XXIII
RETRATO Y JUICIO CRÍTICO DE LOPE DE AGUIRRE, Y RESULTADO FINAL DE LA JORNADA DEL MARAÑÓN
LA persona de Lope de Aguirre es merecedora que demos su retrato: «Fue -según el Marañón Vázquez- hombre casi de cincuenta años, muy pequeño de cuerpo y poca persona; mal agestado, la cara pequeña y chupada; los ojos que si miraban de hito le estaban bullendo en el casco, especial cuando estaba enojado (…) Fue gran sufridor de trabajos, especialmente del sueño, que en todo el tiempo de su tiranía pocas veces le vieron dormir, sino era algún rato de día, que siempre le hallaban velando. Caminaba mucho a pie y cargado con mucho peso; sufría continuamente muchas armas a cuestas; muchas veces andaba con dos cotas bien pesadas, y espada y daga y celada de acero, y su arcabuz o lanza en la mano; otras veces un peto».
Era de agudo y vivo ingenio para ser hombre sin letras, como lo demuestran las cartas que conocemos al provincial Montesinos y al rey. «Algunas vi a pedazos -escribe el obispo Lizárraga-, llenas de mil disparates, pues daban gusto leerlas por solo ver el frasis, que no sé quién se lo enseñó».
No hay duda que el modelo que tendría presente fue otro aventurero que hubo en el Perú, cuando la tiranía de Gonzalo Pizarro.
Fue éste Hernando Bachicao, un capitán de la mar que, como un corsario, fue discurriendo por la costa del Pacífico, desde Trujillo a Panamá, dando mil disgustos y sobresaltos a los realistas.
El tipo de Bachicao tiene muchos puntos de semejanza con el de Lope de Aguirre, y el que quiera conocerlo bien, lea a Cieza de León en el Tercer libro de la Guerra de Quito. Con todo, no holgarán aquí algunas noticias acerca de ese personaje, para justificar la semblanza entre él y Aguirre.
Los dichos y hechos de Bachicao hiciéronse célebres en el Perú, y como apenas eran pasados quince años, Lope de Aguirre los tendría muy presentes. Llevando la derrota de Panamá, encontró Bachicao un navío abarrotado de mercaderías; lo que más le plugo fueron ciertas vasijas de vino que en él venían, pertenecientes a un pobre diablo que pedía la paga del despojo que se le hacía. Bachicao se la libró en el cambio que tenía en el infierno, en estos términos: «Belcebú, príncipe de los demonios: de los dineros que soy a cargo al capitán Hernando Bachicao, pagad a Francisco de Amores, o al negro de Trigueros, seis arrobas de vino, porque lo quiero así».
Había salido de Lima con dos barcos y quince hombres, y cuando llegó a Panamá mandaba una escuadrilla con ciento veinte hombres. Mostró los poderes de Pizarro y fue aposentado en la ciudad. La soldadesca, viéndose en ciudad tan próspera y poblada de mercaderes, juntábanse en cuadrillas, se proveían de buenas granas y piezas de seda a costa de sus fieros, y saliendo a los caminos descargaban las acémilas que les parecían. Bachicao por su parte sacaba con cautela todo lo que quería, diciendo que aguardaba dinero del gobernador Gonzalo Pizarro para pagar el gasto.
Siempre andaba con un rosario en la mano, no porque fuera devoto, sino que por las cuentas de él contaba los arcabuces y su gente de guerra que a más no llegaba su aritmética. De él se dice que a un bachiller le hizo escribir una carta de desatinos para el rey, que algún parecido tendría con la que conocemos de Lope de Aguirre; y que a un fraile diole tremenda bofetada por meterse en sus asuntos.
A la fama de sus tropelías se le juntaron quinientos aventureros que pedían les llevara al Perú donde el robo sería más aprovechado. Bachicao les dio buenas esperanzas y les pagaba las soldadas a costa de los mercaderes de Panamá; harto de desafueros, tendió las velas, la vuelta del Perú, llevándose más de veinte navíos. Antes de llegar a Tumbes soñó una noche que le querían matar y recordó con sobresalto. Acertó que un galeón que venía sin luces se encontró con la nave en que iba Bachicao, el cual empezó a gritar diciendo que aquello era lo que había soñado y mandó que a tiros de artillería echasen a fondo el bajel, sin tener misericordia de la gente que dentro venía, que solo las mujeres eran bastante a infundir lástima. En pisando tierra, dicen que pensó pasarse al bando del virrey; otros cuentan que pensó darle batalla, para, revolviendo sobre Pizarro, desbaratarle también y quedar él por tirano; en fin de cuentas, anduvo reacio la víspera de la batalla de Añaquito, en la que el virrey Vela fue vencido y muerto, y ello le sirvió de recomendación para acogerse más tarde a indulto y serle perdonados sus robos y crímenes.
Quizás Lope de Aguirre soñara con una rehabilitación por el estilo, aprovechando cualquier coyuntura que le depararan las contingencias del Perú. Como quiera que sea, sus atrocidades, no menos que el término de su carrera, evocan asimismo el recuerdo de otro de los capitanes de Pizarro, aquel Francisco Carvajal, al que los contemporáneos llamaron el Demonio de los Andes, por el secreto terror que inspiraba. Lope de Aguirre no ocupa como Carvajal un lugar distinguido entre los soldados del Nuevo Mundo; pero por su actividad, perseverancia y sufrimiento en los trabajos, compite con cualquiera de los aventureros que se distinguieron en Indias. Alguna fascinación ejercería este hombre sobre los demás, cuando supo hacerse obedecer de doscientos bandidos durante más de cuatro meses.
Tocante a los procedimientos que empleó en su terrible odisea, fueron con poca diferencia los que en el siglo siguiente habían de emplear los célebres filibusteros y bucaneros ingleses y franceses, que devastaron el litoral de las colonias españolas. No obstante, algunos de estos aventureros merecieron la aprobación de sus reyes y fueron premiados con capitanías de mar y títulos de nobleza. El mismo sir Walter Raleigh, cuyo nombre va unido también a la leyenda del Dorado, fue un pirata elegante, y como tal decapitado en Londres, a instancias del embajador Gondomar; pero los ingleses le llaman el gran Raleigh, el mártir del imperio colonial inglés. Con la diferencia que Raleigh fue un iluso que se engañaba a sí mismo y engañaba a sus compatriotas con las fábulas de Manoa, en tanto que Lope de Aguirre, a fuer de hombre más práctico y especulativo, se percató en seguida de la farsa del Dorado, y, aprovechando los elementos que tenía a su disposición, resolvió adueñarse del Perú, empresa nada loca, como a primera vista parece.
Eran muchos los españoles alzados y levantiscos que había en estas partes de América. Consta por el cronista Ortigueira -contemporáneo de la jornada del Marañón-, que muchos eran los castigados y desterrados que andaban repartidos en diferentes sitios y estaban a la mira de los acontecimientos; que otros, por el contrario, se creían deservidos por no habérseles cumplido ciertos ofrecimientos en premio a su lealtad (cuando la rebelión de Gonzalo de Pizarro); y así por esto, como por otras causas, los interesados, o bien sus hijos, deudos y parientes, deseaban vengarse por cualquier manera que pudieran.
Durante la odisea de los marañones, en la ciudad de Pasto, se descubrió la conspiración de un Gonzalo Rodríguez, con ramificaciones en Quito y Calí, para levantarse contra las autoridades reales; y lo mismo en Panamá, donde un capitán, Francisco de Santisteban y dos Méndez, tío y sobrino, trataron de hacerse la justicia por su mano y convertirse en grandes señores. Las autoridades de estos lugares entendieron que había otras personas de calidad en la conspiración, pero por no encender otro fuego que no se pudiera acabar tan presto, tuvieron por bien castigar a los cabezas de motín y no entrar en más averiguaciones. De suerte, que de haber prevalecido Lope de Aguirre en su camino hacia el Perú, hubiera visto aumentada su hueste con estos y otros descontentos.
La negación de vasallaje al rey de España era consecuencia inmediata del propósito que abrigaba; pero se equivocó pensando que con crímenes y maldades comprometería a sus compañeros y les retendría a su lado, cuando lo que hizo fue asustarles de sí mismos. Desplegó la bandera negra del pirata, y cuantos tenían que perder se pusieron en guardia contra él: la ley eterna de defensa de la sociedad humana.
Desde este punto de vista, la figura de Lope de Aguirre se empequeñece; pero en lo demás, en lo que atañe a la leyenda del Dorado, fue un hombre extraordinario que logró atravesar el continente y salir al Atlántico por entre la maraña del Amazonas, y esta hazaña hará que la pirática excursión de los marañones sea memorable en los fastos geográficos.
Debido a los marañones, cundió en las mesetas de Bogotá, de Quito y del alto Perú, la noticia de los dones forestales amazónicos: la goma, la vainilla; y la zarzaparrilla e ipecacuana, para no citar más que los que aprovecha la farmacopea. Sirva de ejemplo la copaiba. El árbol es un gigante ribereño que, a una incisión en el tronco, destila una resina, con un ruido particular como de caña que se raja. Con copaiba cocida y espesada, los marañones embrearon sus bateles, pero hallaron también que servía para la cura de cierta enfermedad, y desde entonces la resina del copaibo se propagó como antídoto de un alifafe venéreo.
Por los marañones también, súpose además el curso del gran río, se descubrieron muchos de sus afluentes, se probó la navegabilidad de toda aquella Mesopotamia; con lo que vino a facilitarse la internación de mercaderías por más de mil leguas río arriba. Se comenzó a descubrir y poblar la tierra, y a espaldas de Quito, por bajo de la gobernación de los Quijos, fundáronse núcleos de población, que hoy son pueblos florecientes de Venezuela y Colombia.
Han pasado más de tres centurias desde la famosa jornada del Marañón. Ya se navega a vapor desde Iquitos al Pará. El camino de Cajamarca, vía Chachapoyas, que es el que tomó Pedro de Orsúa para embarcarse, es uno de los caminos públicos que está en proyecto en el Perú y de realizarse, será un factor importante en el desarrollo de la parte norte de esta república. Mientras tanto nadie, como no sea algún gomero arriscado, se atreve a navegar por aquellas cabeceras fluviales con las embarcaciones de los intrépidos marañones españoles de Pedro de Orsúa y Lope de Aguirre.
En cuanto este, aún vive en la memoria de los americanos, siquiera sea con fama infame. Un hijo del país teatro de las lúgubres hazañas de Aguirre, el venezolano Arístides Rojas, dice de él: «Todavía el recuerdo de sus crímenes no se ha extinguido. Cuando en las noches oscuras se levantan de las llanuras y pantanos de Barquisimeto y lugares de la costa de Borburata fuegos fatuos, y copos de luz fosfórica vagan y se agitan a los caprichos del viento, los campesinos, al divisar aquellas luces, cuentan a sus hijos ser ellas el alma errante del traidor Aguirre que no encuentra dicha ni reposo sobre la tierra» (Orígenes venezolanos).
Sí, siempre será héroe de leyenda ese extraño Lope de Aguirre, segunda encarnación de Atila: poéticamente salvaje, sin temor a nada y no vacilando ante una hecatombe; ora silencioso, como el vulgar asesino que premedita un crimen; ora declamador y dicharachero, y que daba una estocada por la espalda con la misma facilidad con que miraba de frente a la víctima; siempre entrenándose para entregar su cabeza al rey, como la entregó, con rasgo el más caballeresco de su atormentada vida.