1
EL aparcamiento ante el depósito de cadáveres estaba prácticamente vacío a aquellas horas de la madrugada. Misha aparcó bajo una de las pocas farolas encendidas que proporcionaban a aquel lóbrego lugar un aspecto aún más siniestro. Vestida de riguroso negro, la madre, que no había pronunciado ni una sola palabra en todo el trayecto, apretó el pequeño bolso sobre su regazo y se quedó inmóvil, con la vista clavada al frente, mirando un horizonte que sólo ella veía.
—No tienes por qué hacerlo, mamá, puedo encargarme yo —dijo Misha mirándola muy serio con sus increíbles ojos negros, tan negros como la noche que los rodeaba.
—Sí, sí tengo que hacerlo, es mi hijo, y a un hijo nunca se le abandona. Es algo que tú aún no has aprendido, pero algún día lo harás, algún día lo comprenderás.
Misha tragó saliva intentando que las lágrimas no le traicionasen, no quería derrumbarse ante ella, ante ella no.
—Pero antes quiero hablar contigo —dijo la madre mirándole por primera vez en toda la noche—. Y quiero que me escuches con atención.
Misha asintió lentamente, ella clavó la vista al frente y comenzó a hablar, en la que sería su última conversación con él.
—Cada noche, cuando me acostaba, temía que llamasen a la puerta para decirme que le habían encontrado en cualquier callejón de los suburbios con una aguja clavada en el brazo. Cada noche me acostaba con ese miedo, y así podría haber sido, así podría haber muerto. Quizás nada de lo que hubiésemos hecho habría podido evitar que acabase así, pero eso es algo que nunca sabremos, nunca. Yo ya no tengo vida por delante, pero tú sí tienes, y sé que el recuerdo de tu hermano será para ti un tormento, lo sé muy bien porque eres mi hijo y conozco tu alma. Tú no eres culpable de su muerte, el único culpable es él, su mala cabeza, sus ganas extremas de vivir deprisa. Pero sí eres culpable de haberle abandonado a su suerte; de eso sí eres culpable, Misha.
Misha apretó el volante con fuerza mientras de su pecho salía un profundo lamento.
—Sé que te duele escucharlo, pero tienes que hacerlo porque es la verdad. Tiraste la toalla con Iván, le diste por perdido, y en esta vida a las personas que queremos no debemos abandonarlas nunca, hijo. Hagan lo que hagan, cometan los errores que cometan, no debemos abandonarlas jamás. —Misha encendió un cigarrillo mientras las lágrimas resbalaban despacio por sus mejillas—. Sé que tu disculpa ha sido el trabajo, ésa ha sido tu excusa desde que llegamos a Moscú, tras ella te has parapetado para no enfrentarte a lo que estaba ocurriendo en nuestra familia, no lo querías ver, pero ahí estaba, ahí está. Papá murió, Iván ha muerto y yo moriré pronto, más pronto de lo que imaginas. Tú eres un hombre con grandes cualidades, hijo, como tu padre, eres tenaz, luchador, trabajador, pero el trabajo no puede ser el motor que guíe tu vida...
—El trabajo da dinero mamá...
—Sí, y el dinero es muy importante, pero no da la felicidad. Mira dónde estamos, Misha. ¿De qué nos sirve aquí el dinero? Dime, hijo, ¿de qué nos sirve? —Él la miró con los ojos anegados en lágrimas, pero éstas no fueron suficientes para hacerla callar, tenía mucho que decir e iba a hacerlo porque aquéllos serían sus últimos consejos para él y quería que los recordase siempre—. Que el dinero es importante lo sé mejor que tú. Yo no tuve zapatos que ponerme hasta que cumplí veinte años: siempre caminé descalza, como tu padre. Pasamos hambre, pasamos miseria, pasamos muchas calamidades, pero entre tanta pobreza encontramos alegría, supimos disfrutar de lo poco que teníamos, supimos verle la cara amable a la vida. Porque cuando las personas se quieren tienen que intentar hacer feliz al ser amado, en todos los aspectos. Piensa en nuestras tardes en el lago..., no teníamos más que un trozo de pan y nuestra risa. ¿Recuerdas cómo nos reíamos con Iván, Misha, lo recuerdas?
—Sí, mamá, lo recuerdo —dijo limpiándose las lágrimas mientras una pequeña sonrisa acudía a sus labios.
—Para Iván el agua siempre estaba fría —dijo la madre cerrando los ojos y suspirando profundamente—. Cuando metía el primer dedo en el agua, sus gritos se oían en toda la comarca, así como nuestras risas. Éramos felices, pobres pero felices. Tener dinero es importante. Ahora ya lo tienes, no permitas que el dinero siga dirigiendo tu vida, no le dejes tomar el control. Deja que el control lo tenga el corazón, déjate guiar por el instinto y haz felices a los que te rodean. El dinero va y viene, pero la familia es para siempre, los que ya se han ido siguen estando en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra piel, formando parte de nosotros hasta que el destino nos llame para estar juntos de nuevo. Entrégate a los que ames y no les abandones nunca, hijo, nunca. Sé que has llevado una vida disoluta desde que llegamos a Moscú. —Misha la miró sorprendido—. No estoy ciega, hijo... Sé que las mujeres te persiguen; a tu padre le ocurría lo mismo y tú eres igual que él —dijo acariciando su mejilla con suavidad—. No te dejes encandilar por la superficie, Mijaíl, busca a alguien que sepa amar, que se entregue con el corazón, que sea auténtica, que sea de verdad. Con un cuerpo bonito se yace..., con una mujer hermosa de verdad se vive, se ama, se ríe. Tu padre siempre me hacía reír, siempre.
Se quedó callada con una pequeña sonrisa en los labios, quería darles tiempo a las palabras para que llegasen al corazón de su primogénito, quería que se quedasen allí para siempre, que nunca las olvidase, que fuesen su bandera ondeando al viento.
—Y ahora, vayamos a buscar a Iván.
Iván había salido una soleada mañana de otoño. Misha le vio subirse al todoterreno que utilizaba siempre que se iba a hacer submarinismo. Se preguntó si le acompañaría alguien, pero dado que Iván hacía lo que quería, como quería y cuando quería, decidió que no merecía la pena preguntar, cerró la boca, entró en casa y se olvidó de él. Dos días después, cuando las autoridades fueron alertadas de su desaparición, en el corazón de Misha comenzó a desatarse la más terrible de las tormentas.
El cuerpo de Iván apareció una semana después, en una lejana playa, sin ojos ni boca ni restos del traje de buceo y con todos los huesos del cuerpo rotos. Lo único que quedaba intacto eran las manos, fue lo único que los peces y las rocas respetaron, y a ellas se aferró la madre cuando le impidieron ver el resto del cuerpo. Las acarició con ternura y se las llevó a las mejillas apretándolas contra su piel mientras un grito desgarrador salía de su boca.
Cuando los gritos de dolor salen de las entrañas, se buscan y se reconocen. El grito de la madre de Misha voló por el firmamento hasta encontrarse con el de una mujer que, a miles de kilómetros de distancia, era violada por un hombre que decía amarla. Los gritos se encontraron, se acariciaron, se abrazaron y ya nada pudo separarlos. Allí, en el firmamento estrellado, permanecieron inmóviles, esperando.
La madre no volvió a pronunciar palabra; cuando regresaron a casa, se acostó en su cama y, como si de una vela se tratara, se fue apagando lentamente hasta que, meses más tarde, llegó la nada.
Nadia, con sus preciosos ojos verdes inundados de lágrimas, apretaba con fuerza la mano de Misha mientras los copos de nieve caían lentamente sobre el ataúd. Primero el padre, luego Iván y ahora la madre. La familia que la había arropado y querido desde su nacimiento había aumentado en riquezas pero había disminuido en miembros. La sensación de soledad que impregnaba su corazón sólo era comparable al frío que atenazaba su cuerpo, ni siquiera el calor que le transmitía la mano de su hermano era capaz de reconfortarla. Miró su cara, seria, contenida; las mandíbulas apretadas y el rictus de dolor que había en su boca daban muestra de la tormenta que anidaba en su corazón, de la tormenta que devastaba su alma.
Aquella noche, la noche en que su madre descansaba por primera vez bajo tierra, Misha estaba tomándose una copa junto a la chimenea del salón cuando una risa llegó a sus oídos. Bajó el volumen del televisor y escuchó; las risas venían de la habitación de Nadia. Dejó el vaso sobre la mesa y se acercó a la puerta entornada. Estaba dormida, pero en su cara se dibujaba una gran sonrisa y su boca se abría una vez tras otra para liberar carcajada tras carcajada. La miró emocionado, hacía muchos meses que no la oía reír así. Entonces Nadia estiró los brazos y se despertó de golpe.
—¡El pulpo, el pulpo, se escapa el pulpo! —gritó incorporándose en la cama.
—Estás soñando, cariño —dijo él; se sentó a su lado y le acarició los brazos con una sonrisa—. Estabas soñando con un pulpo, Nadia.
—¡El pulpo se escapó, Misha! No pudo agarrarlo... —añadió ella con voz somnolienta.
—¿Quién? —preguntó divertido.
—Ella, la mujer de mi sueño. Estaba en el agua... pero el pulpo no la ayudó.
—Nadia, duérmete, has tenido una pesadilla. —La tumbó y la arropó como cuando era pequeña.
—Pero ella necesita que la ayudes, Misha, tienes que ayudarla —dijo frotándose los ojos.
—Está bien, la ayudaré —repuso él yendo hacia la puerta sin dejar de reír.
—Oh, pero no creo que puedas... ¡Estaba buceando!
Mis dos ángeles aparecieron en mi vida el día en que enterré a Tita. Tan pronto metieron el féretro en el nicho, sentí un leve cosquilleo sobre los hombros. Los levanté y los froté contra mi cara pensando que no era más que frío, pero un extraño aleteo se produjo entonces alrededor de mi cabeza. Parpadeé varias veces con fuerza mientras me decía que el cansancio de los últimos meses me estaba pasando factura y me olvidé de ello en cuanto salí del cementerio. Pero esa noche... volvieron para quedarse.
Los vi a través de la bruma de mis sueños, cogidos de la mano y mirándome tiernamente con una sonrisa en los labios. Me dije que mis pesadillas estaban dando paso a extrañas apariciones y me revolví inquieta entre las sábanas... cuando comenzaron a hablar.
—No te asustes, cariño —dijo el de las alas blancas—. Hemos venido para ayudarte, nos envía Tita... Bueno, en realidad, nos manda el Jefe, pero por mediación de ella, no quiere que estés sola.
—¡Ya te dije que no era buena idea! —dijo el otro, el de las plumas negras, al ver que mi frente comenzaba a perlarse de sudor—. ¡Más vale que nos vayamos, hay gente que nos necesita más que ella!
—¡Oh, no, no, no, de eso nada! Le hacemos mucha falta, ÉL lo ha dicho y dicho está, aquí estamos y aquí nos quedaremos.
—¡La vamos a volver majara!
—¡De eso nada, la vamos a ayudar!
Me desperté de golpe en la oscuridad de mi habitación y allí, a los pies de mi cama, estaban ellos, sentados, mirándome expectantes. Encendí la lámpara de la mesilla y me froté los ojos con fuerza, intentando que los restos del sueño desapareciesen, pero, cuanto más me los frotaba, con mayor nitidez los veía. El ángel de las plumas negras comenzó a hablar al tiempo que mi corazón empezaba a latir descontrolado.
—Yo no era partidario de venir, hay gente que nos necesita más que tú, pero el Jefe se ha empeñado. Dijo que no quería seguir oyendo los lamentos de Tita y mucho menos sus reproches y sus quejas, así que, por favor, no te resistas o tendremos que volver sin cumplir nuestra misión y nos abrirán expediente.
—¡Y para mí sería el primero! —dijo el de las alas blancas abriendo mucho los ojos.
Me disponía a contestar, pero los restos de cordura que aún existían en mi cerebro me hicieron cerrar la boca de golpe. Aparté la ropa de la cama con decisión y, sin mirarlos, salí disparada hacia la cocina, donde mi cafetera esperaba instrucciones. Cuando el café comenzó a salir inundando mi pequeño mundo de su agradable aroma, bajo la claridad del fluorescente empecé a recuperar la calma y la sensación de realidad que me hacían falta, pero en cuanto me senté en el sofá y encendí la televisión... ellos volvieron, se colocaron sobre mis hombros y me miraron muy serios. Mi cabeza se movía a derecha e izquierda sin que yo se lo mandase mientras mis ojos intentaban asimilar lo que estaban viendo.
—No te resistas, por favor, será peor —dijo el de las plumas negras—. Nos vamos a quedar, te guste o no, porque al fin y al cabo no somos más que unos simples mandados, cumplimos órdenes.
—¡Oh, sí, sí, y las órdenes hay que cumplirlas! —dijo el de las plumas blancas asintiendo vehementemente con la cabeza mientras su diminuta coronita se movía y amenazaba peligrosamente con caerse.
—Pero ¿qué queréis de mí? —Las palabras salieron de mi boca en el mismo instante en que la cordura abandonaba definitivamente mi cabeza.
—Sólo queremos ayudarte, nada más. Tita ha dicho que necesitas amigos, que sólo tienes a Paula y ella está... demasiado ocupada con su vida, ¿verdad?
—¡Oh, sí, mi querida Paula! —dije mirando concentrada mi café humeante—. Su hijo Sergio está enfermo, muy enfermo, y ella... ¡Oh, Dios, pero qué hago hablando sola! —exclamé levantándome del sofá y comenzando a pasear desesperada por mi pequeño salón.
—No estás hablando sola, estás hablando con nosotros, que estaremos aquí para escucharte siempre que lo necesites —dijo el de las alas blancas mientras se columpiaba en la lámpara.
—¿Me estoy volviendo loca, es eso? —pregunté abriendo mucho los ojos.
—Precisamente para que no te vuelvas loca estamos nosotros aquí. Si nos obligas a irnos, entonces sí que tu salud mental correrá un grave riesgo. Lo dijo Tita, ¿eh?, no lo digo yo, nada más lejos de mi intención.
—Tú siempre tan políticamente correcto. ¡Lo dijo Tita, lo dijo Tita! Sé sincero, lo dice cualquiera que vea los sueños que tiene, o sea, nosotros y todos los miembros de nuestro club —dijo el de las plumas negras haciendo equilibrios sobre mi televisor—. A alguno ha estado a punto de darle un síncope cuando ha visto esos sueños que tienes de sótanos tenebrosos y oscuros en los que pasan cosas terribles. ¡Uy! ¡Me dan escalofríos sólo de recordarlo!
—Pero eso... no eran sueños —dije en un susurro sentándome de golpe en el sofá.
—¿Cómo que no eran sueños? —El de las alas blancas dio un triple salto mortal y aterrizó a mi lado—. ¿Ocurrió de verdad?
Asentí mientras los ojos se me llenaban de lágrimas.
—¡Tía, tú no te casaste con un hombre, te casaste con un Hannibal Lecter! —exclamó el de las alas negras moviendo la cabeza con pesar.
—¡Oh, sí, sí, en eso estoy totalmente de acuerdo contigo! Eso no es sólo maldad, eso es sadismo. ¡Qué terrible pecado el sadismo! ¡Es monstruoso!
—No sé por qué te escandalizas tanto, la verdad. Al fin y al cabo lo creó nuestro Jefe —dijo el de las alas negras—. Forma parte de la naturaleza humana, tanto lo malo como lo bueno.
—Algo tendrá que ver el diablo en eso, ¿no crees?
—¡Ya estamos, salió el que faltaba! Cada vez que las cosas van mal, le echáis la culpa a ése, se las lleva todas, las que le pertenecen y las que no. ¡Ya está bien de delegar responsabilidades! Hay que admitir de una vez por todas que el Jefe no lo hace todo bien y que a veces, en su afán por ser progre, se pasa de la raya con el libre albedrío y no establece bien los límites, y los límites son muy importantes.
Me tomé el café que me quedaba en la taza de golpe, la dejé en el fregadero y me volví a la cama, pero cuando apagué la luz, un leve destello apareció a mis pies, me senté y los miré ya a punto de echarme a llorar.
—¿Y os vais a quedar aquí para siempre? —pregunté, asustada.
—No, sólo mientras nos necesites —dijo el de las alas negras, escondiendo algo tras su cuerpo; el otro se entretenía haciendo pompas de jabón—. Y ahora, duérmete, no has dormido nada en los últimos días y te hace falta.
Me acurruqué en la cama. Miles de ideas sobrevolaban mi atormentada cabeza y empecé a darles vueltas y más vueltas, pero el sueño no llegaba, así que me incorporé y encendí la luz. El de las alas blancas seguía entretenido con sus pompas de jabón y el otro miraba una revista.
—¡Oh, por Dios! ¿Quieres dormirte de una vez? —dijo cerrándola de golpe.
—¿Puede veros alguien más que yo?
—No.
—¿Y oíros?
—Tampooooooco, sólo estamos aquí para ti, sólo para ti ¡Y ahora duérmete, es tarde!
Apagué la luz y me tendí mirando al techo con los ojos muy abiertos mientras me preguntaba si debería contarle a mi psicólogo la extraña aparición que acababa de tener lugar en mi vida.
—No puede dormir —susurró el de las alas blancas—. Con el chute de cafeína que se ha metido entre pecho y espalda, estará despierta un buen rato. Oye, ¿qué estás leyendo?
El ruido de páginas cerrándose deprisa llegó a mis oídos, pero ya no les presté atención.
—¡Oh, Señor, lo has vuelto a hacer, has vuelto a coger el Playboy! Pero ¿es que no aprenderás nunca? ¡Ya sabes que al Jefe no le gustan esas cosas! ¡Te abrirán un nuevo expediente!
—Bueno, pues uno más. Y no es el Playboy, es el Interviú y estaba leyendo un artículo de política.
—Sí, de política, seguro.
—Pues sí, don perfecto, de política. ¿Quieres verlo? —dijo abriendo la revista y poniéndole delante de la cara el cuerpo desnudo de la concejala de Los Yébenes.
—Pero eso... eso... ¡es una mujer desnuda! —exclamó escandalizado el de las alas blancas.
—Sí, pero es una política.
—¿Una política sale desnuda en el Interviú? Pero ¿adónde vamos a llegar? Hay que dar parte de esto, no podemos quedarnos con los brazos cruzados, ¡es un escándalo, un auténtico escándalo!
—¿Esto te parece un escándalo? Pues cuando te enteres de lo de Berlusconi, macho..., ¡vas a alucinar!
Subí las escalerillas del avión como lo he hecho siempre, con el corazón en un puño, la respiración acelerada y el miedo en el cuerpo. Todo el miedo acumulado en los últimos años me asaltó de repente y, con cada peldaño que ascendía, se multiplicaba por dos. Cuando crucé la puerta y vi aquel espacio pequeño, diminuto, me pregunté si era lo que realmente quería. Tragué saliva, intenté quitarme de la cabeza la idea de dar media vuelta y salir corriendo, y caminé en busca de mi asiento. Me senté, cerré los ojos y, mientras respiraba profundamente, comencé mi habitual diálogo silencioso con mis dos ángeles, esos que nunca me abandonan, que han tomado posiciones en mis hombros y me dan la réplica.
¡Oh, Dios, qué miedo tengo!
Mi ángel bueno, al que decidí llamar así porque tiene las alas blancas, me miró sorprendido: «¿De qué tienes miedo? Carlos no está aquí».
Mi otro ángel, al que naturalmente tuve que llamar mi ángel malo por sus alas negras como la noche y sus comentarios mordaces, por no hablar de su mal carácter, asintió enérgicamente: «Yo también tengo miedo, los pilotos tienen mala fama, he oído decir que algunos se cogen unas cogorzas increíbles y que se ponen a los mandos del avión con la vista nublada».
«Pero ¿cómo me puedes decir eso? ¿Qué quieres, que me ponga a gritar como una loca?»
Mi ángel bueno: «Reconoce que un poco loca sí que estás, y si no, mírate, estás hablando con nosotros».
«Eso no es culpa mía, si hablo con vosotros es porque estáis aquí. ¿Por qué no os vais a otro sitio?»
Mi ángel malo: «Porque nos necesitas, nena, no sabes cuánto nos necesitas».
—¡Oh, Señor! —No pude evitar exclamar mientras me tapaba la cara con las manos y suspiraba profundamente.
Entonces una mano se posó suavemente sobre mi hombro.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó la azafata amablemente.
—Sí, sí, estoy bien, gracias.
—¿Le da miedo volar?
—Sí, me temo que sí, lo siento.
—Puede estar tranquila, el comandante Daniels es un gran piloto, nunca hemos tenido ni un susto con él, se lo aseguro —dijo con una sonrisa; me dio una palmadita en el hombro y se marchó tan tranquila por el pasillo.
Mi ángel malo: «¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? ¿Daniels, como el whisky? ¿Esto no será una premonición, verdad?», dijo mirando a mi ángel bueno, que se había arrancado unas cuantas plumas y las estaba usando como abanico.
Los tres comenzamos a hiperventilar peligrosamente.
Que el comandante Daniels nunca había tenido ni el más leve susto en su larga trayectoria profesional es algo que no pongo en duda, pero que en aquel vuelo que me llevaba rumbo a las maravillosas islas Canarias vivió todos los no vividos hasta entonces y alguno más es algo de lo que doy fe.
A no sé cuántos miles de pies de altura, no lo sé con exactitud porque cuando dieron ese dato me tapé los oídos, uno de los motores comenzó a fallar. Quizás si no hubiésemos visto el humo no nos habríamos asustado tanto, pero mi compañero de asiento, un señor calvo y muy grueso, dio la voz de alarma cuando lo vio asomar bajo el ala izquierda. La rubia despampanante que iba en el asiento de delante se puso a gritar como una loca, aunque en realidad el grito era mío, pero el miedo lo había dejado atrapado en mi garganta y de ahí ya no se movió. Los gritos descontrolados salían de su boca mientras sus manos, cual auténticos molinos de viento, los dispersaban por todo el habitáculo aéreo, de forma que los que estaban despiertos se despertaron aún más y los que inconscientemente se habían quedado dormidos lo hicieron de golpe.
Tal fue el revuelo que organizó, que el comandante tuvo que salir de la cabina para decirle a aquella histérica que no pasaba nada, que el avión podía seguir volando sin ningún problema y que todo estaba bajo control.
Mi ángel malo se arañaba la cara mientras gemía profundamente: «Pero ¿quién coño está a los mandos, quién coño está a los mandos, quién coño está a los mandos?».
Una vez que el avión y la rubia se estabilizaron, me relajé en mi asiento e intenté serenar mi alma, pero los primeros relámpagos que iluminaron el interior me hicieron despertar de mi letargo. Miré por la ventanilla y luego a mi compañero de asiento, que sudaba a mares y trataba de no arrancar los reposabrazos a los que sus manos, cual garras de una fiera salvaje, se aferraban sin piedad. Me preguntaba si resistirían semejante fuerza de la naturaleza cuando mi ángel malo miró hacia fuera y chasqueó la lengua.
Mi ángel malo: «Pues si no aguantan el envite de sus manos, difícilmente aguantarán el envite de la madre naturaleza, te lo aseguro. La fuerza de la naturaleza es descomunal, un simple rayo... y nos vamos a pique», dijo inclinando el dedo pulgar hacia abajo.
Entonces se produjo la apoteosis. Los bandazos que daba el avión en medio de la tormenta hicieron que las mascarillas empezasen a caer del techo. Aquello fue una hecatombe, si algún avión ha estado cerca del desgobierno más absoluto y del amotinamiento total, fue ese en el que me encontraba. La rubia despampanante fue la cabecilla del descontrol, sus gritos pusieron fuera de sí a los demás pasajeros, y sus carreras por el pasillo del avión buscando una salida de emergencia habrían sido graciosas si yo no las hubiese visto también desde dentro.
Dos azafatos, ahora llamados auxiliares de vuelo, nombre que en este caso les venía al pelo, la agarraron por los brazos, la obligaron a sentarse en su asiento y la amenazaron con atarla si no se controlaba. Medida tan extrema no fue necesaria porque las sacudidas que comenzó a sufrir el avión la obligaron a permanecer sentada. Mientras, mi compañero sudoroso me cogió una mano, la apretó con fuerza y comenzó a rezar.
Cuando salimos de la tormenta, con las mascarillas bailando sobre las cabezas, respiramos aliviados. Claro que entonces no sabíamos que en aquel preciso momento el comandante Daniels estaba enfrentándose a un nuevo contratiempo: el avión se quedaba sin combustible. Y mientras nosotros, ajenos al nuevo drama que se vivía en cabina, intentábamos no relajar el esfínter para no ser el hazmerreír del resto del pasaje, el comandante se comunicaba con la torre de control pidiendo desesperadamente una pista en la que aterrizar aquel monstruo que en unas pocas horas le había robado varios años de vida.
Tomamos tierra al toque del séptimo de caballería, momento en que mi compañero de asiento decidió soltar mi mano, que recuperó su circulación sanguínea normal. Los últimos acordes de las trompetas nos devolvieron a la realidad, sacándonos del estado de shock en que habíamos caído.
Bajé las escalerillas del avión agarrándome con fuerza a la barandilla porque mis piernas amenazaban peligrosamente con abandonar la función para la que fueron creadas. Pisé tierra en el mismo momento en que mi ángel malo me daba un codazo, me giré y entonces la vi. Por una ventanilla muy pequeña de la cabina de los pilotos, salió una mano sosteniendo un cigarrillo encendido que temblaba de forma incontrolable.
Mi ángel malo: «¡De la que nos hemos librado, nena! Recuerda ese nombre: Daniels, Daniels, Daniels».