Capítulo 52

En esos momentos

Darcy estaba siguiendo las noticias. Se había quedado adormilada en el cómodo y mullido sillón de la sala de estar de la casa de sus padres, en Los Angeles. Un tibio sol de mediodía la había dejado amodorrada y las voces y sonidos de los informativos habían completado su atontamiento.

Sin embargo unas palabras oídas levemente bastaron para despertarla por completo, como por una sacudida eléctrica, y sentarse tensa en el sillón. Habían citado a Manley. Efectivamente, una foto suya figuraba en un lateral de la pantalla, mientras una presentadora de color informaba que su periodo de convalecencia había finalizado con éxito y los médicos corroboraban, que tras el funesto atentado de unos años atrás, al fin había logrado recuperar la movilidad de sus piernas. No fue Manley el que salía en la entrevista posterior, sino Larry, que como siempre no podía evitar acaparar con su presencia y su voz a los medios de comunicación ejerciendo la labor de portavoz de todo cuanto tuviera que ver con el grupo Lemmon. Junto a él, con cara de circunstancias estaba Jason, y un poco más allá, intentando esquivar a la televisión, Eleanor.

La noticia concluyó y Darcy creyó que se desinflaba en el asiento. Aquel dolor sordo que en las últimas semanas había logrado apaciguar se había inflamado de golpe, llenándola de la ansiedad que creía haber superado ya.

Temía haber sido demasiado dura con Manley. Le amaba, de eso no le cabía la menor duda, pero entendía que su marcha había sido un mal necesario. Creía que de esa manera lograría hacerlo recapitular, conformar un nuevo orden de prioridades donde ella al menos tuviera un cierto protagonismo. Pero a cada día le había sucedido otro, y con ellos su dolor había ido en aumento. Nunca había sonado la llamada que tanto esperaba recibir.

Los dos últimos años habían resultado duros. El misterio que rodeaba la vida de Manley había ido creciendo, interponiéndose entre ambos, forzando a las conversaciones a morir en silencios incómodos, a eludir preguntas o a obviar respuestas. Y lo peor de todo aquello, estimaba Darcy, era el hecho de que aquella batalla solitaria que libraba Manley, Darcy no sabía contra qué ni contra quién, le pesaba en su ánimo, lo hundía, lo amargaba. Manley se consumía ante sus ojos sin que ella pudiera hacer nada… y aquello la mataba. No era justo, ni comprensible. El dolor de él era el dolor de ella. ¿No lo veía?

¿Acaso no confiaba en ella? La mera duda en su respuesta ya suponía muchas cosas terribles para Darcy. Implicaba desconfianza y mentira. Implicaba que Manley tenía una visión de ella muy distinta de la que ella tenía de él. Comprendían la relación de modos terriblemente distintos. Ahora entendía Darcy los recelos de Manley cuando habían hablado de matrimonio antes de la boda. Manley era incapaz de entregarse incondicionalmente. Y eso reventaba a Darcy. No podía quitarse de la mente el haberse equivocado tanto.

Y lo peor era, que después de estos largos razonamientos, de alguna manera su intención le decía que estaba juzgando a Manley erróneamente.

Y al llegar a ese punto de su discurso la oleada de ansiedad crecía dentro de ella hasta ocupar su pecho y parecer que le faltaba la respiración. Volvió a secarse los ojos pensando que afortunadamente aquel día no se había puesto maquillaje.

Intentó volver a su estado de adormecimiento pero ya era en vano.

Las noticias se sucedían sin despertar interés en ella cuando cayó en la cuenta que era la voz de su madre la que se oía de fondo, sobre la sintonía de los telediarios. Apagó el televisor y se dirigió a la cocina donde su madre le aguardaba con el teléfono en la mano.

—Querida, ¿podrías acercarte a la casa de Maddy? Al parecer su hijo pequeño está con un berrinche de padre y muy señor mío. Imagínate, a una criatura de seis años le dejan tener de esos aparatos… videobichos… así que vete a saber lo que han visto esos ojitos. ¡Qué disparate!

—Pero mamá, —protestó Darcy— yo no soy pediatra ni psicóloga… ni siquiera se me dan bien los chiquillos… Y encima Maddy. Siempre me peleaba con ella… ¿Y cómo sabe que estoy por aquí?

Darcy le miró con el ceño fruncido y cara de asco, pero eso no alteró la resolución de su madre.

—Sí, pero Maddy ha preguntado por ti —informó su madre con gesto de misericordia.

—Claro… pero cuando éramos pequeñas ella siempre era una abusona conmigo… ¿ahora eso lo ha olvidado? Yo por supuesto que no.

—Muy femenino eso —terció su padre, gruñón, desde la terraza exterior, donde leía en su tablet cómodamente sentado en una tumbona y desde la que al parecer no se había perdido ni una palabra de la conversación.

Darcy se echó a reír. Sacudió la cabeza y salió, rendidos sus argumentos, en dirección de la casa de Maddy. Más valía pasar el trago cuanto antes para después regresar e imbuirse de nuevo en su confortable sentimiento de amargura y culpa.

La urbanización dibujaba un sinuoso contorno de semicírculos que cambiaban caprichosamente de dirección. Darcy ya de pequeña tenía la costumbre de ir en línea recta atravesando jardines, carretera y aceras. Era el camino más corto, y por un momento le pareció revivir momentos de su infancia al repetir aquella antigua trayectoria. Pensó en su compañera de juegos, Maddy, que ya tenía un chiquillo de seis años. Y ella… ¿qué tenía?

Nueva punzada de ansiedad y malestar.

Después de tocar el timbre levemente aguardó a Maddy. Se saludaron efusivamente. Darcy explicó que llevaba tan sólo un par de días descansando en casa de sus padres. Tenía ganas de un paréntesis laboral y Maddy le felicitó por su afamada carrera. «Quién lo iba a decir». Le habló también brevemente de Kent, su marido, al que Darcy recordaba como uno de tantos pretendientes que había desatendido en su juventud.

—Se trata de Kent Junior, Darcy, a ver si puedes hablar con él. Yo no estaba muy segura pero insistía tanto en tener uno de esos aparatos… y ya sabes… todos en el cole tienen uno así que si no se lo comprábamos se iba a sentir un marginado…

Darcy asintió. Era siempre la misma historia, sólo que cada vez los artilugios eran más caros y se empezaba a usarlos a una edad más temprana.

Mientras hablaban subieron a la planta superior de la casa. Allí en un cuarto de aspecto claramente infantil, decorado con infinidad de rostros alienígenas a cada cual más sorprendente, feo o amenazador, tumbado en una cama lloraba amargamente el pequeño Kent. Darcy pidió a su amiga que le dejara a solas con él. No sabía muy bien cómo enfocar el asunto, así que se sentó en una silla de despacho que había frente a un pequeño escritorio y examinó el youbug que estaba sobre el mismo. Juraría que era un modelo muy superior al suyo.

—mmmm… —murmuró sin saber muy bien por dónde empezar— así que era un alien bastante feo ¿no?

El niño parecía en silencio, pero unas leves sacudidas indicaban de vez en cuando que lloraba en silencio y a moco tendido.

—Noooo —maulló el niño— al principio era otro que era bueno.

Y Kent hipó varias veces seguidas.

—Kent, tranquilízate. Sea lo que sea que haya pasado te vendrá bien contármelo. Además… sabes de sobra que estos son artilugios de comunicación. Nunca verás a ninguno de esos alienígenas en carne y hueso. La relatividad general hace prácticamente imposible el viaje intergaláctico, tardarían decenas de miles de años en llegar aquí. Bueno, claro… salvo que hubieran salido de viaje hace varios miles de años…

Darcy aguardó. Aquella línea de argumentación por muy científica que fuera no parecía que iba en la dirección adecuada.

—Lo seeeee —gimió finalmente el niño con voz vacilante y entrecortada.

—Y si lo sabes… ¿por qué lloras tanto?, ¿qué te asusta tanto?

El niño se incorporó y se sentó torpemente sobre la cama. Con ambos puños se frotó los ojos, aliviando el picor de tantas lágrimas. Finalmente le miró con sus ojos azules intensos y una expresión de inocencia en su cara.

—Yo quería a Banaaabo.

—¿Banaaabo? ¿Quién es Banaaabo?

—Era mi alien de ojos saltones que hablaba muy gracioso… me reía mucho con él… y jugaba también con él. Mira tengo una foto.

El pequeño saltó de la cama, tomo el youbug y lo manipuló con endiablada facilidad, tanto que despertó la envidia y la admiración de Darcy. «Coño, yo no voy ni a la mitad de velocidad que esta criatura», se dijo.

Un instante después Kent le mostraba la imagen ciertamente simpática de un curioso alienígena. Despertaba la ternura con sus ojos saltones. Su boca grandota parecía estar sonriendo y todo en él desprendía cariño y amabilidad. Daban ganas de abrazar su cuerpo peloso. Era un auténtico peluche de feria.

—Parece un peluche —exclamó Darcy un tanto sorprendida. Nunca había visto ningún ser tan encantador.

—¿Verdad que sí? —confirmó Kent.

—¿Y qué hablabas con Kent?

—Oh, de todo. Me contaba chistes, algunos me hacían mucha gracia y otros no. Cuando no me reía hacía el payaso y muchos sonidos divertidos hasta que terminaba riéndome. —Kent sonreía a pesar de que aún resbalaba alguna lágrima por sus mejillas—. También me hacía preguntas sobre la Tierra.

—Bueno, eso es muy normal.

—Claro… lo que pasa es que yo soy muy pequeño y eso me obligaba a averiguar cosas. Pero siempre daba con la respuesta. Quería saber dónde estaba la Tierra —Kent se sorbió la nariz.

Darcy suspiró. Esa era una de las cuestiones básicas en cualquier exocomunicación, que ambos contertulios supieran dónde residía el otro. Muchas veces se exclamaba «¡pero si somos vecinos!», cuando la distancia entre los planetas no era superior a los diez mil años luz.

—Y entonces lo mataron… —y el niño volvió a llorar y a hipar desconsoladamente.

Darcy lo tomó en brazos y los sentó sobre sus piernas.

—Tranquilo Kent, seguro que se trataba de una película o de una broma…

—No, fueron unos alienígenas malvados y horribles… de aspecto metálico. Sus cuerpos eran como de metal, sus manos eran afiladas como espadas… Eran horribles… Y decían que iban a venir a la Tierra y que Banaaabo ya había cumplido su función y por eso lo mataron. Y esos señores me dan mucho mucho miedo… son muy malos… los margallianos… y vienen… aquí…

Y de nuevo Kent se sumergió en su cantinela de hipos y lloros.

Maddy le miró desde el umbral de la puerta desconsolada mientras Darcy pensaba para sí; «Joer, mira que dejar a un niño así con un videobicho de estos… aunque hoy en día, ¿quién no lo hace?».