Capítulo 41

Dos semanas después

La brisa era suave, pero aún así, en el erial en el que se encontraba el grupo de cosmólogos, bastaba para que se levantara una humareda de polvo seco y arcilloso. Habían dejado los coches en una zona de aparcamiento donde hasta hacía poco era casi imposible aparcar. Los vehículos de los operarios se estacionaban allí, junto a las oficinas de las obras, en una amplia explanada de terreno virgen, sin apisonar y lleno de baches. Ahora ya no quedaban las roulottes de las oficinas técnicas, ni de los vestuarios de los obreros, ni los contenedores que se usaban para guardar material valioso. Las grúas se habían desmontado, las excavadoras se habían marchado, el dinero se había esfumado.

Manley maniobró con su silla eléctrica a fin de incorporarse al grupo, que se había encaramado en una pequeña loma desde donde se divisaba el estropicio. Miles de metros cuadrados de superficie habían sido removidos, se habían construido ya las primeras plantas de un complejo subterráneo y enormes pilares apuntando hacia el cielo indicaban en qué sitios una enorme estructura se iba a elevar cual monstruo surgiendo de las profundidades de la tierra. Pero aquello ya era un puro espejismo; no había monstruo ni habría edificio. Lo habían dicho en las noticias y habían ido allí para comprobarlo in situ. Efectivamente, las obras faraónicas del nuevo centro de investigación del Instituto de Asuntos Exoplanetarios que iba a tener su sede central en Tucson habían sido detenidas. El presupuesto se reasignaba a otra partida, siempre con el objetivo de satisfacer los mismos fines para los cuales estaba destinado, pero no se canalizaba a través del Instituto. La noticia escueta había caído en el Consejo del Instituto como una bomba. La suspensión de la obra había sido fulgurante, según podían comprobar.

El más afectado de todos ellos era Larry, que no cesaba de maldecir y de insultar a los políticos que habían acabado con su sueño, borrando de un plumazo el presupuesto asignado.

—Pero… ¿no es ilegal Eleanor, hacer lo que están haciendo? Esto es un atropello, una barbaridad… malgastar tantos millones para dejar esto a medio construir es un disparate…

Eleanor parecía más resignada.

—Te lo advertí Larry. Esto era una carrera y nos hemos dejado ganar. Los presupuestos los han barrido para otra agencia que habrá prometido mejores resultados que nosotros. Sospecho que la NSA porque últimamente su director general estaba rondando a la presidenta día sí y día también.

—Hijoputa —respondió Larry, que dirigía ese calificativo sin parar contra unos y otros sin ningún miramiento.

—Basta ya Larry —le reprendió Jason, que se sentía como el único que mantenía la cabeza sobre los hombros.

Larry se calmó, al menos su boca dejó de soltar improperios. Después de un rato empezó a señalar a sus compañeros dónde iba destinado qué cosa. Laboratorios al este, zonas de ensamblaje de exolectores al sur. En el centro, en el gran subterráneo, una inmensa sala de teleoperadores. Hacia el cielo se abría un edificio ovalado y futurista, de nervaduras que dibujaban arcos imposibles y que irían cubiertos de cristales de transparencia modulable. Era algo portentoso. Larry sentía que le dolía perder aquella sede y con sus palabras lograba trasladar ese desánimo al resto. Sabía que desde su despacho, ubicado en un lugar prominente del inmueble, habría gozado de unas magníficas vistas.

Manley estaba cada día más sumido en su particular depresión. Jason observó cómo, tras reunirse con ellos brevemente en el altozano, daba media vuelta y se perdía loma abajo acompañado del leve ronroneo de su silla mecanizada. Darcy seguía sus pasos, seguramente con ganas de darle conversación, tarea en la que él había fracasado en los últimos tiempos. De David no sabía nada, estaba por completo desaparecido, y eso no le tranquilizaba lo más mínimo. Nunca le había caído especialmente bien, era un tipo egocéntrico en exceso, pero a fin de cuentas formaba parte de la familia de Monte Lemmon y Jason quería recuperar el grupo, volver, si era posible, a los viejos tiempos. Los añoraba.

Con Larry lo tenía difícil. Le había picado la avispa de la ambición y Jason observaba como día tras día, a medida que el Instituto decaía en poder y repercusión mediática, su cabreo y su ira medraban. Se había visto en la cima y ahora volver al observatorio y a su trabajo de rutina en la universidad le sabía muy poco. Tanto que la mera idea le resultaba intolerablemente insoportable. Pero lamentablemente, en su arrogancia se había cerrado todas las puertas académicas y su regreso a la universidad de Arizona no iba a ser fácil. Larry se creyó tan cerca de la cima que había olvidado los más elementales criterios de cortesía hacia los que hasta hacía poco habían sido sus colegas en la universidad. Su arrogante superioridad frente a ellos le habían cerrado toda oportunidad de retomar su carrera política-académica dónde la había dejado. Su popularidad estaba por debajo del punto de congelación. La única puerta que se mantenía abierta para él… y para todos, era la del humilde observatorio allende la montaña. Jason se cubrió la frente con la mano para poder mirar hacia la cadena montañosa que se erguía en el norte. Allí estaba el monte Lemmon. Sonrió. Ojalá todo pudiera ser como antaño.

Larry y Eleanor volvían a discutir acaloradamente sobre lo que podía o no podía hacerse. Larry parecía dispuesto a lanzarse a las barricadas mientras que Eleanor parecía mucho más contenida.

—¿Así que tú ya tienes prevista tu retirada? —preguntaba iracundo Larry—, mientras veías que esto se venía abajo has preparado una dirección general para ti sola y a los demás que nos den. —Larry hablaba con una rabia inusitada. Jason decidió intervenir en la conversación para ver de qué se trataba.

—Pero vamos a ver… ¿qué sucede?

—Sucede que esta señorita a la que yo consideraba una compañera resulta que es una traidora. Sabiendo que se iba a desmantelar el proyecto del Instituto se las ha ingeniado para ponerse al frente de una agencia federal de reciente creación… ¡qué casualidad!

—Dicho así Larry, parece que me voy a poner al frente de una de las áreas más importantes de la Casa Blanca… y siento contradecirte. Para empezar, soy una persona de confianza de la presidenta mucho antes de que vosotros aparecierais con vuestros bichos. Y segundo, la oficina que voy a dirigir no es especialmente relevante. Se dedicará a investigar la repercusión de las culturas alienígenas en nuestra sociedad… algo que a nadie se le ha pasado por la cabeza, por cierto, y es algo que preocupa realmente poco. De hecho mi presupuesto es de risa. Da para mi sueldo, dos asesores y la realización de tres encuestas anuales. Es penoso Larry… y si tengo ganas de echarle la culpa de todo esto es a ti. No has estado a la altura.

Ahora era Eleanor la que parecía estar enfureciéndose. Aquel cambio de papeles dejó a Larry desprevenido. Eleanor siguió con su arremetida.

—Sí, Larry. Tienes a tu disposición miles de operadores, el ejército colabora con todo tipo de medios adicionales, y cuentas con una ventaja sobre cualquier género de competencia indiscutible. ¿Y qué sucede finalmente? ¿Sabes quién te ha arrebatado el bastón de mando y te ha derrocado? ¿Sabes quién te ha dejado a ti y a todo el instituto en el más absoluto de los ridículos hasta el punto de que de un día para otro se ha retirado toda asignación económica? Un fontanero, Larry… un fontanero te ha derrotado.

Larry resopló.

Sí, la noticia había sido de un par de días atrás, pero había sentado en el Consejo del Instituto como una bomba, sobre todo cuando la historia acabó por confirmarse. Al parecer un fontanero, no especialmente brillante en su profesión según se deducía por diversas referencias, pero que se había hecho con uno de los exolectores de Prime, había logrado una patente millonaria con un nuevo sistema de soldadura que prometía revolucionar la industria naval y aeronáutica. El fontanero en cuestión se había hecho célebre porque había revelado en las redes sociales cómo había conseguido idear su peculiar patente. Al parecer había llegado a un acuerdo comercial con su contacto alienígena, algo que no habían logrado de momento ninguno de los cerebros del Instituto, ni de las multinacionales que operaban con divisiones exo, ni de las organizaciones estatales del mundo que disponían de ingentes recursos destinados a ese fin. Y el intercambio de tecnología alienígena, el santo grial de todos los esfuerzos públicos así como de buena parte de la gran industria privada, había tenido como contrapartida facilitar contenido multimedia humano. Algo tan pueril, tan simple, había hecho enrojecer de humillación… o de ira, según los casos, a más de uno. Al parecer Henry, ese era el nombre del fontanero, había pasado un par de capítulos del «Equipo A», ya que era un devoto de esa serie de los años ochenta en particular, a su contacto alienígena y su retransmisión había cosechado un inusitado éxito en su planeta. Henry que tenía un gran olfato comercial no se prestó así como así a facilitar gentilmente el resto de los episodios, sino que entabló un hábil regateo que le condujo al dinero y a la fama. La astucia de ese hombre había dejado a muchos en evidencia, empezando por cada uno de los miembros del Instituto de Asuntos Exoplanetarios, con sede en Tucson, Arizona. La única que resopló feliz, como diciendo, «esto es lo que había que haber hecho desde el primer momento», fue Darcy. Jason se había reído a gusto con aquel paradójico intercambio de «oro por baratijas» al más puro estilo de trueque prehistórico, pero realizado en los albores del siglo XXI entre dos razas inteligentes que se comunicaban empleando los más evolucionados conceptos de mecánica cuántica. «Ver para creer», había dicho con una amplia sonrisa, no se sabía si de satisfacción o de incredulidad, cuando se enteró.

Larry se retiró hacia su vehículo sin despedirse, con el rabo entre las piernas y malhumorado, levantando una espesa polvareda a medida que sus botas tejanas pisoteaban el suelo con fuerza.

Eleanor se dirigió hacia Jason con un tono de voz ya para nada indignado.

—Lo siento Jason, te aprecio de verás y no quería enfadarme. Te aseguro que el fracaso del Instituto es mío también. Yo he salido tan mal parada como vosotros, no te quepa duda.

—No te preocupes Eleanor, no tienes ninguna obligación de justificarte con nosotros. Es Larry el que ha cambiado con toda esta historia. La ambición desmedida afecta a las personas. Él antes no era así.

* * *

Darcy tardó un tanto en alcanzar a Manley. Diría que éste se había dado cuenta de que lo seguían y había llevado la silla al máximo de su velocidad por el descampado. Finalmente se puso a su lado y le obligó a pararse. Había un árbol raquítico a cuyo sombra se sentó Darcy mientras Manley se quedaba a su lado sin mostrar excesivo entusiasmo.

—¿Qué te parece todo esto Manley? —preguntó Darcy a bocajarro.

Manley le miró ceñudo.

—¿Todo esto?… ¿a qué te refieres? Al hecho de tener tantos contactos alienígenas que ni llevamos la cuenta, o al hecho de que el Instituto ha fracasado… o tal vez al hecho de que fuera Larry quien estuviera al frente de la institución cuando había sido yo el inventor de los exolectores.

Era evidente que estaba de mal humor y todas las señales que emitía era de que no quería mantener una conversación. Aún así Darcy prosiguió.

—Sí, eso mismo. Siempre me sorprendió que te echarás a un lado y dejarás que Larry asumiera más protagonismo del que le correspondía.

—Sí… lo decía en sentido cínico, Darcy. Siempre me ha dado igual el protagonismo. Siempre… —Manley parecía buscar un argumento que Darcy pudiera entender— siempre tengo números, ecuaciones, mejor dicho, sistemas de ecuaciones en la cabeza. No puedo dejar de pensar en ellos, de la misma manera que una mujer no puede dejar de pensar en la moda o un hombre en el fútbol, sexo… o lo que sea. En mi caso veo números y ecuaciones… y necesito volcarlos cuanto antes en papel, ver qué significan… Eso es lo que me hace feliz. No necesito ni reconocimiento ni fama. No me dice nada eso, Darcy. Me da igual, absolutamente.

—Me alegra oírtelo decir… siempre había pensado que eras así.

Callaron durante un rato.

—Tengo una hermana, Manley, que es un portento —continúo Darcy al fin—. En mi casa resultaban apabullantes las comparaciones. Daba igual lo que yo hiciera que ella me superaba con creces. Acaparaba la atención de mis padres… ah, sé que me quieren tanto como a ella, pero siempre su amor por ella tenía muchas más oportunidades de mostrarse. Cuando surgió todo esto del Instituto… fue una dulce e incruenta venganza —Darcy sonrió ampliamente—. A pesar de que el Instituto no vaya a ningún lado tu nombre está en los libros de historia… y el mío afortunadamente también, aunque no tenga el más mínimo mérito para estar en ellos. Pero es algo que siempre te agradeceré.

Manley meneó la cabeza taciturno, como dando a entender que le daba igual.

—Lamento mucho lo que sucedió con Jeremy… —empezó de nuevo Darcy— pero lo que más lamento es el daño que te hizo. Y no sólo el físico, Manley

—¿A qué te refieres? —repuso Manley con voz bronca

—A tu carácter. Estás echado a perder. Tal vez sea cierto lo que dices, que tienes la cabeza llena de números… pero antes eras vivaz, reías siempre, a veces obrabas como un verdadero tonto, pero tenías ilusiones, se notaba. No puedes permitir que el hecho de estar en un silla de ruedas sea una especie de sentencia… una condena de por vida. Si fuera así entonces habría que reconocer que el odio de Jeremy finalmente resultó vencedor.

—¿Qué quieres que haga Darcy? No he dejado de trabajar —protestó Manley—. Encima de lo que me ha caído ¿quieres que esté sonriente y alegre todo el tiempo? No puedo. Soy un discapacitado. Sentenciado a estar en esta silla y a vivir y morir sólo… —la voz de Manley se fue apagando mientras mantenía la mirada fija en el horizonte. No quería seguir pronunciando pensamientos que le causaban un hondo malestar.

—Claro… porque todo lo importante para ti era la fachada. Ahora que ya no te queda esa figura de atleta esbelto e intelectual sofisticado… todo se ha echado a perder. La apariencia lo es todo, para ti, ¿no es así?

—No es la apariencia Darcy —la voz de Manley se moderó, pero se cargó de ironía— y si tu estuvieras en mi lugar lo entenderías perfectamente. Tu vida sigue siendo normal, después de todo. Tú no viste tu médula ósea cortada por una bala ni te quedaste inválida de la mitad del cuerpo para abajo. No necesitas una enfermera en tu casa y hasta el trabajo que haces más tonto, para mí representa una dificultad, a veces insuperable.

—Sí, veo que estás construyendo un discurso autodestructivo en el que te estás ahogando… y cuanto más repites ese rollo en tu cabeza más deprimente resultas. Vas a tener que cambiar de filosofía Manley, porque si no ahuyentarás a tus amigos de tu lado. Sé que me esquivas tanto a mí como a Jason. Incluso a Eleanor la has eludido cuando ha intentado acercarse a ti… Si no cuentas con nadie después no te puedes quejar de estar solo. Eres tú el que se aísla.

Manley apretó los dientes con fuerza. Darcy prosiguió.

—Sé que nos gustábamos Manley. Creo que nunca llegamos a encontrar el momento, o las circunstancias no acompañaron, o hubo malos entendidos… y aún así hemos estado orbitando el uno al lado del otro desde que nos conocimos, para bien o para mal —Darcy sonrió abiertamente, pero sus ojos estaban humedecidos—. No sé si recuerdas, pero el día del atentado…

—… teníamos una cita —murmuró Manley completando la frase—. No hay día que no lo recuerde, Darcy.

—Lo sé, porque a mí me sucede lo mismo, Manley. Y desde entonces no he dejado de esperar que me propusieras retomar aquel encuentro y que me llevarás a aquel famoso restaurante japonés que tanto te gusta. Y el hecho de que no lo hicieras me apena profundamente… no sé qué clase de persona crees que soy. A lo mejor alguien superficial a la que solo le preocupa la apariencia de las cosas.

Manley la miró desconcertado. Jamás había pensado que Darcy pudiera pensar de esa manera. Se había empeñado tanto en sentirse desgraciado y despreciado por todos que no había entendido que a pesar de las secuelas del atentado, había gente que le quería.

Se sentía incómodo. En las últimas semanas su ánimo había ido decayendo, presa de un profundo desánimo. No solamente se trataba de su discapacidad a todas luces irreversible. Aquel atentado que había sufrido implicaba muchas más cosas de las que podía explicar a sus compañeros, y ese secreto recaía sobre su conciencia y no se apartaba de su mente, lo aprisionaba, lo torturaba. La única escapatoria que veía a aquel tormento era el trabajo. Ahora de pronto alguien le decía que no tenía porque estar solo… y era justamente Darcy, era ella. Se reveló contra esa idea. Miró al suelo fijamente antes de hablar. Era necesario liberarse de todo fingimiento, no aguantaba más.

—Darcy… yo… tengo que reconocerlo. Estaba enamorado de ti. Sé que me porté como un estúpido cuando nos conocimos. En aquel momento estaba hinchado de egolatría… creía que todo iba a ser más sencillo. Pero descubrí que la fama no me atraía en absoluto… sólo me gustan las matemáticas… y tú. Pero lo descubrí tarde Darcy y lo lamento. —Manley encaró su vista con la de Darcy que le miraba compungida. Manley cabeceó antes de seguir. Sí, debía deshacer aquel nudo, liberarla de aquello que de alguna manera la obligaba a estar cerca de él—. Tal vez aquella tarde, si no hubiera sufrido el atentado… da igual, nuestras vidas habrían seguido un curso diferente. Pero aquella tarde todo cambió para mí… incluso de una manera que tú desconoces por completo y que para mí representa una angustia que tal vez nunca se cure… no lo sé. Lo que sí sé con certeza es que ya no tengo nada que ofrecerte. Mírame, como te digo, discapacitado… ¿crees que aún así podrías amarme? ¿Qué futuro te puedo ofrecer? —Manley hizo una pausa de nuevo. Miró al suelo—. Sólo me resta decirte que comprendo perfectamente que tú…

Darcy levantó la mano, para detener el discurso de Manley, cuyo rostro descompuesto parecía a punto de sollozar.

—Manley… ¿estabas enamorado de mí hace unas semanas?

Manley asintió lentamente mientras su mirada se perdía en el horizonte. Estaba convencido que aquella absurda declaración acabaría con los intentos de Darcy de mostrarse compasiva con él.

Darcy suspiró.

—¿Y ahora?

Manley giró su vista. Su mirada se abismó en los ojos hermosos de Darcy, que le miraban desbordados por sendas lágrimas a punto de derramarse.

—Ahora… ahora también Darcy —confesó con un dolor humillante. Sentía que era la confesión de un desgraciado que sumaba a su dolor un nuevo padecimiento.

Pero Darcy no dijo nada.

Simplemente se acercó a él y dejó que sus labios se unieran a los de Manley en un beso que lo reconfortó y que obró el milagro de apartar de él, ahuyentado, todo miedo, todo dolor, toda incertidumbre.