, sí, mis muchas dudas. Carlos ha recibido una puñalada en el corazón y yo he recibido otra, una es visible, la otra no, una le ha matado, la otra ha llenado de desasosiego mi corazón. Intento serenar mi alma, intento ordenar mis pensamientos, pero el tsunami que es hoy mi corazón no tiene freno, y, mientras los kilómetros se van sumando, las lágrimas salen sin control, intentando liberar mi cuerpo de parte de la pena, de la rabia, de la desazón que llena mi alma, pero sin conseguirlo.
Serguei entra en la oficina y se va directo a la sala de reuniones, donde Misha y Dimitri le están esperando.
—Pero ¿quién coño ha sido? —pregunta preparándose un café.
—Tengo información de El Roncal —dice Dimitri apagando el teléfono—. Parece que su compañero de celda se la tenía jurada, pero el tío sigue dentro, así que ha tenido que encargárselo a alguien.
—El comisario no me ha dado ninguna información, Dimitri —dice Misha mirándole preocupado.
—No saben por dónde tirar. Las cintas de vigilancia no aparecen, y como ocurrió en el cambio de turno había mucho jaleo, y encima era Nochevieja..., así que más follón todavía. Están comprobando las cámaras de vigilancia de los alrededores, quizás por ahí saquen algo en limpio.
Dimitri se marcha hablando otra vez por el móvil. Misha se acerca a los ventanales y mira el patio del colegio, ahora tan vacío, mientras un profundo suspiro se escapa de su boca.
—¿Se puede saber qué coño te pasó ayer? —pregunta Serguei encarándose con él. Misha mueve la cabeza lentamente—. Pues ya puedes ir buscando una explicación y pidiendo disculpas, Mijaíl, porque no te imaginas cómo estaba Paula, y si ella estaba así no me quiero ni imaginar cómo estará Cristina. Yo que tú, tendría cuidado.
—Fría, muy fría. Y ahora encima... esto.
—¿Cómo que está fría? ¿Volviste a casa anoche?
—¿Y adónde iba a ir si no, Serguei? —dice mirándole extrañado.
—¡Pues no entiendo que estés de una pieza! —replica Serguei con la sonrisa aflorando a sus labios.
Llaman a la puerta y dos hombres muy cabreados y con las manos muy sucias entran en la sala de reuniones con los ojos echando fuego.
—¡La hemos perdido!
—Joder, ¿otra vez? ¡No me lo puedo creer! —exclama Misha encendiendo un cigarrillo con rabia.
—Vamos a ver, Misha —interviene Serguei—, ya no hace falta que lleve escolta.
—¿Y qué ha hecho esta vez, si puede saberse? ¿A vosotros también os ha dado un helado? —dice, enfadado.
—¡Nos ha rajado una rueda!
—¡Oh, Dios! —exclama Misha.
—¡Lo dicho! ¡Ten cuidado, Misha, ten cuidado! —dice Serguei.
Regreso a casa a media tarde, donde le encuentro comiéndose un bocadillo sentado en el sofá. Me mira muy serio pero no dice nada. Le pongo un poco de agua a Zar en su cuenco y me preparo un café. Cuando le veo coger su chaqueta, ataco.
—Misha, cuando vuelvas esta noche a casa yo no estaré aquí, necesito apartarme de ti un tiempo.
Se queda clavado ante la puerta, con la manilla en la mano. Veo que su espalda se contrae mientras se gira lentamente y clava en mi cara unos ojos que tienen dentro todo el fuego del infierno.
—¿Qué estás diciendo? —La chaqueta se le cae al suelo.
Se acerca con su enorme cuerpo y me arrincona contra la encimera. La taza se me cae de las manos y se rompe contra el suelo. ¡Oh, esto sí que no se lo permito, esto no!
—¡No pretendas intimidarme! ¡Ni se te ocurra! —Mi cuerpo se pone tan en tensión como el suyo—. ¿Has tenido algo que ver en la muerte de Carlos, Misha?
La mirada de mi querido zar me atraviesa, el brillo de sus ojos es tan intenso que siento que me ciega. ¡No, no puedo dejarme cegar, no puedo vivir con la duda, necesito que abra el cajón, necesito que saque fuera todo lo que lleva dentro, necesito saber de qué color es su alma!
—Pero ¿qué dices? —Da un paso atrás y levanta las manos—. ¿Servirá de algo lo que yo diga, Cris? Tú... sabes que te quiero con toda mi alma, que haría cualquier cosa por ti...
Esas palabras, que deberían tranquilizarme, me provocan el efecto contrario. Cierro los ojos y respiro profundamente. Sí, mi querido zar haría cualquier cosa por mí con tal de protegerme, pero yo no quiero más sombras en mi vida, no quiero más miedos, no quiero más mentiras. Me ha costado mucho deshacerme de las cadenas que me oprimían, no quiero más ataduras, no quiero más dudas, no quiero más pesadillas.
—¿Qué? Ya ha estallado la tormenta, ¿eh? —dice Serguei cuando le ve entrar como un toro salido de los corrales.
—¡Joder! ¡Joder! —exclama Misha lanzándose a por una copa.
—¿Y qué esperabas? Las mujeres españolas son de armas tomar. Eso también me gusta de ellas, sí, me gusta mucho, saben poner los puntos sobre las íes.
—¡Sí, me ha puesto los puntos, las comas y los puntos suspensivos, pero no por lo que crees! —dice dándole un buen trago a su copa—. Es mucho peor que eso, Serguei, mucho peor. Sospecha que he tenido algo que ver con el asesinato de ese cabrón.
—Bueno..., ha sido una simple cuestión de tiempo... Se nos han adelantado.
—Serguei... ¡joder! —exclama sentándose a la mesa y enterrando la cara en las manos—. ¡Me temo que no permitirá que me acerque a ella hasta que atrapen al que lo hizo!
Mis últimos días de vacaciones transcurren entre la tristeza por la marcha de mi querido zar, mis queridos libros, que me arrancan más de una sonrisa y las dudas. Las terribles dudas que me atenazan y me impiden abrirle una vez más la puerta, las dudas que sobrevuelan mi pequeño castillo como si de una nueva tormenta se tratase, cubriéndolo todo con su manto gris, amenazando con descargar en cualquier momento.
Pero a medida que los días transcurren y las noches se me hacen eternas, me doy cuenta de que vivir sin él no es vida; me falta su luz, su olor, su piel, su voz, me falta... el latido de su corazón.
La muerte de Carlos pudo ser una de las muchas que nunca se resuelven, por más que yo necesitara saber la verdad.
La crisis, la maldita crisis que sufre el país, fue la causante de que las cámaras del hospital que habían dejado de funcionar dos meses antes del asesinato de Carlos nunca llegasen a repararse y se incorporasen al mobiliario del centro como un elemento más de la decoración.
Los testigos no fueron de más ayuda. Los rumores sobre nuevos recortes en personal para el año que comenzaba sobrevolaban la mente del personal sanitario aquella noche, y entre uva y uva el problema de cómo se pagaría la hipoteca les tenía más preocupados que vigilar quién entraba o salía del centro a semejantes horas intempestivas. El único que había presenciado la escena —no había abandonado la habitación en ningún momento de la noche debido a una fuerte crisis respiratoria— se negaba en redondo a ayudar a la policía. Ni siquiera la insistencia del sargento Gutiérrez, con su magnífico don de gentes puesto a prueba en innumerables ocasiones, consiguió arrancarle una sola palabra al vecino de la cama de al lado.
—Por favor, señor, es importante que conteste a nuestras preguntas —dice pacientemente el sargento; el hombre le mira con el ceño fruncido y niega con la cabeza—. ¿No se puede quitar la mascarilla un momento y hablar con nosotros?
—¿Quiere usted que me muera? —contesta, enfadado.
—¿Vio usted algo esa noche?
—Sólo al cabrón.
—¿Vio entrar a alguien más en la habitación?
—Claro, al personal sanitario, como cada noche.
—Ya sabe a qué me refiero, señor. ¿Vio a quien le mató?
—Pues alguien que le tenía muchas ganas, sargento. A ese tío todo el mundo le tenía ganas.
—No podemos dejar que un asesino ande suelto, colabore con nosotros, por favor.
—Si lo hago... —dice quitándose la mascarilla y bajando la voz— ¿me dará usted tabaco?
—¡Pero hombre de Dios...!
—¡No me eche un sermón! ¿Sí o no?
El sargento Gutiérrez hace un gesto a uno de los agentes, que inmediatamente se va hacia la puerta para montar guardia, mientras el otro saca una cajetilla de tabaco. La mano del vecino de la cama de al lado se abalanza sobre ella, la coge con rapidez y la esconde bajo la almohada. Acto seguido, vuelve a colocarse la mascarilla sobre la boca y un profundo suspiro sale de ella.
—¿Y bien? —dice el sargento con una pequeña sonrisa.
—¡Yo no vi nada!
—Un trato es un trato —replica muy serio el sargento meneando la cabeza.
—¡Yo no vi nada, sargento! No vi nada, no oí nada y no sé nada. Y si hubiese visto algo, oído algo o supiera algo..., tampoco se lo diría. ¡Un cabrón menos en este mundo, sí señor, un cabrón menos! ¿Queda claro?
Serguei está en comisaria esperando a Paula cuando una puerta se abre y por ella salen dos policías con cara de cansancio y se abalanzan literalmente hacia la máquina del café.
—¿Cuántas horas llevamos mirando esas cintas? —pregunta uno de ellos—. ¡Qué dolor de cabeza tengo, joder!
—Yo he visto antes a ese tío, pero ¿dónde? —dice el otro, concentrado—. ¡Hostias! ¡Ya me acuerdo, tío, ya me acuerdo! El robo de los joyeros, no participó directamente pero fue el enlace para vender las joyas. ¡Sabía que le conocía! ¿Cómo se llamaba? —dice cogiendo el café que el compañero le pone en las manos—. Tenía nombre de futbolista... Ibra ¡Eso es, Ibra! —exclama, vuelve a entrar en el cuarto y mira la pantalla muy concentrado—. ¡Sí, tío, es él, estoy seguro!
Serguei, desde el pasillo, puede ver la pantalla del ordenador. Las cámaras de vigilancia de la sucursal bancaria cercana al hospital muestran Ibra junto a otro hombre entrando en un coche aparcado ante sus puertas pocos minutos después de que Carlos pasase a mejor vida.
—¡Mierda! —susurra dándose la vuelta y encontrándose frente a frente con la diosa pelirroja—. ¡Paula!
—Tú y yo tenemos que hablar.
Identificado por la policía gracias a las cámaras de vigilancia de una sucursal bancaria cercana (los únicos a los que la crisis no afectaba), Ibra fue puesto en busca y captura, se alertó a los aeropuertos y su imagen se distribuyó por todos ellos. Dos días fue el tiempo que las fuerzas del orden tardaron en darle caza; dos días que a Misha se le hicieron eternos.