IX

EL PRÍNCIPE DON FERNANDO DE GUZMÁN

DEJAMOS a Sancho Pizarro tierra adentro con sesenta soldados y unos guías. Entendiendo Lope de Aguirre que a su regreso tuviera aviso de los amigos de Orsúa, puso guardias en el camino para que no supiese nada de lo sucedido. Llegado que fue Pizarro al alojamiento donde pensaba encontrar al gobernador, se encontró con Guzmán y Aguirre, rodeados de numerosa guardia. Supo la tragedia y el Guzmán le mandó dar razón de lo que había visto.

Contó Pizarro que había andado seis días, a razón de cinco leguas por jornada, y que en cada etapa se encontró con un tambo o venta, puesta para alivio de los caminantes, pero que los indios se ocultaban cuando los vieron; que del último parador vio una sierra alta y pelada, con muchas hogueras de noche: -¿Qué sierras y qué lumbres son estas? -preguntó a los guías. Estos le respondieron que unos asientos de minas, y que a la falda de ellos había una laguna muy grande con poblaciones de indios, tan fuertes, que si pasaban adelante los españoles, les matarían.

¿Y qué hacen con aquellas lumbres? -volvió a demandar Pizarro. Entonces se adelantó una mujer, guardiana de la venta, y enseñó un pedazo de plata blanca y fina, diciendo:

Con aquella lumbre sacan de esto.

Tomó Pizarro el mineral y halló que pesaba veinticinco pesos. Trató de inquirir el tiempo que tardaría en llegar a la laguna y fuele contestado que medio día, pero que supiese que si fuere allá le matarían.

Por todo esto, tuvo por oportuno Sancho Pizarro no pasar adelante y volver al real a dar noticia de lo que había, dando por testigo el pedazo de plata que traía; y que si a la ida empleó seis días por no saber el camino, el regreso lo hizo en tres, y que en este tiempo podía irse allá. Daba por sentado que aquella tierra era el Omagua que buscaban.

En albricias, don Fernando hizo sargento mayor al capitán Pizarro.

Quedaron gozosos los marañones con estas nuevas, y en junta de oficiales se acordó seguir adelante la jornada, tanto por el provecho que veían, cuanto por este servicio el rey les haría merced y perdonaría la muerte de Orsúa y su teniente. Antes de todo acordaron hacer una información de cómo Orsúa había andado remiso en buscar la tierra. Escribieron lo que quisieron y firmaron todos; el primero, Fernando de Guzmán, GENERAL, y el segundo, Lope de Aguirre, TRAIDOR.

- ¡Qué mentecatos! -exclamó Lope, viendo la extrañeza de sus compañeros. -¿Habéis muerto un gobernador del rey que llevaba sus poderes y representaba su persona, y pensáis con estos garabatos quitaros de culpa? Todos somos traidores, y dado caso que hallemos Omagua y sea tan rica como dicen, el primer bachiller que venga nos hará cortar las cabezas. Buena tierra es el Perú y buena jornada; allí tenemos amigos que nos ayudarán y allí debemos volver.

- Dice bien Lope de Aguirre y la verdad -contestó Villena-; y no conviene otra cosa.

Terció Alonso de la Bandera el de la Valentona:

- Matar al general Orsúa no ha sido traición, sino servicio al rey, y quien a mí me llame traidor, sepa que miente y se lo hago bueno y me mataré con él. Y no lo digo por miedo a la justicia, que tan buen pescuezo tengo como todos.

Quiso Aguirre responder a esto como se merecía; pero Guzmán se interpuso y los apaciguó. Con esto se suspendió la firma y quedaron en mayoría los que como Lope de Aguirre opinaban debía volverse al Perú con el fin de alzarse con la tierra, si pudieran.

Por lo pronto tenían que salir del acantonamiento en que estaban, porque andaban a media ración; los indios lo habían despueblado y arrasado las chacras. Zarpó la escuadrilla y, a la salida, se dejó anegada una chata, llevándose solamente aquella en que iban los caballos. Llegaron a otro pueblo, desembarcaron los animales, y pareciéndole a Aguirre que entre la gente había quien no estaba satisfecho, temiendo que se huyeran con la barca útil a dar noticia de lo que pasaba, la barrenó, y así no quedaron a flote más que las balsas y canoas.

La discordia se había enseñoreado del real; unos marañones no se comunicaban con los otros, de miedo que les delataran; nadie podía protestar, porque en el acto pagaba con la vida; también era imposible la huida, de suerte que todo era entre ellos o recelo o miedo. Lope de Aguirre se había vuelto tan suspicaz, que los soldados no sabían a qué carta quedarse. Si se reían, los mataba; si estaban tristes, los mataba; si se untaban, los mataba; si se paseaba uno solo, lo mataba. Y lo que más admira, que con abominar los descontentos de él, ninguno se atrevía ni a mirarle.

Visto por los guías indios que habían venido desde el Perú, el desconcierto de los españoles, tomaron una canoa y fugáronse río abajo; apellidando a los blancos, perros, bellacos, traidores, que habían muerto a su general; y reprochándoles que eran unos gallinas que no se atrevían a ir a aquella laguna tan rica anunciada por Sancho Pizarro. Quedaron los marañones aislados, sin guías y sin bajeles en que pudieran salir a la mar.

En este segundo pueblo pasaron tres meses y diéronle por nombre Los Barcos, porque hallaron mucho cedro con que empezaron la construcción de dos bergantines aprovechando la clavazón y herramientas de los que se perdieron.

La gente se repartió unos de carpinteros y calafates, otros de cazadores para aprovisionar el real. Pero había empezado la estación de las aguas, y con la creciente del río la ribera se inundó de tal suerte que había que ir muy lejos a buscar la caza. Hubo muchos días que pasaron hambre, y todo su alivio fue unas sementeras de yuca brava que a dicha encontraron a la otra banda; mas para traerla tenían que atravesar el río allí, que tiene una legua de ancho. Con esta yuca amarga, después de rallada y lavada, obtenían la tapioca, que, una vez tostada, se volvía en harina o mandioca para pan casabe; y de la dulce, asada o cocida en tubérculo, se servían a manera de la patata de España. Llegaron hasta el extremo de sacrificar algunos de los caballos y perros que llevaban, y los menos escrupulosos hincaron el diente a la carne de caimanes y gallinazos, asquerosas vultúridas estas últimas que hacían la policía del campamento. De tarde en tarde traían los arcabuceros una anta (o tapir, pequeño hipopótamo que sale a las horas de la madrugada o en las noches de luna a bañarse o chapotear en los salitrales de las orillas); pero siendo su carne muy sabrosa, se reservaba para la mesa de los oficiales.

Es singular que aquellos aventureros pasaran hambre, en una estadía de meses en aquellos parajes de sorprendente feracidad, donde prospera el «chaco» rudimentario del indígena, y el actual colono obtiene cincuenta cargas por arroba de grano de maíz, y el doble de yuca y fríjoles, por cien varas cuadradas de siembra, en el tiempo de tres a cinco meses. Con la ventaja de que no se necesita arado, ni abonos; basta ahondar la tierra con un palo y echar la semilla. Tampoco se cuidaron de hacer la pasta de pescado, a manera de pennicán, que en el camino vieron fabricar a los indios, sin más que quitar las escamas y espinas de unos pececillos, sahumar la carne y reducirla a polvo. -Es indudable que el excesivo calor, la escasez de alimentos fuertes, enervaran en estos llanos pantanosos a los hombres del Perú, que, mordidos de la fiebre, de tábanos y mil insectos, resultaban inferiores, en la lucha por la vida, a los bárbaros del Amazonas, más hábiles que ellos en flechar la caza, en bucear ríos caudalosos y en vivir de raíces y frutos silvestres, como monos…

Entretanto, los tiranos, como llamaban quienes se tenían por leales a los que mataron al general, iban purgando el campo de los adictos a Orsúa.

Estando una vez García de Arce, aquel terrible arcabucero de los cararíes, echado de pechos sobre una viga mirando la obra de los bergantines, llegó Lope de Aguirre con un Antón Llamoso, portugués, que, por ser zapatero, llevaba una lezna del oficio, pero tan larga y afilada, que parecía un estilete; y sin más ni más, Aguirre le mandó pinchase al descuidado Arce. Y cuando le vio muerto, mandó atar el cadáver a un árbol, con este rótulo en el pecho: Por servidor del rey y del gobernador.

- ¿Por qué hicisteis tal? -preguntó don Fernando cuando lo supo.

- Porque Arce era amigo de Orsúa; y como le he visto imaginativo, y por ventura quisiese vengar su muerte, fue bien atajarle los pasos -respondió Aguirre.

A la noche de este mismo día se acordó Lope de aquel Diego Valcázar, que, al tiempo de recibir la vara de la justicia, dijo: «Asentad que la tomo en nombre del rey Felipe, nuestro señor», y al frente de unos cuantos allanó su morada para matarle; pero como Valcázar los sintiera desde su cama, saltó en camisa y se les huyó, gritando: ¡Viva el rey, señores!, no tanto para turbar a los que iban tras él, cuanto para llamar la atención de la gente. Así corriendo, se despeñó de una barranca muy alta, y descalabrado y desnudo pasó el resto de la noche en el monte, hasta que al otro día le mandó buscar don Fernando y le hizo curar. Escapó la vida por entonces.

De allí a pocos días, también Aguirre con el estilete de su zapatero, arma a la que por lo visto se había aficionado, hizo dar de agujazos y pinchazos a Pedro Hernández y al mulato Miranda, que se habían hallado en la muerte de Orsúa, achacándoles que conspiraban contra el nuevo gobernador, e hízoles poner el mismo letrero: Por amotinadorcillos.

Tantas fueron las tropelías de Aguirre, que don Fernando hubo de quitarle el cargo de maestre y dárselo a Alonso de la Bandera, dejando a Lope de capitán de a caballo, que fue para peor, porque se formaron dos bandos así en las cosas del campo como en las consultas de guerra, que se contradecían el uno al otro cada día.

Para contentar y asegurar a Lope, que andaba alborotado y quejoso, don Fernando le prometió casar una hija mestiza que Aguirre llevaba en su compañía, y a la que quería entrañablemente, con un su hermano, don Martín de Guzmán, residente en el Perú. Con este presupuesto empezó a tratar a la moza de doña y de cuñada, e hízole grandes caricias y regalos, entre estos ciertas joyas de oro y una ropa de seda que se encontraron en el cofre de Orsúa. Aguirre, como astuto, disimuló por entonces, y dirigió sus tiros contra su rival Alonso de la Bandera, que a jaquetón y arrogante no cedía a Lope.

Viéndose el de la Valentona tan pujante y prevalecido, empezó a ensoberbecerse; tanto, que no había quien le pudiese hablar de puro grave. Hízose descomedido y mal criado con los soldados, tratándoles mal de obras y de palabras, «cosa muy contraria a la orden militar -observa Ortigueira-, donde con mejores y más amorosas razones se ha de persuadir a los buenos y esforzados soldados a lo que conviene; y aun los que no son tales, con semejantes cosas se animan y esfuerzan a serlo y hacer obras de mucha estima, poniendo las vidas en gran riesgo por adquirir honra, como cada día lo vemos en las guerras y fieros asaltos; y más quiere un soldado que le corten la cabeza, que no que le traten mal de palabra».

Estas y otras cosas hacía Alonso de la Bandera, y juntamente con ellas dio en ser enamorado de doña Inés, la amante apeada de Orsúa, mujer guapa y alegre, engolosinada con que la sirvieran caballeros de pro. En estos amores se encontró Alonso con Lorenzo de Zalduendo, capitán de la guardia de don Fernando, el cual Zalduendo túvole por su mortal enemigo; y viéndose con Aguirre, concertaron deshacerse de su común rival. Antes previnieron contra él a don Fernando, diciéndole que su lugarteniente aspiraba a suplantarle en la gobernación.

Con esto tuvo bastante don Fernando para ayudar a la muerte de Alonso. A este fin preparó una celada, disponiendo en su alojamiento una partida de naipes de Alonso y Cristóbal Hernández contra Sancho Pizarro y Gutiérrez de Guevara; y cuando más descuidados estaban al seguro de la hospitalidad del gobernador, entró Lope de Aguirre con su pandilla, y a estocadas, lanzadas y arcabuzazos mataron a Alonso de la Bandera y a Hernández, adicto suyo, con lo que quedó repuesto Lope de maestre de campo.

Tanto desorden y tales crímenes sembraban el pánico en el real, y algunos, muy pocos, empezaron a desertar, temerosos de traiciones y represalias. Mucho valor se necesitaba para huir en canoas buscando el mar río abajo por un camino que no conocían, pero preferían pelear con los indios y con el hambre a vivir con tanta angustia y desasosiego. Los que se quedaron no sabían qué hacer; por tierra era imposible escapar, so pena de caer en manos de los indios; por el río, menos; en el real nadie tenía la vida segura. De estas preocupaciones les alivió Aguirre, haciendo desatar todas las noches unas cuantas canoas, publicando que los indios las hurtaban; y en pocos días, de más de ciento que había, no quedaron sino veinte, las más ruines.

A este tiempo, por consejo de su maestre de campo, quiso don Fernando revalidar su título de general para conocer las intenciones y voluntades del ejército; porque los que le nombraran lo habían de firmar y los que no pusieran su firma se tendrían por sospechosos. Para su proclamación mandó juntar los soldados en la plaza, junto a su posada, y el don Fernando, rodeado de sus amigos y de los de Lope, todos bien armados, les dirigió esta arenga:

- Señores, muchos días ha que deseaba tratar con Vuestras Mercedes lo que ahora quiero hacer; y es que yo tengo este cargo de general no sé si contra la voluntad de algunos; y para que entre nosotros haya más conformidad, yo desde ahora dejo el cargo y lo mismo harán estos señores oficiales. Así Vuestras Mercedes lo darán libremente a quien mejor les pareciere.

Esto dicho, hincó en el suelo una partesana que tenía en la mano, en señal que desistía del cargo, y lo mismo hicieron sus oficiales. Adelantose Lope de Aguirre y tomó la palabra:

- Señor don Fernando; estos caballeros y yo quisiéramos que este ejército fuera tan grande como el del rey Jerjes para que de nuevo fuera Vuestra Merced elegido general. Pues tan bien lo merece, nos tenemos, por muy dichosos en que Vuestra Merced nos mande y sea nuestro caudillo y cabeza. Así lo confesamos, y si es necesario, de nuevo elegimos y queremos por tal a don Fernando de Guzmán, al cual prometemos y ofrecemos servir hasta la muerte.

Don Fernando aceptó y rindió las gracias, y mandó que este nombramiento se firmara, para que en todo tiempo pareciese haber sido elección de común consentimiento y parecer de todos. Firmó Lope de Aguirre como maestre de campo y luego los demás capitanes y oficiales. Pareciéndole esto poco a Aguirre, hizo que el padre Henao dijese una misa y que consagrara dos hostias; consumiese una y dejase otra. Acabado el oficio, Lope se acercó al altar, y tomando la Sagrada Forma, que estaba sobre los corporales, la partió en dos mitades, comulgando una él y dando la comunión con la otra a don Fernando en señal de alianza. Le faltó valor al padre Henao para impedir tan horrendo sacrilegio. Antes que se desvistiera hízole Lope tomar juramento a todos sobre los Evangelios.

La celebración de este acto religioso en aquellas desiertas playas, hubo de ser una ceremonia tan imponente como pintoresca. Una tosca cruz alzada en una pared; un altar improvisado con tablas de cedro; el clérigo Henao, el rostro desencajado y la barba tordilla que sobresalía de la casulla de oro y púrpura; por acólito un escuálido prototipo de don Quijote; el abigarrado grupo de soldados con justillos de cuero, portando luengas hojas toledanas, alabardas y rodelas, piratas por el traje y sus aspiraciones, acercándose de uno en uno a prestar juramento en voz de bajo profundo, más o menos áspera; y a distancia los indios, los enormes caimanes y los pájaros de la ribera mirando con curiosidad aquellos seres extraños que habían perturbado sus guaridas.

Tal sería el cuadro que en el momento de la jura de los marañones pudo contemplarse.

Y cuando todos hubieron jurado, Lope, el arcángel perverso de aquella milicia rebelde, proclamó que él por su parte negaba vasallaje al rey Felipe y que elegía y tenía por príncipe a don Fernando de Guzmán y como a tal le iba a besar la mano, y que todos le siguieran e hicieran lo mismo. Todos no tuvieron más remedio que acabar lo comenzado, y muchos de los que juraron en falso hicieron acatamiento de mentirijillas al nuevo príncipe del Perú, don Fernando de Guzmán. Dábanle tratamiento de Excelencia, y él abrazaba a todos, holgándose con el nuevo dictado.

Luego puso casa de príncipe, con muchos oficiales y gentiles hombres; comió desde entonces solo y servíase con ceremonias. Señaló a sus capitanes salarios de a diez y de a veinte mil pesos sobre las cajas del Perú, y sus edictos, comenzaban de esta manera: «Don Fernando de Guzmán, por la gracia de Dios, príncipe de Tierra Firme y Perú, y gobernador de Chile». Y cuando pregonaban esto, se quitaban la gorra como si nombraran al rey, y tocaban trompetas y atabales.