7

EL día en que murió Sergio amaneció como otro día cualquiera. No recuerdo mucho de aquellos terribles momentos porque los recuerdos están impregnados de una densa bruma que todo lo envuelve. A media mañana, el director abrió la puerta de mi aula y dijo muy serio: «Cristina, sal, es importante». El corazón me dio un vuelco. Saqué el móvil del bolso, siempre lo pongo en silencio cuando trabajo, y ahí estaban las llamadas de Misha.

Misha y Serguei me esperaban fuera. Mi querido zar agarró mi mano con fuerza y no la soltó, ninguno de los dos dijo nada, porque no había nada qué decir. ¡Oh, los hombres rusos y su capacidad para guardar silencio! Me acurruqué sobre su cuerpo sintiendo mis músculos paralizados y mi corazón latiendo lentamente mientras en mi cabeza la bruma lo cubría todo. Cuando llamé a Paula la encontré igual que yo, hablando como un autómata y concentrada en cada paso que tenía que dar a continuación.

—¿Quieres que vaya a Pamplona?

—No, no hace falta. Nos veremos mañana en el entierro. Te quiero, Cris.

—Yo también te quiero, Pau.

No había palabras que pudiesen expresar lo que sentíamos, por eso no las dijimos.

El resto del día lo pasé ante el televisor, mirándolo pero sin verlo. La sucesión de imágenes que aparecían ante mis ojos me dieron el sosiego necesario para poder esfumarme de este cuerpo que tenía que sufrir pero no quería hacerlo. Sí, siempre he pospuesto el dolor creyendo que más adelante podré soportarlo mejor, pero no es así, después duele igual o incluso más porque la herida ya se ha enquistado.

Me acosté en silencio y cerré los ojos. No quería hablar, no quería sentir, sólo quería alejarme de esta realidad que me oprimía, que me atormentaba. Me desperté de madrugada sin haberme movido ni un milímetro y ahí, a mi lado, estaba mi querido zar, despierto y mirándome con preocupación. Tomé su cara entre mis manos y le di un suave beso, luego me levanté y fui a prepararme un café.

Mientras la cafetera dispersaba su inconfundible aroma por mi castillo, inundado por una terrible bruma y lleno de dragones, un recuerdo llegó a mi memoria con la nitidez de entonces. Paula tenía guardia aquella noche y su madre no podía hacerse cargo de Sergio porque había cogido la gripe. Como no encontraba canguro, Sergio se quedó a dormir conmigo..., conmigo y con Carlos. Durante la cena mi marido se mantuvo distante en todo momento, y yo me di cuenta de que Sergio le miraba de reojo. Le acosté y le leí un cuento, le di un beso de buenas noches pero cuando me iba me llamó en voz baja.

—¡Cris, ven!

—¿Qué pasa, cariño?

—Cris, si de noche tienes miedo puedes venir a dormir conmigo, ¿vale? A mí no me importa.

Aquel día supe que los niños son millones de veces más intuitivos que nosotros. Carlos aún no me había puesto la mano encima, pero Sergio ya podía olerlo.

El recuerdo de aquella carita bondadosa y angelical destruyó de golpe las barreras que había construido contra el dolor, ya no pude posponerlo más, estaba ahí, empujando, rompió mis diques de contención y lo inundó todo. La taza se me cayó en la encimera y me doblé por la mitad, el dolor era tan real que sentía como si miles de agujas atravesasen cada uno de mis órganos internos. Me incorporé intentando encontrar el aire que me faltaba, pero, al abrir la boca, los lamentos comenzaron a salir de ella mientras mi cuerpo se estremecía por el llanto, un llanto descontrolado, desesperado, un llanto que brotaba del fondo del corazón, de las mismas entrañas de mi cuerpo.

Su cuerpo apareció tras el mío; sus brazos me rodeaban, dándome su calor, dándome su apoyo, dándome todo su amor. Descansé sobre ese cuerpo que estaba ahí para cuidarme, para protegerme, para consolarme, y entre sus brazos dejé que el dolor inundara mi castillo, llenara mi pequeño mundo de lamentos. Lloré porque un niño bueno y angelical había muerto sin merecerlo, porque muchos niños buenos y angelicales mueren cada día sin merecerlo, porque la vida no es justa, porque la muerte no es justa.

En el tanatorio Paula se lanzó a mis brazos y lloramos durante mucho tiempo.

—Gracias por haberle querido tanto, Cris.

—Era imposible no quererle, Paula.

En el mismo instante en que los restos de Sergio eran introducidos en el nicho, las puertas de El Roncal se abrían para dejar salir a mi ex marido. Yo no lo sabía entonces, y dudo que de haberlo sabido me hubiese importado lo más mínimo, porque la tristeza más infinita estaba llenando mi alma y nada era comparable a eso.

Después del entierro, Paula se fue a casa de su madre. ¡Qué diferentes son unas madres de otras! La de Paula siempre ahí, en lo bueno y en lo malo, la mía en el Algarve. Cuando la llamé, me dijo que estaba enferma con gripe, pero su amiga Margarita se acercó a darme un beso a la salida del cementerio y me contó que se había ido a Portugal con su nuevo novio. No pude sentir más que vergüenza.

Volví al trabajo al día siguiente. ¿Qué otra cosa podía hacer? La mañana pasó rápido y a la hora del recreo fui a mi cita con Alejandro.

—¿Qué te pasa, estás tiste? —preguntó arrugando la frente.

—Sí, Alejandro, hoy estoy un poquito triste.

—¿Por qué?—Me miraba fijamente.

Nunca he sido partidaria de mentirles a los niños, y dado que Alejandro perdió a sus padres en un accidente de tráfico por culpa de un kamikaze que se los llevó por delante y los mató en el acto, pensé que nadie mejor que él para entenderme.

—Porque se ha muerto una persona a la que yo quería mucho.

—¿Tú mamá?

—No, el hijo de mi mejor amiga.

—Entonces ella también estará muy tiste.

—Sí, cariño, ella es la que más triste está.

—¿Y ahora ya no tiene un niño? Yo no tengo mamá, podría llevarme con ella.

Le miré boquiabierta sin saber qué decir, el timbre comenzó a sonar y él metió una de sus llalletas de popótamos en el bolsillo de mi bata antes de irse.

No conseguía salir de la bruma que todo lo envolvía, y aunque Misha estaba más atento y tierno que nunca, no lograba llegar hasta mí, me había escondido y no quería que nadie me encontrase. No me gustaba esta vida, no era justa, no era sabia, no era generosa, no era tierna, no era tantas cosas...

MS decía que para superar el dolor, primero hay que entregarse a él, dejar que te invada, que te domine, hasta que poco a poco va perdiendo su fuerza y se desintegra por completo, y que todo dolor tiene su reloj, su propio tiempo, que a veces es más rápido, a veces más lento, dependiendo de las circunstancias y de los momentos. Lo que nunca me dijo es que hay dolores que no se desintegran por completo, y lo que tampoco me dijo es que, a veces, para conseguir salir de donde nos hemos refugiado hace falta una sacudida. Yo necesité tres, la primera me la proporcionó el claustro, la segunda Serguei, y la tercera unos increíbles ojos negros.

El claustro comenzó como todos los claustros, tranquilo, muy tranquilo, pero a medida que avanzaba, los ánimos se fueron caldeando, las rencillas personales comenzaron a emerger a la superficie y una vez que la pelota comenzó a rodar ya no hubo quién la parase. El que la puso en movimiento fue, naturalmente, el de gimnasia, que comenzó a quejarse por las guardias del patio mostrándose más prepotente que nunca y haciendo que los demás saltasen sobre él como auténticas alimañas hambrientas. ¡Es que le tenemos unas ganas! Yo también habría participado en el linchamiento, pero estaba envuelta en una neblina que me impedía intervenir en la vida mientras mi mente volaba libre por sabe Dios qué cielos.

Terminamos a las tantas. Ana se había ofrecido a llevarme, pero cuando nos metimos dentro del coche éste no arrancó.

El director nos encontró con el capó levantado mirando el motor. No sé para qué, la verdad, porque ninguna de las dos tiene ni la más mínima idea de mecánica, supongo que porque es lo que suele hacerse en estos casos.

—¿Qué pasa, no arranca? Será la batería.

—¡Joder, con lo tarde que es! —dijo Ana, enfadada. Era la que más caña le había dado al de gimnasia y aún estaba colorada por la trifulca—. Tendré que llamar al seguro.

—¿Por qué no lo dejas para mañana? Yo os llevo, si no os van a dar las uvas.

—¿Tú qué dices, Cris?

—Sí, creo que es lo mejor.

Ana se sentó delante, y mientras iban charlando, dándole una vez más la vuelta al de gimnasia, cerré los ojos; estaba cansada, muy cansada.

Cuando los volví a abrir, Ana ya no estaba y él se había sentado a mi lado y me miraba tiernamente.

—¡Te has quedado dormida! No me extraña, a mí también se me cierran los ojos.

—Lo... lo siento... yo...

—No te preocupes, me imagino por lo que estás pasando, de veras. No me gusta verte así, tan triste. Me gusta cuando te ríes, cada vez que oigo tu risa se me alegra el alma... —Y diciendo esto me cogió una mano y la acarició. La retiré y lo miré sorprendida—. ¿No podemos charlar un rato? —dijo acercando su mano a mi mejilla.

Se la aparté de un manotazo y solté el cinturón de seguridad, pero cuando eché mano a la puerta, no pude abrirla: había bajado los seguros.

—¡Abre la puerta! —exclamé.

—Hablemos un rato, ¿quieres?

—¡No!

—¿Por qué? —dijo mirándome insinuante.

—¡Porque no quiero! —grité a pleno pulmón—. ¡Abre la puerta ahora mismo!

Unos golpecitos en su ventanilla le hicieron girar la cabeza, y allí, tras el cristal, estaba Serguei con una pequeña sonrisa en los labios. Tan pronto Juan abrió las puertas, Serguei le agarró por la camisa y lo sacó del coche. Yo me lancé fuera a toda velocidad y me encontré rodeada de inmediato por tres hombres de negro. Serguei lo llevó hasta la acera y lo empotró contra la pared.

—¿Te ha puesto la mano encima, Cris? —dijo agarrándole por el cuello.

—No, no, no ha pasado nada. Déjale, déjale que se vaya.

Serguei lo hizo, no sin antes darle un puñetazo en el estómago que lo dobló por la mitad. Luego, me agarró por un brazo y, rodeada de hombres que velaban por mi vida, me llevó hasta un coche aparcado detrás del de Juan.

Los chicos se quedaron en el portal; Serguei caminaba a mi lado con decisión.

—¡No quiero que Misha lo sepa, Serguei! —dije mirándole muy seria.

—Tiene que saberlo.

—¡No quiero que lo sepa!

—¡Misha tiene que saberlo! ¡Si no se lo dices tú, lo haré yo! —dijo agarrándome por el brazo y metiéndome en el ascensor.

¡Oh, Dios, estos rusos tienen muy mala leche! Si éste se pone así... ¿cómo se pondrá el otro?

Cuando abrí la puerta y le vi, corrí a la habitación, me lancé sobre la cama y me abandoné al mayor de los llantos conocidos mientras oía cómo Serguei se lo contaba todo. Le oí marcharse, pero no oí la voz de Misha, entonces unos brazos me tomaron con la mayor de las dulzuras y me apretaron contra su pecho mientras las lágrimas salían sin control. Durante todo ese tiempo no dijo nada. Sí, los hombres rusos saben cuándo callar, lo saben, debe de ser una asignatura obligatoria en sus escuelas. Cuando me tranquilicé, me limpié la cara y le miré preocupada.

—Yo... no he hecho nada para... provocar esta situación, Misha...

—No necesitas decírmelo, lo sé —dijo limpiando mis lágrimas—. Nunca dudaría de ti cariño. Para mí tu lealtad está fuera de toda duda.

¡Y entonces ocurrió! Mientras me miraba en sus maravillosos ojos negros, la niebla comenzó a disiparse lentamente, la bruma empezó a desaparecer y la claridad del sol se puso de manifiesto ante mis ojos y le vi... le veo... por fin le vuelvo a ver... recostado sobre las almohadas de mi cama y mirándome con sus impresionantes ojos que todo lo pueden, más llenos de amor que nunca. Mi querido zar es la personificación del hombre por antonomasia, no hay mejor definición para él, tiene la dulzura y la fortaleza, la sensibilidad y la fuerza, la inteligencia y la perspicacia, por no hablar de la belleza y la perfección que irradia su cuerpo y que enciende mis sentidos sólo con mirarle.

—¡Oh, Misha, Misha! —digo besándole con toda mi pasión—. ¡Misha, Misha! —Mi boca invade la suya mientras su pecho se acelera al sentirme tan deseosa, tan excitada, tan entregada.

—¡Al fin has vuelto, mi vida, al fin! —dice tendiéndome sobre la cama y besándome con desesperación.

—Misha... por favor... por favor...

Libera mi sexo con prisa, con mucha prisa, y sin quitarnos el resto de la ropa me penetra como sólo él sabe hacerlo, llenándome, saciándome, tomándome, amándome.

—¡Cómo te he echado de menos, mi amor! —dice mientras me acaricia por dentro despacio, muy despacio, y sus manos me quitan la ropa dejando nuestros cuerpo piel con piel—. ¡Menos mal que has vuelto, cielo, no puedo vivir sin ti, no puedo!

Subo las piernas y las aprieto contra sus caderas haciéndole entrar más y más en mí mientras su aliento en mi boca me excita aún más y sus manos recorren mi cuerpo sin descanso.

—No quiero que te preocupes por lo que ha pasado hoy, yo me ocuparé de ello —me susurra al oído.

—Sí, Misha, ocúpate tú —le digo casi sin aire. Se para y me mira con una sonrisa—. Yo ya no puedo con más problemas —digo echándome a llorar otra vez.

—No llores, no quiero que llores por eso, ya se ha terminado, yo me ocuparé, ahora sólo siente, cielo, sólo siente.

No sé si dejar un problema en manos de un hombre tiene algún tipo de carga erótica invisible, pero el efecto que le produce a mi querido zar es un aumento de su masculinidad que me fascina. Todos los orgasmos que no he sentido en las últimas semanas los siento esta noche entre sus brazos, todos y alguno más que me regala.

Al alba me quedo por fin dormida pegada a su cuerpo, oyendo en mi oído un nuevo «TE QUIERO», nunca me lo habían dicho tantas veces en tan poco tiempo.

Me sumerjo en un sueño muy húmedo, creo que está lleno de lágrimas, y nado, nado entre las lágrimas y entre las lágrimas aparece Sergio, como aquel día en el Aquapark, sobre su flotador naranja que hacía juego con su pelo; Paula decía que así no le perderíamos de vista ni un momento porque se le distinguía a kilómetros de distancia. Con sus brillantes ojos azules y las pestañas perladas de agua, se acerca a mí chapoteando alegremente, le cojo en mis brazos y le beso con todo mi amor, apretando mi nariz contra su cuello y haciéndole cosquillas como sé que le gusta. Se ríe en mi oído, como entonces, me toma la cara entre sus manitas y con una sonrisa pícara me dice: «Con él ya no tendrás miedo por las noches, gitana». Así me llamaba cuando quería hacerme reír, porque aquel verano yo estaba muy morena y él me decía que parecía una gitana mientras nos reíamos como locos tirándonos por los toboganes más altos, rumbo al agua, rumbo a la vida. Sergio me acaricia la cara suavemente y me sonríe; luego se da la vuelta y chapotea con alegría en dirección al lugar donde tienen que habitar las almas puras como la suya.

—Cariño, despierta, estás llorando. Despierta, mi vida, despierta —dice Misha acariciando mi cara.

—Estaba soñando con Sergio, Misha, y era tan real... A él le gustas, Misha. Carlos no le gustaba, pero tú sí.

Me abraza con fuerza y nos quedamos así mucho, mucho tiempo. Por suerte es sábado y no tenemos que trabajar, así que nos relajamos hasta bien entrada la mañana.

—Me voy a duchar, cielo —digo saliendo por fin de la cama.

—¿Me dejas que te duche yo? Nunca lo he hecho.

El brillo de sus ojos es inconfundible, sólo de pensarlo ya está excitado, como puedo comprobar cuando se levanta. ¡Lo de este hombre no es normal!

—Sí. —La palabra me sale sola, naturalmente.

—Ésa es la palabra que más me gusta en tus labios.

Nunca me han dado una ducha tan deliciosa. Pasa la esponja sobre mi cuerpo en una lenta caricia y yo me dejo acariciar. La desliza por mis hombros y mi espalda, mi trasero, mis piernas, sin prisa, la mete entre mis nalgas y me frota suavemente.

—Date la vuelta —me dice en un susurro y con voz ronca—. Ahora abre las piernas.

Pasa la esponja sobre mi sexo, caliente y receptivo, y la mueve despacio mientras gimo de placer.

—¡Oh, Misha!

—¿Te gusta?

—Sí.

—Ahora te gustará más. —Deja la esponja e, impregnándose las manos de gel, me toca por todas partes. Mis labios están hinchados y mi clítoris entre sus dedos parece tener vida propia—. No quiero que te caigas, cariño, tiéndete. —Hago lo que me dice, no podría negarme. Se arrodilla entre mis piernas y me las separa mirándome con pasión—. ¡Tienes un sexo precioso! ¡Todo en ti es precioso! —dice acariciándolo suavemente.

Pasa la ducha sobre mi sexo para quitarme el jabón, mete dos dedos en mi vagina y se agacha sobre mi clítoris tomándolo en su boca y chupándolo con fuerza. Estoy a punto de explotar.

—Cariño, hay un sitio de ti donde aún no he estado. ¿Me dejas?

—Sí. —No puedo negarle nada.

Coge un poco de gel y lo extiende sobre su dedo. Me lo introduce despacio, muy despacio, poco a poco, y yo... creo que voy a enloquecer, un dedo en mi ano, otro en mi vagina y su boca en mi clítoris... es demasiado... sencillamente demasiado. Estallo en un orgasmo como no había sentido nunca y tan largo que parece no tener fin. Cuando se termina se tiende sobre mí.

—¡Eres deliciosa, deliciosa, deliciosa, te quiero!

Y diciéndome palabras de amor su pene entra en mi cuerpo con la lentitud de siempre haciéndome gemir.

—Misha..., no sé si podré soportar otro orgasmo ahora, es... demasiado... demasiado bueno.

—Nada es demasiado bueno para ti, mi amor, nada es demasiado, te mereces todo lo bueno, TODO.

—¿Todo bien? —pregunta Serguei cuando le ve entrar.

—Sí, todo bien —contesta con una sonrisa—. Llama al colegio de Cristina, quiero hablar con el director.

—Eso no le va a gustar, tendrás problemas.

—Te equivocas, no tendré ninguno, me ha dado carta blanca en lo que a este tema se refiere.

—¡No me lo puedo creer!

—Al fin he conseguido que confíe en mí.

—Ahora entiendo por qué estás tan contento —dice Serguei cogiendo el teléfono.

—¿Lo otro está bajo control?

—Sí, vigilado en todo momento —responde Serguei pasándole el teléfono.

—Buenos días, señor director —dice poniendo los pies sobre la mesa y encendiendo un cigarrillo—. Creo que usted y yo tenemos que tratar cierto tema... La cuestión es dónde... Le dejo elegir... ahí o aquí.

Su móvil comienza a sonar, lo miro y sigo tecleando ante el ordenador mientras le oigo canturrear en la ducha. ¡Dios, qué voz más bonita tiene!

MAB: «¡Lo que hace el amor! Si escuchase a San Pedro... ¡eso es una voz!».

El móvil vuelve a sonar una y otra vez y mi curiosidad toma el mando, miro la pantalla: NADIA.

¡Vaya, su hermana!

MAM: «Nena, ya te puedes ir preparando, aquí la rusa ha recaído y por la puerta grande».

MAB: «¿Qué quieres decir? ¿Ha vuelto a los brazos del ex convicto?».

MAM: «¡Los hermanos siempre dando problemas!».

MAB: «¿Tú tienes hermanos?».

MAM: «Sí».

MAB: «¿Cuántos?».

MAM: «Quince. No me mires así, no es culpa mía. Mi padre era muy fértil y le gustaba esparcir la semillita; allí donde la ponía, germinaba».

MAB: «Tu padre... ¿el cura? ¿Tuvo quince hijos?».

MAM: «Conmigo dieciséis. Ocho hembras y ocho varones, todo muy equitativo».

MAB: «¿Y... os reconoció... a todos?».

MAM: «¿Qué dices? No nos reconoció a ninguno. Cuando nos miraba desde el púlpito nos llamaba “hijos del pecado”».

MAB: «¡Oh, Dios mío!».

MAM: «Sí, sí, “Hijos del pecado”, una salvajada, por eso Agustín hizo lo que hizo».

MAB: «¿Qué... qué... hizo?».

MAM: «¡Se lo cargó!».

La conversación va subiendo peligrosamente de volumen, y aunque ha cerrado la puerta de la habitación, las palabras me llegan como impactos de una ametralladora; no quiero ni imaginar la cara de la que está al otro lado de la línea. Cuando terminan, no sale, lo cual significa que está tremendamente enfadado y que no tiene ninguna intención de contarme nada.

—¿Qué te parece si nos damos una vuelta en coche? —digo entrando y colgándome de su cuello.

—Sólo si me prometes que cantarás —dice abrazándome muy fuerte—. Tienes una voz preciosa, todo en ti es precioso, todo —dice sentándome en su regazo—. A veces pienso en todos los años que no he estado a tu lado y me parecen tan desperdiciados...

Bajamos al parking, pero al llegar ante la puerta me paro en seco y, mirándole muy seria, levanto un dedo amenazador ante su cara.

—Mi coche es viejo, muy viejo, pero me gusta, le tengo cariño, hemos vivido momentos muy buenos y muy malos, funciona de maravilla y no tengo ninguna intención de cambiarlo, ¿entendido? —Me mira riendo, casi carcajeándose—. ¡Misha, lo digo totalmente en serio!

—De acuerdo, si es una cuestión de nostalgia tendré que respetarlo.

—¡Oh, sí, de nostalgia, de mucha nostalgia! —digo asintiendo con la cabeza para dar más énfasis a mis palabras.

Sigue riéndose durante un buen rato mientras cambio el CD, hoy me apetece El Barrio, es fantástico. Salimos del garaje sin rumbo fijo, pero a los pocos kilómetros veo que empieza a revolverse incómodo en el asiento.

—¿Qué pasa? —le digo frunciendo el ceño.

—Cris, entiendo lo de la nostalgia, de veras que lo entiendo pero...

—¡Oh, no, esto no es negociable, Misha!

—Cariño, escucha. No tiene frenos ABS, no tiene airbag, Cristina, este coche no es seguro, un simple golpe te puede hacer mucho daño.

—¡No te quiero oír, no te quiero oír! —digo subiendo el volumen de la música y cantando a pleno pulmón—: «Nos vamos pa Madrid...».

—Nena —dice bajando el volumen—. Si algo te pasara yendo en este coche no me lo podría perdonar.

—¡No, no, no!

—Pero, cariño, el nuevo te gustará.

—¡No, no, no! ¿Y qué será lo siguiente, Misha, qué será lo próximo, cambiarme las tetas? —¡Dios, estoy descontrolada, qué enfadada me estoy poniendo!

Su carcajada me impide escuchar la música, así que la subo con rabia, pero él vuelve a bajarla mientras se acerca y comienza a acariciar mi estómago. ¡Oh, Señor, ya no veo la carretera!

—Tus tetas son perfectas, no necesitan ningún cambio —dice subiendo su mano y acariciándomelas suavemente.

O paro el coche o tendremos un accidente y entonces ya habrá un motivo para deshacerse de él. Cojo el primer desvío que encuentro, me meto por un camino rural y aparco entre los árboles.

—¡No puedes cambiar todo en mi vida!

—¿Por qué no? ¿Acaso yo no he cambiado todo en la mía?

Vaya, ahí ha estado rápido, eso no admite réplica. Pero yo no quiero dar mi brazo a torcer, necesito tener algún reducto de mi vida donde aún pueda tomar decisiones.

—No quiero otro coche, me gusta éste. Aquí he llorado mucho y también he reído mucho, por no hablar de otras cosas.

—¿Qué otras cosas? —pregunta mientras se desabrocha el cinturón de seguridad y me mira con curiosidad.

—Oh, bueno... ¡cosas!

—Vaya... ¿Lo hiciste aquí la primera vez?

Pero qué listo es, ya me ha pillado. No puedo evitar sonreír. Sí, aquí lo hice por primera vez, tenía diecinueve años, todas mis amigas lo habían hecho ya pero yo no encontraba la pareja perfecta. Luis llevaba tiempo detrás de mí y yo... me dejé llevar. Nos fuimos a un descampado y lo hicimos. Fue muy incómodo y mi inexperiencia no ayudó. Luis acabó rápido y yo ni me enteré. Cuando se estaba vistiendo preguntó sonriente: «¿Te ha gustado?». «¡Oh, sí, claro, mucho!», dije yo, y él recompensó mis «sinceras» palabras con un tierno beso. Ese día comprendí que la vanidad masculina es infinita, pero que los esfuerzos de algunos hombres por satisfacer a las mujeres dejan bastante que desear. No volví a salir con él, aunque me llamó muchas veces. Me sentí tan decepcionada de esa primera vez que tardé mucho, mucho tiempo en repetir.

—¿Lo estás recordando, verdad? —Sí, me he olvidado dónde estaba y me he dejado llevar por los recuerdos, me pasa con frecuencia—. ¿Quién era él?

—Un compañero de magisterio.

—¿Y cómo fue tu primera vez? —pregunta apoyándose en el respaldo del asiento y mirándome fijamente.

—Fría, rápida y nada placentera.

—¿Y qué te parece si impregnamos este coche de recuerdos cálidos, lentos y muy placenteros? —me dice mientras me acaricia la mejilla—. Ya que vas a seguir usándolo, me gustaría formar parte de ellos.

Pasamos al asiento de atrás, encendemos la calefacción y echamos los seguros. No puedo resistirme a este hombre. Se desnuda deprisa y luego hace lo mismo conmigo pero lentamente. Me coge por las axilas y me sienta sobre su cuerpo, parece un rey en su trono mirándome con lujuria. Me separa mucho las piernas y hunde su pene en mi interior, caliente, muy caliente, llenándome, como siempre. Aprieto mis caderas sobre su cuerpo, quiero sentirle totalmente dentro de mí y le hago gemir con fuerza.

—¡Oh, mi vida, siempre me siento en el cielo cuando estoy dentro de ti, eres perfecta para mí! Nunca había sentido tanto placer con nadie como lo siento contigo, cielo, tienes todo lo que me falta, todo lo que quiero, todo lo que necesito.

Esas palabras, que yo también pronuncié en las islas, se graban a fuego en mi alma y ese fuego todo lo llena, todo lo inunda, excitándome aún más. Me muevo sobre él frotando mi clítoris contra su vientre y estallo en un orgasmo pleno mientras me mira, me besa, me toca, me siente. Cuando creo que ya no puedo más, me agarra suavemente las caderas y las mueve a su ritmo llegando él también a un orgasmo que le hace gemir con fuerza.

Me relajo sobre su cuerpo, nada es comparable a estar entre sus brazos, nada. Un estremecimiento de placer me recorre la columna vertebral mientras huelo su piel y acaricio su pelo lentamente.

—¿Tienes frío, nena?

—¡Oh, no, Misha, estoy ardiendo!

—Me alegro, porque aún no tengo bastante de ti.

Me toma por las axilas y me deja en el asiento y él se arrodilla en las alfombrillas y me separa las piernas. De repente me siento cohibida estando tan expuesta y las cierro.

—Misha..., no me mires así, me da vergüenza. —Y lo digo en serio, me he puesto colorada.

—Quiero verte, mi amor, eres preciosa, eres perfecta para mí, déjame verte, cielo —dice besándome con ansia—. Quiero saborearte entera, toda mía, toda para mí, sólo para mí. Abre las piernas, cielo, ábrelas para mí.

No me puedo resistir. Hunde su cara entre mis piernas y me lame como si yo fuese el mejor de los manjares; pasa sus brazos bajo mis caderas y me agarra con fuerza atrayéndome hacia su boca y succionando mi clítoris con una maestría que no creía posible. Me está volviendo loca.

—¡Oh, Misha, Misha! —grito arqueando mi cuerpo al sentir el placer que me atraviesa y agarrándome al respaldo del asiento mientras me corro en su boca.

Me tiende sobre el asiento, se pone sobre mi cuerpo besándome con las mismas ganas de la primera vez, y yo me entrego a él de la única forma que sé hacerlo, completamente.

—Yo también quiero más de ti, Misha —digo dejándole entrar en mi cuerpo—. Porque tú también eres perfecto para mí. Sin ti no tengo nada, mi amor, nada.

Entra en mi cuerpo con la facilidad de siempre, estoy empapada por sus besos, por sus labios, por su lengua, por el deseo, y se desliza dentro de mí, duro y pletórico, tomando lo que es suyo, amando lo que es suyo, perdiéndonos en un orgasmo que nos llena plenamente y nos lleva al mismo cielo.

—Anatoli, ha llegado una carta para ti —dice el guardia dándosela en mano. Es lo que tiene ser lameculos, que a veces te hacen algún favor.

Anatoli mira el sobre sorprendido, la dirección está escrita en español y no reconoce la letra. La abre y junto con la carta encuentra un sobre más pequeño. Comienza a leer y, mientras las palabras van pasando ante sus ojos, el papel empieza a temblar en sus manos, la frente comienza a cubrírsele de sudor y su respiración se acelera. Se levanta y pasea inquieto por la celda vacía mirando el sobre pequeño, vuelve a la carta y la lee de nuevo y entonces... abre el sobre.

Sus gritos atraen al funcionario de guardia, que da la voz de alarma. Le encuentran destrozando todo lo que pilla a su paso, dando puñetazos a todo lo que se le pone por delante, paredes incluidas. Son necesarios cuatro guardias para reducir la brutalidad rusa y llevarle hasta la enfermería. Tiene cortes en los brazos y una posible muñeca rota.

—¡Estos rusos están majaras! —dice uno de los guardias mirándole asombrado mientras le ata a la camilla.

Tan pronto los guardias salen de la enfermería, Anatoli se calma y deja de gritar en su extraño idioma. Respira profundamente y gira la cabeza hacia el compañero que descansa en la camilla de al lado, que le mira con el ceño fruncido.

—Necesito hablar con Ibra, es urgente —le dice en ruso.

—Eso te saldrá caro, muy caro.

—No importa lo que cueste, pero tengo que hablar con él cuanto antes, dile que venga a verme.

—De acuerdo.

—Misha —dice Serguei entrando en el despacho—. Abre el correo de Cris, tienes que ver sus mensajes.

—¿Qué pasa? —dice frunciendo el ceño mientras abre la pantalla. Lee atentamente durante un buen rato, luego se levanta y mira a Serguei con inquietud—. Me preocupa que sepa que ha salido, Serguei, me preocupa mucho. Además..., su coche es un problema, un auténtico problema, no te imaginas lo bien que conduce, no me extraña que te dieran esquinazo. Tenemos que controlar su coche en todo momento, no me fío y ahora... —Mira la pantalla—. Ahora menos que nunca. ¿Cómo va lo de la cacería?

—Ha organizado una para después de las fiestas, el día 30. Parece que quiere despedir bien el año.

—¿Está todo preparado?

Sí, todo, no hemos dejado ni un cabo suelto, no saldrá vivo de allí.

Estoy preparando unos deliciosos espaguetis con nata, receta de mi cuñada, que otra cosa no tendrá pero es una cocinera estupenda, y mientras espero que se cuezan reviso mis mensajes. No imagino las sorpresas que me esperan en este mundo cibernético, como lo llamaría mi madre. Y el primero con el que me encuentro es precisamente de ella, de mi querida y abnegada madre, que, como siempre, pide ayuda.

¡Hola, nena! No sabes cómo sentí no poder asistir al entierro de Sergio, te agradezco que me avisaras, pero no podía, me fue imposible, estaba con gripe. Ahora acabo de volver de un viaje y no te lo vas a creer pero me caí y me he roto la cadera. No me puedo mover, cariño, mi amiga Margarita me está ayudando, pero dentro de unos días se marcha a Gijón para pasar las Navidades con su hija y yo necesito que alguien me ayude. He llamado a tu hermano pero sigue sin cogerme el teléfono. ¿Podrías pasarte por casa? Un beso, cielo. ¡Increíble! ¡Mi madre no tiene vergüenza! Ya está pidiendo ayuda de nuevo, como si nada hubiese pasado. Bien, mamá, ¿así que te has roto la cadera y no te puedes mover?, pues creo que es un buen momento para la reflexión, sí, tendrás mucho tiempo para pensar y, dado que las palabras no surten ningún efecto en ti, quizás puedan hacerlo las imágenes. ¿No dicen que una imagen vale más que mil palabras? Pues recurriremos a ellas, a ver si conseguimos refrescarte la memoria y despertar un poco esa conciencia que tienes tan dormida.

Ya estoy fuera, zorra, libre como el viento y deseando verte. Ya te puedes ir preparando, puta, te voy a follar como nunca y luego te moleré a palos para que aprendas que a mí no se me encierra. Cuando mi querido zar llega a casa, me encuentra en el suelo del salón, con fotos desperdigadas por todas partes.

—Pero, mi vida, ¿qué haces? —dice riéndose.

—Estoy preparando un regalo para mi madre, será mi regalo de Navidad, le va a encantar. ¿Qué tal el trabajo?

—Bien, ha ido bien. ¡Caray, qué bien huele!

—Espaguetis con nata —digo con una gran sonrisa viendo cómo se relame.

Pero, cuando después de cenar, nos sentamos en el sofá, veo en su mano un arañazo.

—¿Qué es esto?

—Nada, no es nada —dice tomándome entre sus brazos y cerrándome una vez más la boca—. La cena estaba deliciosa, eres una cocinera estupenda.

—¿Cómo te lo has hecho, Misha?

—Me tropecé con algo —dice mirándome con una sonrisa pícara.

—¿Con algo? —le pregunto abriendo mucho los ojos.

—Tranquila, aún está vivo.

—¿Qué?

No quiere darme más explicaciones y la verdad es que tampoco sé si las quiero oír. Cuando me toma entre sus brazos y me lleva a la cama, mis preguntas y mis protestas se quedan en algún remoto lugar del interior de mi cuerpo mientras sus ojos brillantes como estrellas me recorren con una lujuria que me excita hasta límites insospechados.

Tras desnudarme lentamente sobre la cama, me da la vuelta, se tiende sobre mí y me besa con desesperación. Sentir a semejante adonis jadeando de placer en mi oreja es más de lo que puedo soportar, así que cuando me pide que me ponga de rodillas, no lo dudo ni un momento, creo que si me pidiese que echase a volar, al instante me saldrían alas y comenzarían a aletear alegremente. Abraza mi cuerpo por detrás acariciando mis pechos y yo... ya no sé ni dónde estoy, sus dedos bajan por mi estómago y mi vientre hasta llegar a mi sexo y siento que me deshago en sus manos. Me dobla suavemente hacia delante y hunde su cara entre mis nalgas. Cuando siento su lengua lamiéndome, un gemido de sorpresa sale de mi boca. Mientras me estremezco, me separa las piernas lentamente y me introduce un dedo despacio, muy despacio, y con la otra mano me acaricia el sexo.

—¿Te hago daño, cielo?

—No.

—¿Te gusta?

—Sí.

Me separa más las piernas, acerca su miembro a mi vagina y lentamente, muy lentamente, como sabe que me gusta, entra en mi cuerpo excitado haciéndome vibrar una vez más.

—Misha, Misha, Misha...

—Sí, mi amor, sí. —Se corre en mi interior arrastrándome en este mar de placer que es mi cama, nuestra cama, que ya es suya, como yo, como mi alma.

Me lleva a un mundo donde el placer todo lo envuelve, donde sus gemidos en mi oído son la mejor de las melodías, donde no existe el ayer ni el mañana, sólo el hoy, el ahora, su cuerpo, mi cuerpo y el placer que me atraviesa.

Cuando la pasión nos deja exhaustos se tiende suavemente sobre mí y entrelaza sus manos con las mías. Sus labios dejan sobre mi piel millares de besos y caricias.

—¡Es una delicia hacer el amor contigo, cariño, una delicia! —me susurra al oído.

—Pero, Misha..., hay algo que me preocupa. —Levanta la cabeza y me mira con el ceño fruncido—. ¡Te estás aficionando mucho a mi trasero!

La carcajada que atraviesa su cuerpo atraviesa también el mío y me hace reír.

—¡Oh, cielo, es que me encanta! ¿Lo has hecho alguna vez, cariño?

—Sí.

—Y te gustó.

—NO.

Se aparta de mi cuerpo como si le quemase, y su mirada, hasta hace un momento dulce y tierna, se vuelve desorbitada. Me toma la cara entre las manos y me mira como si se hubiese vuelto loco de terror.

—¿Por qué no me lo has dicho? Yo... no te hubiese tocado así de haberlo sabido, mi vida, no lo habría hecho si tú... ¡Oh, cielo, debiste decírmelo! ¡Perdóname, nena, perdóname, lo siento! ¿Te he hecho daño, cielo, te he hecho daño? —dice con desesperación mientras sus labios no dejan ni un lugar de mi cara sin besar.

—No, Misha, no me has hecho daño, ningún daño, todo lo que tú me haces me gusta, todo, Misha, todo. Todo me satisface y me conmueve, todo me sacia y no quiero negarte nada, mi amor, todo te lo quiero dar, todo.

MAB: «¿Ves? Ha sido por culpa de ese libro. ¿Y aún te preguntas por qué nos han prohibido leerlo?».

MAM: «No digas chorradas. ¿Te crees que la gente no había experimentado con su cuerpo hasta que ese libro llegó a sus manos? ¿Tengo que recordarte lo que hacían los griegos o de dónde crees que viene lo de “hacer un griego”? Por no hablar del “francés”, “la cubana”, “las orgías”, “los tríos”... ¡Todo está inventado! Por cierto, ¿tú has hecho alguno?».

MAB: «Pero ¿cómo puedes preguntarme una cosa así? ¡Eso pertenece a mi intimidad!».

MAM: «Ay, Dios..., ¿no me digas que eres virgen?».