III
FUE nombrado capitán general de la expedición y gobernador de las tierras que se descubriesen don Pedro de Orsúa, caballero navarro, de Pamplona, de hasta treinta y cinco años, la cara hermosa y alegre, la barba taheña, bien puesta y poblada; de mediana estatura, pero bien proporcionada; grande hombre a caballo de entrambas sillas, en la gineta y la brida; galán, gentilhombre y bien traído y muy general en todas las armas y cosas de virtud y disciplina militar, en especial en conquistas y descubrimientos de indios.
Pedro de Orsúa empieza a figurar allá por los años de 1545 en que fue nombrado lugarteniente del Nuevo Reino de Granada por un primo hermano suyo, el licenciado Miguel Díaz Almendáriz, gobernador de aquellas partes, que tanto agrió la contienda entre Belalcázar y el mariscal Robledo, de que vino este a salir con la cabeza cortada. Era la más ilustre ejecutoria de Orsúa la conquista de la provincia de Cundinamarca en el reino de Nueva Granada, en el que fundó la ciudad de Pamplona, a contemplación de la otra donde nació en España; no menos que la reducción de los negros cimarrones, que es tanto como alzados o bandoleros, que infestaban el territorio de Tierra Firme entre las ciudades Nombre de Dios y Panamá.
Fue tanta la pujanza de esta negrada que formaba un ejército de más de mil negros y negras, con su rey llamado Vallano. Hacían grandísimos daños en aquellas dos ciudades, sacando los esclavos del servicio de sus amos españoles, salteando los caminos, quitando las haciendas a los viandantes, de manera que no se podía vivir ni había cosa segura en la tierra; pero por industria del capitán Orsúa se hizo preso al rey negro, se enviaron muchos de los alzados a las justicias de Panamá, donde fueron echados los más de los negros a los perros para que los despedazasen vivos, porque lo vieran los demás esclavos y entendieran que lo mismo sería de ellos si dejaban el servicio de sus amos. En suma, de tal manera les castigó y amedrentó, que muchos de los cimarrones tuvieron por mejor volverse al cautiverio y perpetua servidumbre de los blancos, que sufrir la recia y continuada guerra que Pedro de Orsúa les daba.
A fines de 1558 llegó Orsúa a Lima, después de haber dado el venturoso fin que se ha oído a la guerra de Vallano, con mucha loa y reputación demás de la que antes tenía; y aunque hubo muchos pretensores para el gobierno de la jornada del Marañón, el virrey tuvo por bien de dársela a él, que era tanto como encargarle la jornada de Eldorado, la mejor cosa que había en todo el Perú.
Principio era del 1559 cuando el electo gobernador comenzó a publicar sus poderes y nueva gobernación por todo el Perú y a hacer gente para la jornada, y como por río había de ir, dispuso todo lo necesario para hacer bergantines. Entre tanto se construían los buques en el astillero fluvial de Moyo-bamba, se le juntaron buen golpe de españoles venidos de todas partes del Perú, teniéndose por cosa cierta que los que con él fueran, habían de hallar montes de oro, pues era frase corriente «que como no hay casamiento pobre, así no hay descubrimiento pobre», mucho más tratándose de la busca del Dorado.
A esta fama, pusiéronse a las órdenes de Orsúa los capitanes Fernando de Guzmán, natural de Jerez; Juan Alonso de la Bandera, por mote de la Valentona, vecino de Lima, que por cierta pendencia no le convenía quedar en la tierra; Pedro de Miranda, mulato; Pero Alonso Caeso, Lorenzo de Zalduendo, y entre todos, Lope de Aguirre, del que se hace particular mención por el mucho juego que ha de dar en la jornada.
Era este Aguirre guipuzcoano, de Oñate, aunque se le suele llamar vizcaíno; se decía hidalgo, pero sus trazas de hombre bajo y ruin; vicioso, fementido, glotón y borracho. No hablaba palabra sin blasfemar de Dios y de los santos. «Vi a este Lope de Aguirre, siendo yo seglar (escribe Lizárraga), sentado en una tienda de un sastre vizcaíno, que en comenzando a hablar hundía toda la calle a voces». Llevaba más de veinte años en el Perú alternando entre el oficio de desbravador de potros y el manejo de las armas. Amigo de revueltas y motines, anduvo complicado en cuantos estallaron en su tiempo en el país, singularmente en el alzamiento de Gonzalo Pizarro y Sebastián de Castilla, de cuyas resultas se pregonó su cabeza y andaba huido, hasta que supo el indulto general que se concedió a cuantos delincuentes sirviesen a Su Majestad contra el otro alzado Hernández Girón. Por ganar este indulto, salió Aguirre a campaña y le hicieron cojo. Colgadas las armas, fue a vivir en poblado, pero en ninguno cabía, de malsín y perverso que era; no le conocían por otro nombre que Aguirre el loco. Estando en el Cuzco, estuvo complicado en otro motín y tuviéronle para ahorcar, juntamente con el Lorenzo Zalduendo, antes mentado, y viéndose perdidos, acordaron venir a la jornada de Omagua.
No pocos de los soldados que se alistaron con Orsúa eran de los comprendidos en el perdón general del marqués de Cañete, a que antes se hizo referencia, y aun algunos de los más culpables, cuyas causas estaban pendientes y ellos en la cárcel. «A estos -escribe fray Reginaldo de Lizárraga-, porque el marqués era humanísimo y nada amigo de derramar sangre, les condenó a que aherrojados con grillos trabajasen en la labor de la puente que mandó hacer en el río de esta ciudad (Lima); mas trabajaron pocos meses, algunos de los cuales teniendo amigos conocidos o conterráneos mercaderes, se encomendaron que les pidiesen limosna y comprasen negros y por ellos los diesen al marqués. Hiciéronlo así los mercaderes (era mucha lástima ver aquellos miserables cargando ladrillo y mezcla, aherrojados); fuéronse al marqués y dícenle: «Señor, Vuestra Excelencia tiene condenado, y justísimamente, a fulano a que trabaje en la puente, como trabaja; Vuestra Excelencia sea servido de recibir un esclavo negro que traemos por él, y desterrarlo o hacer lo que Vuestra Excelencia fuere servido; el negro ofrecemos a Vuestra Excelencia para que perpetuamente sirva como lo es, y después de acabada la puente, aplíquelo Vuestra Excelencia a quien fuere servido». El marqués holgó extrañamente con la merced que se le pedía, y alaboles el hecho, porque ya sus entrañas no sufrían ver españoles en estos reinos trabajar aherrojados como esclavos con indios y negros; concedió lo pedido y uno desta manera libre, los demás así se libertaron, a los cuales desterró del reino y embarcó unos para Méjico, otros para el reino de Tierra Firme; fuéronse y no volvieron más.
Hasta aquí Lizárraga, cuya cita ofrece un curioso cuadro de la época y un precioso informe sobre la soldadesca del Perú. Ello es que la gente de Orsúa se componía, en su mayor parte, de la escoria de los españoles avecindados en aquel reino, gente arruinada por las anteriores guerras civiles, en débito con la justicia y para quienes el hallazgo del Dorado sería su redención moral y material. Tan decididos iban a correr aventuras, a hacerse ricos atropellando por todo, que así como en otras entradas se hacía acopio de clérigos castrenses y frailes misioneros para la cura de almas y evangelización de los indios, en la de ahora se hizo caso omiso de unos y otros, figurando todo lo más un padre Alonso Henao, antiguo vecino de Trujillo, pues suena en una conspiración para matar a Carvajal, teniente de Gonzalo Pizarro. Era clérigo rico y a lo que parece socio capitalista del gobernador Orsúa, con el que se reunió más adelante en el astillero. Mas antes que se incorporase, ya los expedicionarios hiciéronse de un cura y vicario de la jornada, y fue de esta manera.
El punto de reunión de los aventureros era Chachapoyas, punto intermedio en el camino de Cajamarca al río, y todos, unos en pos de otros, tomaron su camino, cuáles por la sierra, cuáles por los llanos. Pedro de Orsúa tomó el suyo por Trujillo, y en esta ciudad conoció y se llevó a una doña Inés, hermosa criolla, una viudita alegre que estaba de más por haber perdido su galán, el capitán Francisco Mendoza. Había venido este de España con el marqués de Cañete y como fuera enviado a Trujillo con una comisión para un capitán levantisco, don Francisco vio allí a doña Inés, casada con un vecino principal, y a fuer de gentilhombre la enamoró y adornó la frente del marido. Fue tal la indignación del virrey al saberlo, que en seguida embarcó a Mendoza para España, con lo que doña Inés se quedó sin galán y sin esposo, porque este también era ido, pero a otra vida. En tal coyuntura, el general Orsúa se hizo cargo de la hermosa peruana.
Andando, andando, sentose el real en Moyobamba, cerca del astillero, un pueblo en el que estaba por cura un clérigo Portillo, y era fama que tenía cuatro o cinco mil pesos, los cuales tenía ahorrados quitándose de comer y vestir y otras cosas más importantes al ministerio que representaba. Este clérigo avaro hospedó en su casa al gobernador, y dando y tomando en cosas de la jornada, preguntó Portillo a Orsúa:
- ¿Qué causa es esta, señor gobernador, de no aviarse teniendo acabada de hacer su armada y gente para la expedición?
- Es verdad que todo está acabado -contestó Orsúa-; pero me faltan algunas cosas necesarias para el avío; y como el tiempo ha sido largo, se han recrecido los gastos y no sé de dónde ni cómo pudiere haber dos o tres mil pesos que he menester para pólvora y plomo y otras cosas imprescindibles, por estar tan a pique la partida.
Respondió el clérigo:
- Si Vuestra Merced hiciere de suerte que yo fuera vicario general de la armada y de la tierra que descubriese o poblase, yo le proveería de dos mil pesos.
Como este era negocio que le venía tan a propósito a Pedro de Orsúa, no se hizo de rogar; rindiéndole las gracias de la amistad y merced que le hacía, y que él se avenía a la condición impuesta; y sin más trámites, hicieron el concierto y nombramiento ante un notario.
Debajo de esta promesa, y teniendo por cierto los dos mil pesos, Orsúa compró las cosas que le faltaban, pero al tiempo de pagarlas, el clérigo pareció estar arrepentido y no se le podía sacar el dinero. Visto por el gobernador la gran falta en que le había hecho caer con los mercaderes, procuró echarle rogadores para que le sacase de aquella afrenta, pues por su causa estaba en ella; y como todo fuese inútil, porque el avaro Portillo se cerraba a la banda, Orsúa se daba a los demonios, y esto lo entendieron algunos de sus oficiales.
- No tenga Vuestra Merced pena -le dijeron-, que nosotros nos ofrecemos de hacer que el clérigo cumpla su palabra, y aun, si fuere menester, afloje lo que le queda.
A este fin ordenaron una traza con la cual hicieron a Portillo que diese, no solo lo que había prometido, pero todo lo que tenía ahorrado.
Es el caso que en aquella sazón, un Juan Vargas, oficial de la expedición, había muerto en desafío a su contrario, y a esta causa estaba retraído en la iglesia, curándose de una cuchillada. En noche muy oscura, Pedro de Miranda, el mulato, en camisa y con una candela encendida, fue a casa del clérigo, y aporreando la puerta y fingiendo gran alteración, le dijo que el don Juan Vargas se estaba muriendo y que le rogaba por amor de Dios que le fuera a confesar. El cura, entendiendo ser verdad, salió corriendo, sin recelo ninguno, con el mulato. Luego como llegó a la iglesia se encontró con unos soldados que con los arcabuces cargados y cuerdas encendidas se le pusieron delante, diciéndole uno:
- Basta de burla con el señor gobernador; vos le prometisteis dos mil pesos y tiénelos comprados de cosas para la jornada, y no aguarda más de que se los deis para pagar y aviarse, y a todos nos tenéis suspensos aguardando.
Viéndose en semejante aprieto, respondió el clérigo:
- Pues yo los daré, señores; y si no era para otra cosa mi venida, cúmplase su voluntad.
Y con temor que le matasen firmó un libramiento de dos mil pesos que ellos traían hecho, para un mercader, en cuya caja el clérigo tenía el dinero; y sin dejarle volver a su casa, ni hablar con nadie, hiciéronle subir en un caballo y aquella noche, contra su voluntad, le sacaron del pueblo y en una hacienda le obligaron a dar todo lo que le quedaba, que serían otros dos mil pesos; por donde el desventurado Portillo, cuanto había hurtado a sí mismo con su avaricia, lo perdió en un punto y con ello la vida, porque murió del sofocón.
Con este dinero pagó Pedro de Orsúa lo que debía y acabó de aprestarse, aunque no le faltaron nuevos azares antes del embarque.
Luego que sucedió lo que se ha contado, partió con su gente a Santa Cruz de Capocavar; pero eran muchos los que llevaba y en el cantón no se podían sustentar todos, por lo que determinó dividir su tropa por los pueblos de indios comarcanos. Un destacamento de cincuenta hombres lo puso al comando de Francisco Díaz de Arlés, paisano e íntimo suyo, y de Diego de Frías, criado del virrey, nombrado tesorero de la expedición; dándoles como asesor, a fuer de práctico y a quien los indios tenían temor y respeto por haberlos conquistado, al capitán Pedro Ramiro, corregidor del mismo Santa Cruz.
De esto se corrieron mucho Frías y Díaz de Arlés, que movidos de envidia se volvieron solos dejando al Pedro Ramiro con la gente en el camino, y ya que se volvían toparon con dos soldados llamados Grijota y Martín, los cuales iban a alcanzar la columna. Estos soldados, como vieron volver a los dos capitanes, preguntáronles cómo era esto, a lo que respondieron ellos que Pedro Ramiro iba alzado a poblar por su cuenta una provincia nueva de que tenía noticia, y que harían servicio al rey y al gobernador en prenderle y llevarle preso al real; y que si ellos ayudaban volverían todos juntos a prender al dicho Pedro Ramiro.
Los dos soldados, dando crédito a estas palabras, determinaron ayudarles en la prisión de Ramiro. Para poder hacerlo mejor y más a su salvo espiaron a Ramiro y viéronle que estaba en la barranca de un río haciendo pasar a la tropa en una canoa pequeña dos a dos y tres a tres, hasta que al fin se quedó solo con un mozo esperando que la canoa volviera por él. Entonces los cuatro fuéronse para donde estaba Pedro Ramiro, a orillas del río, y con palabras engañosas le saludaron y él a ellos y sentáronse juntos en la barranca, poniéndole en medio. Llegó en esto la canoa, y Grijota y Martín saltaron adentro, como que se iban a embarcar, mientras los dos oficiales asían por detrás a Ramiro sin dejarle menear.
- ¿Qué traición es esta? -dijo, y daba voces pidiendo socorro a su gente, que no se lo podía dar por estar a la otra banda y no tener en qué pasar el río.
De esta manera le quitaron las armas, y Diego de Frías mandó a un negro, su criado, que asido como le tenían, le echase una cuerda de arcabuz al cuello y le diera garrote con ella. El negro luego lo puso por obra, y con la cuerda ahogó a Ramiro y en seguida le cortó la cabeza. Así que acabaron de hacer esta muerte, se pasaron en la canoa a la otra banda, donde estaba la gente alborotada de lo que había visto; pero los matadores se dieron buena maña en hacerles entender que todo obedecía a órdenes del gobernador Orsúa, porque se había entendido que Ramiro se quería alzar; y con lo mismo despacharon un mensajero a Orsúa con una carta llena de mentiras y de lisonjas. Decíanle que bien sabía cuán servidores y amigos eran suyos, y como tales, no queriendo consentir en cosa que fuese contra su honor y servicio, se habían alargado a hacer preso a Pedro Ramiro por quererse alzar con la gente que le había entregado.
Pero cuando esta carta llegó, ya Orsúa sabía la verdad de lo sucedido por el criado de Ramiro, aquel que se ha dicho estaba con él, y lo mejor que pudo se escondió en el monte y a gran priesa fue a comunicar al gobernador lo que había pasado en la muerte de su amo; de suerte, que Orsúa, obrando con disimulo, contestó a la carta con otra, manifestando agradecerles mucho lo hecho en su servicio y que siempre había entendido de su valor y presunción que le habían de acudir como buenos y leales amigos en lo que se le ofreciese, con otros cumplimientos a fin de asegurarlos. Juntamente con esto escribió otra carta a los demás soldados diciendo que había entendido que Diego de Frías, Díaz de Arlés, Grijota y Martín, habían preso a Pedro Ramiro, su teniente, por haberse querido alzar; que se holgaba mucho de ello, y les rogaba como amigos y buenos soldados, que todos lo tuvieran por bien; sin dar a entender que sabía la muerte de Ramiro.
Despachadas estas cartas, sabiendo que los matadores estarían sobre las armas hasta tener respuesta, se partió solo para donde estaban, a poner orden y castigar lo hecho. En dos días llegó a la banda del río donde fue la muerte de Ramiro y viniéronle a pasar en la misma canoa. Como iba solo, no se tuvo recelo de él. Saliéronle a recibir Frías y Arlés con toda la demás gente; recibioles bien y amorosamente, con rostro alegre y sosegado. Luego, con mucha prudencia y sagacidad, ayudándose de las personas que le parecieron de su confianza y de los amigos del muerto, prendió aquel mismo día a los cuatro matadores, y cargados de grillos y colleras se volvió con los presos y una escolta al real de Santa Cruz, donde les acabó de hacer el proceso y les condenó a ser decapitados.
Hubo pronósticos que jornada que empezaba con sangre no acabaría bien, como así fue, pues tantas vidas costó y tantas crueldades se hicieron en ella, como en adelante se dirá.