VI

SE AVISTAN EL NAPO Y EL PUTUMAYO. EL TERRIBLE ARCABUCERO GARCÍA

ASÍ desembarcando y durmiendo en tierra todos los días, en diez alcanzaron otro río mayor dos veces que el por donde iban; llamáronle río de Bracamoros, que a la cuenta será el Uyacali. En las juntas de este río holgáronse dos días, y en otros doce llegaron a la confluencia del Napo, no lejos de la moderna Iquitos peruana.

El soldado Vázquez, tan parco en descripciones pintorescas de los paisajes que veía, al llegar a este punto de su itinerario se complace en manifestarnos que la junta de los tres ríos «hacen de aquí para abajo uno tan grande que no puedo creer haber otro en el mundo semejante».

Aquí se reforzó algo la gente, que venía fatigada del hambre, tomando muchas tortugas y huevos de ellas en las playas.

Estos quelónidos, grandes y de exquisita carne, son la providencia de los navegantes amazónicos en los meses de agosto y septiembre, época del desove; sus huevos son más pequeños que los de gallina, y tan blandos, que se deforman, sin romperse, a la simple impresión de los dedos. En la época del celo pelean los machos, dándose fuertes encontronazos con el peto, a cuyo ruido suelen acudir de noche los pescadores y dirimen la contienda cargando con los dos rivales y con la hembra por quien disputaban. El uso y el abuso de la pesca de huevos y de la mísera tortuga en estos ríos, son tan grandes para la fabricación de manteca y aceite, que modernamente ha habido que reglamentar su pesca. Si los marañones hubieran sido previsores, pudieran haber hecho abundante provisión de manteca para el viaje; pero no se tomaban este trabajo, sino que sorbían los huevos, se comían la delicada carne; ni más ni menos que los caimanes que en aquellas riberas se dan banquetes pantagruélicos devorando, a centenares, aquellos ovíparos.

Hicieron también nuestros expedicionarios abundante recogida de pescados de todas suertes: de sábalos, surubies, bagres y piraibas; siluroides estos últimos de una vara de largo, de boca de esturión, cola rojiza y blanquizco vientre, y lo que más importa, de sabroso comer.

La vegetación a las orillas era más rala, por ser el terreno inundadizo. Las aves acuáticas son allí en tanto número, que literalmente cubren las playas; garzas y gaviotas, especialmente, están tan apretadas, que parecen una nevada, y al acercarse una embarcación levantan el vuelo con atronadores gritos, dejando al descubierto en la arena millares de huevos.

Más hacia adentro, en charcas y lagunetas, orna y embalsama el recinto la reina de las ninfeáceas (la curiale amazónica o victoria regina de los botánicos), llamada por los indios irupé (bandeja o plato en el agua); de flor blanca y roja, grande y esponjada como una lechuga, que allá en otoño se transforma en un fruto esférico del tamaño de una sandía; de pistilos tan grandes como astas de buey, y de flotantes hojas, tamañas como ruedas de molino, que aguantan perfectamente el peso de una garza posada en una de ellas como un guerrero sobre el pavés.

Como el río es tan ancho en aquella parte que se reparte en muchos brazos, haciendo en el medio islas, los marañones en los ocho días que en la junta se detuvieron, holgáronse, unos pescando mariscos en la ribera, y otros matando con los arcabuces abundante volatería, en especial el «yacú», una pava de monte, especie intermedia entre pavo y faisán, de menor tamaño que este, pero de la misma forma, solo que su plumaje es negro aterciopelado, tiene sobre la base del pico una carúncula carnosa anaranjada y ostenta un moño negro elegantemente rizado, por lo que los naturalistas llámanle Penélope pileata.

Cierto día que estaban cazando, dieron de repente los arcabuceros con unos indios entretenidos en recoger tortugas, y como estos huyeron al verles, los cazadores volvieron al real llevando en parihuelas, improvisadas con ramas, la abundante pesca que los fugitivos abandonaron.

Tras de tanto solaz, que vínoles bien, porque en el astillero se había repartido poca comida para tanta gente, los marañones dejaron la junta del Napo; y al salir de ella se quebró y anegó uno de los bergantines, tan de improviso, que apenas dio tiempo a los que iban en él para transbordar a las canoas y balsas que venían detrás.

El derrotero de Vázquez señala a continuación otro río grande que viene de la mano izquierda; «creyose que era este río el de la Canela, por do vino el capitán Orellana, que nasce del Perú, de las espaldas de Quito, de los Quijós». Será el actual Putumayo.

A los dos o tres días de navegación por esta nueva junta, vieron el primer pueblo de indios en una isla que llamaron García, a causa de un García de Arce, teniente del ya mentado Juan de Salinas, que, obrando por su cuenta, se había adelantado con treinta hombres río abajo, y vino a parar allí, pasando por mil fatigas y privaciones. Había perdido dos hombres en el camino, que bajaron a buscar comida juntos y se perdieron en la maraña del bosque, o al menos tal se conjeturó, porque por muchas lumbradas y muchos tiros de arcabuz que les hicieron, no se volvió a saber de ellos.

Este García Arce y compañeros pasaron tanta hambre, que su principal mantenimiento fue caimanes que el dicho Arce mataba con el arcabuz, que era maravilloso tirador. Arribados a la isla, se hicieron fuertes en un palenque frontero al pueblo de los indios, quienes les venían a dar guerra todos los días. Una de las veces que los indios les tenían en gran estrecho, García de Arce cargó su arcabuz con dos pelotas de hierro unidas por un hilo de alambre, tiró sobre seis indios que venían en una canoa, y del tiro mató cinco. Tanto era el recelo de los españoles, que otro día que los indios vinieron de paz a la estacada, cuando más confiados estaban. García hizo matar cuarenta de ellos a lanzazos y puñaladas. Si como era tan buen arcabucero fuese diplomático el tal García, mejor lo hubiese pasado entre aquella indiada, pues veinte años antes, al paso de Francisco Orellana, estos cararíes le ayudaron a hacer el bergantín Victoria, con que dio cima a su viaje. Eran aquellos indios relativamente civilizados; vestían mantas y camisetas de algodón pintado; sus casas eran cuadradas, grandes; cada una con cincuenta o sesenta familias, y estaban repartidas en dos barrios o pueblos pequeños. Su comida consistía en maíz, ñames y yuca, del que hacían el casabe o pan del Amazonas, aparte de mucho pescado, patos y pavas de monte.

Prueba de la buena disposición de esa indiada, es que cuando llegó Orsúa y entró en tratos con ellos, le ayudaron en cuanto fue menester. Recibiéronle con unos juguetes de goma en forma de pera, de los que salía agua apretando el aparato, siendo su aceptación el preliminar de fiestas y agasajos entre ellos, como el calumet de paz entre los pieles rojas del Norte. De tal origen viene precisamente el nombre científico Siphonia elastica, dado al árbol de la goma, abundante en aquellas regiones. Pero eran tantos los desafueros y sinrazones que los marañones a la indiada hacían, que con la noticia del mal trato de los extranjeros quedaron despoblados los pueblos circunvecinos, de suerte que Orsúa no pudo hacerse de guías ni intérpretes para en adelante, como era su intención.

En esta isla de García o de los Cararíes se detuvo la armada ocho días, y desembarcaron los caballos, que desde el astillero no habían salido en tierra y habíanse muerto dos o tres de ellos.

El soldado Vázquez advierte puntualmente al llegar a este punto de su narración: «Aquí empezamos a hallar mosquitos y zancudos». Lo extraño es que no se quejase antes de estas y otras molestas sabandijas que agotan la paciencia del viajero en aquellos parajes.

En los ríos amazónicos no caben esas divagaciones poético-nocturnas a que nos tienen acostumbrados los poetas cuando de la noche de los trópicos nos hablan. Entre cínifes y murciélagos no revolotean silfos ni gnomos. Aparte los mosquitos y zancudos, hay el jején, una minúscula mosca que levanta ronchas en la piel; tanta es la plaga, que entre los indios se conoce una afección cutánea, con arabescos blancos y violáceos, llamada caraté, originada por la picadura de estos insectos. Tampoco se librarían los marañones de la fiebre, que en su tiempo hacía tantos estragos en Indias como el vómito negro en las Antillas y en el Brasil; pues si bien venían del Perú y Quito, tierras de la quina, los indios aún no habían revelado la maravillosa virtud del antifebrífugo.

Pensó Orsúa enviar desde aquí exploradores que buscaran la tierra en cuya demanda iba, porque algunos de los que bajaron el río con Orellana y ahora venían con él, tenían noticias de haber por allí cerca una buena tierra llana y rasa con abundantes rebaños de ovejas del Perú y una gran laguna de circuito muy poblado, que tal vez fuera Omagua; pero los indios de la tierra, confabulados, sin duda, para quitarse de encima a él y su gente, dijeron que Omagua estaba mucho más arriba. En vista de esto, Orsúa desistió de explorar los contornos, y siguió el viaje, dejando anegada una de las chatas por podrida y casi quebrada.

En esta isla hizo el gobernador Pedro de Orsúa alférez general a don Fernando de Guzmán, que tan mal usó el cargo, como se verá adelante.