5

POR fin ha ocurrido lo que estaba deseando desde mi primer día de vacaciones. ¡Mi reloj interno ha petado!

Me levanto con la sensación de haber dormido veinte horas, salgo a la terraza y me recibe un día gris pero con una temperatura de lo más agradable. Me pongo unos vaqueros, una camiseta fucsia y alpargatas del mismo color y bajo al comedor, que, naturalmente, encuentro cerrado a semejantes horas. Me acomodo en la barra de la cafetería, donde un sonriente camarero pone ante mí un café americano que huele deliciosamente bien y un cruasán que huele aún mejor. En el otro extremo de la barra, un hombre de negro lee muy concentrado un periódico de extraños caracteres, pero cuando el camarero sonriente, y probablemente aburrido, intenta entablar conversación preguntándome si me estoy divirtiendo en mis vacaciones, el hombre de negro le dedica una mirada heladora.

Tras un desayuno que me sabe a gloria y una conversación de lo más entretenida, me encamino hacia el mercadillo que me ha recomendado el camarero. No quiero volver a la piscina, aún no estoy preparada para verle, sólo de pensarlo mi corazón se acelera, y no he venido aquí para sufrir un infarto.

Dicen que comprar es uno de esos placeres reservados al sexo femenino, pero yo tengo mis dudas. No suelo practicarlo con frecuencia. Naturalmente, algo tendrá que ver el hecho de que mi sueldo de maestra ha ido incomprensiblemente menguando con los años mientras que el IVA ha ido incomprensiblemente subiendo, lo cual ha provocado que tanto yo como los demás miembros del sindicato de la tiza hayamos tenido que apretarnos cinturones que no tenemos para así hacer las delicias de los que, cogiendo aviones libremente, se presentan en Suiza con maletas cargadas de dinero. Pero por una vez, y sin que sirva de precedente, decido alegrar este día gris sumergiéndome en un consumismo total y absoluto que, sorprendentemente, me resulta de los más agradable y relajante.

A mediodía decido reponer fuerzas en la preciosa terraza de un restaurante. Con una fresca ensalada, seguida de un delicioso arroz y un postre que hace que me relama, las vistas que tengo ante mis ojos pasan de maravillosas a sencillamente sublimes. Y mientras doy cuenta de un delicioso café y enciendo un cigarrillo diciéndome que no me podría sentir mejor, mi móvil comienza a sonar y en su pantalla de última generación aparece el nombre de alguien con quien no me apetece nada hablar: MAMÁ.

Mi madre es portadora del extraño gen de la inoportunidad, pero lo peor no es eso, lo peor es que no le importa tenerlo, fundamentalmente porque para ella sus asuntos son siempre lo primero, están antes que nada y que nadie. Sí, sé que no está bien hablar así de la persona que me dio la vida, pero ésa ha sido su única contribución como madre; una vez me trajo a este mundo, consideró que ya había cumplido con todas sus obligaciones al respecto. Tras mucho dudar, acabo aceptando la llamada, como siempre, aun a sabiendas de que hablar con ella probablemente estropeará mi estupendo día de compras.

—Hola, mamá.

—Tengo algo muy importante que contarte, ¡no te lo vas a creer! —Ni siquiera pregunta cómo estoy—. Tengo un nuevo novio, pero éste no es como los demás, nena, no, no, no, no te lo vas a creer.

Pongo los ojos en blanco porque de mi madre me lo creo todo. A saber con qué me sale ahora... ¿No se habrá vuelto lesbiana? Ya era lo que me faltaba, aguantar a una madrastra... ¡Hay que ver cuánto daño ha hecho Blancanieves!

—No me digas que es una mujer.

—¡Por Dios, Cristina, qué cosas dices! A mí me gustan los hombres. —¡Seré tonta, cómo no se me ha ocurrido!—. Me he echado un novio cibernético. ¿No te parece alucinante? A mi amiga Margarita sus hijos le han regalado un ordenador, que ya podríais tomar nota tu hermano y tú, por cierto, y el otro día estuvimos chateando con unos chicos de Alaska, son españoles y están allí de vacaciones y bla... bla... bla...

Mi madre sigue y sigue hablando mientras yo desconecto. Abro la boca echando volutas de humo y me imagino a un par de chavales aburridos en cualquier cibercafé, partiéndose y mondándose mientras les cuentan trola tras trola a mi superficial madre y a su amiga Margarita. No puedo evitar que me dé la risa. Mi madre chateando..., si no sabe ni encender un ordenador... Si esta mujer que está al otro lado del teléfono no fuese mi madre, pensaría que sencillamente es genial, pero es que ¡es mi madre! La que me ha tocado en suerte. Y mientras ella continúa con su particular monólogo, yo dejo volar mi imaginación y me pregunto cómo habría sido mi vida con una madre diferente. Quizás las inseguridades que tengo no estarían ahí, aunque también podría ser que, en lugar de éstas, tuviese otras aún peores, porque las cosas siempre pueden ir a peor, al menos eso decía MS. Es algo que nunca he entendido de él; se supone que tenía que animarme y hacerme ver el lado bueno de las cosas, pero se empeñaba en hacerme ver el malo. A veces me he preguntado si no lo haría premeditadamente para ponerme en situaciones límite y hacer aflorar así mis miedos más ocultos a la superficie...

—Nena..., ¿estás ahí?

—Sí, sí, estoy aquí —digo volviendo a la realidad.

—Bueno, pues no te lo vas a creer pero los chicos dicen que van a venir la semana que viene y que quieren conocernos. ¿No te parece increíble?

—Sí, mamá, me parece increíble. —Ya podéis esperar sentadas, a Margarita se le van a caer los pétalos.

—Por cierto, el otro día me preguntaron por ti. —Me quedo con el cigarrillo en el aire—. Me encontré con Carlos en el centro comercial. ¡Está más guapo que nunca! Llevaba un traje que ha tenido que costarle una pasta y una corbata que quitaba el sentido. Tenía mucho interés en saber adónde habías ido de vacaciones. No entiendo cómo no vuelves con él, sigue coladito por ti.

—¿Cómo puedes decir algo así, mamá? —Mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

—¡Oh, ya sé que tiene carácter, ya lo sé! Pero qué sería de un hombre si no lo tuviera... Los hombres sin carácter no valen para nada, te lo aseguro, y si no, mira a tu padre, un fracasado. ¿Qué habría sido de vosotros si no fuera por mí?

—¡Mamá, ya está bien, ya está bien! ¡Sabes lo que Carlos me hizo! ¿Cómo puedes hablar así?

—Hay que ver cómo te pones... ¡No se puede hablar contigo! Aún no entiendo qué vio en ti ese hombre, la verdad, eres igual que tu padre.

MS la llamaba «madrerrobaenergías» y decía que el problema no era ella, sino yo, y que en cuanto aprendiese a decirle «NO», todo ese flujo de energía que salía de mi cuerpo y llegaba al suyo se interrumpiría, y cuando eso ocurriese habría llegado a la edad adulta. No estaba muy segura de ello, pero, dado que tenía muchos títulos colgados en las paredes, llegué a la conclusión de que debía creerle me dijera lo que me dijese.

El día que comenzó siendo gris ha desaparecido dando paso a un sol radiante, pero yo no lo veo, todo mi mundo se ha visto rodeado por un espesa bruma sobre la que la sombra de mi madre sobrevuela sin dejar que se disipe. Vuelvo al hotel cargada de bolsas y sintiéndome tremendamente cansada, tan cansada que me voy a la habitación y paso allí el resto del día, ni siquiera bajo a cenar, se me han quitado las ganas de todo, hasta de comer.

MAB: «Esto es más grave de lo que pensábamos».

MAM: «Tita ya nos advirtió que esa mujer no era una buena influencia para ella. Deberíamos hacer algo al respecto. ¿Has oído lo que ha dicho? “Madrerrobaenergías.” ¿Eso no está penado en el código?».

Misha está en la barra del bar con Serguei cuando la ven entrar atravesando las grandes puertas giratorias. Sus ojos se clavan en ella, recorren su cuerpo lentamente y siguen todos sus movimientos. Camina despacio, cargada con dos grandes bolsas, pero cuando la recepcionista envía al botones, declina su ofrecimiento de forma distraída y se dirige hacia los ascensores. La ve entrar despacio y apoyarse contra el espejo, con la cabeza inclinada y un aspecto tremendamente triste que le conmueve.

—¿Qué pasa con Nicolás? Aún no sabemos nada y yo necesito esa información cuanto antes.

—Volveré a llamarle. —Serguei saca el móvil—. ¡Sí que te ha dado fuerte!

La autocompasión es un sentimiento muy extraño: por un lado te reconforta y por otro hace que te sientas culpable. A pesar de todo, recurro a ella y, estirada en la tumbona, con el libro en una mano y el cigarrillo en la otra, dejo que sobrevuele sobre mí y dedico el resto de la tarde a compadecerme de mí misma por la madre que tengo.

Al caer la noche me doy una larga ducha e intento quitarme de la piel su recuerdo, sus palabras y el sonido de su voz. Salgo del baño sintiéndome un poco más liberada, pero no lo suficiente. Por suerte, el precioso camisón de Tita obra el milagro y, tan pronto lo pongo sobre mi cuerpo, le da la patada definitiva al recuerdo de mi madre, que comienza a disiparse como la luz del día.

El cansancio, que había dado paso a la apatía y ésta a la tristeza, se convierte en relajación y sosiego en brazos de Morfeo. Y mientras me rindo a sus encantos me digo que el nuevo día no me encontrará decaída; no me he ido tan lejos de mi casa para permitir que los viejos demonios de mi vida me invadan de nuevo. Y, si para que eso no ocurra, tengo que dejar de contestar a las llamadas de mi madre, lo haré.

«AVENTURA». Ésa es la palabra con la que mi mente se despierta a la luz del nuevo día y ésa es precisamente la palabra que ilustra el folleto que descansa sobre el mostrador de recepción y que atrae mi mirada: VIVA UNA AVENTURA QUE DEJARÁ HUELLA EN SU VIDA. CURSO DE BUCEO. Sí, sé que en condiciones normales nunca se me hubiese ocurrido semejante despropósito, pero éste es uno de los efectos secundarios que mi madre ejerce sobre mí. Una vez que he conseguido quitarme de encima la tristeza que me produce, la rebeldía toma el control de mi mente y de mi cuerpo.

Y aquí estoy, ataviada con extraños y pesados artilugios que no sé para qué sirven y que no me permiten dar más de dos pasos en el agua sin tambalearme peligrosamente. Los instructores nos han reunido en una de las piscinas pequeñas, donde nos dan lo que ellos llaman «cursillo» y que yo, aun siendo una neófita en el tema, me atrevo a poner en duda, pero la seriedad con la que lo afirman me hace mantener la boca cerrada. «Nadie se mete en el mar sin haber hecho antes el cursillo.» Miro a mi alrededor porque la extraña sensación de que alguien me está observando se ha hecho un hueco entre tanto tubo y me espolea, pero no veo a nadie a la vista, cosa un tanto extraña porque mi intuición no suele fallar en ese aspecto, en otros sí, pero en ése no.

MAM: «Tranquila, nena, con esa pinta dudo mucho que el dios griego fuese capaz de reconocerte aun teniéndote delante».

«¡Pues tienes toda la razón! Pero ¿cómo me voy a mover en el agua con tanto peso? Y maldita sea... ¡no consigo mantener la boca cerrada en torno a este aparato!»

MAB: «No ha sido buena idea. Sé inteligente y da un paso atrás, sal del grupo y olvida eso de nadar entre tiburones».

«¿Tiburones? ¿Aquí hay tiburones?»

MAM: «No le hagas caso, lo ha dicho por decir, sus conocimientos respecto a la fauna marina dejan mucho que desear. Tranquila, aquí no hay tiburones, y si los hubiera, es más probable que se acercasen a ella...».

A mi derecha, la madre de la niña, mucho más oronda que yo, intenta avanzar por el borde de la piscina con las aletas que le han puesto en los pies. Naturalmente, al segundo paso pierde el equilibrio y cae hacia atrás, dentro del agua, cual si de una bomba se tratase. Su marido, lejos de correr a ayudarla, estalla en grandes carcajadas mientras los monitores se lanzan al rescate. ¡No es cuestión de perder a un miembro del equipo antes de empezar!

—Pero ¿qué demonios estás haciendo? ¿Ahora eres voyeur? —pregunta Serguei al salir a la terraza y ver que Misha está observando las piscinas con unos prismáticos.

—¡Oh, Señor! —exclama Misha entre carcajadas pero sin apartar la vista del precioso bañador amarillo.

«Así que quieres bucear, risa bonita. Vaya, vaya, vaya..., una aventurera. Pero ¡parece que no tienes mucha idea! ¿Es que nadie te ha dicho que es peligroso?»

—Serguei, apúntame en el curso de submarinismo.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? —replica mirándole con ojos desorbitados—. ¿Esto no será la crisis de los cuarenta? No me parece buena idea...

—Serguei —dice Misha bajando los prismáticos—, ella está en el grupo de buceo... y no tiene ni idea.

—Está bien. —Serguei menea la cabeza y coge el móvil—. Te apunto, pero yo también voy.

Una zódiac nos recoge en el puerto y, mientras nos lleva hasta el barco, me pregunto cómo pueden los narcotraficantes recorrer kilómetros y kilómetros de océano, cargados con fardos de droga, luchando contra el viento, las olas, las corrientes y el miedo, a bordo de semejante medio de transporte tan inseguro e inestable. A mi lado, y creo que compartiendo parte de mis pensamiento, la madre de la niña me mira muy pálida.

—Estoy muy nerviosa, es la primera vez que voy a bucear. ¿Y usted?

—Sí, yo también.

¡Y ahora me llama de usted! Pero ¿qué pasa? ¿Impongo mucho o es que el sol sigue haciendo de las suyas sobre mi piel y parezco más vieja por momentos?

MAM: «No se lo tengas en cuenta, está cagada de miedo», me dice en un susurro.

—Yo no quería, pero él se ha empeñado —dice señalando con rabia a su marido—. Por lo visto siempre había querido aprender a buscar. ¡Cómo si esto nos fuese a servir para algo! Pero, claro, si lo dice él, hay que hacerle caso, las órdenes son órdenes. —Pone los ojos en blanco—. Yo lo único que quiero es descansar. ¿Acaso es pedir mucho? Que me hagan la cama, que me pongan la comida en el plato, que me lo den todo hecho. Pero, según él, las vacaciones hay que aprovecharlas al máximo y ¡hala, a la aventura!

No puedo evitar reírme mientras observo al marido, que se ha enfrascado en una apasionante conversación con el piloto de la zódiac sobre el fascinante mundo de los motores de barco, conversación que inexorablemente desemboca en el tema de los motores de coches, que da pie al parlanchín piloto a presumir del espectacular coche que se acaba de comprar, de sus muchos caballos, de su potencia... Y escuchándole no puedo evitar pensar...

—Los coches... la prolongación del falo.

¡Oh, Señor, mi tendencia a hablar en alto!

Miro a mi alrededor y afortunadamente todo el mundo está concentrado en no caerse por la borda, todos menos la mujer que tengo a mi lado, que al ver mis ojos asombrados no puede evitar estallar en carcajadas.

Si el tema del buceo es mucho más difícil de lo que me imaginaba, subir a un barco tampoco resulta fácil, pero al llegar a lo alto de la escalerilla y poner los pies en cubierta mis divagaciones se quedan una vez más en stand by cuando unos ojos negros como la noche me reciben al otro lado. El corazón me pega una sacudida y mi boca se abre y se vuelve a cerrar mientras ojos negros esboza en su increíble cara una pequeña sonrisa que provoca en la mía un arcoíris de colores que no veo pero que siento en su plenitud. Mi espíritu de supervivencia, dejándose llevar por el irrefrenable impulso de regresar en la zódiac al hotel, toma el mando y gira mi cuerpo hacia las escalerillas por las que acabo de subir. Pero la madre de la niña, que viene tras de mí, al ver mis ojos desorbitados, salta a cubierta con una agilidad pasmosa y mirada suplicante.

—¡Ni se le ocurra echarse atrás ahora! Si usted abandona, yo también, y esto será un auténtico espectáculo. ¡Mi marido me lo echará en cara por los siglos de los siglos!

—Está bien, está bien —le digo dándole una suave palmadita—. Pero si no dejas de llamarme de usted, me tiro de cabeza.

Su carcajada disipa un poco mi miedo, pero sólo un poco. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? ¡Todo esto es culpa de mi madre! Hay que ver las cosas que me obliga a hacer... ¿Por qué no he podido tener una madre normal, de las que hacen calceta?

Navegar es toda una experiencia, sobre todo para mi estómago, que amenaza peligrosamente con hacerme sacar la cabeza por la borda. Por suerte, mi dignidad, esa que se me quedó en el agua de la cala, ha vuelto a mí traída por las olas del mar y le gana el pulso al mareo. Una hora más tarde detienen el barco en un sitio que dicen es bueno, miro alrededor y me pregunto cómo pueden saberlo, y entonces me doy cuenta de que estar en medio del mar es muy desconcertante: no hay esquinas. Y eso, para alguien como yo, sin ningún sentido de la orientación, es tremendamente inquietante.

Mientras hago como que me concentro en ponerme el traje, no puedo evitar echar una visual al hombre que está a pocos metros frente a mí. Si vestido era un dios griego, desnudo es un adonis total y absoluto. Recorro su cuerpo sin poder evitar pensar en el David y en que Miguel Ángel sin duda tuvo ante sus ojos a un modelo como éste. Imposible hacerlo de memoria. Debería revisar mis conocimientos de anatomía, ¡no sabía que los hombres tuvieran tantos músculos en el cuerpo!

MAM: «Ya sabéis que dicen que Miguel Ángel era de la otra acera».

MAB: «No serás homófobo...».

MAM: «Al contrario... ¿Sabes que en aquella época ser gay era como hoy ser chic? Un signo de progreso y de clase. Me pregunto si el que hizo de modelo...».

«¡Chicos, chicos, dejadlo ya! ¿Os habéis dado cuenta de que ojos negros no ha hecho el cursillo? ¡Y decían que nadie se mete en el mar sin hacerlo! ¡A mí los enchufismos me matan!»

MAM: «¡Oh, déjanos! Esta conversación es mucho más interesante, y enchufismos los ha habido siempre y siempre los habrá!».

Cierro mi boca imaginaria y presto atención a los instructores que están dando las últimas indicaciones. Nos dividen por parejas y, por suerte para mí, uno de los instructores se coloca a mi lado; creo que no me ve muy hábil en estas lides y probablemente teme que le estropee el día.

¡Pues haces bien en tener dudas porque yo soy la primera que las tengo y si las tengo yo... malo!

¡Estoy buceando!

No me lo puedo creer pero así es. Estoy descendiendo a las profundidades del océano... Cuando se lo cuente a Paula no se lo va a creer. Sigo al hombre que va delante preguntándome hasta dónde piensa bajar, pero afortunadamente no hay mucha profundidad y nos detenemos pronto. Me sorprende la mala visibilidad que hay, y eso que decían que éste era un buen sitio... ¡No quiero imaginar cómo serán otros! Está oscuro y turbio y hay muchísimas algas y rocas. Yo, que esperaba encontrarme con bancos de peces de colores que hiciesen las delicias de la niña que llevo dentro, tengo que conformarme con una pareja de cangrejos ermitaños que se esconden en cuanto me ven.

Cuando la inmersión llega a su fin y el instructor me indica con la mano que hay que ascender, me coloco obedientemente tras él e iniciamos el ascenso, pero... ¿qué es eso que brilla? Entre un grupo de rocas algo emite incesantes destellos. Miro al instructor, que sigue subiendo lentamente hacia la superficie. Y me digo que sólo será un momento y que ni se dará cuenta. Me acerco a las rocas, aparto las algas, y entonces la veo: una preciosa piedra con forma de corazón y un ligero color rojizo. Mis ojos se abren asombrados, esto es un auténtico tesoro, no puedo dejarla aquí. Intento cogerla, pero está enredada entre las algas y no consigo hacerme con ella. Me sujeto a las rocas con una mano mientras intento desenredarla, pero no hay manera. Entonces... apoyo un pie en las rocas... y se me queda encajado.

¡El pánico se apodera de mí!

Dicen que cuando estás a punto de morir ves pasar ante tus ojos toda tu vida, a las personas que quieres y los momentos especiales que has compartido con ellos. Yo lo único que veo es un pulpo enorme, al que intento agarrar desesperadamente por los tentáculos para ayudarme a salir, pero que se me escurre entre los dedos y suelta un gran chorro de tinta que no hace sino ponerme aún más nerviosa.

Y, mientras, el indicador de oxígeno me dice que la botella está casi vacía. La idea de que voy a morir va tomando forma en mi mente. Nunca imaginé que moriría ahogada, siempre pensé que las manos de Carlos acabarían conmigo y que, si no era así, lo haría el cáncer, pero parece que el destino me tenía reservada una última sorpresa. El miedo me hace respirar más deprisa, y cuando estoy a punto de acabar el poco oxígeno que queda en mi botella, siento unas manos sobre mis hombros. Me giro esperando ver al instructor, pero con lo que me encuentro es con unos ojos negros como la noche que me miran asustados. Me quita el regulador de la boca, se quita el suyo y lo mete en mi boca mientras con la mano me indica que respire despacio. Cuando me ve más calmada, me lo quita y vuelve a metérselo en la boca, y entonces, mientras me miro en sus impresionantes ojos negros, me viene el recuerdo: «Yo me he masturbado pensando en este hombre». Abro los ojos asombrada al recordarlo y la boca se me abre sola dejando escapar una risa y muchas burbujas. El regulador vuelve a entrar en mi boca deprisa en el mismo momento en que su amigo aparece a nuestro lado con algo en las manos, lo mete entre las rocas y libera mi pie.

Toda la adrenalina que mi cuerpo ha generado en los últimos minutos se esfuma como por arte de magia tan pronto salgo a la superficie. El mayor de los abandonos se apodera de mi maltrecha anatomía. No sé ni dónde pongo los pies cuando me suben al barco, o mejor dicho, el pie, porque el otro casi no lo puedo apoyar. La madre de la niña aparece a mi lado y me envuelve con una toalla; no puedo dejar de temblar.

—Ahora te vendría bien tomar algo fuerte. Voy a ver qué tienen estos cenutrios. Aunque, visto lo visto, me temo que poca cosa habrá.

Él se agacha a mis pies y clava en mis ojos una mirada que me atraviesa. Quiero darle las gracias, tengo toda la intención de hacerlo, de veras, pero las palabras no salen y además... parece tan enfadado que no me atrevo.

—Pero ¿es que ni debajo del agua puedes dejar de reír? —me dice muy serio.

Trago saliva, es el único acto reflejo que mi cuerpo me permite hacer. Sus manos acarician suavemente mis brazos, probablemente para tranquilizarme, pero está consiguiendo el efecto contrario. Además, el calor que me transmiten se me está metiendo dentro y temo que ya no podré librarme de él.

—¡Señora! ¿Por qué se alejó del grupo? —El instructor se ha plantado ante mí decidido a echarme la bronca del siglo, con lo que mi cuerpo se estremece aún más.

El adonis cierra lentamente los ojos y se levanta despacio girándose hacia él. No puedo ver su cara, pero puedo percibir el campo magnético que se ha creado a su alrededor, y no debo de ser la única, porque el instructor da instintivamente un paso atrás.

—Éste no es el momento. Hablaremos en el hotel.

El tono de su voz lleva implícita una promesa, y de las malas. Es tal la furia que transmiten sus palabras, que siento pena por el instructor, tanta, que me entran ganas de decirle: «No le riñas, si en realidad la culpa fue mía».

MAM: «¡Cállate, no lo estropees!».

El instructor se aleja de la cólera rusa, los ojos negros vuelven a los míos y sus manos a mis brazos, sobre los que va dejando una lenta caricia hasta llegar a mis manos, cerradas en torno al tesoro que he encontrado. Separa mis dedos y mira la piedra, que si en el fondo del mar parecía bonita, a la luz del sol es sencillamente maravillosa. Sus ojos expresan asombro, su gesto se suaviza y una pequeña sonrisa aparece en sus labios.

—Es muy bonita, pero no merecía la pena —dice bajando sus manos a mi pie y acariciando mi tobillo despacio—. ¿Te duele?

—Sólo un poco, no es nada.

En el puerto hay mucho movimiento cuando llegamos. Me pregunto si se celebrará algún tipo de fiesta, porque veo luces de colores, pero tan pronto piso tierra firme me doy cuenta de que la atracción del día soy yo. Las luces de colores son de una ambulancia que me está esperando. Dos sanitarios corren en mi busca llevando nada más ni nada menos que una camilla. Intento espantarlos con las manos, como si fueran mosquitos, pero no deben de hablar mi idioma, porque no me hacen ningún caso y se empeñan en meterme en la ambulancia. ¡Oh, no, eso sí que no! ¡No pienso pisar un hospital! Estoy intentando librarme de los sanitarios, que parecen tener comisión por paciente hospitalizado, cuando unos brazos me toman en volandas con una facilidad pasmosa y una rapidez que no me da tiempo a reaccionar.

El calor de su cuerpo me traspasa y me paraliza. Nuestras caras quedan frente a frente y, sin dejar de mirar mis ojos, me lleva hasta un coche negro, me acomoda en el asiento de atrás, coloca mi tobillo sobre su regazo y sus dedos lo acarician suavemente. No tengo palabras y mi capacidad de reacción se ha ido a tomar un café.

—¿Por qué no quieres ir al hospital?

—Porque no es necesario. —No me atrevo a decirle que ESTO tampoco es necesario Pero ¿qué hago yo aquí, en un coche desconocido, con unas personas desconocidas y con unos ojos negros que me han hechizado? ¡Si ni siquiera sé su nombre! Entonces mi imaginación toma las riendas y puedo verle vestido con pieles y cabalgando por la estepa siberiana a lomos de un caballo negro.

—¿Adónde? —dice su amigo al volante.

—Al hotel.

Miro por la ventanilla intentando ordenar mis pensamientos y salir del campo de acción de sus ojos negros, que me paralizan, cuando veo a la madre observándonos fijamente. No ha perdido detalle de nada; debe de ser una de esas amas de casa que espían a sus vecinas por la mirilla y controlan todo lo que pasa en su escalera...

MAM: «Deja ya de alucinar. La falta de oxígeno te ha afectado».

Dos mujeres uniformadas están ante el hotel cuando llegamos, abren mi puerta y toman posesión de mis brazos y mis piernas sin que yo sea capaz de decir absolutamente nada. Agarro con fuerza las muletas que me dan y miro a ojos negros para darle las gracias, pero está hablando con un señor muy trajeado y con el teléfono en la oreja, y mientras me digo que ya le he molestado bastante, me encamino hacia los ascensores escoltada por mis dos desconocidas acompañantes, que vigilan cada uno de mis pasos.

Al llegar ante mi habitación, la puerta está abierta.

—¡Oh, Señor, me han robado! —exclamo mientras ruego que este día termine de una vez por todas. ¿Pero qué más me puede pasar hoy?

—Tranquilícese —dice una de mis acompañantes con una sonrisa—. Hemos abierto nosotras, el director nos ha dado permiso.

Ah, vaya, no conozco a ese señor. Me acomodan en la gran cama, me recolocan las almohadas, abren las puertas de la terraza, me traen una jarra con agua... ¡Qué eficientes son! Y entonces, cuando parece que la calma ya ha llegado a mi vida, una suave llamada en la puerta y una voz con acento italiano preguntando si puede pasar la ponen otra vez del revés. Levanto la vista y ante mí aparece un emperador romano.

—Buenas noches, ¿cómo se encuentra?

Pestañeo varias veces para comprobar que mis ojos siguen abiertos, y sí, lo están. Ante mí, con una gran sonrisa en los labios, hay un hombre latino, de nariz recta y mirada dulce, vestido de romano. Trago saliva. Me pregunto si estaré sufriendo alucinaciones por efecto de la presión, la profundidad o...

—No se asuste, por favor, soy el médico del hotel. Estaba en la fiesta de disfraces del salón azul y me han pedido que viniera con tanta premura que no he tenido tiempo de cambiarme.

—¡Ay, Dios, menos mal! Creí que estaba perdiendo la cabeza... —digo sin poder evitar un suspiro de alivio.

Una carcajada sale de su boca. Luego, se sienta en el borde de la cama y comienza a examinar mi tobillo.

—No tiene nada roto, sólo es un pequeño esguince; muy molesto, pero se curará en pocos días. Tendrá que guardar reposo y ayudarse con las muletas, pero todo irá bien —dice mientras me extiende sobre la piel dolorida una pomada que me calma al momento—. Le dejaré antiinflamatorios y analgésicos para el dolor; así podrá dormir mejor.

—Muchas gracias, doctor. Yo... siento haber estropeado su fiesta.

—No se preocupe. Estaba resultando muy aburrida y, sinceramente, este disfraz es muy incómodo. Además —añade con una mirada pícara—, estaba empezando a pasar un poco de vergüenza ajena, ¿sabe? El jefe de camareros se ha empeñado en hacer una carrera de cuadrigas utilizando colchonetas de playa. ¡Un espectáculo realmente bochornoso! —exclama riendo—. Ha sido muy agradable conocerla, me llamo Bruno —dice tendiéndome la mano—. Está un poco pálida. ¿Se siente mareada?

—No..., estoy bien. Dígame, Bruno, ¿le ha enviado el director?

—Sí, él me pidió que viniera. Al parecer el señor Angelowsky le informó de lo que había pasado. ¿Es usted su novia?

¡Angelowsky... ruso... ojos negros! En este momento creo que la palidez de mi cara ha desaparecido por completo y la sonrisa en los labios del médico así me lo confirma. Afortunadamente, unos golpecitos en la puerta me salvan del bochorno y un camarero muy sonriente entra en mi habitación con total naturalidad portando una gran bandeja. ¿Es que nadie va a cerrar esa maldita puerta? ¡Esto parece el camarote de los Hermanos Marx!

—Pero... yo no he pedido nada.

—Órdenes del médico —dice el doctor levantando una mano—. Tiene que comer algo y luego tomarse las pastillas, no admito discusión.

Mis desconocidas ayudantes han desaparecido, no sin antes colocar sobre la cama, y al alcance de mi mano, todo lo que pueda necesitar: bolso, tabaco, teléfono... El camarero sonriente se despide con una sonrisa y el médico me desea buenas noches y me recuerda que me tome las pastillas o no podré pegar ojo en toda la noche.

Pegar ojo... ¿Cómo voy a pegar ojo con todo lo que me ha pasado hoy? Me quedo tendida en la cama mirando mi habitación y esta colcha que hoy parece más mar en calma que nunca mientras me digo una vez más que la vida a veces es muy pero que muy rara. Enciendo un cigarrillo e intento despejar la confusión de mi mente... He estado a punto de morir, he traumatizado a un pulpo de por vida, un dios griego o ruso o venido de alguna extraña galaxia me ha salvado de las profundidades del océano como si fuese La Sirenita, y ahora se presenta en mi habitación un emperador romano que me mira con ojos golosos... Apago el cigarrillo con una sonrisa tonta en los labios y me lanzo a la bandeja, de la que no dejo ni las migas.

Tras el banquete, me tomo las pastillas y me quedo profundamente dormida mientras una frase sobrevuela una vez más mi atormentada mente: «¡La vida, a veces, tiene cada cosa!».

MAM: «Y cuando te ha cogido en brazos... Por un momento me ha parecido estar viendo Oficial y caballero. Ha sido genial, tía».

Entran en la suite, dejan caer las bolsas al suelo y se sientan frente a frente en los sofás, exhaustos.

—¡Esta vez sí, Misha, esta vez sí!

—Gracias, Serguei, le has salvado la vida.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora? Porque con ella no te servirán ni el dinero ni las influencias ni los contactos...

—Lo sé, lo sé. ¿Alguna sugerencia?

—Pues verás... mi abuela siempre decía... —«Otra vez los refranes de su abuela», piensa Misha poniendo los ojos en blanco— que una mujer es como un ejército, tiene tres frentes que hay que conquistar: cuerpo, cabeza y corazón. Con el cuerpo no tendrás ningún problema; hasta ahora, que yo sepa, ninguna se ha quejado. Con la cabeza puedes intentarlo; si has sabido llegar hasta aquí en el mundo de los negocios elaborando estrategias, bien podrás idear una para ella. —Misha levanta las cejas, no parece muy seguro—. Pero el corazón..., ahí es más difícil llegar, Misha, no basta con llamar a la puerta.

—Ya, muy ilustrativa tu disertación.

—Deberías ir con cuidado. Si se entera de que la estás investigando..., la cagas.

—No tiene por qué enterarse.

—¿Cómo puedo ayudarte, jefe?

—Ya lo has hecho, Serguei. Si no hubiera sido por ti, es posible que hoy la hubiera perdido.

—Bueno, pero eso no ha pasado. Y mira el lado positivo, has superado tu fobia al buceo.

Las palabras de Nadia vuelven a su mente: «Este libro habla de los miedos que nos atenazan y nos impiden amar. Habla de las murallas que construimos a nuestro alrededor para defendernos de esos miedos y que no nos dejan avanzar, crecer, amar». «Sí —piensa Misha—. Sin proponérselo ya ha empezado a ejercer una influencia sobre mí. He destruido la primera barrera.»

El grito no se hace esperar, al primero sigue el segundo, y a éste, un gemido de dolor que atraviesa las paredes de la suite. El corazón de Misha late desbocado mientras sus pasos se encaminan a la puerta.

—¡Eh, eh, eh! —dice Serguei interceptándole el paso—. ¿Adónde te crees que vas?

—¡Tengo que saber si está bien!

—La vas a asustar, Mijaíl, la vas a asustar.

—¿Más? ¡No creo que sea posible asustarla más! ¡Joder!

La luz ilumina las terrazas, Misha sale a la suya, se acerca a la celosía y la ve salir tambaleante, apoyándose con dificultad en la muleta. Se deja caer en la tumbona y, con la cara surcada por las lágrimas, enciende un cigarrillo con manos temblorosas.

—¿Cuándo me vas a dejar en paz, Carlos? ¿Cuándo? —dice cerrando los ojos—. ¿Por qué me elegiste a mí? ¿Por qué? ¿Te parecí una mujer débil a la que podrías doblegar? Sí, quizás MS tiene razón y eso era lo que querías, doblegar mi voluntad, hacerme tuya y sólo tuya. Bueno, pues aún no lo has conseguido —afirma mirando al cielo mientras el llanto se transforma en rabia—. No me he rendido y no me rendiré. Da igual las veces que aparezcas en mis sueños, no me voy a rendir fácilmente, te lo aseguro. —Apaga el cigarrillo, se levanta despacio y se acerca a la barandilla. Mientras el viento le revuelve el pelo, se limpia la cara y, mirando las estrellas, una pequeña sonrisa aparece en sus labios—. No merecías ni la décima parte del amor que te di. Hoy, un hombre del que no sé ni su nombre me ha protegido y cuidado como tú nunca lo hiciste, nunca.