VII

PRIMERAS NOTICIAS DE OMAGUA. EL GRAN PUEBLO DE MACHIFARO

EN el curso del viaje se encontró muchas islas y pueblos sin gente, que, con el temor del famoso arcabucero García de Arce y de la armada de Orsúa, se habían huido. En uno de los pueblos encontraron algunos gallos y gallinas de España y una herradura y un sombrero blanco, regalos todos de Ore-llana, quien, en vez de hostilizar a los indios, procuró por lo visto ganarlos con dádivas y finezas cuantas veces salían de lejos en canoas a verle pasar.

Empezaban a verse bandadas de loros y papagayos.

El panorama que a los ojos de los marañones se presentaba ahora era realmente espléndido. Navegaban por entre canales, anchos como ríos, sorteando islas de verdura, menos cuando salían a la parte más ancha, donde la corriente corre mansa bajo una cúpula de amatista, y haciendo marco espesos palmares a una y otra orilla; y como notas decorativas, caimanes y bufeos en el agua, y loros, garzotas y tucanes en los aires. El agua, mansa por lo bajo de las orillas, y limpia, pero de color oscuro, como procedente de la gran masa líquida que ha ido filtrándose al través de los pantanos, arrastra cama-lotes o islotes flotantes, en los que posan bandadas de patos, flamencos y gaviotas de río. El penacho de las palmeras de las márgenes; el elegante abanico de las guadas o bambúes; la visión del gigantesco arbolado con que a cada bifurcación de la corriente tropezarían los rudos marañones, les llenaría de admiración y contento. A mano izquierda por donde iban se extendía el valle del río Negro, así como a mano derecha, la cuenca del Madera, regada por los caudalosos Acre y Purús, la región seringuera por excelencia que da la mitad de la producción gomera mundial; pero con las escasas noticias geográficas que entonces había, los marañones juzgaban hallarse solamente a espaldas de la gobernación de Popayán, siendo así que eran entrados en el Brasil, vía Iquitos-Pará.

Comoquiera que sea, en el itinerario de la jornada se menciona otro poderoso río, que es de presumir sea el Japure, último afluente del Marañón a mano izquierda.

En uno de los pueblos que se fueron encontrando, salió un cacique con muchos indios de paz, con ramos en la mano, y brindó a Orsúa pescados, frutas y regalos de la tierra. El gobernador les acogió benignamente, y a su vez les obsequió con algunas bujerías de que los indios se pagan mucho; tales como peines y chaquiras o sartas de vidrio, amén de hachas y cuchillos de hierro. Con esto, los presentados fuéronse contentos y publicaron, entre los demás que andaban fugitivos, el buen tratamiento que les hacían los blancos.

De ahí que acudieran muchos a comerciar con los españoles de Orsúa, pero este que conocía bien a su gente, mandó que ningún marañón rescatara con ellos, porque no se les hiciera agravio y por saber las cosas y secretos de la tierra. El desorden de la chusma era tanto, que perdían el respeto al gobernador y quien más podía más tomaba a los indios sin pagarlo, de cuya causa fue necesario proveer contra un Alonso de Montoya, como más culpado y que además se quería huir en canoas con otros, por el río arriba, al Perú. A este Montoya, pues, hízole Orsúa echar en collera, la cual llevó algunos días remando en pena de su desacato.

A esta sazón, resuelto el comandante a explorar las cercanías, comisionó a Pedro Alonso Galeazo con sesenta soldados en canoas, quien por un estero o ancón del río salió a un camino y sacando sus canoas en tierra las escondió en el monte para que le sirvieran a la vuelta. Hecha esta diligencia, echaron a andar por la ladera del monte y a poco toparon con unos indios con cargas a la espalda, que como vieron a los españoles, soltaron la impedimenta y huyeron, quedándose sola una india. A esta tranquilizó Alonso con señales de paz, y preguntándola, ella le dio a entender que cinco jornadas de allí estaba un pueblo. Alonso no quiso tomarse el trabajo de averiguarlo y se volvió al real con la cautiva, la cual como era de diferente lengua y traje de la demás gente del río, muchos fueron de parecer que se fuese a ver el país, llevándola de guía. Orsúa, cansado de tanta diversión, no quiso deterse más y mandó seguir en demanda de Machifaro, la capital de los omaguas, que era su señuelo.

De aquí para abajo, a medida que se acercaban a la confluencia del Negro, hallaron muchos pueblos por las barrancas y orillas del río, despoblados como los de atrás, aunque por el agua andaba cantidad de indios en piraguas. La corriente se bifurcaba en porción de canales por entre un dédalo de islotes. La indiada parecía la misma, a juzgar por el vestido y por las casas; pero así hombres como mujeres traían anillos de oro fino en las orejas y en la nariz. La ribera estaba tan poblada, que grupos de bohíos se extendían a corta distancia unos de otros, leguas y leguas; pero de pronto vino un despoblado que la armada tardó en pasar nueve días.

Acostumbrados los marañones a vivir sobre el país, no habían hecho provisiones, y mal lo hubieran pasado, si no es por la mucha pesquería que tuvieron y una especie de bledos que hallaron en las orillas. Empezaba ya a apretarles el hambre, cuando avistaron sobre la barranca, a mano derecha por donde bajaban, el gran pueblo de Machifaro, gente belicosa, de quien se sabía que habían reñido con Orellana por la excesiva codicia que los compañeros de este mostraron en juntar víveres, abusando de la condescendencia del cacique.

Con la alegría de ver poblado, los marañones dispararon sus arcabuces, que fue para más sobresalto de la indiada, que ya estaba con gran alteración a la vista de tan gran flota; de suerte que esperó en son de guerra.

Orsúa desembarcó con su arcabuz al hombro al frente de algunos arcabuceros y rodeleros, pero antes de acometer, agitó una banda blanca invitando a los indios a que se acercaran. Hízolo un cacique, metiéndose confiadamente entre los extranjeros, al cual pidió Orsúa, por los intérpretes que llevaba, que le alojase por los días que allí estuviere, que le cediera una parte del pueblo con la comida, y que en la otra estuvieran los indios con sus mujeres e hijos, que los españoles no les molestarían.

Avínose a ello el cacique y mandó desocupar a los suyos buena parte del pueblo.

Los marañones se encontraron alojados y proveídos, que era una maravilla. En todas las casas había abundante provisión de maíz, yucas, y pescado asado y curado al humo, que se podía guardar muchos días. A la puerta de cada vivienda había estanques de agua llenos de tortugas, que los indios tenían a cebo sustentadas con maíz, por lo que se mantenían muy gordas y apetitosas. Eran tantas las provisiones que en Machifaro se encontraron, que había para muchos días, si se pusiera buen orden en su administración; pero los marañones las desperdiciaron y gastaron muy pronto. Con la manteca y huevos que de las tortugas sacaban, con la carne de ellas y el mucho maíz y miel que había, comían ordinariamente buñuelos, pasteles, variados potajes, y más era lo que se desperdiciaba que lo que comían. Del maíz hacían un brebaje con el que lindamente se emborrachaban. ¡Era el anticipo de Eldorado que pensaban tener cerca!

Con tan buen avío la armada paró un mes en el pueblo y los marañones pasaron alegremente la Navidad del año 1560.

A este tiempo, los indios que quedaron atrás, los cararíes y maricuris, enemigos de los de Machifaro, entendiendo que los españoles habrían hecho riza en estos, se presentaron armados en canoas para recoger los despojos; pero ocurrioles todo lo contrario, porque Orsúa, queriendo pagar la hospitalidad que le daban los de Machifaro, destacó a Juan de Vargas Zapata con sesenta arcabuceros, se puso entre los dos bandos enemigos, y asestando los tiros contra los invasores les puso en huida, tomándoles algunos prisioneros y muchos despojos. De todo se incautaron los de Machifaro, con lo que quedaron contentos y agradecidos, aumentando las provisiones a sus huéspedes. Pero siguió el abuso y a poco escasearon los mantenimientos. Con esto y con parecer a todos que Orsúa desaprovechaba las ocasiones de buscar el Dorado, empezaron a agriarse los ánimos y a urdir tramas algunos de los capitanes. El mismo Orsúa andaba con tanta tristeza y melancolía, que parecía presentir lo que le había de suceder.

Otro incidente se promovió que fue muy murmurado en el campo. Arrogándose el patronazgo real que tenía el virrey en las Indias, nombró por su sola autoridad, provisor y vicario general de la jornada, a Alonso Henao, aquel clérigo rico que en Lima había empeñado su hacienda para auxilio de la expedición. Y la primera cosa que hizo el vicario fue excomulgar a cuantos soldados no manifestaran ante el gobernador las herramientas, cabras, gallinas y demás bagaje que llevasen consigo, lo que se tuvo por insoportable tiranía.

Pero lo que acabó de indisponer a Orsúa con su gente fue que no les dejase robar y atar indios; y ranchearles y matarlos a diestro y siniestro. Algunos de los oficiales, aprovechando este malestar y agraviados de que el gobernador no les convidaba, como tenía de costumbre, a su mesa; que rehuía toda conversación con ellos y vivía apartado gozando de sus amores con doña Inés, propalaron voces que esta le tenía hechizado y que por ella estaba olvidado del descubrimiento por el que todos suspiraban. Algunos adelantaban la especie que no había más que buscar, y que los guías indios que traían desde el principio de la jornada les tenían engañados con una falsa relación. Lo cual vino en conocimiento de Orsúa y dijo en público:

- Entendido he que algunos dicen que no hay que buscar más en esta jornada y que sería bueno volver al Perú. Nadie se canse ni trate de ello, porque ahora comenzamos; y hágoles saber que los que ahora son muchachos han de envejecer buscando y descubriendo la tierra y sin salir de ella.

Y para más eficacia hizo prender a los más alborotadores y les condenó al remo en la balsa de doña Inés; que era la mayor afrenta que podía hacerse a un español, porque era servicio propio de indios y esclavos.