V

LA BAJADA DEL RÍO MARAÑÓN

ERA cosa de ver la alegría y contento de los marañones cuando se vieron navegando, con tanta cantidad de balsas y canoas, siguiendo a los bergantines en que iban Orsúa y sus capitanes.

Es curiosa la coincidencia que los españoles del siglo XVI navegaran por esos ríos con el mismo sistema de embarcaciones que los guerreros peruanos del inca Yupanqui en su famosa bajada por el Aritumayo (el moderno Madre de Dios) a la conquista de los mojos o muxus: en balsas construidas de un palo muy liviano, muy adecuadas para navegar por ríos de poco fondo y rápida corriente. Hacíanse, y aún se hacen (y quien esto escribe ha navegado en ellas), de siete palos, de los cuales, el del centro, que es el más largo, forma la proa. Dos o tres balsas unidas forman el callapo, que permite transportar hasta veinticinco quintales de carga. Los remos son canaletes.

Dos días emplearon en bajar las vertientes de los Andes, salvando sin cuento de raudales y remolinos; al tercero, dejando atrás los nevados de la cordillera, el río les fue internando a través de los llanos, vasta región compuesta de bosques y praderíos, bañada por el Amazonas, el Orinoco y los tributarios de estos dos colosos.

La navegación de algunos de estos ríos es peligrosa a trechos. En ciertos sitios la rapidez de la corriente, unida a la turgencia de la ola, indica el paso de un canal, porque el río se halla obstruido por una barrera invisible de piedras. Son las raudas o cachuelas, nombre este último derivado del portugués cachoeira.

Los viajeros modernos, haciendo la anatomía de estos monstruos fluviales, distinguen en las cachuelas cabeza cuerpo y rabo. Cabeza: es donde empieza el desnivel y se apuntan las primeras dislocaciones del río; cuerpo: el lecho pétreo, el peñón hecho jirones en que el agua rebota sus espumas; el rabo: donde la corriente vuelve a nivelarse y va amansándose como las palpitaciones de un pecho fatigado que vuelve al descanso. Cuando el río va crecido, el peligro no es tan grande, porque se navega aprovechando los remansos de la corriente; pero siempre es de temer un bajío o roca tapada por el agua.

Cuando más descuidados iban los marañones, uno de los bergantines tropezó en uno de estos bajos y del golpe se le saltó un pedazo de la quilla. Como a Orsúa le corría prisa alcanzar a Zalduendo, a quien enviara por delante a fin de que aprontara víveres, porque iba la armada con gran necesidad, abandonó el bergantín averiado; a bien que la gente que en él iba, lo mejor que pudieron taparon la vía de agua con mantas de algodón, y echando el bergantín fuera del bajo, lo calafatearon a la ligera con estopa y resinas de los árboles ribereños. Al cabo de dos días se juntaron con el gobernador que les estaba esperando en los Caperuzos, una tierra cuyos moradores traían en las cabezas una manera de bonetes o caperuzas muy altas, de extraña hechura.

Aquí se detuvieron otros dos días, refocilándose con los mantenimientos que juntara Zalduendo y acabando de adobar el bergantín averiado los carpinteros de ribera, y sin más tardanza se volvió a navegar con orden que todas las tardes, a la hora de las tres, se parase a la parte que pareciese mejor en la orilla para desembarcar, hacer la comida y dormir en tierra, por no caminar de noche por un río que no conocían.

Es la táctica que aún se emplea en los viajes fluviales por aquellas latitudes, cuando se navega a remo.

El viaje se hace en dos tiempos; desde el amanecer hasta las diez, hora en que se hace alto para almorzar, y desde el mediodía hasta la puesta del sol, en que se vuelve a desembarcar para cocinar y dormir.

Curioso es el modo de hacer campamento en el monte virgen. Cuando a las horas indicadas se ve un claro o limpio de maleza natural en la barranca, nada más fácil que tomar posesión de él; pero lo más común es encontrar espesura a una y otra banda. Entonces saltan a tierra los macheteros y como por encanto limpian de maleza un espacio de bosque en pocos minutos, cortando bejucos, lianas, plátanos silvestres y demás obstáculos de fácil destrucción. En tanto que unos establecen el vivac limpiando el terreno y colgando hamacas y mosquiteros, otros hacen provisión de leña seca y encienden alegres fogatas, a cuyo amor se ponen las marmitas de cocinar. Dos horcones hincados verticalmente sosteniendo otro palo atravesado de donde cuelgan las ollas; he aquí todo el aparato de cocina que reemplaza a trébedes y hornillas.

Que esté lloviendo o diluviando, no obsta para que se efectúe el desembarco. Así que la tripulación ha talado el terreno (chaqueado dicen los criollos), se clavan las estacas para tender los toldos de lona o de mantas; o bien con hojas de palma, abundantes en ambas márgenes, se improvisan unas cabañas ochavadas para un grupo de personas, que resguardan suficientemente de la intemperie y permiten encender afuera la hoguera que tanto alegra al viajero nómada.

Mientras se hace la comida, o después, si el viaje no va muy apurado, la mejor distracción es pescar en un remanso, encaramado a una rama o a popa del batelón, para evitar que en vez de pescar, sea uno pescado por el caimán, bicho que empieza a verse en estas latitudes, navegando en mitad de la corriente como un madero que arrastra al agua. Otra distracción del viajero es internarse en el bosque abriéndose senda con el machete, y con un arma de fuego para cazar monos, pavas y puercos salvajes.

Los marañones habían llegado ya a la zona del matto o selva virgen, vasta extensión de bosque que cubre tres cuartas partes de la América meridional.

Los dibujantes y novelistas han acostumbrado al público a ver en estos bosques un vasto escenario de palmeras sin número, de árboles gigantescos cubiertos de parasitarias y entremezclados de lianas que van de rama en rama, como las jarcias a los mástiles de un navío, en tanto cruzan los aires cuadrillas de pintados papagayos a la luz de un sol radiante. La selva virgen se presenta con otro aspecto, más frío y severo. La exuberancia de vegetación, lo tupido de la fronda, la red aérea de trepadoras y parasitarias hace que la visual se reduzca y se fatigue la vista sin fijarse en nada. Cierto que asombra la corpulencia de los troncos, la elegancia del árbol, el tamaño o configuración de sus frutos; pero el espectáculo no produce aquella sensación que nace de lo bello. Las aves cantoras, tan pocas en América, están como medrosas en la majestad de la selva y huyen de ella, viéndose únicamente las de mayor tamaño, en parejas solitarias: papagayos, tucanes, pavas y tal cual especie de longirrostros y rapaces.

Además, cuando estos terrenos no se cultivan, son muy malsanos. En ellos no penetra nunca el sol y huelen a fiebre, como dicen los hijos del país. Una bóveda de tupido ramaje sombrea el suelo, poblado de plantas, arbustos y bejucos y de uno a otro árbol cuelgan y se entrelazan sin fin de parasitarias y trepadoras. Crecen aquí aquellas palmeras que prefieren los terrenos húmedos, los cacaotales y limoneros silvestres, tan abundantes en estos sotos, merced a los traviesos monos, agentes indirectos de la propagación de estas y otras especies vegetales; los copaibas, cedros y caobos; es una flora, en fin, tan variada que se pueden contar más de cien especies distintas en una hectárea de terreno. A trechos se puede andar a caballo, siempre bajo la imponente bóveda de verdura, formada por la copa de los excelsos árboles, muchos de ellos floridos y ostentando una salvaje cabellera de enredaderas.

Entre este hervidero de fiebres y sabandijas, late la venenosa víbora; silban las serpientes, desde la cascabel de sonantes crótalos hasta la boa atravesada en el camino como un tronco caído, y merodea el jaguar que turba el augusto silencio de la floresta virgen, ora de rabia cuando le sacude la terciana, ora de placer cuando bebe la sangre de alguna víctima.

Empero no se puede negar que, en ciertos momentos, el paisaje tropical, aun dentro del estrecho marco de un vivac ribereño, es pintoresco por demás. ¿Cómo no había de impresionar la imaginación de aquellos aventureros marañones, cuando, apagados los fuegos y descansando de las fatigas del día, conciliaban el sueño al vaivén de la hamaca, acariciados por el tenue reflejo de algún rayo de luna que hendía la oscurana y por el fantasma lisonjero del Dorado que iban a descubrir? Lo peor sería, cuando a mitad de la noche, en lo mejor del sueño, saltaba el viento al otro cuadrante, con tal ímpetu y fuerza, que tronchaba y derribaba árbol y ramas, que muy bien podían aplastar a los durmientes. Un ruido sordo, al principio, como de ramas secas que se desgajan; luego, un eco confuso como de alud o torrente desatado; de improviso, el descuaje de un arbolón atropellándolo todo; por último, el tremendo golpe de la caída que conmueve la selva entera…

Muy temprano, la diana de tambores y clarines despertaría el real, y los marañones volverían a navegar.