VIII

LASTIMOSO FIN DEL GENERAL ORSÚA

NO faltaron amigos que avisaran a Orsúa que se guardase, porque le podía venir una desgracia de tanto pícaro que abundaba en el campo; pero él, lo mismo aquí que en el astillero, no les hizo caso.

Ya empezaba a formarse un bando hostil al gobernador; figuraban en él los agraviados por el rigor de la ordenanza y muchos sediciosos que como veían a Orsúa mal quisto, les pareció que tenían aparejo para hacer lo que pretendían; siendo los principales, Lope de Aguirre, Lorenzo de Zalduendo, Juan Alonso de la Bandera, Martín Pérez, Pedro Fernández, Diego de Torres, Cristóbal Hernández, Miguel Serrano y otros más; pero como todos estos eran de poca calidad, ninguno se tenía por suficiente para capitán de la revolución. Pensaron, pues, ganar a su causa a don Fernando de Guzmán, alférez mayor del campo y persona bien quista y amigo de todos. Encomendaron el asunto a Lope de Aguirre, como hombre envejecido en chirinolas y picardías, y la traza que este tuvo fue que un día sacó a pasear fuera del pueblo al capitán Guzmán y comenzole a decir que ya sabía cuán servidor le era y como a tal le quería tratar un negocio de mucha calidad, pero que le había de jurar, por la fe de caballero, no descubrir nada de cuanto le dijese, hasta que estuviese hecho.

Don Fernando le respondió que le daba palabra de guardarle el secreto. Lope de Aguirre, como hallase la puerta abierta, siguió diciéndole: -Ya sabe Vuestra Merced cómo el virrey ha encargado a Pedro de Orsúa esta jornada, y lo descuidado y remiso que anda este en cumplirla, que aunque se ofrecen buenas ocasiones, nunca hace diligencia para aprovecharlas. Para que esto cese y el negocio se resuelva, paréceme, señor Guzmán, sería bien que Vuestra Merced tomara la mano y que sus amigos le alcemos por general.

Era Guzmán joven, y pareciéndole éste buen camino para darse a conocer y que no había otra mayor cautela encubierta debajo, de este sabroso cebo, respondió a Lope de Aguirre que consentía en ello y que diese la orden y traza que más conviniera para que con brevedad se pusiera por obra.

Con este beneplácito, Aguirre le dio a entender que el plan consistía en tomar los dos buques y con los más hombres y armas que pudiera volverse al Perú, y en el caso que Orsúa se resistiera le matarían. Pareció escandalizarse don Fernando de esta última resolución, pero Aguirre le hizo ver que eso convendría para que no hubiera bandos de una y otra parte y luego avisarían al rey de lo sucedido, haciéndole una información del descuido de Orsúa en la jornada.

El caballero mancebo, como poco experto y sí muy codicioso de mando, pasó por todo, remitiéndose a lo que había dicho antes.

Así las cosas, la armada salió de Machifaro el 29 de diciembre y en dos días se paró en otro pueblo de la misma provincia, donde no hallaron gente por la mala fama de que iban precedidos los blancos. Estos para comer tuvieron que recurrir a la caza y pesca, abundante en las riberas, en tanto procuraba Orsúa atraer a la gente de la tierra acariciando a los pocos que pudo haber y regalándoles cuchillos, peines, trompas, tijeras, cascabeles y juguetes de vidrio. Asimismo despachó, a 31 de diciembre, a Sancho Pizarro con sesenta y dos hombres a que explorase la tierra y volviese con la noticia a fin de resolver lo más conveniente para la jornada.

Lope de Aguirre y sus amigos, viendo la diligencia del gobernador, que con la nueva que trajese Sancho Pizarro podría rehabilitarse Orsúa, y más que todo, que la conjuración podía descubrirse por ser ya muchos los comprometidos, resolvieron precipitar el golpe.

No iban errados, puesto que Orsúa ya había recibido un secreto aviso.

Es el caso que estando una noche balanceándose en la hamaca, mirando las estrellas, desde el corredor de su casa, vio pasar un bulto que dijo en voz queda: -¡Pedro de Orsúa, gobernador del Dorado y Omagua, Dios te perdone!-. Corrió a gran priesa a ver el que lo había dicho y no le pudo ver más. La zozobra que le entró, juntamente con los consejos que le daban sus amigos, le determinaron a hacer un escarmiento que siempre remitía para más tarde.

Otra noche un negro, esclavo de Alonso de la Bandera, que oyó de su amo y de los que con él estaban, cómo habían de matar al gobernador, movido de lástima fue a comunicárselo a Orsúa; pero supo que estaba folgando con doña Inés y no se atrevió a entrar. Después se descuidó o se olvidó de decírselo, por donde Orsúa no se pudo prevenir.

La víspera de Año Nuevo fueron en grupo los conjurados al alojamiento de Orsúa, y besándole la mano con el acatamiento que otras veces solían, Lope de Aguirre tomó la palabra por todos y dijo:

- Estos caballeros y yo hemos acordado, con licencia de Vuestra Merced, de irnos a desenfadar a un cuarto de legua de aquí, a un valle donde hay una huerta de indios y alguna caza de ánades y pavas. Dormiremos allí esta noche última del año, y con el fresco de la mañana y la caza volveremos a dar a Vuestra Merced la entrada de Año Nuevo.

- En verdad que tengo envidia a esta ida -contestó Orsúa-. Vayan Vuestras Mercedes en buen hora y vuelto que hayan, denme aviso de lo que hubiere, para que otro día vaya yo también a gozar de este entretenimiento.

Los conjurados se despidieron y mandaron a sus criados que les llevasen sus arcabuces y municiones. Fueron aquella noche a dormir donde dijeron. Levantáronse otro día de mañana, corrieron la caza y diéronse un festín con la que cobraron; durmieron la siesta y a la hora que les pareció les podría anochecer a la entrada del real, comenzaron el regreso.

Era la noche cerrada cuando llegaron al pueblo donde estaba el real.

Lope de Aguirre envió por delante un paje a don Fernando de Guzmán, para avisarle que los caballeros que con él venían deseaban hacerse amigos suyos antes que fuesen a casa del gobernador.

Volvió el paje con la noticia que don Fernando les besaba las manos y les quedaba aguardando; y cuando se vieron, después de haberse saludado, Lope de Aguirre espetó esta plática:

- Bien se acordará Vuestra Merced, señor don Fernando, lo que habemos tratado sobre el descuido que tiene Pedro de Orsúa en la jornada, a lo que se añade el mal trato que da a sus soldados, siendo como son todos españoles y gente principal; que a unos ha preso y echado en collera, como es a Alonso de Montoya que está presente, a otros ha hecho remar como galeotes en la balsa de su amiga doña Inés y a otros tiene presos, sin miramiento a la autoridad y amistad de quien son criados. Vemos que cada día se atreve a más en menosprecio de los que con él venimos, y que si vuelve Sancho Pizarro con buena embajada, su tiranía subirá de punto. Vuestra Merced, señor don Fernando, impida que los soldados sean maltratados, fuera de que donde Su Merced está no es justo que Pedro de Orsúa se quiera autorizar. Todos tienen puestos los ojos en Su Merced, y pues lo puede remediar, justo es que se ponga por obra lo que ya sabe, ahora que tenemos ocasión. Estos caballeros y yo venimos a que Vuestra Merced nos mande lo que hemos de hacer.

El Guzmán vio que estaba metido, ya en la danza, que aquella gente venía dispuesta a matar al gobernador y él mismo moriría si decía que no; por tanto, respondió:

- Pues que Vuestras Mercedes tienen tan buena ocasión, justo es que la aprovechemos todos y yo iré acompañándoles.

Y tomando la espada salió a la calle con los conjurados.

En punto de las dos sería cuando llegaron al alojamiento de Orsúa. Como la noche era calurosa (pues conviene recordar que en aquellas latitudes las estaciones están invertidas de las de Europa, por lo que el 1° de enero cae en verano), estaba Orsúa tomando el fresco, hablando de hamaca a hamaca con su íntimo el capitán Pedrarias de Almesto; y como vio que entraba gente, volvió el rostro hacia ellos y díjoles risueño:

- Sean Vuesas Mercedes muy bien venidos, que cierto estaba con cuidado de saber cómo les había ido.

- Ahora lo veréis -respondió Juan Alonso de la Bandera, desenvainando el acero y dándole un golpe que secundaron los demás a estocadas y puñaladas.

- ¿Qué es esto, caballeros? -gritó Pedrarias saltando de la hamaca- ¿Qué traición y crueldad es esta?

Pero viendo que Orsúa estaba muerto y todo era de más, escapó como pudo, escabulléndose entre la sombra.

Los conjurados eran: don Fernando de Guzmán, Juan Alonso de la Bandera, Zalduendo, Montoya, Serrano de Cáceres, Miranda, Pero Hernández, Martín Pérez, Cristóbal Fernández, Diego de Torres, Alonso de Villena, Juan de Vargas, canario, y Lope de Aguirre, cabeza de todos. Los trece salieron dando voces: ¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano!

Oyendo un rebato tan repentino, despertó el real y fuéronse juntando soldados y oficiales. El primero que acudió, en razón de su cargo, fue don Juan Zapata de Vargas, teniente general del campo, con su escaupil o sayo de armas estofado de algodón, espada al cinto y la vara de la real justicia en la mano. Topó con el grupo sedicioso que precisamente le iba a buscar a él; quitáronle la vara y el Vargas canario empezó a desarmarle, desnudándole el escaupil. Al tiempo que se lo sacaba por los hombros, otro de los compañeros tiró una estocada por detrás al preso, con tal furia, que del pasagonzalo ensartó también al canario, de suerte que murieron dos Vargas a un tiempo.

Los amotinados siguieron gritando en la oscuridad de la noche: ¡Libertad, libertad! En medio de la estupefacción general fueron allegándoseles algunos confabulados y secuaces suyos, con cuya ayuda recorrieron los alojamientos y desarmaron a los amigos más significados de Orsúa.

Volvieron a casa del gobernador y velaron el muerto, bebiéndose toda la provisión de vino que allí encontraron. Allí mismo, entre báquica orgía, alzaron por general a Fernando de Guzmán y maestre de campo a Lope de Aguirre.

De amanecida se presentó doña Inés a reclamar el cadáver de su amigo y diole sepultura en una mísera hoya que cavaron dos negros esclavos.

Este fue el lastimoso fin de Pedro de Orsúa, capitán valiente y animoso, pero gobernador inhábil, más misericordioso que riguroso, y esto le perdió. Demás de esto, había tomado alguna altivez y presunción, y de amable y cariñoso que se mostraba antes con sus soldados, se volvió taciturno y desabrido. Unos atribuían el cambio a la fiebre que le sacudía a intervalos; otros, a hechizos de doña Inés. Ocasión y aviso tuvo para librarse de la muerte, pero su demasiada confianza o poca energía le ataron las manos. A su tiempo se dijo cómo recibiera cartas, avisándole de la mala compañía que llevaba. Asimismo le vinieron provisiones en blanco del virrey para que en ellas, pusiera los nombres de los que quisiera despedir, pero no quiso hacerlo, antes las mostró a todos para que le tuvieran por amigo. Rendido al fin a la evidencia, determinó hacer un castigo ejemplar para asegurar el campo, pero los revoltosos le ganaron por la mano.

Bien se dice, «a rey muerto, rey puesto»; que en cuanto se anunció la promoción a general de don Fernando, fueron tantos los que se le fueron a ofrecer, unos por temor, otros por lisonja, que casi fueron todos. A cuya vista, el nuevo gobernador les hizo este razonamiento:

- Nadie se espante, caballeros, de lo que esta noche se ha hecho con las muertes de Pedro de Orsúa y Juan de Vargas, pues solo ha sido con voluntad de servir al rey, buscar y conquistar esta tierra y poblarla y repartirla entre Vuestras Mercedes, como el tiempo lo mostrará. Fui requerido a poner remedio en lo que Orsúa descuidaba. Yo deseo acertar en lo que a todos nos esté bien y en tan buena intención nos será Dios servido que todo tenga buen fin.

Acabada esta plática, se hizo el reparto de los empleos y nombráronse más capitanes y oficiales que soldados había. Entre los favorecidos hubo un Diego Valcázar, nombrado justicia mayor, que al tiempo de darle la vara, dijo que la tomaba en nombre del rey, acto de lealtad que le costó la vida más adelante.