7

POR fin he podido dormir bien! Sin dolores que me despierten ni pesadillas que me aterroricen. Salto de la cama apoyando con cuidado el pie en el suelo y una sonrisa ilumina mi cara al comprobar que ya no me duele. ¡Bien, ya no tendré que usar las muletas!

Tras una ducha rápida y un desayuno más rápido todavía, me preparo para pasar la mañana en la piscina. Es increíble la necesidad de movimiento que uno tiene cuando no puede moverse, siento que tengo que recuperar el tiempo perdido cuánto antes y hacia allí me encamino.

Tan pronto cruzo las puertas, una vocecilla aguda e infantil reclama mi presencia desde el fondo.

—¡Cris, estamos aquí, ven!

Nunca he sido capaz de mantenerme indiferente a la llamada de un niño, y Sofía no parece dispuesta a desistir de su empeño. Mientras coloco mis cosas sobre la tumbona, comienza a revolotear a mi alrededor como una auténtica mariposa y me hace reír. Sí, conozco bien ese «baile», y ya he aprendido a interpretarlo, significa: «Estoy aquí, mírame, quiero jugar». Es un «baile» repetitivo, ahí radica su fuerza, son capaces de hacerlo una y otra vez sin llegar nunca a la extenuación, hasta que consiguen desintegrar nuestras barreras haciéndolas añicos. Y como las mías se rompieron hace tiempo, gracias a algún que otro espécimen que me tocó en suerte en el reparto de cursos al comienzo del año académico, la cojo de la mano y me lanzo a la piscina. Creo que ésta es la mejor terapia para superar lo que me pasó en el mar. Además, tengo que reconocer que me lo paso pipa, cualquiera que nos vea haciendo el gamberro en el agua se preguntará quién es la niña y quién la adulta... ¡Menos mal que él no está aquí!

—Últimamente te pasas el día en la terraza —comenta Serguei con una sonrisa.

—Me gusta la vista —dice Misha, que observa la piscina con una sonrisa en los labios.

Dos auténticos torbellinos se lo están pasando de miedo, las risas de la niña llegan hasta diez pisos de altura y le hacen sonreír. «¡Oh, bañador amarillo! Pero ¡qué traviesa puedes llegar a ser! Yo también quiero jugar contigo y arrancarte esa risa que llevas en el pecho y que consigues provocar a todos los que se acercan a ti». Vuelve a mirar el informe de Nicolás: «...viaja sola y no se le conocen amantes en la actualidad». Se relaja mirándola de nuevo. «Así que has venido sola y estás sola desde que llegaste... ¿En quién estarías pensando la otra noche, cuando te oí gemir, en quién? ¡Lo que yo daría porque fuese en mí!»

A las once de la mañana ya no puedo más, mis energías se han evaporado mientras que las de Sofía parecen haberse duplicado. Me estoy preguntando si aguantaré otros cinco minutos, cuando la madre nos llama desde el borde de la piscina. Dice que no se encuentra bien y que quiere volver a la habitación. ¡Me entran ganas de darle un beso!

Tras una nueva ducha, me quedo pensativa ante el espejo de la habitación. Mis dos ángeles, que en este momento están jugando a las canicas, levantan la cabeza y me miran intrigados.

«¿Qué pasa, no sabéis qué estoy pensando?», les digo, sorprendida.

MAM: «Ni idea».

«Veréis... Me está apeteciendo algo que... hace mucho tiempo que no me apetecía y... estoy sorprendida», les digo frunciendo el ceño.

MAB: «¡Ay, Señor, Señor! ¿Es que no podéis pensar en otra cosa que no sea el sexo? En la vida hay otras muchas cosas tan satisfactorias o más que el dichoso sexo. Sinceramente, creo que está sobrevalorado. La de tiempo que la gente pierde fornicando, y más todavía pensando en fornicar, es demencial, no me extraña que el horno esté tan lleno. ¿Acaso la gente no sabe lo que es el autocontrol? Debería ser una asignatura obligatoria en las escuelas».

«Sí, hombre, una asignatura más, lo que nos faltaba —digo poniendo los ojos en blanco—. Bueno, ¿qué hago? ¿Voy a arreglarme el pelo o no?»

MAM: «¡Derecha a la pelu antes de que se te pasen las ganas!».

«¡Hay que ver qué bien me entiendes!»

MAB: «¿Y yo qué? Yo también estoy aquí para ayudarte y comprenderte... Hago todo lo que puedo. ¡No es justo, me pondrán menos nota que a él y no es justo!».

Me pongo unos pantalones blancos y una camisa azul y me digo que sí, un baño de color y un corte me vendrán muy pero que muy bien. Cojo mi bolso y hacia allí me dirijo. No imagino la desagradable escena que estoy a punto de presenciar. Un día que empezó sumamente entretenido va a tener un final de lo más... imprevisto y sorprendente.

Sentada en un confortable sillón, unas manos expertas me están dando un delicioso masaje capilar. Mi sistema muscular se ha relajado de tal forma que los latidos de mi corazón se han vuelto tenues, suaves, cadenciosos. Mi sistema circulatorio ha dejado de ser carretera convencional para convertirse en autopista alemana de cuatro carriles, y los destellos que aparecen ante mis párpados cerrados se están transformando en ligeras nubes de algodón que amenazan con hacerme caer en los brazos de Morfeo. Mi sistema límbico está extasiado... cuando se oyen unos gritos procedentes de uno de los reservados. La puerta se abre y la diosa rubia despampanante sale por ella hecha una auténtica furia ondeando su maravillosa melena al viento. La sigue una chica muy joven que la mira con ojos desorbitados.

—¡Pero qué demonios me has hecho! —grita la diosa furiosa mirándose en un espejo.

—Lo que usted me ha pedido —responde la chica al borde de un ataque de llanto.

En ese momento la dueña de la peluquería sale de su despacho con una tranquilidad pasmosa.

—¡Esto no es lo que yo te he pedido! —grita la diosa.

—¿Qué ocurre? —pregunta la dueña a la empleada, que está roja como un tomate.

—Le he puesto el tinte que me ha pedido, el número dos. Le he explicado que no es el que ella lleva, pero se ha empeñado en que sí.

—¡Yo no te he pedido el dos, te he pedido el tres! —grita la diosa echando fuego por los ojos.

La peluquería entera ha paralizado su actividad y observa la escena. Las manos que minutos antes me estaban llevando al mismo cielo, se han clavado sobre mi cuero cabelludo y amenazan con interrumpir su habitual riego sanguíneo mientras las mías se agarran a los brazos del sillón con todas sus fuerzas. Los secadores han dejado de funcionar, las conversaciones se han interrumpido y sólo se escucha de fondo el hilo musical, que nadie había percibido hasta ahora, cuando la empleada ya no puede más y rompe a llorar.

—Eso no es cierto. Ella insistió en que le pusiese el número dos, yo intenté convencerla de que llevaba el tres, pero no me quiso escuchar. Ella ha insistido, le doy mi palabra.

—¿Tu palabra? —grita la rubia—. ¡Tu palabra no vale nada, eres una mentirosa!

La dueña envía a la empleada al fondo de la peluquería y pide a la rubia que entre en el despacho.

Al rato salen las dos, la rubia se va muy altiva y la jefa llama a la empleada.

—Le juro por lo más sagrado que traté de convencerla pero ella...

—Tranquila, tranquila —dice la dueña acariciándole suavemente los brazos—. No es la primera vez que viene. La próxima vez que aparezca por aquí, quiero que me aviséis, me gustaría atenderla personalmente. —El brillo en su mirada es muy pero que muy significativo.

«¿Sólo lo noto yo?»

MAM: «Yo también lo veo. No te imaginas lo que su cabeza está tramando. Como la diosa rubia vuelva por aquí..., dejará de ser rubia. ¡Oh, Señor, cómo echo de menos mis días con Llongueras, fueron los más felices de mi vida!».

MAB: «¿Tú trabajaste con Llongueras? No me lo creo...».

MAM: «Pues sí, y le fue muy bien mientras se dejó asesorar por mí, muy bien».

MAB: «¿Y te gustaba? No me pegas nada en una peluquería, la verdad».

MAM: «Salón de belleza, si no te importa. Y sí, fue sencillamente delicioso revolotear sobre aquellas obras de arte que él creaba... Pero lo mejor no estaba sobre las cabezas, sino dentro, en su interior. Es increíble lo que la mente de las mujeres es capaz de urdir».

MAB: «Lo mismo que la de los hombres, supongo».

MAM: «Pues supones mal, muy mal. Los cerebros de hombres y mujeres son totalmente distintos, por eso les cuesta tanto encajar. Son como maquinarias creadas en distintas épocas... Como cuando compras un ordenador nuevo e intentas meterle programas antiguos que no son compatibles. Con sus cerebros ocurre lo mismo, sus mecanismos son distintos, el engranaje de sus piezas también es diferente, y no hablemos ya del funcionamiento: van a diferentes revoluciones. Pero lo más extraño de todo es el tema de los recambios».

MAB: «¿Qué recambios?».

MAM: «Los de las piezas que se estropean, por supuesto. En el caso de los hombres... no hay repuestos».

MAB: «¿Y para ellas sí los hay?»

MAM: «¡A millares! La imaginación de las mujeres no conoce límites. Un día si tienes tiempo te contaré la historia de aquel matrimonio que compartía peluquería. Cada uno ocupaba un reservado distinto, y yo..., bueno, me entretenía yendo de uno a otro, hasta que decidí quedarme en el de ella, por supuesto. ¡Era mucho más ameno!».

MAB: «¿Por qué?».

MAM: «Porque en el de ella siempre había actividad, siempre. No importaba que estuviera hablando con la peluquera, la esteticista, la encargada, o con la oreja pegada al móvil, su cabeza no dejaba de maquinar en ningún momento».

MAB: «Eso me parece una solemne tontería. Si fuera así, las mujeres coparían los cargos más importantes en las empresas, en la política, en las finanzas. —El otro estalla en carcajadas—. No sé de qué te ríes, no creo que haya dicho ninguna estupidez».

MAM: «Al contrario, has dicho una gran verdad. Las mujeres no copan, como tú dices, los cargos más relevantes por la sencilla razón de que no quieren, son demasiado listas para ponerse en primera línea de fuego, prefieren trabajar en la sombra, donde las bajas son menos. ¿Por qué crees si no que mueren tantos hombres de ataque al corazón? Las mujeres los utilizan como escudos humanos, se parapetan tras ellos y mueven los hilos a su antojo».

MAB: «No me gusta oírte hablar así de las mujeres. Me parece... poco respetuoso».

MAM: «Nada más lejos de la realidad, querido, las adoro. Porque además de ser muy listas tienen otras cualidades que me fascinan: el coraje, la brillantez, la fortaleza, la locuacidad, la astucia... Por no hablar de la diosa que todas llevan dentro y que cuando se manifiesta lo hace en todo su esplendor. Son sencillamente deliciosas».

Abandono la peluquería creyendo que el lamentable espectáculo ya ha finalizado, pero nada más lejos de la realidad. Aún me falta por descubrir lo mejor de todo, o, mejor dicho, lo peor de todo. Decido hacer una paradita en la cafetería para serenarme un poco con mi habitual calmante, la cafeína, que, en contra de todo pronóstico, siempre consigue apaciguar mi cuerpo, cuando a los pocos minutos el séquito de la rubia toma posesión de la mesa de al lado. ¡Vaya por Dios, hoy no es mi día de suerte!

—¿Os habéis enterado de lo del contrato de Vogue? —dice uno—. Se ha ido al cuerno. Erika está que se sube por las paredes, la he mandado a la peluquería a ver si se relaja... Mirad, ahí viene. Pero ¿qué se ha hecho en el pelo?

—¡Hola! —dice la diosa alegremente; parece encantada de conocerse, y del enfado ya no queda ni rastro.

—Oye, sentimos mucho lo de Vogue... ¿Cómo estás?

—Estupendamente. —La diosa se sienta y mueve su cabellera con gracia.

—¿Y qué te has hecho en el pelo?

—Me apetecía un cambio. ¡No os imagináis el follón que le he armado a la peluquera! —dice riendo abiertamente—. Teníais que haber visto su cara, pobre infeliz, pero como siempre me ha salido gratis.

¡Qué hija de puta! No me gusta decir tacos, pero esto lo merece, no se la puede calificar de otra forma. Tomo mi café de golpe y me levanto; no quiero estar cerca de estas alimañas que no dejan de reír. Tras dirigirles una mirada que podría derretir en cuestión de segundos el casquete polar, voy a refugiarme a mi habitación preguntándome una vez más por qué algunas personas son tan malas. ¿Será una simple cuestión de genes? MS vuelve a colarse en mi memoria. Cuando oí de sus labios las palabras de Lisbeth Salander: «Uno elige quién quiere ser», tuve que aguantar una risa, nunca le habría imaginado con Millennium entre las manos, pero ahí estaban sus argumentos, tan sólidos y firmes como siempre, los genes influyen en nuestro carácter, pero no tienen el mando, el mando lo tenemos nosotros. Me revolví ante aquella afirmación porque siempre he pensado que lo que traemos de serie, la familia en la que nacemos y el lugar en el que vivimos, por no hablar de las oportunidades, son determinantes en la personalidad de cada uno, y que son muy pocas las cosas que podemos elegir, pero, según él, en esas pocas cosas radica la diferencia, elegir bien o elegir mal. Porque, dependiendo del camino que elijas, llegarás a un lugar o a otro, y cuando uno es consciente de que ha elegido un camino equivocado, siempre puede rectificar. Aunque, naturalmente, el pasado nunca se puede cambiar...

Sofía madre me distrae de mis ensoñaciones, sus ojos brillantes y su cara descompuesta me miran al otro lado de la puerta con aspecto suplicante.

—¿Me harías un favor?

—¿Qué pasa, estás enferma?

—Sí, ayer fuimos a cenar al puerto y algo nos sentó mal a mi marido y a mí. Los niños están bien, pero no consigo convencer al crío para que lleve a Sofía a comer. Está en la edad del pavo, ya sabes, y creo que le da vergüenza ir de canguro con su hermana.

—Yo la llevaré, no te preocupes.

—No sabes cuánto te lo agradezco... No es tanto porque coma algo como porque salga de la habitación, se va a volver loca y nosotros con ella. Ahora mismo te la traigo.

Sofía se agarra de mi mano y trota a mi lado como un potrillo listo para la competición. Está como una aspirina efervescente, toda ella es burbujas. Después de elegir en el bufé pollo con patatas fritas (no he conocido a un niño al que no le gusten) nos sentamos junto a los amplios ventanales que dan al jardín.

—¿Quieres que te corte el pollo, Sofía?

—Sí, gacias. ¿A ti también te gusta?

—Me encanta.

—Mi madre no me deja comer patatas fitas.

—¿Por qué?

—No sé, será porque a ella no le gustan.

—Sí, será por eso —digo con una sonrisa.

En el comedor comienza a haber un incesante trasiego de personas, a cada cual más diferente, llenando este espacio de un colorido que me encanta. Siempre me ha gustado observar a la gente, ¡se puede aprender tanto sólo con mirarla! Y en medio de esta marabunta que se abalanza sobre el bufé como si el mundo se fuese a acabar mañana, aparecen Él y sus hombres de negro. Repasa lo que tenemos sobre la mesa. ¿Será cocinero?

¡Qué tontería! Nos dirige una pequeña sonrisa que saca mis colores a la superficie y a la que Sofía responde enseñando sus dientecillos al completo. Sí, querida, éste es el efecto que los hombres guapísimos ejercen sobre nosotras, ni siquiera tú, siendo tan pequeña, eres inmune a sus encantos. Me sorprendo observándole en el bufé, donde elige lo mismo que nosotras pero con doble ración de patatas fritas. ¡No me extraña, con semejante cuerpo que alimentar!... Pero entonces algo llama mi atención y me olvido de ojos negros.

La pareja que ocupa la mesa contigua está subiendo peligrosamente el volumen de voz. Cuando los vi sentarse a nuestro lado me dije que sus caras eran un auténtico poema, no parecían estar de luna de miel, sino más bien de luna de hiel, y parece que mis percepciones siguen dando en la diana, desafortunadamente para ellos. Sí, tienen toda la pinta de ser una de esas parejas que, tras visitar a un consejero matrimonial, se están dando una última oportunidad para solucionar sus problemas, pero parece que el remedio no ha surtido efecto. ¡Dinero tirado a la basura!

MAM: «Las vacaciones no son para arreglar problemas de pareja, eso lo sabe todo el mundo. En vacaciones las distancias entre dos personas se vuelven sencillamente... insalvables».

MAB: «Tampoco está de más intentar quemar un último cartucho para no echarlo todo a perder».

MAM: «Pues a éstos el último cartucho está a punto de explotarles en la cara».

A medida que el volumen de las voces va aumentando, los latidos de mi corazón se disparan descontrolados de forma exponencial. Dejo el tenedor sobre el plato y los miro preocupada.

¡Éste es el hotel de los sobresaltos! La discusión es cada vez más acalorada, los reproches cruzan la mesa de lado a lado y mi corazón amenaza peligrosamente con salírseme del pecho, hasta que la situación se les va de las manos y me hacen regresar, sin yo quererlo, a mi vida con Carlos.

Él da un golpe sobre la mesa, se levanta de la silla y la cordura le abandona definitivamente, a saber en qué dirección. La bofetada impacta sobre el rostro de la mujer con una precisión milimétrica, lo que me hace pensar que no es la primera vez que ocurre. Cuando ella sale volando de su silla y aterriza en el suelo, mi mente sale de mi cuerpo y vuelve a la casa que compartí con Carlos. Visité sus suelos muchas veces, volé como ella en este momento, y al verla sangrar por la nariz recuerdo las veces que yo también sangré, las recuerdos todas, todas y cada una de las veces que la sangre manó de mi cuerpo porque un hombre que decía amarme me pegaba con saña. Mi sistema respiratorio se paraliza. Cierro los ojos. Me agarro al borde de la mesa. Esto ya lo he vivido. Esto ya lo he sufrido. Quiero gritar. Quiero correr. Quiero escapar. Pero no puedo moverme. Igual que entonces. El animal, ya fuera de control, se lanza a por su presa, ya no sabe ni dónde está, sólo sabe que tiene sed de sangre. Se transforma en una auténtica fiera salvaje, como si las reminiscencias del pasado tomasen el control de su cuerpo, de sus sentidos, y el auténtico hombre de las cavernas volviese a habitar sobre la faz de la Tierra.

Por suerte para ella, hoy no está sola, hoy no está a su merced. Los camareros y el personal de seguridad se lanzan sobre el energúmeno y lo reducen. Y entonces, los veo, los hombres de negro se interponen entre nosotras y el cavernícola como si de un auténtico ejército se tratase, parecen hordas de soldados dispuestos para protegernos. Alguien se acerca a mi espalda y no sé cómo consigue soltar mis manos, me levanta con una facilidad pasmosa rodeando mi cintura con su brazo y apartándome de la mesa.

—¡Sofía! —exclamo girándome y encontrándome con sus ojos, que me miran dulcemente.

—Tranquila, está aquí —dice con suavidad mientras su mano en mi espalda va dejando una lenta caricia; unas manos diminutas se agarran a la otra con fuerza—. Vamos.

Nos conduce hasta su mesa. Los de seguridad sacan al energúmeno del comedor y se llevan a la mujer; los hombres de negro rompen filas.

—Traiga un coñac, por favor —le dice a un camarero.

El que me devolvió el pie de las profundidades del mar hace las delicias de Sofía poniéndole delante un gran flan con nata, mientras el hombre venido de una lejana galaxia, mirándome con sus increíbles ojos negros, coge la copa de coñac, la pone delicadamente en mis manos y la acerca a mi boca. Tras un par de sorbos siento que la sangre vuelve a mi cara.

—¿Mejor?

—Sí, gracias

MS decía que los traumas recurrentes consiguen hacerse un huevo en nuestra mente y acaban formando parte de ella, que son como pequeñas células islamistas dormidas, parece que no están, que ya han desaparecido, pero un día, de repente, algo las hace despertar, las activa y se muestran con la misma fuerza de la primera vez. ¡Dios, no me extraña que tenga tantos diplomas colgados en las paredes!

Sofía se termina su flan y quiere movimiento. El espectáculo la ha puesto nerviosa y ha activado su adrenalina, justo lo contrario de lo que me ocurre a mí, que me ha dejado literalmente exhausta. Me levanto, intentando sonreír, y la cojo de la mano. Ojos negros y su séquito se levantan también. Abro la boca para decirles que no se molesten y para darle las gracias, cuando me coge por la cintura con firmeza.

—Vamos.

No me quedan fuerzas para replicar, así que no lo hago, además, en este momento necesito todo el apoyo que me pueda prestar, sea quien sea, porque creo que me he quedado en auténtico estado de shock. Sofía va colgada de mi mano pegando brincos, mientras yo pienso simplemente en poner un pie delante del otro, pero al llegar a las escaleras las fuerzas me fallan, me agarro al pasamano y cierro los ojos.

—¡La niña! —le digo en un susurro.

Ojos negros la agarra de la mano, me sujeta fuerte y me ayuda a subir lentamente. En recepción nos lleva hasta unos sofás, donde literalmente me dejo caer. Él se acerca al mostrador y enseguida vuelve acompañado de una recepcionista que me mira preocupada.

—En el salón infantil hay actividades, yo puedo llevar a la niña si quiere.

—¿Te gustaría ir, Sofía?

—¿Hay más niños? —le pregunta ella, inquieta.

—Sí, y están aprendiendo a hacer figuras con globos de colores. ¿Quieres aprender?

—¡Uau! ¡Sí, sí, quiero ir, por favor, Cris, por favor!

Así son los niños, pasan de la alegría al llanto en un momento. Llamo a la madre, que da su autorización y asegura que su hermano la recogerá más tarde, quiera o no quiera, y la veo marcharse de la mano de la recepcionista, más contenta que unas castañuelas. La miro sintiendo un gran vacío en mi interior cuando una mano se posa sobre las mías. ¡Oh, Señor, no se ha ido, sigue aquí, agachado ante mí y mirándome con sus impresionantes ojos negros!

—Te vendría bien tomar un poco el fresco. Ven, salgamos al jardín.

Y tomándome de la mano me lleva al jardín, pero bien podría llevarme a la Antártida... los Urales... el Machu Picchu... la Muralla China o la Amazonia. El efecto que el sonido de su voz ejerce sobre mí sólo es comparable al que ejercía la flauta de Hamelín sobre los ratones. Es lo más cautivador que he escuchado nunca. Creo que si decidiese llevarme al fin del mundo le seguiría sin preguntar siquiera por dónde.

La brisa entre los árboles era lo que necesitaba, sentir el aire sobre mi piel y que calme la electricidad que siento flotando sobre mi cuerpo como si de una tormenta se tratase, una enorme nube negra que cubre todo mi mundo... Así se lo conté a MS cuando me preguntó qué sentía cuando Carlos me pegaba: una terrible nube negra que cubría todo mi cielo, como si una gran tormenta estuviese a punto de estallar sobre mi cabeza, dispuesta a descargar sobre mi cuerpo toda la furia de la madre naturaleza, con sus rayos, sus truenos, sus centellas... Se la describí tan bien que creo que podía verla... Le conté cómo explotaba, cómo su manto de lluvia caía sobre mi piel, empapándola, y cómo, tras la tormenta, el sol aparecía de nuevo, colándose entre las gotas, maravillándome con su fulgor y calentando mi piel mojada. Cuando me preguntó a qué sabía el agua, le miré extrañada, pero cerré los ojos y mis imaginarios dedos la tocaron, me la llevé a los labios y la saboreé... Estaba salada. Cuando le pregunté por qué, se levantó de su sillón y, mientras me acompañaba hasta la puerta con una sonrisa, me dijo que las sensaciones eran mías, que yo debía interpretarlas... Sí, MS y los finales abiertos. Le encantan.

El jardín es maravilloso, parece un laberinto lleno de flores exóticas, extrañas plantas y pequeños insectos que nunca antes había visto. Levanto la vista hacia los grandes árboles y contemplo aves de increíbles plumajes preguntándome qué mente rebosante de imaginación pudo diseñar algo tan hermoso y, también, qué extraña composición química tendrá la mía para ir cogida de la mano con un completo extraño, en el más absoluto de los silencios y sin que ninguna sombra de incomodidad nos sobrevuele. Y entonces toda la magia que siento a mi alrededor se transforma en realidad en forma de un suave: su pulgar acaricia suavemente mis nudillos y ese gesto tan tierno es suficiente para romper mis diques de contención.

Toda la tensión acumulada a lo largo del día sale de repente, las lágrimas inundan mis ojos y aunque intento detenerlas no puedo, rompo a llorar como si en ello me fuese la vida, mi cuerpo se estremece en terribles espasmos hasta que unos brazos me rodean y me aprietan fuerte, muy fuerte contra un pecho duro y caliente, mientras sus manos suben y bajan por mi espalda en una lenta y deliciosa caricia. Y durante todo este tiempo no dice nada, y eso es lo que más le agradezco, porque no existen palabras que puedan consolarme, ni preguntas a las que quiera responder.

Una vez que la nube ha descargado, levanto la cabeza y ahí está el sol, iluminándolo todo con su luz y su calor, un sol con forma de hombre, un sol con ojos negros que todo lo llenan, que todo lo pueden.

—¡Oh, no! —exclamo frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa?

—¡Te he empapado la camisa!

Su boca se abre y por ella sale una carcajada maravillosa. Sus dedos secan las lágrimas de mis mejillas.

—Sabía que me harías reír —dice tomándome la cara entre sus grandes manos y mirándome profundamente a los ojos mientras su boca se acerca a la mía... y me besa.

Y entonces yo, que nunca he sido una persona religiosa, descubro que el cielo existe, que los ángeles celestiales cantan de verdad, que las constelaciones de estrellas pueden bailar en pleno día, que el polvo cósmico pulula a mi alrededor convirtiendo mi micromundo en todo un universo, donde un astro rey lo ilumina todo. El roce de sus labios en los míos transforma el frío que siempre atenaza mi cuerpo en calor, su boca me transmite en ese beso todo el calor del sol y sus manos en mi cara parecen auténticas nubes de algodón. El beso se repite una y otra vez, hasta que mis labios se abren para recibirle y mi boca es invadida por una pasión que nunca he conocido, una pasión que me acaricia por dentro buscando en mi interior las respuestas a todas las preguntas, a todos los misterios, a todos los enigmas. Ya no existen el tiempo ni el espacio, ni el pasado ni el futuro, todo se ha fusionado en un único ente, en un único ser, que está aquí, entre mis brazos. Mi cuerpo reacciona de la única forma en que puede hacerlo: entregándose. Estiro los brazos y acaricio el suyo sintiendo cómo un estremecimiento le recorre mientras un profundo suspiro sale de su garganta y muere en mi boca, un suspiro de placer que me atraviesa el alma. Cuando nuestros labios se separan, su boca busca mi frente y deja sobre ella el beso más tierno; su pecho sube y baja descontrolado.

—Ya tienes mejor color —dice con una pequeña sonrisa; sus ojos brillan tanto que parecen auténticas estrellas—. Te acompañaré a tu habitación.

—¿Qué? No es necesario, no hace falta... Además..., ni siquiera sé tu nombre.

—Eso tiene fácil solución —dice tras una nueva carcajada—. Misha, me llamo Misha.

—¡Ho... hola..., Misha!

—¡Hola, risa bonita!

La habitación está fresquita, han dejado las cortinas echadas pero yo necesito aire y, como si mis pensamientos pudiesen volar y colarse en su cabeza, él entra y abre las puertas correderas. Sale a la terraza y coloca una de las tumbonas a la sombra. ¿Sólo una?

—Te vendría bien relajarte un poco. ¿Tienes algún tranquilizante?

Me quedo anonadada. ¿Sabe algo? No, es imposible.

—Yo..., sí..., en el neceser.

—Yo te lo traigo. —Vuelve con el neceser y un vaso de agua cuando su móvil comienza a sonar.

—Contesta, por favor, yo... también tengo que hacer una llamada —digo entrando en la habitación.

Cuando vuelvo a la terraza me echo en la tumbona y escucho ese extraño idioma que no me da ni una pista de con quién habla. Al cabo de un rato, está apagando el teléfono cuando llaman a la puerta.

—No te muevas, yo abriré —dice dejando sobre mi cara una caricia que me hace estremecer. Vuelve con una bandeja en las manos y una pequeña sonrisa en los labios—. Parece que estás mejor. ¿Te ha entrado hambre?

—No, es para ti. —digo. Se queda a medio camino de colocar la bandeja sobre la mesa y me mira asombrado—. No has comido. —Cuando levanta la tapa se queda más pasmado todavía: pollo y doble ración de patatas fritas. Viendo su cara no puedo evitar una risa—. No me mires así. ¡Sólo es comida!

De las siguientes dos horas no tengo un recuerdo muy nítido. Me relajé en la tumbona mientras él comía, me sentía bien, como cuando Sofía se encaramó a mis piernas y nos quedamos sopa; en aquel momento él también estaba cerca, en la terraza de al lado, y ahora está aquí, conmigo, cuidándome. ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Cuando vuelvo a abrir los ojos, los platos están vacíos y él teclea en un ordenador que antes no estaba aquí. ¿Quién lo habrá traído? La respuesta a mi pregunta surge del otro lado de la celosía, un hombre le dice en susurros algo que no entiendo, pero en medio del mensaje identifico claramente un nombre: ANASTASIA. Ojos negros deja de teclear y levanta la cabeza.

—¡Hola! —me dice con una sonrisa apartando el ordenador.

—¡Hola! —¿Cómo demonios ha llegado este hombre a mi terraza, a mi vida?

El hombre del otro lado de la celosía vuelve a insistir en su extraño idioma. Ojos negros le contesta de mala gana, pero en vista de que el otro es persistente, se levanta y coge el teléfono. Su voz, tan suave hace un momento, se vuelve fría y dura como el hielo. No entiendo nada de lo que dice, pero la conversación no es agradable y la corta pronto y de forma brusca. Le miro sorprendida; la llamada me ha devuelto a la realidad.

—Misha, escucha... yo... te agradezco mucho lo que has hecho por mí, pero supongo que tienes asuntos importantes que atender y... no quiero que te tomes más molestias, ya estoy bien y...

Y mientras suelto esta perorata se acerca lentamente hasta mi tumbona, se sienta a mi lado y pone las manos a ambos lados de mi cuerpo. Sus ojos me miran intensamente. No puedo escapar y, lo que es peor, ¡no quiero! Me acaricia una mejilla y me aparta un mechón de pelo mientras su voz vuelve a adquirir el tono suave y tranquilo de hace un rato y una pequeña sonrisa aparece en sus labios.

—Nada es más importante que ESTO, y aunque sé que ya estás bien..., quiero que estés mejor. —Acerca su boca a la mía y me besa apasionadamente y yo... yo... no puedo evitar el impulso y le tomo la cara en las manos temiendo que se me escape entre los dedos como si fuese agua. Y mientras me besa es como si el sol, que se está poniendo, volviese a salir y lo iluminase todo, siento un calor que me llena y que me hace sentir viva, viva por primera vez en mucho tiempo, viva como la primera vez. Cuando me quiero dar cuenta, está echado sobre mi cuerpo y acaricia mis costados suavemente. Entonces siento su tremenda erección sobre mi vientre y el miedo vuelve a tomar posiciones. ¡Estoy con un hombre al que no conozco! ¿Qué demonios estoy haciendo? Me pongo rígida al momento, y al momento él detiene sus caricias y sus besos y se aparta y me mira con gran dulzura. Apoya una mano en la tumbona y con la otra acaricia mi mejilla lentamente.

—No te asustes, por favor, de mí no, cariño, de mí no. Yo nunca te haré daño y no permitiré que nadie te lo haga —dice dándome un suave beso y levantándose despacio—. Será mejor que me vaya.

Le acompaño hasta la puerta sin saber qué decir. ¿Así de fácil? Vuelven a mi memoria las palabras de Paula: «Cuando una mujer dice NO es NO». Sale al pasillo, pero antes de irse se acerca de nuevo y, rodeándome la cintura, me aprieta contra su cuerpo y sus labios me besan por última vez.

—Por cierto, me encanta lo que te has hecho en el pelo, ¡estás preciosa! —dice enredando sus dedos en mis rizos y sonriendo.

Su mano toma de nuevo mi cara y me vuelve a besar con un beso largo y apasionado, tan largo y tan apasionado que no puedo evitar que un ahogado gemido de placer suba por mi garganta mientras le acaricio la cintura. Entonces oímos un pequeño chillido.

—¡Para, para, no le hagas daño! —Sofía se ha soltado de la mano de su hermano y corre por el pasillo con no muy buenas intenciones. Se lanza a mis brazos mirándole desafiante—. ¿Te estaba lastimando, Cris? —dice echando sus bracitos alrededor de mi cuello.

—No, cariño, no me estaba lastimando, tranquila.

—Bueno, veo que estás en buenas manos, así que me voy —dice él sonriendo—. Si me necesitas, llámame. —Y se va, dejándome una suave caricia en la mejilla.

Tras despedirme de Sofía y de su hermano, que tiene cara de malas pulgas y mucho acné, vuelvo a la terraza, donde, sobre la mesa, encuentro su número de teléfono. Con una sonrisa lo grabo en mi móvil en marcación rápida. ¿Qué número le asigno? El número 1, por supuesto. Aprieto el papel contra mi pecho y respiro profundamente.

MAB: «Sí, sí, tú déjate llevar que luego ya vendrás llorando».

MAM: «El que no arriesga no gana, nena», dice mientras mira concentrado un combate de boxeo.

«¡Oh, dejadme en paz los dos! Quiero disfrutar de este momento», les digo apartándolos con la mano.

MAM se deja llevar por la emoción del momento que está viviendo frente a un imaginario televisor y le arrea un derechazo a mi ángel bueno.

¡Oh, Dios! Hoy parece ser el día de las bofetadas y los puñetazos. ¡Esto ya es demasiado! Los aparto de un empujón, porque yo también sé darlos, y cierro el chiringuito.

—¿Todo bien, jefe? —pregunta Serguei cuando le ve entrar en la suite.

—Sí. —Misha se deja caer en el sofá—. Serguei, quiero ponerle protección.

—¿Es por lo del comedor? No había peligro, lo sabes.

—Sí, lo sé. ¿Viste sus ojos? Estaba aterrorizada.

—No fue para tanto. Lo que pasa es que a las mujeres les asusta mucho la fuerza de un hombre, por eso algunos anormales se aprovechan de ello para someterlas.

—Lo sé, lo sé, pero no quiero que vuelva a tener miedo, no mientras yo pueda evitarlo. Llama a los chicos de la costa y que me manden a los mejores.

—¿Cuántos pido? ¿Dos, como siempre?

—No, que vengan cuatro y..., Serguei, asegúrate de que sean buenos.

—¿Has pensado qué pasará si se da cuenta? No le haría ninguna gracia, podrías tener problemas.

—Bueno, puedo lidiar con eso. Prefiero ver sus ojos enfadados que aterrorizados. Ponme con Nicolás, quiero encargarle algo más.

Serguei coge el móvil y se lo pasa.

—Nicolás, gracias por el informe; muy completo, como siempre. Quiero que me hagas otro, pero esta vez sin prisa, tómate tu tiempo, lo quiero lo más completo posible. Es sobre la misma mujer, quiero saber cómo fue su infancia, todos los detalles que puedas encontrar.

—¿Estás haciendo negocios con ella, Misha? —pregunta Nicolás.

—Sí, el más importante de mi vida.