3

DESGRACIADAMENTE, mi reloj interno sigue a su ritmo, el del trabajo, y a las siete de la mañana comienza a sonar insistentemente, sin comprender que estos horarios son más propios de alemanes, daneses o finlandeses, y que, en nuestra querida España, dormir hasta bien entrada la mañana es un signo de libertad, una de las pocas de las que aún podemos disfrutar.

Tras una larga ducha que arrastra de mi piel los restos de las pesadillas que han aterrorizado mis sueños, me pongo mi precioso bañador amarillo y recuerdo la cara divertida y las palabras de Paula cuando me vio salir con él del probador: «Cris, pareces un pollito albino». Creo que tenía razón, pero de todos modos lo compré; no sé qué tiene el color amarillo que me alegra el corazón, será que me recuerda al sol. Por encima, un vestido de flores muy vaporoso que camufla a la perfección mis michelines; en los pies, unas zapatillas blancas muy cómodas, y en el bolso, el libro que comencé a leer anoche y que, sorprendentemente, me ha enganchado, a pesar de ser una recomendación de la hermana de Paula, tan distinta a mí en cuestiones literarias y en otras muchas cosas.

En el comedor me maravillo una vez más de lo variopintas que somos las personas y me mezclo con este hervidero de gente de todas las razas, países y condición, paseándome por un bufé donde hay de todo y eligiendo mi desayuno de siempre, un café bien cargado y un cruasán, mientras me pregunto cómo algunos pueden meterse en el cuerpo a estas horas de la mañana semejantes platos de beicon, salchichas y huevos. Al primer sorbo, el café me sorprende por su mal sabor, pero mi estómago dice «tómalo» y ya me he acostumbrado a obedecerle. Con el estómago lleno y la sensación de haberme despertado ya del todo, me encamino hacia las piscinas en busca, naturalmente, de un sitio donde no haya niños.

MAM: «¿No le gustan los niños? Eso es un poco raro para una maestra».

MAB: «Claro que le gustan, pero necesita desconectar. ¿Es que no sabes que los niños cansan mucho?».

MAM: «Pues el Jefe bien que decía “Dejad que los niños se acerquen a mí”, comenta con una sonrisa pícara.

MAB: «Sí, pero si los tuviera que aguantar todo el día, no creo que dijese esa frase con tanta ligereza».

MAM: «Oye, tú estás cambiando un poco, ¿no?».

MAB: «Es culpa tuya, eres una mala influencia para mí», dice mientras se tapa la cara con las manos y comienza a gemir desconsoladamente mientras mi ángel malo pone los ojos en blanco.

MAM: «¿Tú recuerdas a tu primer maestro? —pregunta intentando distraerle y que se le pase el berrinche—. Yo al mío nunca podré olvidarle».

MAB: «Sí —responde sorbiéndose los mocos—. Se llamaba Miguel, era un ángel, la verdad. ¿Y el tuyo?».

MAM: «El mío se llamaba Robustiano y era un demonio. Tengo grabado en mi cabeza el sello que llevaba en el dedo meñique el muy cabrón. Y lo de que lo tengo grabado es literal. ¿Quieres verlo? Mira...».

MAB: «¡Ay, Señor, eso tuvo que doler! ¿Qué hiciste para provocarle de esa forma?».

MAM: «Te aseguro que hacía falta muy poco para provocar a aquel animal, repartía más hostias que un cura. —El otro se santigua—. Perdona, quiero decir que repartía sopapos a diestro y siniestro, teníamos las huellas de sus palmas marcadas en la cara día sí y día también. Hasta que, claro, el padre de mi amigo El Chucho se cansó de ver entrar a su hijo sangrando por la nariz cada tarde y tomó cartas en el asunto».

MAB: «¿El Chucho? ¿Qué nombre es ése».

MAM: «Vivíamos en un pueblo, y en los pueblos no hay nombres, hay apodos».

MAB: «¡Anda, pues no lo sabía! ¿Y qué hizo el padre, habló con él?».

MAM: «Oh, sí, sí, habló, habló. Se lo dijo muy clarito y con palabras que el otro entendió a la perfección».

MAB: «Si es que hablando se entiende la gente», dice moviendo su coronita mientras una tierna sonrisa ilumina su cara.

MAM: «¿Tú eres tonto? ¡Le molió a palos! Aquel animal sólo conocía el idioma de los golpes, y el otro le dio mamporros hasta que le dejó sin sentido junto a la iglesia. El cura le encontró al día siguiente y curó sus heridas, pero la cojera le quedó permanente. Nunca volvió a ponernos una mano encima, y es que el padre de El Chucho era un hombre de pocas palabras, pero cuando sacaba la mano a pasear, ésta hablaba con una precisión absoluta, con puntos, comas y tildes... Y eso sin haber aprendido nunca a escribir».

En una tumbona que no puede ser más cómoda, abro mi nuevo libro y no tardo nada en sentirme en la gloria. Montesquieu decía: «No he conocido ninguna aflicción que una hora de lectura fuese incapaz de aliviar». ¡Qué razón tenía! Con un libro entre las manos: el mundo deja de existir, y las guerras, las injusticias, el hambre, el maltrato, la tristeza, el miedo, todas las cosas que nos afligen día a día quedan fuera del fantástico mundo en el que un libro es capaz de sumergirnos. Las palabras nos emocionan, nos alegran, nos atemorizan, nos ilusionan... Mi psicólogo dice que las palabras tienen mucho más poder del que creemos, que son capaces de dañar, de aterrorizar, y que, por tanto, si pueden hacer daño, también tienen el poder de curar. Me dijo que pusiese en palabras mis miedos, que los dijese, que los gritase, que los escribiese, que no dejase que anidasen en mi corazón, en mi alma, porque se convertirían en cargas explosivas que, a la mínima detonación, estallarían.

Llevo un buen rato sumergida en la lectura cuando un camarero muy sonriente se acerca y me pregunta si quiero tomar algo.

—Una Coca-Cola, por favor.

—¿Alguna en especial, señora: sin cafeína, baja en calorías...?

—Una completa, por favor, que tenga de todo.

El camarero me dirige una sonrisa pícara; es lo bueno de estar rellenita, que una no tiene que privarse de nada.

Y mientras los demás se zambullen en el agua, yo buceo entre las páginas de este libro que compré con tanta reticencia. «Tienes que leerlo —me dijo Paula—, me han dicho que está genial.» «¿Pero tú lo has leído?» «No, ya sabes que a mí no me gusta leer, pero mi hermana dice que es estupendo, y ella es una apasionada de las novelas. Como tiene tanto tiempo libre...»

Levanto la vista cuando el camarero pone ante mí la bebida y me doy cuenta de que una diosa está a punto de entrar en escena. No la veo todavía, pero los movimientos de los caballeros que están en las inmediaciones delatan su presencia inmediata. Me coloco el libro sobre el pecho y miro la puerta, esperando su llegada. ¡Oh, sí, es una auténtica diosa! Y no camina, parece que flote. Entonces la reconozco: la rubia del asiento de delante. Si vestida ya era una diosa, en biquini es una superdiosa. A ella no le hace falta ningún vestido de camuflaje, es sencillamente impresionante, no hay una palabra mejor para definirla, parece Claudia Schiffer. No me extraña que los hombres se la coman con los ojos, estoy segura de que si yo fuera hombre también babearía por ella. Va rodeada de un séquito que le rinde pleitesía, echa una buena visual a la piscina y se acerca a donde estoy, pero elige una tumbona al sol, quiere que se la vea bien. El camarero que a mí tardó en verme llega solícito a atenderla.

—¿Qué desea tomar, señorita?

—Cola-Cola light.

¡Cómo no! Ella sí tiene que guardar la línea. Me olvido de la diosa rubia y vuelvo a mi libro, este libro es la bomba. «... la diosa que llevo dentro...» Miro a la rubia y pienso que sí, que todas las mujeres llevamos una diosa dentro, aunque a algunas se les ve más que a otras.

Una hora más tarde, el nerviosismo que percibo en el clan de la diosa rubia me hace volver del particular mundo de la fantasía donde mi mente se ha refugiado. Por las puertas del recinto de las piscinas está entrando un grupo de gente y entonces le veo. ¡Oh, sí, no me extraña que la rubia se altere! ¡Es el hombre más increíble que he visto en mi vida! Y cuando gira la cabeza, puedo ver lo más increíble de todo, ¡sus maravillosos ojos negros! Los ojos están en una cara de ensueño, y la cara en un cuerpo de infarto.

La rubia se ha incorporado en la tumbona y ha comenzado a ponerse crema (de repente se ha dado cuenta de que aquí hace sol) mientras clava en él su mirada. Parece que quiera comérselo con los ojos, y no me extraña, no me extraña en absoluto porque es un espectáculo ver a semejante hombre. Parece extranjero, lleva el pelo muy corto y un poco rubio, mandíbula cuadrada y hombros más cuadrados todavía. Va vestido de manera informal, con pantalones caqui y camiseta blanca, pero lo que me llama la atención son sus movimientos, lentos y precisos, me hacen pensar en un animal salvaje reconociendo el terreno. ¡Otra vez África se cuela en mi mente! Él también va acompañado por un séquito (aquí parece que todo el mundo viaja en manada), le acompañan tres hombres cuyos ojos están parapetados tras gafas negras que les dan un aspecto fiero, de matones o policías...

MAB: «Ves demasiadas películas».

Suspiro profundamente mientras me digo que qué mal repartido está el mundo y vuelvo a mi particular mundo de fantasía, en el que todo es posible. La piscina no existe, la rubia no existe y ojos negros no existe. Pero, de repente, la historia da un giro inesperado, tan inesperado que estoy sorprendidísima y no doy crédito, así que, tras mucho pensarlo, decido llamar a Paula.

—¿Cris, qué pasa? —pregunta, preocupada; sabe que no la llamaría al trabajo si no fuese por algo importante. ¡Pero es que esto lo es!

—Nada, Paula, todo va bien, pero es que quiero preguntarte algo. El libro que me compré, ¿te lo recomendó tu hermana?

—Sí, ¿por qué?

—¿Estás completamente segura de que fue ella? ¿No sería otra persona?

—No, fue ella. ¿Qué pasa, no te gusta? Pues ella me aseguró que está genial, incluso me dijo que hay una segunda y una tercera parte y que ella ya estaba en la última. Pero, bueno, ya sabes que mi hermana es un tanto peculiar... Cris, tengo que dejarte, tenemos un aviso.

¡Un tanto peculiar, dice! Pero ¿cómo es posible que a la hermana de Paula le haya gustado este libro? ¡Si ella es monja, por Dios! Y entonces ocurre, mi imaginación toma el mando y me presenta la escena con total nitidez: la hermana de Paula, dentro del convento de clausura, en su sobria celda adornada únicamente por un crucifijo en la pared, y arrodillada ante un reclinatorio con su hábito inmaculado, sosteniendo en una mano un rosario mientras en la otra sujeta Cincuenta sombras de Grey.

La carcajada me sale sola, de repente, incontrolable. El libro se me cae sobre el pecho mientras me dejo llevar por la risa más desternillante que he tenido en mucho tiempo.

MAB: «Pero eso no puede ser... Una monja de clausura... Es imposible... Tiene que haber algún error».

MAM: «Sí, sí, un error, el libre albedrío. ¿Lo recuerdas? Ése fue un mal invento».

Reírse es maravilloso, sencillamente maravilloso, siento mi cuerpo vivo por primera vez en mucho tiempo. Cuando se me pasa el ataque de risa, me incorporo, dejo el libro sobre la mesa y me abrazo las rodillas sin poder quitarme la risa tonta de la cara. Y es entonces cuando me doy cuenta de que el tiempo se ha parado. En la barra de la piscina, entre un grupo de hombres de negro, un hombre guapísimo se ha bajado de su taburete y, puesto en pie, ha clavado en mí sus increíbles ojos negros. Y en medio de este tiempo detenido, de este paréntesis que las fuerzas del universo han creado especialmente para mí, el hombre de los ojos negros comienza a caminar hacia donde me encuentro. Le veo avanzar a cámara lenta mientras me pregunto si me habré quedado dormida y mis sueños me están haciendo un regalo inesperado, pero el respingo que da la diosa rubia al verle acercarse me confirma que lo que tengo delante es la realidad en todo su esplendor. La mujer impresionante salta de su tumbona y se interpone en el camino del dios griego.

—¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Soy Erika! —dice moviendo con gracia su melena mientras oscila sensualmente ante él.

Pero él, que se ha quedado parado ante semejante cuerpo escultural, inclina la cabeza y me mira por encima de su hombro... ¡Esto no puede estar pasando!

—Muy bien, gracias. Si me disculpas... —responde él con una sonrisa.

Y entonces se aparta de su camino y viene... hacia mí... ¡Viene hacia mí! ¡Viene hacia mí!

La rubia se gira sobre sus talones y me mira como si me acabase de bajar de un platillo volante. Está sencillamente patidifusa, pero no tanto como yo, que no consigo salir de mi estupor. ¿Por qué camina hacia mí? ¿Por qué no ha caído desplomado a los pies de la diosa rubia? ¿Será gay? No, no tiene pinta, aunque con ellos nunca se sabe. ¿No será policía? ¡Caray, pues no llevo encima el carnet, lo he dejado en la habitación! No, si al final pasaré mi primer día de vacaciones en una lóbrega celda de la comisaría, rodeada de yonkis, prostitutas, camellos... No me da tiempo a seguir elucubrando porque la cámara lenta ha recuperado de repente su habitual número de revoluciones y él está ante mí. Se agacha a mi lado y clava en mis ojos sus increíbles ojos negros como la noche mientras mi corazón amenaza con detenerse de un momento a otro.

—Disculpe —me dice con una voz grave y profunda—, ¿le importaría decirme qué libro está leyendo?

Le miro perpleja. Pero ¿qué clase de pregunta es ésa? ¿Y por qué me habla de usted? ¿Y ese acento de dónde es? ¿Serbio, croata, ruso...?

—¿El libro?

—Sí, el libro que está leyendo. —Señala la mesita donde mi maravilloso libro descansa, ajeno al tsunami que está azotando mi cuerpo, mi mente y mi corazón.

Miro el libro y me digo que parezco tonta.

—Eh... —Señor, no me salen las palabras, se me ha secado la boca y mi lengua se ha puesto en huelga, creo que está tan pasmada como yo—. Cin... Cincuenta sombras de Grey —digo precipitadamente.

—Parece muy divertido.

—¿Cómo dice? —Sigo pareciendo tonta, pero no lo puedo evitar, estoy que no doy crédito.

—La he oído reír mientras lo leía y me preguntaba qué libro estaría leyendo que le hace tanta gracia —responde con una gran sonrisa.

—¡Oh, bueno, sí, claro! Yo... creo que me he olvidado de dónde estaba, lo siento.

—No se disculpe, por favor, me encanta su risa.

Mi corazón se salta un latido, creo que ya nunca lo recuperaré. Trago saliva intentando ordenar mis ideas pero no las encuentro, se han ido de fiesta y están en medio del universo bailando con hadas, duendes, magos y todos los personajes de los cuentos infantiles que habitan en ese mundo imaginario sólo al alcance de las mentes más pequeñas y que pueblan mi día a día. Siento que mi cara empieza a ponerse del color de las granadas mientras me digo que con este bañador amarillo y el rojo carmesí de mis mejillas debo de parecer la bandera española. ¡Dios mío, nunca había sentido tanta vergüenza! ¡Tan escandalosa he sido!

—Bueno, yo... tengo que irme —digo incorporándome y recogiendo mis cosas apresuradamente. ¡Tengo que salir de aquí o me va a dar un síncope!

—No, por favor, no se vaya —dice acercando su mano a mi brazo, que aparto instintivamente; tras su hombro, la rubia no deja de lanzarme miradas asesinas.

—Es que... hace demasiado calor.

La dignidad me impide salir corriendo. Cuando paso ante la barra, sus amigos me miran como si estuvieran haciéndome una radiografía. Me entran ganas de gritarles: «¡Quitaos las gafas, la diosa es aquella, la rubia!». Atravieso la recepción mientras me digo que esta gente es muy rara y espero ante las puertas del ascensor intentando serenar mi respiración atolondrada. Cuando se abren y veo mi imagen en el espejo, siento más vergüenza todavía: mi cara parece un semáforo a punto de reventar. Las puertas están a punto de cerrarse, y yo de soltar un gran suspiro de alivio, cuando una mano las detienen y mi corazón se queda en stand by. Una familia entra, ruidosa, como ocurre siempre cuando hay niños, y mi corazón comienza de nuevo a bombear. El chaval, de unos trece años, está ensimismado en una de esas maquinitas que les tienen sorbido el seso, y la niña, de unos cuatro, clava en mi cara sus ojillos azules mientras sus rizos rubios saltan a ambos lados de la suya como si tuviesen vida propia.

—¿Por qué estás tan colorada? —me pregunta frunciendo el ceño.

—Es que he tomado demasiado el sol.

—¿Y no te has puesto crema?

—Creo que me he olvidado.

—Sofía, no molestes —interviene la madre.

Pero la niña está intrigada y me sigue mirando con curiosidad, así que espero, porque sé que no ha terminado conmigo.

—Pues esta noche te va a costar dormir —añade asintiendo vehementemente con la cabeza.

—Tienes toda la razón —digo dedicándole una sonrisa cómplice—. Esta noche me va a costar dormir.

La premonición de la niña se cumplió. Tras bajar al comedor en el último turno de comidas esperando no encontrármelo allí, cosa que afortunadamente no ocurre, paso el resto de la tarde en mi maravillosa habitación intentando digerir lo que ha pasado, pero sin conseguirlo. Pero ¿es que el mundo se ha vuelto loco? ¿Qué ha pasado? No entiendo nada. ¿Quién es ese hombre que me ha abordado sin pensárselo dos veces? ¿Y por qué a mí? Ha dicho que le gusta mi risa... ¿Y por qué no ha caído fulminado a los pies de la diosa rubia? Oh, Dios, qué ojos más bonitos tiene..., y su mirada... ¡parece que acaricia! Por suerte para mí, Paula acude a rescatarme de este diálogo silencioso que tengo conmigo misma, porque, sorprendentemente, mis dos ángeles se están echando una siesta. Sí, Paula es justo lo que necesito, otra diosa que me devuelva a la realidad.

—Oye, ¿qué pasa con el libro? ¿Tan malo es?

—No, ¡qué va! El libro está genial, era simple curiosidad.

—Bueno, cuéntame, ¿qué tal tu primer día entre las fieras de la sabana africana, has salido indemne?

—Oh, Paula, me temo que las fieras salvajes no son ni la mitad de peligrosas que algunos especímenes que tú y yo conocemos...

—Calla, calla, no te imaginas al que hemos trincado hoy —me dice mi querida Paula, quién además del drama que tiene en casa se las ve todos los días con auténticos lunáticos. ¡El trabajo de policía no está pagado!—. Menudo elemento... Guardaba un auténtico arsenal debajo de la cama. Escucha, escucha... ¿No le oyes? Está en el calabozo gritando como un loco. Se ha metido no sé qué nueva droga de diseño y dice que le salen lagartijas por el ombligo; le hemos tenido que atar al catre.

—Pues, hablando de locuras, hoy me ha pasado algo que aún no acabo de creerme. He conocido a un dios griego.

—¡Venga ya! ¿El primer día y ya conoces a alguien? ¡Cuenta, cuenta!

—Pues... tiene los ojos negros más bonitos que he visto en mi vida y... creo que es ruso.

—¿En qué quedamos, Cris, es griego o ruso? —dice con una carcajada al verme tan animada.

—Pues no lo sé con certeza, pero yo diría que por el acento es ruso.

—Bueno, ¿y qué más?

—Pues nada más, la verdad. Se ha acercado a preguntarme qué estaba leyendo.

—¡Qué poco romántico! Pero bueno, por algo se empieza.

—Paula, nunca había conocido a un hombre tan guapo... Pero lo más extraño de todo es que pasó descaradamente de una rubia de infarto que se le puso en bandeja. La dejó plantada y vino a hablar conmigo. No te imaginas cómo estaba la rubia, se subía por las paredes..., igual que una lagartija.

—Pues no veo qué tiene de extraño.

—Pues mucho, Paula, mucho. Que un hombre, ante un utilitario y un Ferrari, elija el utilitario tiene mucho de raro. No quiero ni imaginar qué interpretación daría mi psicólogo a semejante elección.

—Tu psicólogo sabe perfectamente lo que dice.

—Lo sé, Paula, por eso me da miedo.

—¿Sabes, Cris? Veo que aún no has conseguido quitártela.

—¿El qué?

—La venda, Cris, la venda. La que Carlos te puso ante los ojos y te hace ver la realidad distorsionada. Tú eres una mujer preciosa, guapa, inteligente, sensible, intuitiva, ingeniosa, cualquier hombre podría perder la cabeza por ti. Pero el cabrón de Carlos te puso la venda y ahí sigue, sin dejarte ver la realidad. Pues me alegro de que ese dios griego o ruso o de donde quiera que sea haya visto lo que hay en ti. Mereces ser feliz después de lo que has pasado... ¿Por qué no dejas de analizarlo todo y disfrutas? Es lo que yo haría.

—Porque yo, desgraciadamente, no soy como tú, Paula.

—Tú no tienes que ser como nadie, eres perfecta tal y como eres. Que hayas tenido malas experiencias en el pasado fue una simple cuestión de mala suerte, de muy mala suerte; caíste en manos de un elemento poco recomendable, por decirlo de una forma suave.

—Pues éste no sé si será también un elemento poco recomendable, Paula, tiene pinta de matón... —le digo con una risa nerviosa—. Va rodeado de guardaespaldas, al menos ésa es la impresión que me dieron, aunque también pensé si serían policías. ¡Oh, Pau, me he visto en el calabozo, atada con grilletes y rodeada de malhechores!

—¡Tú y tu imaginación! Deja de elucubrar, que te pierdes. Dime una cosa, ¿ese hombre te provoca miedo, como te pasa con Carlos?

—No... sólo me pone nerviosa, muy nerviosa.

—Bueno, pues fíate de tu instinto. El corazón a veces se equivoca, ya lo sabes, pero el instinto nunca falla.

«Nunca hubiese podido imaginar que existiesen unos ojos así... Si ayer me gustó su risa, hoy sus ojos me han hipnotizado. Mirarme en ellos es como volver a mi tierra, como volver a mi hogar. ¡Pero la he asustado, qué estúpido he sido! Ahora, saldrá corriendo cada vez que me vea.»

—Serguei, necesito que me traigas de la librería Cincuenta sombras de Grey.

—¿Te han entrado ganas de leer?

Serguei sale y al cabo de un rato vuelve con el libro bajo el brazo y una gran expresión de desconcierto.

—Misha, ¿estás seguro de que éste es el libro que quieres? Había cola para comprarlo pero... todas eran mujeres.

—¿Recuerdas a la mujer de la piscina?

—¿La rubia? Claro.

—No, la otra, la guapa. Quiero saberlo todo de ella: edad, profesión, estado civil, aficiones, amigos, deudas, todo ¿Me entiendes?

—Sí, llamaré a Vladimir y...

—No, a Vladimir no, llama a Nicolás, es mejor.

Serguei coge el teléfono, todo se ha puesto en marcha. Misha se acerca a la celosía y aparta las hojas, la terraza está vacía; se acomoda en una tumbona y abre el libro.

«Así que esto es lo que te gusta y te hace reír, pues bien, veamos.»

Devora las páginas como si en ellas estuviese guardada la llave que necesita para llegar hasta la mujer que le ha robado el corazón. Pero cuanto más se adentra en la intrincada historia de Anastasia y Christian, más confuso se siente. Hasta que llega un momento en que no entiende nada. «¡Esto no puede ser! ¡Si parecía muy tímida!» A las dos de la madrugada ya no puede más, arroja el libro sobre la tumbona y se pasea por la terraza frotándose la cabeza con desconcierto.

Cuando Serguei y los chicos vuelven a la suite, le encuentran con una copa en la mano y caminando por la habitación como una fiera enjaulada.

—¿Qué pasa, Misha, problemas?

—Sí, me temo que sí.

—¿Puedo ayudarte?

—No, necesito a una mujer.

—¡Ah, bueno, si sólo es eso! —exclama Ibra sirviéndose una copa—. Abajo, en la disco, hay una rubia que estará encantada de subir.

—No, Ibra, no, no quiero una rubia —dice Misha con una pequeña sonrisa en los labios.

—Bueno, pues una morena, o quizás una pelirroja, me han dicho que las pelirrojas son muy fogosas...

—¡No entiendes nada, Ibra! Lo que necesito es HABLAR con una mujer. Serguei, llama a Anastasia.

—¿A estas horas? Si está de fiesta, se pondrá furiosa, y si no está de fiesta, se pondrá aún más furiosa.

—Pues como siempre —dice Ibra arrancándoles una carcajada.

Cuando Anastasia contesta al otro lado del teléfono, Serguei se lo pasa a Misha rápidamente y se va a la otra habitación; los chicos le siguen sin decir nada.

—¿Qué demonios le pasa al jefe? —pregunta Ibra.

—Lo peor que le podía pasar. Se ha enamorado —dice Serguei, muy serio.

—¡No es posible! ¿El jefe enamorado? ¿Y para qué llama a Ana, para decírselo? ¡Joder, esto va a ser la tercera guerra mundial!

—Sí, chicos, tenemos que estar preparados para lo que pueda pasar, porque, como decía mi abuela, «Cuando el amor llega, la casa se llena de problemas» —afirma Serguei con mucha solemnidad.

—Misha, ¿de verdad me llamas a estas horas porque no entiendes un libro y quieres que te lo explique? ¿Te has vuelto loco?

—No.

—¿Has bebido?

—No estoy borracho, sólo dime si lo has leído.

—No, no lo he leído y no creo que lo haga. Después de lo que me has hecho, ¿me pides que te haga un favor? ¡No tienes vergüenza, Mijaíl! —Y sin más, cuelga.

—Chicos —dice Misha entrando en la habitación—, Anastasia no puede ayudarme en esto. Necesito a una mujer... inteligente.

—¡Nadia! —exclaman al unísono.

—Sí, ya lo había pensado —Misha se frota la barbilla, concentrado—, pero es que Nadia es tan joven... Bueno, puedo probar. Ponme con ella.

Serguei le pasa el teléfono a regañadientes, le encanta hablar con Nadia, es tan especial...

—¡Hola, cariño! —dice Misha alegremente

—¿Qué pasa, Misha? —La intuición de Nadia va tres calles por delante de ella.

—Verás, quería preguntarte algo sobre un libro... Me han hablado de él y he pensado que quizás tú lo conozcas y puedas aconsejarme... Ya sabes, decirme si es bueno, si es aburrido, esas cosas...

—¿Y de qué libro se trata?

—Eh... Cincuenta sombras de Grey.

Silencio.

—Nadia, ¿estás ahí?

—Sí.

—¿Y bien? ¿Lo conoces?

—Sí.

—¿Lo has leído?

—Sí.

—¡Oh, estupendo, dime!

Pero Nadia se queda en silencio un buen rato.

—¿Qué pasa, Misha?

—Nada, cariño, no pasa nada, sólo quiero saber si te ha gustado, si está bien, si es divertido...

—Sí, sí y sí. Me ha gustado, está muy bien y me ha parecido muy pero que muy divertido. Dime, ¿esto te animará a leerlo? —No, a Nadia no se la puede engañar, él debería saberlo mejor que nadie—. ¿Quieres preguntarme algo más, Misha?

—Sí, Nadia —dice suspirando—, quiero saber por qué a una mujer le gusta y le divierte este libro.

—¿Lo has leído, verdad? ¿Y me equivoco si digo que... no has entendido nada?

Misha ríe.

—¿Quién es ella, Misha?

—Aún no lo sé, lo estoy investigando.

—Querrás decir que «la» estás investigando —dice Nadia provocando otra risa en su hermano—. ¿Y a ella le gusta el libro?

—Sí, ella... se ríe cuando lo lee.

—Ya, y tú te estás preguntando si lo que realmente le gusta es... el sado.

No puede creer que esté hablando de semejante asunto con su hermana pequeña, esto parece el mundo al revés, Nadia siempre ha acudido a él cuando ha tenido problemas, y ahora la tortilla se ha dado la vuelta.

—Verás, Nadia, es que me ha dado la impresión de que es una persona muy tímida y no me pega nada que le gusten... esas cosas.

—«Esas cosas», ya. O sea, que has llegado a la conclusión de que si le gusta ese libro es porque le gusta el sado. ¿Estoy en lo cierto?

—Bueno..., sí.

—¡Oh, Señor, pero qué simples podéis llegar a ser los hombres! —exclama Nadia mientras él abre los ojos asombrado—. Este libro no habla de sado, Misha. Habla de amor, del amor con mayúsculas, del amor profundo, verdadero y sobre todo incondicional. Y habla de los miedos que nos atenazan y nos impiden amar. Habla de las murallas que construimos a nuestro alrededor para defendernos de esos miedos y que no nos dejan avanzar, crecer, amar. Habla de la fuerza del amor, de la pasión, de la atracción, de la confianza, del deseo y, sí, del sexo, porque el sexo también forma parte del amor.

—¡Oh, Nadia, qué sería de mi vida sin ti!

—No tan literaria, seguro.