6

SENTIRSE incapacitado es una de las sensaciones más terribles y frustrantes que pueden ocurrirle a una persona. Lo descubrí un día en que iba caminando tranquilamente por la calle cuando una terrible descarga eléctrica me atravesó el cuerpo y me dejó literalmente clavada en la acera. En aquel momento no tenía ni la más remota idea de lo que me estaba pasando, sólo sabía que no podía moverme, ni hacia delante ni hacia atrás, así que hice lo único que podía hacer: pedir ayuda. Cuando Paula y su compañero de patrulla llegaron a mi lado, me miraron asombrados.

—Cris, ¿qué pasa?

—No puedo moverme.

—Pero ¿estás herida? —preguntó Paula mirándome de arriba abajo.

—No, estoy paralizada, me ha dado un latigazo en la espalda.

Me cogió por un codo y yo intenté dar un paso hacia el coche policial, pero la descarga me atravesó todo el cuerpo, mi boca se abrió en un gran gemido y mis rodillas se doblaron. Naturalmente, acabé en el suelo. Paula y su compañero me llevaron hasta el centro médico, donde los amables médicos de guardia me pusieron una inyección que ni sentí, me dijeron que no era más que un simple ataque de ciática y me dieron el alta con una sonrisa. Me pregunté si alguna vez habrían sufrido alguno, pero mis dudas se despejaron cuando se sentaron tranquilamente a charlar mientras yo intentaba llegar hasta la puerta apoyándome en todo saliente que encontraba. Un sonriente taxista me esperaba tranquilamente sentado tras el volante. Entrar y salir del taxi me llevó mucho, mucho tiempo. El taxista observó mis infructuosos esfuerzos sonriendo desde su asiento y sin mover ni un solo dedo. Es una pena que la amabilidad se haya perdido.

Por suerte, mi vecina Chus me pilló en pleno proceso de acercamiento a la puerta de mi pequeño castillo, sacó su móvil y pidió ayuda. Ésta llegó en forma de mujer; se llamaba Maruja y era una de esas mujeres que saben lo que hay que hacer y lo hacen. Es lo que tiene haber vivido mucho, que uno ya ha visto de todo. Me dejé guiar por su fuerza y su buen corazón; en sus manos mi pequeño castillo relució como los chorros del oro y mi cuerpo recibió todos los cuidados y los mimos que mi madre, desde Benidorm, sentía mucho no poder darme.

Y aquí estoy nuevamente, prisionera en mi propio cuerpo, un cuerpo que me ha vuelto a jugar una mala pasada, y encima estando de vacaciones. Una suave llamada a la puerta me hace abrir los ojos con dificultad después de una mala noche, en la que no he hecho más que dar vueltas y más vueltas, por no hablar de las malditas pesadillas que han venido a atormentarme una vez más. Mis sienes palpitan con cada paso que doy hasta la puerta, tras la que el camarero sonriente me espera con la bandeja del desayuno. Mis ojos intentan enfocar su cara sin dejar de verle entre brumas; creo que estoy un poco grogui. Lleva la bandeja hasta la terraza, pero cuando me ve coger el bolso para darle la consabida propina, niega vehementemente.

—No, por favor, no se moleste, ya me han dado una buena propina.

—¿Ah, sí? ¿Quién? —pregunto, asombrada.

—¡Oh, eso no importa! Usted sólo tiene que preocuparse de descansar y recuperarse; el gran espectáculo está cerca y no puede faltar.

—¿Qué espectáculo? ¡No será otra fiesta de romanos! —digo frunciendo el ceño mientras la imagen del emperador vuelve a mi memoria con total nitidez.

—No, no es de disfraces. Es un baile con un espectáculo de magia. No se lo puede perder, se lo aseguro, es lo mejor que hay en el hotel en todo el verano.

—No creo que esté yo para muchos bailes —digo sentándome en la tumbona con dificultad—. Pero gracias por la información.

El camarero sonriente se despide con una gran sonrisa. ¡Qué solícito es todo el mundo! ¿Por qué? ¿Serán normas del hotel cuando alguien se hace daño o se pone enfermo o es que están intentando evitar una denuncia por negligencia? ¡Todo esto es muy raro! Estoy revolviendo el café cuando vuelven a llamar a la puerta. Me levanto refunfuñando, sin mi café matutino no soy persona.

Al otro lado, la madre de la niña me mira con cara de circunstancias.

—¿No has pasado buena noche, verdad?

—No muy buena.

—Vamos a desayunar, ¿quieres que te traiga algo?

—Eres muy amable, pero ya me han traído el desayuno.

—¡Oh, vaya! —exclama, sorprendida, al tiempo que una cabeza llena de rizos rubios asoma tras sus piernas y me mira con curiosidad.

—Mamá me ha dicho que estás pachucha —dice la niña clavando en mis muletas sus ojillos azules.

—Un poquito, pero ya estoy mejor.

—Yo cuando estoy enferma tengo que tomar zumo de naranja, ¿quieres que te taiga uno?

No me da tiempo a contestar, los pasos de alguien que se acerca por el pasillo y la mirada significativa de la madre me ponen en alerta al momento.

—Bueno, nosotras ya nos vamos, te dejo mi número por si necesitas algo —dice tendiéndome un post-it.

Se marchan y entonces él aparece ante mí, recién salido de la ducha, afeitado y con una camisa blanca que le queda de muerte. Me mira fijamente; me parece que no le gusta lo que ve, debo de tener peor cara de la que creo. ¡Si es que con tantas interrupciones no he tenido tiempo ni de mirarme al espejo!

—¡Ho... la! —Mi boca responde mal a mis impulsos.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor...

—No tienes buena cara —dice frunciendo el ceño.

—Yo... quería darte las gracias por lo...

Su mano toma mi cara en su palma, su pulgar acaricia suavemente mi mejilla y se posa sobre mis labios.

—No hace falta. ¿Has desayunado? —Niego lentamente con la cabeza—. Bien, desayuna.

Se marcha dejándome una suave caricia en la mejilla y la cabeza a punto de reventar. Estoy en estado de shock, pero aun así mi cabeza sigue sus movimientos hasta que le veo entrar en la habitación de al lado. ¿Desde cuándo se aloja ahí, tan cerca? Cierro la puerta, apoyo la espalda en ella e intento recuperar el aliento. ¡Ay, Señor! ¿Qué está pasando en mi vida? ¿Qué extraña conjunción estelar se ha formado allá arriba para que mi mundo se haya vuelto del revés?

Sin más interrupciones, me lanzo a por mi ansiado café, que acompaño de un ibuprofeno que espero me libere del terrible dolor de cabeza que ya tenía y que la aparición del hombre de los ojos negros ha conseguido multiplicar por dos, haciendo que mis sienes palpiten de forma descontrolada.

Paso el resto de la mañana en la tumbona, leyendo y hablando por teléfono.

Mi querida Paula despotrica al otro lado de la línea contra las empresas que tientan a los pobres turistas sedientos de aventura y no les proporcionan la más mínima seguridad. Se ofrece a ponerles una denuncia, cosa que rechazo categóricamente; no quiero más follones. Mi sobrina Emma no contesta al teléfono, lo cual no me extraña porque ha ido a «estudiar» a casa de una amiga y sus salidas nocturnas, de las que su madre no tiene ni la más remota idea, suelen terminar a la misma hora en que comenzaron pero del día siguiente. Claro que mi pequeña princesa no tiene la culpa de esto; la culpa la tienen única y exclusivamente los genes de su abuela.

Y pensando en la reina de Roma, por el teléfono asoma. Tras mucho dudarlo, me armo del valor que no tengo y decido contestarle. Naturalmente, sus preocupaciones son lo primero: necesita mi asesoramiento para elegir modelito para la cita con su novio cibernético, que, incomprensiblemente en los tiempos que corren, va a dar la cara. Sé que mi opinión le importa un pimiento y que lo único que quiere es contarle a alguien sus batallitas, pero aun así se la doy, con el convencimiento total y absoluto de que se pondrá exactamente lo contrario de lo que yo le diga.

Cuando consigo introducir en la conversación algo sobre mi actual estado de salud tras lo que me ocurrió montando a lomos de un enorme elefante (tengo que reconocer que en momentos como éste, en que hay que mentir a destajo, los cuentos infantiles son una gran fuente de inspiración), mi madre, echando mano de su vena más melodramática, pone el grito en el cielo y amenaza con venir a cuidarme a la sabana africana.

Tras la conversación con la «robaenergías» de mi madre, que hoy no ha conseguido su propósito porque mis reservas están agotadas, me sumerjo de nuevo en el apasionante mundo de Anastasia y Christian y me dejo llevar por la imaginación, sobrevolando la naturaleza humana y sus más intrincados laberintos. Hasta que a mediodía, tras darme una larga ducha y vestirme con dificultad, más por el abotargamiento de mi cabeza que por mi pie dolorido, el camarero sonriente aparece de nuevo en mi puerta con una gran bandeja en las manos. ¡No doy crédito!

—Pero ¿adónde cree que va? —pregunta frunciendo el ceño—. No, no, no, usted no puede salir de la habitación, el médico ha dicho reposo absoluto.

—Pero yo... pensaba bajar al comedor.

—¡Tiene que descansar! —dice entrando tan campante—. Sacaré la bandeja a la terraza, le he traído un poco de todo. ¿Necesita algo más?

—Pues... sí. Verás... hay algo que necesito... Sé que no es algo de primera necesidad, pero para mí, en este momento, sí lo es... Aunque no quisiera abusar...

—¡Ah, entiendo, entiendo, no se apure! Necesita... compresas.

—¡Oh, no, no! —No me caigo redonda porque ya estoy sentada—. Necesito tabaco.

—¡Ah, claro, claro, perdone! Ahora mismo se lo subo.

Se marcha a toda velocidad y al poco vuelve con una gran caja alargada y decorada con un lazo; la deja sobre la otra tumbona y se despide. Yo miro la caja sin dar crédito. ¿Qué es esto? ¿Por la maldita prohibición, para que los niños no vean las cajetillas de tabaco y se perviertan con sus atrayentes colores? ¡Qué exageración! Si fuesen así de estrictos con los conductores borrachos, los maltratadores, los pederastas, los violadores, los aluniceros, los evasores de impuestos, los banqueros usureros, los...!

MAM: «Frena, nena, frena, que estás de vacaciones, relájate».

Por una vez y sin que sirva de precedente, le hago caso. Levanto la tapa de la bandeja y alucino una vez más: me ha traído de todo, ni siquiera se ha olvidado del postre, un magnífico flan con nata. Mis michelines aplauden entusiasmados. «¡Bien, llegan refuerzos!».

Tras el maratón culinario, abro la caja en busca de un cigarrillo y entonces me quedo... patidifusa. Acompañan al cartón de tabaco de mi marca favorita un precioso ramo de rosas y una nota. La cojo con dedos temblorosos.

Me gustaría tanto saber de qué te reías... ¡Oh, Señor, ojos negros! Pero ¿cómo sabe que he pedido tabaco? ¿Me vigila? ¿Por qué? ¿No le habrá enviado... Carlos?

MAM: «A ver... —dice mirando preocupado a su compañero—. No podemos dejar que se ponga a divagar de esta forma; empieza a pensar cosas raras. Tenemos que hacer algo».

MAB: «Pero no podemos intervenir, son las normas».

MAM: «Hay que echarle una mano, con tanto analgésico como le dio el emperador no puede pensar con claridad».

MAB: «Pero las normas...».

MAM: «Sí, lo sé, lo sé, a mí tampoco me apetece acabar en reclamaciones. Bien, no podemos decirle nada, pero nadie nos prohíbe que le hagamos preguntas, ¿verdad? Querida, escucha y piensa con detenimiento. ¿Recuerdas la ambulancia... y las ayudantes que te esperaban en la puerta... y el médico solícito...? Y una última pregunta: ¿crees que Carlos haría todo eso por ti?».

Mi corazón comienza a latir descontrolado, mi estómago amenaza peligrosamente con volverse del revés y mi cabeza, que me había dado una tregua, vuelve a la carga con fuerzas renovadas y parece que quiera estallar en cualquier momento. Me tomo dos analgésicos de golpe y me tumbo en la cama. Cierro los ojos e intento serenarme para no sufrir un ataque de pánico. Imágenes de hombres cubiertos de pieles y a lomos de caballos negros como la noche, cabalgando por la estepa siberiana en medio de una gran tempestad de nieve, inundan mi atormentada mente.

«Me gustaría tanto saber de qué te reías...»

¡Oh, Dios, qué vergüenza, nunca te lo podría contar! Me meto en la bañera para darme un largo y relajante baño de espuma que me hace mucha falta.

Cuando me estoy secando ante el espejo, mis michelines me saludan alegremente, han cogido esa manía, así que no puedo evitar que una pícara sonrisa asome a mis labios. «¿Sabéis una cosa, chicos? Él os ha visto y no ha salido corriendo. Me ha mirado, me ha acariciado y me ha tomado en sus brazos como si no existieseis.»

MAB: «A lo mejor es que necesita gafas».

Sorprendentemente, MAM no dice nada; está muy entretenido haciendo un globo con un preservativo.

Me despierto a un nuevo día muy tarde, sorprendida de que no me hayan traído el desayuno, cuando, tras una llamadita a la puerta, el olor a café inunda la habitación. Mientras doy buena cuenta de él en la terraza, dos chicas muy sonrientes limpian mi habitación y la dejan impecable. Además de cambiar las sábanas, retiran la colcha que parecía un mar en calma y colocan en su lugar una que parece recién salida de fábrica y que, con sus colores azul y blanco, parece un mar embravecido. Colocan el precioso ramo de rosas en un jarrón de cristal tan bonito como las propias flores y dejan en el cuarto de baño unas toallas sencillamente deliciosas. Tengo que reconocer que en este hotel saben cómo hacer que uno se sienta bien. Se marchan dejando un agradable olor a limpio en la suite y mi estómago completamente satisfecho, así que hago lo que he venido a hacer, que es fundamentalmente descansar y disfrutar, y nada mejor para ello que una buena historia entre las manos. Hay pocos placeres comparables a disfrutar de un libro; los libros te emocionan, te divierten, te entretienen, te enseñan... ¡Y cuántas cosas me enseña este libro! ¡Yo no sabía que se podía hacer eso! Pero como todo en exceso cansa, a mediodía ya no puedo más. Estoy preparándome para salir hacia el comedor, cuando unos nudillos que ya me son familiares llaman a la puerta. ¡Oh, no, esta vez sí que no! Mi camarero sonriente intenta entrar pero le obstruyo el paso.

—Muchas gracias, pero ya no es necesario, hoy iré al comedor.

—¡No puede salir, tiene que guardar reposo!

—No hace falta, ya estoy mucho mejor —le digo empujándole suavemente hacia la puerta.

Es un auténtico alivio salir de la habitación. Me doy un paseo por la recepción con mi muleta, disfrutando de la ebullición en la que siempre está inmersa, y bajo al comedor, ante cuya puerta hay una larga cola. Me quedo al final, apoyada contra la pared, y aprovecho para revisar mis mensajes, cuando alguien se para ante mí.

—Pero ¿qué haces aquí? —pregunta el amigo de ojos negros mirándome muy enojado.

—Comer —contesto con una sonrisa.

—Pero ¿por qué no te has quedado en tu habitación? —dice meneando la cabeza—. ¡Esto no le va a gustar nada, pero nada, nada!

Le miro con la boca abierta, asombrada, cuando el jefe de camareros aparece presuroso ante mí.

—Entre, por favor, tenemos una mesa para usted.

No lo puedo evitar: la ingenuidad, esa de la que según MS aún no he podido desprenderme a pesar de estar acercándome a la cuarentena por la puerta grande, hace que vuelva la cabeza esperando ver al presidente del Gobierno o a alguna personalidad igual de relevante.

MAM: «¿En un bufé? ¡Tú alucinas!».

Sin darme tiempo a replicar, el jefe de camareros me toma suavemente del codo y me lleva al interior del comedor; paso por delante de toda la fila, muerta de vergüenza.

MAB: «Los últimos serán los primeros».

Casi en volandas, llego hasta la mesa situada junto a las grandes ventanas que dan al jardín interior, y a partir de ese momento el bufé libre deja de existir para mí. Dos camareros, a los que no he llamado, se dedican única y exclusivamente a llenarme el plato y el vaso sin descanso. Desde el otro extremo del comedor, Sofía madre me mira sin perder ripio de lo que pasa, tan asombrada como yo. Una sonrisa y un gesto casi imperceptible me hacen girar la cabeza y allí está él: más guapo que nunca, con un traje y una corbata que le hacen parecer el hombre más serio del mundo... y también el más enfadado. Parece que le esté echando la gran bronca a su amigo, al que por cierto aún no he agradecido que recuperase mi pie. Ladea la cabeza, clava en mi tobillo sus ojos negros como la noche, y un profundo suspiro sale de su pecho. ¡No entiendo nada! ¡Pero si a la que le dolía era a mí! Entonces una sonrisa triunfal aparece en mi cara. «¿Has visto, querido? —le susurro a MAB—. No necesita gafas.»

La diosa rubia despampanante hace acto de presencia en el comedor revolucionándolo. Los hombres clavan en ella sus ojos, creo que intentan quitarle con la fuerza de la mente el precioso vestido naranja que se ajusta a sus curvas a la perfección y las muestra en todo su esplendor. Pero si los ojos de ella recorren el gran comedor en busca de unos ojos negros que la miren, el chasco que se lleva debe de ser inmenso, porque los ojos negros siguen clavados en mí, parece que para ellos su entrada en escena no ha significado absolutamente nada, lo cual no hace sino acelerar aún más mi maltrecho corazón.

Afortunadamente, el destino decide enviarme un bálsamo que me relaje un poco y al final de la comida recibo una visita tan inesperada como deliciosa.

—¿Te duele? —pregunta Sofía agachándose a mirar mi tobillo.

—No, ya no me duele.

—Voy a buscar un fan. ¿Quieres que te taiga uno?

Uno de mis camareros exclusivos se acerca solícito a retirar mi plato, mira a la niña con desagrado y le dice bruscamente:

—¡No molestes a la señora, niña!

Sofía da un respingo y yo me muerdo la lengua; le acaricio la mejilla sonrojada y señalo la silla que está a mi lado.

—¿Sabes lo que vamos a hacer, Sofía? Este amable camarero —digo mirándole de reojo— nos va a traer dos flanes, uno para ti y otro para mí, por favor.

—¿Sabes? —dice ella bajito encaramándose a la silla—. Este camarero no me gusta nada. Pero nada, nada. Ayer me riñó en la piscina.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y después me riñó mi padre... Y después me riñó mi madre, y después...

—¿Y se puede saber por qué? ¿Qué hiciste?

—Nada...

—Anda, cuéntamelo, que yo no te voy a reñir.

—¡Pues verás! —Ya no hay quien la pare—. La culpa de todo la tiene mi hermano Juan. Se pasa el día jugando con su maquinita, le encanta jugar con ella y nunca, nunca, nunca me la deja. Es un ecoísta. Y cuando terminamos de bañarnos, mamá nos trajo los boladillos, pero se equivocó y trajo uno de queso y a él no le gusta el queso, así que me cogió el mío, que era de chori. ¿A que eso no se hace?

—No, eso no se hace —digo muy seria.

—Claro, eso no se hace.

—¿Y qué pasó?

—Pues yo... se lo dije a mamá, pero ella no me hizo caso porque estaba habando por teléfono con mi tía de un hombre muy guapo que hay aquí... ¡Mira, está allí, en la mesa del fondo, el que lleva taje y cobata! —Y señala claramente a ojos negros, que no nos quita ojo.

—Ya, bueno ¿y qué pasó luego? —pregunto, roja como un tomate.

—Pues luego se lo dije a papá y él tampoco me hizo caso porque quería echarse una siesta. Y luego se lo dije a ese camarero y se rió de mí... —La niña se queda callada mirando el mantel.

—Ya, y entonces tú...

—Yo estaba muy enfadada.

—¿Y?

—Pues... le tiré la maquinita —dice moviendo las manos y mirándome con los ojos muy abiertos.

—¿Adónde, a la piscina?

—¡Claro! ¡Es que nadie me hacía caso! —responde frunciendo el ceño mientras yo intento contener la risa—. Y mi padre le dijo al camarero que la sacase del agua y el camarero dijo que no y mi padre que sí y él que no y al final todos se enfadaron mucho conmigo. Pero yo no tuve la culpa, ¿a que no?

—No, tú no tuviste la culpa. ¿Sabes una cosa, Sofía? Yo creo que además de la maquinita deberías haber tirado al agua el bocadillo, y luego a tu hermano, y después a tu padre, y después al camarero.

Sofía estalla en una carcajada mientras el camarero pone nuestros flanes sobre la mesa.

—Este camarero no me gusta nada —repite muy bajito cuando le ve marcharse.

—A mí tampoco me gusta —le digo también bajito—. Creo que es un borde.

—Sí, eso, un bodre, pero uno muuuuuuuuy grande. —Se mete un buen trozo de flan en la boca y no puedo evitar reírme.

Una mirada se clava en mí; no la veo pero la siento.

Me levanto a regañadientes de la tumbona en la que me acababa de apoltronar, con un cigarrillo en los dedos y mi maravilloso libro entre las manos, para abrir la puerta y encontrarme a Sofía madre al otro lado cargada de revistas de moda. Ha dado por hecho que aún no bajaré a la piscina y quiere asegurarse de que estoy entretenida. De repente, un ratoncito con rizos rubios pasa a nuestro lado y entra en mi habitación con total familiaridad. Lleva un gran libro bajo el brazo.

—¿Me lees un cuento? —pregunta.

Se ha sentado a los pies de mi cama, con el libro sobre las rodillas.

—¡Sofía! —dice la madre, enfadada—. ¿Qué estás haciendo? Ya te lo leeré yo esta noche.

—¡Siempre dices eso y luego no lo haces, mamá! No, quiero que me lo lea ella.

—Ella tiene que descansar, y nosotras ahora nos vamos a la piscina.

—¡Yo no quiero ir a la piscina!

—¡Sofía! ¿Qué te he dicho de obedecer a mamá? —dice la madre, ya desesperada.

Entonces recuerdo lo que decía la mía: «Las vacaciones de una madre no son vacaciones», aunque en su caso era un comentario un tanto irónico; a ella la veíamos poco.

—Escucha —le digo a madre—, estoy harta de descansar. Déjala que se quede conmigo, me hará compañía.

—¡Oh, pero tú no sabes cómo son los niños! ¡Dentro de cinco minutos te estarás subiendo por las paredes con muletas y todo!

—Te aseguro que sí lo sé, trabajo con ellos. —Sofía madre me mira sorprendida, creo que he ganado puntos a sus ojos—. Además, tengo tu teléfono; si me canso y necesito que me socorras, te llamo.

Aunque duda, puedo ver en el fondo de sus ojos un rayo de esperanza al vislumbrar lo que no podía ni imaginar: una tarde para sí misma. Sol, refresco, baño, siesta... El niño enfrascado en la maquinita (¿la mojada seguirá funcionando?) y su hija en manos de una profe. No podría imaginar mejor canguro, y gratis.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy segura, vete tranquila. ¿Qué te parece si salimos a la terraza, Sofía? Te leeré allí el cuento.

—¡Sí, sí! —La niña es todo entusiasmo.

Nos acomodamos en las tumbonas y cojo el libro. Blancanieves. ¡Cómo no! Empiezo a leer. Sofía escucha casi sin pestañear, pero se levanta continuamente a ver los dibujos. Me doy una palmadita en las piernas y ella se encarama rápidamente y se acomoda en mi regazo. A los diez minutos, la niña se queda dormida, su respiración se vuelve pausada y yo me siento, por primera vez en mis vacaciones, totalmente relajada. Me doy cuenta entonces de que echo de menos a mis niños; su ternura, su amor y su alegría no se pueden comparar con nada. Cierro el libro, luego los ojos y, sin darme cuenta, yo también me duermo.

—¡Jefe!

—¡Chis! —dice Misha.

—¿Qué pasa? —pregunta Serguei saliendo a la terraza—. ¡Vaya! La siesta. Hay que reconocer que los españoles saben vivir, ¿eh? —comenta en un susurro mientras Misha sonríe abiertamente—. Bueno, ¿y ahora qué? ¿Vas a quedarte toda la tarde aquí mirando? ¡Tenemos cosas que hacer!

—Sí, ahora voy, dame un momento.

Le cuesta apartar los ojos de semejante escena, no es capaz de imaginar una imagen más tierna que la que tiene delante y, mientras la contempla, ella abre los ojos y le mira. El corazón de Misha comienza a aletear, no sabe de dónde han salido las alas, pero ahí están, ligeras como el viento, suaves como las nubes y brillantes como el sol. Y ese aleteo, recién descubierto, expande por todo su cuerpo un sentimiento que sale de su corazón y lo inunda todo de algo mágico, algo bueno y algo desconocido para él, algo que le da miedo, algo que le hace vibrar, que le hace sonreír y que le hace soñar. Algo llamado AMOR.

Sofía se revuelve en mis brazos y me despierta. Abro los ojos y ahí están los suyos, negros como la noche y brillantes, muy brillantes, mirándome sin pestañear. Es una mirada tan dulce que me conmueve y me emociona y no puedo evitar sonreírle. Y entonces su cara se ilumina con una maravillosa sonrisa, se lleva un dedo a los labios y me dice adiós. ¡Oh, no te vayas, no te vayas!

Cierro los ojos y me abandono a sueños de hombres con ojos negros, largas pestañas y manos grandes y suaves, muy suaves... Me despierto en mitad de un sueño húmedo con una niña en mi regazo que ronca sin parar. Su madre va a alucinar cuando esta noche no haya forma de enviarla a la cama; llevamos durmiendo casi dos horas. Como si hubiese leído mis pensamientos, Sofía se despierta.

—¡No has teminado de leerme el cuento!

—¡Vaya, qué buena memoria! ¿No tienes hambre? Es la hora de merendar.

—Pimero el cuento —dice con una amplia sonrisa.

Di que sí, lo primero es lo primero.

Intento retomar el cuento donde lo dejé, pero ella quiere que vuelva a empezar. Qué harta estoy ya de Blancanieves, La Cenicienta, Hansel y Gretel...

—Y colorín, colorado...

—¡Este cuento se ha teminado! —dice aplaudiendo con entusiasmo.

Misha repasa una vez más el informe que le ha enviado Nicolás: «Divorciada, sin hijos, sin padre, sin amantes conocidos, sin perro...» «La mujer SIN —piensa Misha—. Pero ¿qué informe es éste! No quiero saber lo que no tiene, quiero saber lo que tiene, lo que le gusta, lo que la emociona, lo que la alegra, lo que la hace llorar, sus sueños, sus ilusiones, sus miedos...» Coge el teléfono y llama a Nicolás.

—No me gusta el informe que me has enviado. La verdad es que estoy decepcionado, esperaba más de ti.

—¿Qué informe?

—¿No lo has hecho tú?

—No, acabo de volver de Moscú, lo habrá hecho mi ayudante.

—Claro, así se explica. Quiero un informe completo, Nicolás, con detalles, y... lo quiero para ayer.

—Lo siento mucho, Misha, ahora mismo me pongo con ello. No sé qué ha pasado.

Cuatro horas después recibe por email un informe detallado. Nicolás es minucioso, como siempre.

Cristina Ortega: 37 años, nacida en un pueblo asturiano de poco más de sesenta habitantes; buena estudiante; de profesión, maestra; aficiones, la lectura.Padre: Benjamín, cartero, murió a los 49 años en un accidente de tráfico, iba borracho y se estrelló contra un árbol.Madre: Angelita, ama de casa; al enviudar emigró a la ciudad con los dos hijos y se puso al frente de una boutique. Mujer independiente y superficial, sus hijos le han ocupado poco tiempo, vive el momento viajando y echándose novio tras novio. Tita, una mujer del pueblo, sin marido ni hijos, que la madre se llevó con ella a la ciudad, fue una auténtica madre para los niños. Murió hace dos años de cáncer de mama. Cristina fue quien la cuidó desde que enfermó (la madre debía de estar de viaje).Tras la muerte de Tita, Cristina sufrió una depresión que la tuvo apartada de todo durante varios meses, período que coincidió con su divorcio. Desde entonces toma tranquilizantes y se ha vuelto muy introvertida (claro que a esto ha contribuido mucho el cabrón con el que se casó).Ex marido: Carlos (menudo elemento, éste se merece un informe aparte, te lo enviaré cuando esté listo, necesito más tiempo). Empresario muy rico, está forrado. Se conocieron en una discoteca y se casaron al cabo de pocos meses; ella estaba embarazada pero perdió el niño a los tres meses de la boda (no he encontrado documentación sobre las causas del aborto, aquí hay algo raro). Pidió el divorcio alegando infidelidades por parte del marido; el tío se lo puso todo lo difícil que pudo, no quería divorciarse a pesar de que ella renunció a cualquier compensación económica o pensión. La ha acosado desde el mismo momento en que firmaron los papeles. Ella cambia de teléfono con frecuencia; también cambia con regularidad sus cuentas de correo. No hay constancia de denuncias contra él (pero ya sabes que eso no quiere decir nada)... Sigue leyendo como si en ello le fuese la vida, le arde la sangre y le gustaría matar a alguien, cuando de repente suena el teléfono. «¡Oh, no, Anastasia, lo que me faltaba!»

—¿Desde cuándo te gusta el sado, Misha?