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MI segundo día de vacaciones comienza también sorprendentemente temprano, tan temprano que, cuando entro en el comedor, lo hago de un humor de perros, preguntándome: «¿Cuándo piensa mi reloj interno enterarse de que estoy de vacaciones? ¿El último día?».
MAM: «Anda, deja de refunfuñar y mira al fondo».
Unos ojos negros como el carbón están clavados en mí mientras sus manos, sus grandes manos, se llevan una taza de café a su increíble boca.
MAB: «Pues no, no fue una alucinación, existe de verdad. Lo que no sé es de qué extraño planeta habrá llegado, porque de éste no es, eso seguro».
Les dejo revoloteando por el comedor mientras siguen sus pesquisas intentando averiguar de qué extraña galaxia ha llegado ojos negros, y me paseó por el bufé mirándolo todo, no sé para qué, porque acabo eligiendo mi desayuno de siempre. Me siento a una mesa junto a las grandes cristaleras que dan al jardín interior, que es una auténtica delicia. Mi psicólogo dijo una vez que el potencial de la raza humana es infinito, que si los esfuerzos encaminados a hacer el mal se revirtiesen en hacer el bien, la mayoría de los problemas que atenazan nuestra sociedad no existirían. Recuerdo la cara de Paula cuando se lo conté. Me miró muy seria y dijo con rotundidad: «Ese tío tiene que ir al psicólogo». Reviso mi teléfono y encuentro lo que necesito para quitarme el mal humor, un extenso y divertido mensaje de mi sobrina, supongo que bajado de internet, en el que relata con todo lujo de detalles los innumerables beneficios que el orgasmo proporciona a la mente y al cuerpo. Mensaje que completa con una foto de su madre echándole una de sus broncas y bajo la que ha escrito: «Ella aún no lo ha descubierto, Tis».
Con la sonrisa inundando mi cara, levanto la cabeza y ahí siguen los ojos negros clavados en mí. Se me acelera el corazón sólo con mirarle; para distraerme, paseo la vista por su mesa, sobre la que una cajetilla de tabaco me confirma que tenemos las mismas debilidades, como las califica mi psicólogo, al que, dada la insistencia con que vuelve a mi mente una y otra vez, a partir de ahora denominaré MS, para abreviar. Salgo del comedor sintiendo sobre mi espalda unos ojos negros como la noche que me atraviesan y me doy un paseo por recepción pensando en qué emplear las horas que tengo por delante cuando, sobre una puerta, veo un gran cartel: BICICLETAS.
MAB: «No estaría mal que hicieras un poco de ejercicio, ¿cuándo fue la última vez?».
MAM: «Hace dos años».
MAB: «¿Cómo puedes estar tan seguro?».
MAM: «Porque es el mismo tiempo que lleva sin echar un polvo. Dos años, tres meses y cinco días».
MAB: «Pero... pero...».
MAM: «¿Qué pasa? Hay quien marca en el calendario el aniversario, los cumpleaños, las vacaciones, los días de asuntos propios... Yo marco los polvos».
Alquilo una bicicleta para todo el día y, tras mirar sorprendida el casco que me ponen en las manos, voy a cambiarme de ropa. El bañador amarillo, unos pantalones cortos blancos, porque ya es hora de que mis piernas cojan un poco de color, una camiseta azul y la mochila de las excursiones. Dejo el casco sobre la cama, porque no voy a correr ninguna etapa ciclista, sino a dar un simple paseo en bici, y me lanzo a la aventura. ¿Adónde voy? No lo sé. ¿Volveré sana y salva? Tampoco lo sé.
Andar en bicicleta es como el sexo: una vez aprendes, ya no lo olvidas, no importa lo poco o mucho que practiques, ahí está, es un conocimiento adquirido que nunca te abandona. Y así, con la palabra «sexo» rondando mi cabeza, sin saber que seguirá en ella durante todo el día y buena parte de la noche, y subida a un sillín tremendamente incómodo, salgo a la carretera sin tener ni la más remota idea de adónde se dirige. Simplemente me dejo llevar por el impulso irrefrenable de sentirme libre.
MAB: «Llevas demasiado tiempo encerrada, te hacía falta».
MAM: «Y llevas más tiempo sin follar y te hace más falta».
Me río de mis propios pensamientos mientras me digo que por suerte existe la masturbación, si no fuese así, los que no tenemos pareja estaríamos subiéndonos por las paredes todo el día o, lo que es peor, consumiendo psicotrópicos sin parar.
Pedaleo alegremente intentando olvidar los problemas que dejé en la península, como aquí la llaman, y que allí seguirán cuando vuelva. Quiero disfrutar de este oasis que la vida, la incisiva de mi sobrina y la tenaz de mi amiga Paula me han regalado.
Al cabo de una hora de incesante pedaleo, llego a un precioso pueblecito de casas blancas, con balcones adornados con flores de todos los colores. Paseo por sus calles impregnándome de su aroma y recalo en el bar de la plaza, donde me dejo caer en una silla y me bebo una botella de agua de una sentada. Y mientras les doy a mis piernas una pequeña tregua para que se recuperen, cojo un periódico y leo las mismas desgracias de siempre, cuando una risa llega hasta mis oídos.
La familia del ascensor, sin el padre, ha tenido mi misma idea: madre e hija aparecen montadas en sendas bicicletas con el reglamentario casco en la cabeza; el chaval camina tras ellas con la bicicleta al lado y con cara de pocos amigos.
—¡Deja de reírte, enana! —le dice a su hermana cuando se sientan—. ¡Tampoco creo que sea para tanto!
—¡No sabes andar en bici, no sabes!
—¡Ya está bien, Sofía! —dice la madre frunciendo el ceño—. Hoy es un buen día para aprender, Juan.
—¡No quiero aprender, no me gusta la bici! Ya te dije que prefería quedarme en el hotel con papá, pero ¡nunca me escuchas!
—Bueno, se acabó —zanja la madre poniéndose seria—. Hemos venido de vacaciones para hacer cosas juntos y vamos a hacerlas tanto si os gusta como si no.
—Ya. ¿Y por qué no ha venido también papá? —pregunta el chaval, enfadado.
—Papá trabaja mucho y está cansado, tenemos que dejarle descansar.
—Sí, mami —interviene la niña—. Pero ¿por qué tiene que roncar tanto? ¡A mí me despierta!
No puedo evitar una carcajada, la espontaneidad de los niños es su mejor baza en momentos de tensión; si nos parásemos a escucharles, podríamos aprender de ellos.
Cuando me levanto para irme, la niña me mira fijamente y frunce el ceño, así que al llegar a su lado me paro.
—¿Qué? —le pregunto con una sonrisa.
—¿Dónde está tu casco?
—Me lo he olvidado en el hotel.
—Siempre te olvidas las cosas... La crema... El casco... —dice moviendo las manitas en el aire.
—Otra vez tengo que darte la razón. —No puedo evitar otra risa—. Es que soy muy despistada.
Me alejo de la familia sintiéndome tremendamente bien al comprobar que no he perdido mi sentido del humor, ese que a Carlos tanto le gustaba al principio pero que consiguió enterrar bajo lo más profundo del miedo.
A mediodía llego a otro precioso pueblecito y decido parar a comer. Tras tomar un delicioso café, me doy una vuelta por sus calles y, al final de un paseo bordeado por increíbles árboles, encuentro una maravillosa playa de arena negra. ¡Dios, todo lo que hay en estas islas me parece precioso! Así debió de sentirse Eva en el Paraíso, si es que existió realmente.
MAB: «Pero ¿cómo puedes ponerlo en duda? ¡Eso es un sacrilegio!».
MAM: «¡Qué exagerado eres! Sacrilegio son otras cosas. Y lo del Paraíso tampoco está tan claro».
MAB: «Pero el Papa dice...».
MAM: «¡Uy! No nombres la soga en casa del ahorcado».
MAB: «¿Qué quieres decir?».
MAM: «¿No te has enterado? ¡Ha dimitido!».
MAB: «¿Quéee...?».
La cala está casi vacía, y la poca gente que hay está en pareja, así que es como si no estuvieran. Bajo por la rampa y apoyo la bici contra unas rocas. Me desnudo y, al sentir la arena abrasadora bajo las plantas de mis pies, pienso que se podría freír un huevo en ella y me voy rápidamente al agua. Me dejo acariciar por el agua, sintiéndome libre, completamente libre, maravillosamente libre. Es estupendo sentirse así después de haber estado tan prisionera. Me quedo flotando boca arriba e intento atesorar en mi memoria cada minuto de estos momentos. Sé que a mi vuelta los problemas seguirán allí, esperándome, y entonces tendré que echar mano de todas mis fuerzas para enfrentarme de nuevo a mi realidad, pero entretanto quiero disfrutar de cada segundo que estoy viviendo.
Pero parece que el destino no está por la labor de dejarme disfrutar de unos momentos de serenidad. Mientras mi mente sigue enfrascada en mis reflexiones, mis ojos captan a un grupo de hombres de negro en la rampa de acceso. Mis transmisores neuronales, esos que funcionan como les da la gana, tardan en reaccionar ante semejante visión y, cuando lo hacen, es como si alguien hubiese pulsado un botón rojo. Todas mis células nerviosas se activan de repente: envían señales de alerta a todos los rincones de mi cuerpo, y éste reacciona de la única forma que sabe hacerlo: escondiéndose. Me sumerjo en el agua todo el tiempo que puedo. ¡No me lo puedo creer! ¡Ojos negros y sus hombres! Pero ¿qué hacen aquí? No quiero salir, pero mis pulmones gritan desesperados: «¡Aire, aire!» y no me queda más remedio que obedecerles.
Se sientan directamente sobre la arena y contemplan el mar mientras hablan en un extraño idioma, no sé cuál, aunque tampoco importa mucho; lo mío con los idiomas es un caso perdido. Sigo nadando, o más bien haciendo que nado, porque en esto tampoco soy muy ducha, mientras me pregunto cuánto tiempo pensarán quedarse. Pero cuando les veo sacar los cigarrillos me doy cuenta de que la cosa va para largo. ¡Oh, Señor, qué ganas me están entrando de fumar!
Entonces ocurre algo que pone en peligro mi integridad física. ¡Ojos negros se levanta y se quita la camiseta! La boca se me abre sola y me trago media playa. No me queda más remedio que darle la razón a mi ángel bueno, ese hombre no es de este planeta, ni siquiera de esta galaxia, debe de pertenecer a un universo paralelo aún por descubrir. ¡Ese cuerpo no es normal, no señor, no lo es! ¡Y encima tiene el pecho cubierto de vello, como a mí me gusta! Bueno, en realidad, a la que le gusta es a mi madre, y esa preferencia se ha colado en mi mente como una reminiscencia del pasado: «Un hombre sin pelo en el pecho no es un hombre». Se lo oí repetir tantas veces que, dado que ella es una experta en la materia, mi subconsciente decidió hacerle caso y el mantra se me ha grabado para siempre.
Se acerca a la orilla y se moja los pies mirando la inmensidad que se despliega ante sus ojos, pero entonces esos ojos que parecen dos estrellas se posan en mí. Cojo aire y me sumerjo todo el tiempo que puedo, pero por suerte mi ángel malo acude en mi ayuda.
MAM: «Tranquila, ayer en la piscina no te bañaste, así que no podrá reconocerte por tu nefasto estilo».
Salgo a la superficie boqueando como un pez asustado y le veo volver junto al grupo; se sienta, pero sus ojos no dejan de mirarme. Sigo nadando con mi nefasto estilo porque es lo único que puedo hacer: izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda-derecha... ¡Ya no puedo más, estoy empezando a tener calambres! Dios, mañana no podré moverme de las agujetas que tendré...
¡Y éstos que no se van!
Quince minutos más tarde, en vista de que los hombres de negro no levantan el campamento, no me queda más remedio que salir del agua, o eso, o servir de comida a los peces. Salgo tambaleante; estoy mareada, no sé si por el ejercicio o porque él está cerca, pero, sea por lo que sea, todo me da vueltas. Cojo la ropa y, sin esperar a que el bañador se seque, me visto, me cuelgo la mochila al hombro y, con las zapatillas en la mano, agarro la bici y me encamino hacia la rampa. Entonces le veo de pie mirándome fijamente; parece que esté haciendo esfuerzos para no abalanzarse sobre mí, así que me entra el pánico y me apresuro a marcharme, ni siquiera me doy cuenta de que la arena me está quemando los pies. Pero ¿es que el mundo se ha vuelto loco? ¡A la rubia es a la que tienes que buscar! ¡Ella está dispuesta, yo no!
Subo la rampa corriendo y sin atreverme a mirar atrás, la dignidad la he dejado en el agua. Cuando pierdo de vista la cala, respiro profundamente y me paro, y entonces la realidad de lo que ha pasado se muestra ante mis ojos reflejada en el escaparate de una tienda. Mi precioso pantalón blanco se pega a mi culo como una segunda piel transparentándolo todo y mi camiseta azul lo mismo pero peor, porque mis pezones han decidido ponerse firmes sin que se les dé la orden y ahí están: apuntando hacia el firmamento cual flechas a punto de ser lanzadas. Claro, por eso él parecía una fiera a punto de atacar, ¡todo mi cuerpo emitía señales!
Inicio lentamente el camino de vuelta. Mis reservas de energías, esas que intentaba recargar cuando él llegó, se han evaporado por completo, creo que se quedaron en el agua, junto con la dignidad, y mientras pedaleo despacio llega a mi mente la última sesión con MS. La culpa la tienen mis pezones, que ahí siguen, apuntando al horizonte, recordándome que mi cuerpo sigue vivo y anhelante.
En la que sería nuestra última sesión, MS me recibió muy concentrado en sus pensamientos, pero cuando me senté frente a él, atacó de lleno. Cuando por su boca salió la frase: «Hoy quiero que hablemos de sexo», le miré preocupada, preguntándome si le habría dado un ictus o si sencillamente no había escuchado ni una sola de las palabras que le había dicho entre aquellas cuatro paredes. Y, mientras me debatía entre gritarle con todas mis fuerzas o fumarme un cigarrillo con el que calmar mis alterados nervios, se sentó a mi lado, sacó la cajetilla y me ofreció uno. Y es que MS tiene muchos títulos colgados en las paredes, pero le falta uno de alguna reconocida sociedad internacional de poderes paranormales, porque MS lee el pensamiento. Encendí el cigarrillo, las lágrimas comenzaban a inundar mis ojos y mi mano fue directa hacia la caja de pañuelos, esa que, muy previsoramente, siempre estaba sobre la mesa y que ya había tenido que reponer varias veces, mientras MS, con palabras perfectamente moduladas, me aseguraba que nunca habíamos hablado de sexo por la sencilla razón de que lo que Carlos me había hecho no era sexo sino un mero instrumento, el que tenía más a mano, dado que la imaginación no era una de sus virtudes. La verdadera intención de mi marido cuando me violaba no era follarme, sino someterme; utilizaba el sexo como un simple instrumento con el que romper todo lo que me hacía fuerte: mi dignidad, mis principios, mi confianza, mi seguridad... Y todo con el único objetivo de hacerse con lo que más ansiaba: mi voluntad. Una vez conseguido eso, ya era completamente suya, porque sin voluntad no somos nada.
Mientras las palabras de MS siguen en mi mente, serenándola con su habitual cadencia y sus impecables razonamientos, y mis piernas pedalean despacio creyendo ingenuamente que el regreso al hotel será un agradable paseo, en el horizonte de mi vida se está formando, sin yo saberlo, el mayor de los cataclismos, un terremoto de sentimientos se prepara para zarandear mi dormido corazón, un tsunami de sensaciones se dispone a despertar mis mariposas dormidas.
Al doblar una curva, la familia del hotel aparece ante mis ojos sentada en el arcén. La madre tiene una rodilla ensangrentada y las bicicletas están tiradas por el suelo.
—¿Sabes? —dice la niña cuando me acerco—. ¡Es que un coche nos pasó tan cerca, tan cerca, tan cerca, que mamá se cayó!
Mis manos toman el control. Mi mochila (es la que llevo a las excursiones del colegio) siempre está superabastecida por lo que pueda pasar. Le limpio la herida, que es muy pequeña, y, cuando le estoy colocando una gasa, un coche se para a nuestro lado y ojos negros y sus hombres de negro bajan de él.
El conductor habla con la madre y se ofrece a llevarlos mientras ojos negros clava en mis ojos su mirada durante un tiempo que me parece eterno. Siento que el viento ha dejado de soplar, que el sol se ha escondido tras las nubes y que el hermoso paisaje ha desaparecido de mi vista. Mis ojos se estremecen con la caricia de los suyos, porque su mirada no es una mirada, es una lenta caricia. Mis manos siguen su actividad, intentan meter en la mochila las cosas que he sacado, pero, naturalmente, su coordinación deja mucho que desear. Mi sistema nervioso está ocupado intentando frenar el ataque de pánico que amenaza con salir de su escondrijo y ponerme en una situación aún más violenta, pero este flujo de energía que se ha instaurado entre nuestros ojos no me permite apartarlos de él. Se acerca lentamente y se agacha frente a mí, sus manos recogen las cosas del suelo y las ponen en las mías dejando en ellas una suave caricia. Su caricia atraviesa la piel de mis manos, se mezcla en mi torrente sanguíneo con todos los nutrientes que mi cuerpo necesita para vivir y me recorre despacio hasta llegar al corazón, donde se queda para siempre. Su efecto es inmediato, tanto en mi cuerpo como en mi mente, como si de un auténtico chute se tratase... Nunca he experimentado ninguno, pero tiene que ser algo parecido a esto, porque quiero más..., quiero más..., quiero más...
Mi cara se enciende al instante, y la niña, que parece que no puede tener la boca cerrada, la abre para dejarme en evidencia. ¡Como si hiciese falta!
—¡Ves, ota vez te has puesto colorada por no ponerte crema!
La sonrisa que me regala es una nueva caricia que entra por mis globos oculares y llega directa a mi estómago, donde el enjambre comienza a desperezarse y a extender suavemente sus alas. Yo las llamo las mariposas de la vida, las que Carlos intentó matar a cañonazos pero que supieron refugiarse en espera de tiempos mejores. Y aquí están los nuevos tiempos y aquí están ellas, haciéndome de nuevo cosquillas, acariciándome con sus alas y provocándome de nuevo la risa. Y como si la risa en mi boca fuese la señal de partida, su mano se acerca a mi cara y deja en ella una nueva caricia.
El viento revuelve mi pelo y me hace regresar a la realidad en el preciso momento en que la Tierra vuelve a girar. La familia se ha levantado del suelo y nos miran esperando a que volvamos a este mundo que nos rodea. Nos alzamos a la vez. Los hombres de negro vuelven al coche; él lo hace lentamente, pero cuando va a subir me mira muy serio.
—¿No le han dado un casco?
Antes de que pueda inventar una disculpa y abrir la boca para contestar, la marisabidilla se me adelanta.
—¡Se le he olvidado, como la crema! ¡Es que es una depistada!
Regreso al hotel en compañía de la familia. La niña pega brincos a nuestro alrededor sin descanso y charlamos de temas intrascendentes, hasta que la madre ya no puede más y deja que su curiosidad tome el mando.
—No parecía tener muchas ganas de irse, ¿verdad? —dice con una sonrisa pícara—. ¿Le conoces?
—No... Bueno, ayer le vi en la piscina.
—¡Sí, es difícil no verle!
Me acuesto en esta cama que hoy más que nunca parece un mar en calma porque me han puesto sábanas también azules, pero incomprensiblemente, tras un día agotador y lleno de sobresaltos, Morfeo no aparece por mi habitación. En medio de vueltas y más vueltas, que transforman el mar en calma en una auténtica marejada, sus ojos aparecen en mi mente, no me los puedo quitar de la cabeza. ¿Quién es ese hombre que me mira como si quisiese comerme?
MAM: «Bueno, hay que reconocer que eres una mujer apetecible».
«Lo dices por los michelines, ¿verdad? La rubia despampanante no tiene michelines, es perfecta, tiene un cuerpo escultural y una cara preciosa. ¿Por qué no se fijó en ella? No lo entiendo. “Me gusta tu risa.” ¿Por qué le gusta mi risa? No entiendo nada.»
MAB: «Tienes una risa muy bonita. Bueno, y otras muchas cosas, aunque tú no las veas».
MAM: «Sí, Paula tiene razón cuando dice que no ha conseguido quitarse la venda, por eso no es capaz de ver la realidad que tiene delante. ¿Te has fijado en sus piernas? Son impresionantes. Bueno, por no hablar de sus pechos».
«Perdona, pero que vosotros me habléis de realidad es cuando menos... sarcástico. ¿Y se puede saber por qué no acudisteis en mi ayuda cuando las mariposas comenzaron a hacerme cosquillas en el estómago? Os necesitaba, no sabía dónde tenía la mano derecha ni la izquierda.»
MAB: «No podíamos, lo tenemos prohibido».
MAM: «Es por el dichoso tema del libre albedrío. Podemos escucharte y hablar contigo desde la reflexión, pero cuando estás en acción no podemos intervenir; las decisiones las tienes que tomar tú y sólo tú. Es la única regla que respeto, vi lo que le hicieron a un compañero que se metió donde no debía y no quiero que me pase lo mismo».
MAB: «Sí, ya sé de quién hablas. Lo que no sé es adónde le enviaron al final».
MAM: «Al peor sitio al que le podían mandar».
MAB: «¿Al purgatorio?».
MAM: «No, a reclamaciones».
En vista de que siguen con su charla sin hacerme ningún caso ni darme ninguna explicación de lo que está pasando en mi vida, me levanto de la cama y salgo a la terraza a leer un rato.
Intento concentrarme en la lectura pero no me quito de la cabeza la imagen del hombre venido de otra galaxia caminando a cámara lenta hacia mí. Sus preciosos ojos negros lo inundan todo.
Vuelvo a la cama y, tras dar mil y una vueltas sin conseguir encontrar la postura con la que mi cuerpo logre relajarse, abro los ojos y una vez más la realidad se muestra ante mí con toda su crudeza. «No puedo dormir porque estoy excitada.»
MAB: «¡Oh, no! ¡Eso sí que no! ¡Es pecado! El sexto mandamiento lo dice claramente...».
MAM: «Los mandamientos dicen muchas cosas que son imposibles de cumplir. Por cierto, ¿has visto a ese cura al que han pillado en pleno bosque haciéndoselo con otro tío?».
MAB: «¿Qué?».
MAM: «Lo que oyes, el cura de Churra. Con ese nombre no me extraña que le pillasen metiéndole la churra en la boca a otro... Las imágenes de su miembro en boca ajena están rulando por todas las redacciones periodísticas».
MAB: «¡Oh, Señor, oh, Señor, oh, Señor!», dice mientras se tapa la cara con las manos y se va en dirección hacia quién sabe dónde.
MAM: «Estará ocupado un buen rato, nena, tiene mucho en lo que pensar, así que tú a lo tuyo, estás de vacaciones, disfruta».
Cierro los ojos y me abandono al deseo. Aparto las sábanas y dejo que mis manos tomen el control de mi excitada piel mientras unos ojos negros como la noche lo inundan todo con su brillo. Cómo me gustaría que fuesen sus manos las que me acariciasen... Hace tanto tiempo que nadie me acaricia..., tanto tiempo... Lentamente me sumerjo en un mar de placer, mi respiración se acelera, estoy ardiendo y los gemidos salen de mi boca sin control, los ojos negros lo llenan todo, lo envuelven todo, lo dominan todo, y entonces llega el orgasmo, intenso, abrasador, devastador, maravilloso, y yo... me dejo ir, me dejo ir, me voy con ojos negros, me pierdo en un mar de placer que me hace sentir viva de nuevo.
Cuando los espasmos del orgasmo abandonan mi cuerpo y mi respiración se acompasa de nuevo, mi materia gris recupera su capacidad de pensar coherentemente y me doy cuenta de que no he cerrado las puertas de la terraza. ¡Con lo escandalosa que soy! Y entonces la imagen de los padres del ascensor tapándoles los oídos a los niños me hace explotar en una carcajada interminable que, sorprendentemente, es el reclamo perfecto para Morfeo, quien llega al momento en su particular nube blanca y me lleva al relajante país de los sueños.
«Así que estás ahí, risa bonita... ¿Y también eran tuyos los gemidos? ¿No estarás acompañada? —piensa Misha al otro lado de la celosía—. Tu risa me gusta, pero tus gemidos me vuelven loco... ¿Qué voy a hacer contigo, risa bonita? ¿Y qué voy a hacer yo ahora? —piensa con una sonrisa en la boca mientras entra en la suite y ve su enorme erección. Se sienta en el sofá, hunde la cara entre las manos y suspira profundamente—. ¿Qué voy a hacer?»