Capítulo 3
Dos meses más tarde
Cuando el veterano y calvo Jason Donovan le echó la vista encima al joven Manley Stuart según desembarcaba sus enseres, pertenencias y equipo de investigación de una pesada roulotte que había «atracado» en el parking de monte Lemmon, supo de inmediato que iban a tener problemas con él. Presentía que, de algún modo, el observatorio no volvería a ser el mismo.
El observatorio es un lugar de trabajo «apretado», como le gustaba decir al cincuentenario astrónomo. Bien era cierto que se encontraba en las más altas cumbres de la sierra de Santa Catalina, al norte de Tucson, en el estado de Arizona, lo cual invitaba a pensar en lugares amplios y paseos interminables por la montaña, pero el clima desapacible del exterior, especialmente durante la tarde y la noche, no invitaba a permanecer fuera demasiado tiempo. Eran escasos los días de verano y primavera que resultaban agradables perderse por la montaña simplemente en mangas de camisa. Así que las inclemencias de la naturaleza y las dependencias estrechas del observatorio obligaban a sus habitantes y trabajadores a mantener una convivencia próxima en la que eran fáciles los roces y habituales las pequeñas disputas. Si a este ya de por sí desapacible coctel de personalidades se añadía un personaje excéntrico cuyo coeficiente intelectual bien podría dejar en ridículo al de cualquiera de los científicos del observatorio (Jason se había tomado la molestia de averiguarlo), se diría que la mezcla había alcanzado un punto de experimentación crítico. A Jason le gustaba pensar así de su pequeño equipo de astrónomos y el hecho de tener la prejubilación tan tentadoramente al alcance de la mano le otorgaba la perspectiva de los próximos conflictos no como un inconveniente, sino más bien como un divertido epílogo a su polifacética carrera de astrofísico.
Nadie del observatorio pareció prestar especial atención a la llegada del «nuevo» salvo Jason. Era habitual que siempre hubiera un par de comodines en el observatorio; becarios, investigadores de paso, astrónomos con ambición que deseaban hallar hueco junto a los telescopios más potentes o en la misma NASA y que finalmente desaparecían refunfuñando regresando a un destino mediocre, similar al que habían tenido antes del monte Lemmon. Todos ellos, la vieja familia del observatorio, presidida por el veterano Jason, los veían ir y venir sin prestar especial atención. Manley parecía ser uno más de esos. Llegaba pletórico, con una sonrisa segura en su rostro agraciado, lleno de convicción, moviéndose rápido y nervioso de un lado a otro, hasta el punto que Jason procuró tranquilizarlo mientras lo veía sudoroso en su ajetreada labor de instalación en el despacho más minúsculo de la edificación. «Tranquilo muchacho… las estrellas no se van a escapar» murmuraba socarrón mientras se echaba para atrás su sombrero tejano y contemplaba divertido la exhibición de descarga. Varios ordenadores y un sin fin de cajas de archivo resultaban de lo más normal. Sin embargo llamó la atención de Jason un par de pesadas cajas embaladas que eran transportados por el equipo de mudanzas. Era equipo pesado que costó mover hasta la sala del telescopio principal. Allí se quedaron mientras Jason fisgaba a su alrededor intentado deducir qué clase de artefacto se escondía en su interior. Pero cuando le pregunto al «muchacho» éste le sonrío tan enormemente como su mandíbula era capaz, le miró con ojos francos y… eso sí, no dio explicación alguna.
Todos los astrónomos del observatorio Lemmon se tenían por mediocres investigadores. No era algo que reconocían abiertamente, eso es obvio, pero sí se asumía implícitamente en sus conversaciones. Aquel sitio era «el agujero», del cual «no había escapatoria», y su carrera profesional «estaba en dique seco». Todas aquellas expresiones eran habituales entre ellos, como si de náufragos que han asumido que deben aclimatarse a la isla en la que se encuentran, sin esperanza alguna de auxilio ni escape. Ninguno había sobresalido en ningún campo científico en especial, pese a haberlo intentado, la mayoría de ellos, de forma insistente durante años. El hecho de haber fallado en sus expectativas profesionales había hecho que en el grupo medrara una cierta sensación de fatalismo y resignación. Por diversas razones, ninguna de mérito, todos habían acabado allí. Se encontraban atrapados en la cima de aquel monte acompañados de un equipo obsoleto consistente en varios telescopios sin actualizar, incluso algunos de ellos defectuosos, sin grandes posibilidades de salir del anonimato científico. Ni qué decir de realizar una aportación extraordinaria a la ciencia, algo por completo descartado. El tiempo de observación se distribuía entre anodinas rutinas… caza de asteroides cercanos a la Tierra, observaciones del espectro de una ristra de estrellas inacabables, y otros trabajos menores y accesorios de investigaciones principales la mayoría de las cuales se llevaban a cabo a miles de kilómetros de allí, «estamos en la era de internet» se decían entre ellos, y de cuyos relativos éxitos obtenían las migajas de discretos «enhorabuenas». Aquel sitio era el «agujero negro de Tucson», un lugar del cual ningún astrónomo que traspasara el umbral de su horizonte de sucesos sería capaz de escapar.
Quizás el alma que más se había enfrentado a esa funesta resignación que imperaba en el ambiente era el recalcitrante David Spencer, que había intentado por activa y por pasiva destinos más honorables. Así había dirigido multitud de solicitudes para trasladarse al archifamoso Keck, de Hawái, donde proclamaba tener importantes contactos. Cada vez que le había llegado una negativa, sus compañeros, a instancias del propio Jason, le hacían un pequeño obsequio a modo de bufonada de consolación; una vez un llavero con una tabla de surf, otra una hawaiana bamboleante para el salpicadero del coche, y así seguían sus chanzas conforme se acumulaban las negativas. Spencer sonreía de forma forzada, aceptaba la gracia y con discreción arrojaba el regalo en la papelera de su despacho cuando nadie miraba, síntoma de que, efectivamente, la broma zahería su orgullo. Cuando más tarde Jeremy Hudson, un simpático becario con vocación de convertirse en uno más de la tribu, la recuperaba y la mostraba con gesto triunfal al resto del equipo en ausencia de David, el grupo bullía en un regocijo lujurioso. Jason sonreía al considerar que seguramente las risas podían oírse en varios kilómetros a la redonda.
Sin embargo intuía que Manley no era de ese tipo de personas a las que se le podía herir en el orgullo. Advertía en el joven la existencia de un carácter tan obstinado y firme como el propio monte Lemmon y no sabía de qué manera resolvería ese tipo de roces y bromas con el resto de la «familia».
—… y aquí tenemos la máquina de café, y ¡ojo!, que la señora de la limpieza que lo abastece, a menudo se equivoca y echa el matarratas en el dispensador… y te aseguro que es difícil saber cuál es cuál —le dijo Jason sarcástico mientras le paseaba por el interior de las instalaciones. Manley le seguía cargado con una voluminosa caja de cartón camino de su despacho, el más miserable de los cuchitriles que había en el observatorio. Claro estaba que Manley había sido el último en llegar.
Y Manley asentía a todos sus chistes con una buena risotada, como si fuera la broma más ingeniosa que había oído en su vida. Pasearon por el exterior y Jason fue enumerando cada uno de los telescopios que integraban el complejo. Hablaba de ellos como viejos animales de carga que ya han hecho más de lo que debían, «el viejo Steward», «el tuerto de Dahl», «el chino» —aunque con el mote se refería a un telescopio que era operado desde Corea— y así sucesivamente. Manley sonreía ante la desfachatez de Jason que se paseaba por sus dominios con la arrogancia de un vaquero que muestra su ganado.
Desde luego Manley no era el habitual superdotado callado y retrotraído que Jason había colegido tras una primera lectura de su currículo. De hecho Jason empezaba a sentir simpatía por aquel joven exultante y cargado de vitalidad. «¿Qué diablos le habrá traído al culo del mundo? Cualquier universidad se lo habría rifado»… pensaba mientras le hablaba de la capacidad del telescopio principal y de algunos trucos a emplear para cuando tal o cual mecanismo se atascaba.
Pero en un momento dado Manley se abstrajo. Jason se dio cuenta de que estaba hablando solo, porque el joven se había quedado haciendo cálculos sobre el espacio disponible. Se encontraban en el hangar de la cúpula del telescopio Steward. Empezó a murmurar de manera ininteligible para Jason, tomando medidas y calculando dónde podría instalar sus ordenadores y equipos como si ya los estuviera viendo. Señalando las cajas embaladas que estaban apiladas a un lado de la sala. «Esto puede ir aquí, y los equipos informáticos allí mismo, para que no interrumpan el paso». Cuando Jason preguntó para qué diablos necesitaba más equipos informáticos y qué demonios era el artefacto que pensaba montar allí en seguida se perdió en el argot de partículas cuánticas en el que fue apabullado por Manley. Tenía dos opciones, quedar como un palurdo y rogar que le explicara de nuevo todo aquello, o dar cierta impresión de comprender lo que le había dicho y asentir con cierto aire de aburrimiento. Fue esto último lo que hizo con cierta resignación interior. Se sentía viejo.
Jason lo vio tan decidido y con tanta energía que él mismo se sintió contagiado por ese entusiasmo juvenil y por un momento olvidó que estaban allí, en el «sumidero», que era un veterano cerca de la prejubilación y se dejó llevar presa de la vivacidad y decisión de aquel joven. Incomprensiblemente, Manley, siendo un perfecto bicho raro… le estaba cayendo bien. También es cierto que pensó lleno de compasión, «pobre ingenuo», recordando qué poco rendimiento podría obtenerse de aquellas vetustas instalaciones.