XV
PRIMERO de todo, fue Aguirre a la fortaleza, que estaba abierta y descuidada, y en ella dejó un retén de arcabuceros, cerrando las puertas con llave; pasó luego a la plaza donde estaba el rollo y lo mandó derribar a golpes de hacha, pero como era de guayacán, una madera más dura que la piedra, desistió de su propósito. Tras esto preguntó dónde tenían la caja real, mostráronle el sitio, y sin esperar las llaves, deshizo a hachazos la puerta y el arcón del dinero y repartió el tesoro entre sus compañeros, inutilizando en seguida los libros de las cuentas.
Hecho todo esto, mandó echar este bando, cuyo encabezamiento sólo, ponía pavor:
«Manda el excelentísimo señor Lope de Aguirre, la ira de Dios, príncipe de la Libertad y del reino de Tierra Firme y de Chile, con las demás provincias que se incluyen de la una tierra a la otra; y grande y fuerte caudillo de los marañones: que todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en esta isla, traigan luego ante Su Excelencia todas las armas que tuvieren, ofensivas y defensivas, so pena de muerte; y so la misma pena se recojan al pueblo todas las personas que estuvieren en el campo, y las que estuvieren en él no salgan fuera sin su licencia y mandado, porque así conviene a su servicio».
Y con esto se recogió a la fortaleza, donde mandó traer una pipa de vino, de casa de un mercader, y en menos de dos horas se la bebieron toda. En la borrachera mandó hundir los bergantines, para que nadie se escapara.
Al otro día envió soldados a hacer pesquisas por todas las casas, del vino, aceite, oro, plata, perlas y demás efectos. Las armas y cosas de valor las hizo llevar a la fortaleza, y de los bastimentos hizo un inventario, con amenaza a los dueños que los guardasen en depósito hasta que él dispusiera.
Facilitó esta piratería la presentación de otros soldados perdidos y vagabundos en la isla que, como ladrones de casa, estaban al tanto de todo, los cuales se apresuraron a ponerse a las órdenes de Aguirre en cuanto oyeron sus hazañas. Los mismos diéronle aviso de cómo el gobernador Villandrando y un Gaspar Plazuela, mercader, tenían escondido un navío que había llegado de Santo Domingo con contrabando de ropa y otras mercaderías; así como en la costa de Maracapana, cerca de allí, en Tierra Firme, estaba descuidado otro navío grande y bien artillado que lo tenía fray Francisco Montesinos, provincial de los dominicos, a cuyo cargo estaba la misión de aquel sitio.
Con estas noticias, Aguirre hizo dar tormento al mercader Plazuela, que en el acto hizo traer el barco, y para la captura del navío de guerra destacó al capitán Munguía con diez y ocho soldados, dándole por guía y piloto a un negro de la isla, muy diestro en la navegación de aquella costa.
Al salir del puerto toparon el barco de Plazuela que venía a presentarse. Munguía, que tenía su plan, aprovechó el encuentro para mandar transbordar a cuatro soldados de los que llevaba, que no le parecieron de su confianza. Siguió viaje en su embarcación con catorce hombres y el negro piloto. Y lo que hizo en cuanto llegó a Maracapana fue dar parte al provincial Montesinos, de quién era, de dónde venía, de las piraterías de Aguirre y de sus propósitos de ir a Nombre de Dios y Panamá, acabando por ponerse a las órdenes del fraile capitán. El cual agradeció a Munguía y le aseguró en nombre del rey favorecerle en todo cuanto se le ofreciese; y con toda la prontitud que requería el caso, pasó a la gobernación de Venezuela para que despachara la nueva a Bogotá, y desde aquí a Popayán, y de mano en mano llegase al Perú, para que toda la tierra estuviese alerta.
Poco se supondría Aguirre el peligro que le amenazaba; antes, por el contrario, seguía haciendo de las suyas en La Margarita. Sus marañones robaban cuanto podían, obligando a los vecinos a desenterrar lo que habían escondido. Otro bando de Aguirre ordenaba aparejarle con brevedad seiscientos carneros y seiscientos novillos, y maíz y caza para el sustento de su gente; y que hospedaran a sus soldados, les sirvieran y regalaran con todo el cuidado y diligencia posibles, con apercibimiento que si algún marañón se le quejase, había de hacer rigoroso castigo en la persona o personas contra quien fueren las quejas.
De día comían en las casas; de noche dormían juntos cabe la fortaleza, en una plaza junto al mar; con guardias y centinelas, rondas y contrarrondas de a pie y de a caballo en los caminos, para que no entrara ni saliese nadie del pueblo sin que Aguirre lo supiera.
Un día, para demostrar al vecindario que era hombre de orden, hizo amanecer colgado en el rollo a un Enrique de Ore-llana, su capitán de munición, por el delito de haberse emborrachado, y ante el ajusticiado hizo comparecer al gobernador, al alcalde y todos los vecinos; y él a la puerta de la fortaleza, rodeado de su guardia, hízoles el razonamiento siguiente:
- Bien entiendo y se me figura la mucha pena y tristeza que Vuestras Mercedes tendrán de mi entrada en esta isla, y el miedo y temor que les habrá causado el haberles quitado armas y caballos, y mandarles venir ahora descuidados. Lo que yo, señores, quiero es asegurarles y desengañarles de mi parte y de mis soldados; certificándoles que sus personas serán respetadas, y estimadas sus honras, como lo merecen sus personas. Nadie tema ni se escandalice; nadie huya de su casa, porque yo les aseguro, prometo y empeño mi palabra, que el que estuviese en su casa está debajo de mi seguro y palabra. Pocos días he de estar en la isla, y lo que en ella estuviese, querría que me dieran las cosas necesarias para mi viaje, pagándolas a más precio de lo que valen. Cada uno haga memoria de lo que tuvo y le han tomado, para que se le pague; y si el haberles quitado armas y caballos parece demasía, no lo tengan por tal, pues no lo es, antes es usanza de guerra, para que Vuestras Mercedes y estos mis marañones no se mataran los unos con los otros. Si he tomado lo que había en la caja del rey, es prestado, y si rompí los libros, ya he mandado poner en los míos la deuda en que quedo. En fin, señores, lo que les quiero encargar, que todos seamos amigos y nos tratemos como a tales.
Fuéronse los vecinos con menos pena de la que llevaron cuando fueron llamados, porque bien creyeron, cuando se vieron rodeados de tantos hombres de armas, que les habían llevado al matadero; y lo que más gusto les dio de todo lo de Aguirre fue decirles «que muy pronto se había de ir y dejarles». Unos recoveros quedaron en conversación con Lope, a los que preguntó que a cómo vendían las gallinas. Dijéronle que a dos reales.
- Es poco -respondió Aguirre-; véndanlas a tres. ¿Y los carneros?
- A cuatro reales.
- Sus Mercedes véndanlos a seis.
Y al respecto el demás ganado de vacas y terneras. Cuando compraba alguna cosa no regateaba; mandaba asentar a los vendedores y dábales este contento, que les pareciese que vendían bien sus haciendas; pero no hubo ninguno que se atreviera a cobrarle lo que debía.
Entretanto se le huyeron cinco soldados, deseosos de volverse al servicio del rey, y andaba Aguirre tan bravo que pateaba. Puso preso al gobernador y otros principales de la isla por sospechar que tenían escondidos a los desertores; diciendo a los rehenes que por cada uno que le trajeran daría doscientos pesos; donde no, lo pasarían mal. Con esta amenaza y otras que hacía a diario de quemarles las casas y estancias, si no le traían presos sus soldados huidos, les buscaron por una y otra parte y le trajeron tres. A dos les mandó ahorcar sin réplica ni apelación, con sendos rótulos que decían: «Por no haber guardado la fidelidad a su príncipe, y haberle dejado en el campamento con sus enemigos». Al tercero le perdonó la vida porque se hizo una herida aposta en la pierna y alegó habérsela hecho persiguiendo a los fugitivos. Aunque se hicieron grandes diligencias para buscar a los dos que faltaban, nunca les pudieron hallar, y así salvó la vida el soldado Francisco Vázquez, el que puso en escrito esta jornada.
Esperaba cada hora Lope de Aguirre a su capitán Munguía, a quien enviara a tomar el navío del fraile, y como le pareció que se tardaba, teníalo a mala señal y estaba mohíno, hasta que supo la verdad y se puso a rabiar.
Vínole la noticia, juntamente con el aviso que el provincial estaba en camino con tripulación de guerra e indios flecheros: «Aunque el fraile trajera más soldados que cardones y árboles hay en la isla Margarita, no es de temer», dijo Aguirre. En esto vio atravesar la plaza un dominico, y como el provincial Montesinos era de esta orden, mandó que se lo trajeran para ahorcarle. A duras penas se lo pudieron quitar de la manos algunos de los vecinos más influyentes.
- Perdono a este -les dijo-; pero sabed tengo prometido quitar la vida a todos los frailes que topase, salvo a los mercedarios3, y a todas las malas mujeres, porque p. y frailes son causa de grandes males y escándalos en el mundo; y asimismo he de matar a todos los presidentes y oidores, obispos, arzobispos y gobernadores, letrados y procuradores, que todos ellos tienen destruidas las Indias.
Mal presagio era este para el gobernador Villandrando. No tardó mucho que le mandó encerrar en el calabozo de la fortaleza, juntamente con el alguacil mayor.
Teniéndolos encerrados supo que a unos indios venidos de la costa de Tierra Firme a hacer sus rescates, cuyas canoas tenía dada orden Aguirre que se recogieran para que no llevaran la alarma, las autoridades no solo no lo hicieron, pero les mandaron que a toda priesa se volvieran a su tierra y contaran la tiranía de Aguirre; en venganza hizo ahorcar en el rollo al alcalde, y al gobernador y alguacil los estranguló en su prisión.
Fue esto a altas horas de la noche, y después que tuvo hecha tal crueldad, hizo llamar a todos sus soldados, a los que hizo estar con hachas encendidas. Tenía Aguirre preparada la escena con trágica teatralería; paños fúnebres en las paredes
3 Sin duda porque los de esta orden hacían de curas castrenses, y Lope les consideraba como camaradas de armas.
del calabozo y sobre un túmulo los dos colchones donde yacían los estrangulados. A la luz de los blandones hizo desfilar toda la gente por ante los dos cadáveres, y en una cuadra frontera reunió a la gente, y dijo:
- ¡Mirad, marañones, qué habéis hecho! Allende de los males y daños pasados que en el río Marañón hicisteis matando a vuestro gobernador Pedro de Orsúa y a otros muchos, jurando y proclamando por príncipe a don Fernando de Guzmán y firmándolo de vuestro nombre, habéis muerto al gobernador de esta isla y al justicia mayor, que veis-los, aquí están. Por tanto, cada uno de vosotros mire por sí y pelee por su vida, que en ninguna parte de las Indias podréis vivir seguros, habiendo cometido tantos crímenes, si no es en mi compañía.
Los soldados, viendo que se añadía un crimen a otro crimen, no hicieron más que bajar las cabezas e irse cada uno a su alojamiento, porque eran muchos los que deseaban verse en ocasión de volverse al rey, solo que no se atrevían por no poder escapar de La Margarita ni poderse fiar de los habitantes de la isla.
Conociéndolo Aguirre, inventaba cada día nuevos géneros de ásperos y rigorosos tormentos.