XI
ASTUTO, sagaz y avisado como era Lope, recelando que tenía muchos enemigos en el campo, se hizo de una guardia escogida de cuarenta «bravos», a los que armó con las mejores armas, que quitó a los demás a pretexto de que eran descuidados o andaban remisos en el servicio; y como maestre que era ordenó el alojamiento en la siguiente forma: Al «príncipe» con toda su corte de gentiles hombres y otros allegados, en una parte del pueblo, a la banda de abajo; la gente neutral en el otro extremo; y él en medio de los unos y los otros, previniéndose de tener a mano los bergantines con la munición y cosas de guerra.
En casa de don Fernando todo eran cabildeos y consultas, sin que nadie se atreviera a Aguirre, por más que este se puso en sus manos más de una vez. En una ocasión quiso matar a un Gonzalo Duarte, mayordomo militar del príncipe, por ciertos enojos, y le persiguió hasta la morada de este. Salió don Fernando y se lo quitó de las manos. Fue tanta la cólera de Aguirre, que, sin mirar a lo que le podía suceder, se tendió en el suelo, y sacando la espada, dijo con palabras atrevidas y de gran soberbia:
- No consienta Vuestra Excelencia que se me quite este hombre; donde no, tengo por mejor que con mi espada me corte la cabeza aquí mismo.
Don Fernando, que temía a Lope como a un demonio, en vez de aprovecharse de tan buena coyuntura, le levantó del suelo amorosamente, diciéndole que se informaría y haría justicia; y aun le rogó que fuese amigo de Duarte. Este, queriendo congraciarse con Aguirre, se dejó decir:
- Bien sabe don Lope que, en el tiempo que me necesitó, trató conmigo la muerte de Pedro de Orsúa y se lo tuve secreto hasta que la dimos; y pues hubo semejante prueba de amistad, justo fuera que aunque yo errara ahora, disimulase Aguirre.
- Por cierto que Duarte tiene razón en lo que dice, y es gran verdad lo que ha contado -respondió Lope-; y a mí me ha cegado pasión y enojo; pero yo le prometo de serle bueno y verdadero amigo de aquí adelante.
Y abriendo los brazos le dio un beso de Judas, usando de este remedio cauteloso para mejor aprovecharse después; porque al fin Duarte tuvo desastrada muerte, viniendo así a pagar la infamia de haber sido traidor a Orsúa, que le tenía por grande amigo y hacía mucho caso de él en vida.
Se va viendo que toda aquella gente era un atajo de bribones solapados, y que Lope de Aguirre se imponía a todos por su descaro en querer serlo el primero y su valentía en sobreponerse a los demás. Resuelto a hacerse capitán de la banda, pensó en eliminar los otros matones que pudieran hacerle la competencia y en seguida, derribar de su trono al «príncipe», hechura suya, y tomar él el mando. Era el zorro que so capa de ayudar al pastor a batir la lobada, trataba de adueñarse del ganado.
En vísperas del embarque, aquel Lorenzo de Zalduendo, capitán de la guardia del «príncipe», quiso preparar alojamiento en uno de los bergantines, para su amiga doña Inés y para otra doña María de Sotomayor, mestiza y comadre de la criolla de Trujillo. Para asegurar el sitio envió dos colchones con unos negros. Como les viera llegar Aguirre, preguntó quién los enviaba y para qué era, y como se lo dijeran envió a decir a Zalduendo que no había lugar para ponerlos.
Con tan seca respuesta se enojó tanto el otro, que dijo delante de las dos mujeres, cúyos eran los colchones:
- ¡Pese a tal con Lope de Aguirre! Mercedes me ha él de hacer a mí. Vivamos sin él, ya que no se puede sufrir su insolencia y demasías.
Juntose con esto que un día antes, habiéndose muerto una criada de doña Inés, estándola enterrando, dijo la dama:
- ¡Dios te perdone, hija!, que antes de pocos días tendrás muchos compañeros.
Todas estas palabras las supo Aguirre, y sin más esperar, armó su banda y fue en busca de Zalduendo para matarle. El cual, en cuanto le avisaron, corrió a refugiarse en casa de don Fernando, suplicándole que le librara de Lope, contándole lo que había pasado.
El «príncipe» envió a otro capitán, Gonzalo Guiral de Fuentes, para que de su parte hablase y apaciguase a Lope de Aguirre.
Venía este al frente de su guardia armada, cuando le encontró Guiral, y tan furioso que no le quiso oír.
- Señor maestre de campo -decíale el otro-: ¿Es posible que en una cosa que yo suplico a Su Merced, no reporte su cólera? Ya que esto no se haga por mí, es justo que se mire que Zalduendo está con nuestro príncipe, a quien todos hemos jurado acatamiento, y hásele de tener respeto para no hacer en su presencia cosa que se tenga a demasía.
- En semejante tiempo no es menester respeto ni amistad con nadie -repuso atropelladamente Aguirre-; y palabras tan atrevidas y desvergonzadas como las de Zalduendo no se pueden castigar con menos que quitarle la vida. Así entenderán todos que no se han de desvergonzar a su maestre de campo, que es la segunda persona de este ejército. Donde estuviese el bellaco, cueste lo que costare, venga lo que viniere, perderá la vida; que ni don Fernando, ni todos cuantos son juntos, me lo han de quitar de las manos.
Y como peroraba y andaba a un tiempo, llegó a casa del «príncipe», y atropellando por todo, sin hacer caso de ruegos y mandatos, allí mató a Zalduendo, a estocadas, a los pies de don Fernando, al cual dijo mil desvergüenzas: «Que no se fiara de ningún sevillano (Zalduendo lo era), y que más le valiera comer guijarros de Pariecaca (una sierra de Jauja), en lugar de los buñuelos que le daba su mayordomo»; dándole a entender que le sería mejor ir a saquear el Perú y que se dejase del Dorado y Omagua, si es que aún creía en ellos.
Incontinente, comisionó a su esbirro, el zapatero Llamoso y a un mestizo, a que fueran a matar a doña Inés, para que en su muerte se empezase a cumplir el pronóstico que ella echara al tiempo de enterrar a su criada. Los dos sayones llegaron a casa de la dama y muy crueles la traspasaron las entrañas. Aún no había acabado de expirar, le quitaron las llaves, abrieron cofres y cajas y la robaron todas sus joyas y objetos de valor.
Fue tanto el temor y sobresalto que tomó don Fernando de ver muerto delante de sí a su capitán de la guardia, y de las atrevidas palabras que Aguirre le decía, que procuró ablandarle con mansas razones:
- Nunca pensara, Lope de Aguirre, que fiara tan poco de mí, cuando no hay cosa en esta vida que a Vuestra Merced le conviniese, que yo no lo hiciera. Para castigar a Zalduendo quisiera que me hubiese dado parte de ello, para que con menos escándalo viniera más ejemplar castigo. Vuestra Merced se reporte y sosiegue, que yo le empeño mi palabra, como caballero, que en todo lo que me hubiere menester no tendrá queja de mí.
Como Aguirre viera tan mansueto a don Fernando, quiso satisfacerle, en estas palabras, con aire de protección:
- Mucho me pesa de haber dado semejante sobresalto a quien tanto deseo servir; pero consuéleme que si maté a quien tanto lo mereció, que era capitán de la guardia de Vuestra Excelencia, quedo yo para la guardia y custodia, servicio y respeto de mi príncipe y de su casa y honor. Antes perderé mil vidas, que consentir que nadie vaya contra esto.
Don Fernando le rindió las gracias de las nuevas ofertas, pero se quedó muy triste y afligido.
Desde allí en adelante andaba siempre como hombre espantado, demudada la color, que parecía que traía la muerte entre los ojos. Probó, sin embargo, apresurar el negocio de la pérdida del hombre funesto, a quien temía y no se atrevía a matar frente a frente; así que, llamando a junta a sus oficiales y gentiles hombres, hízoles este razonamiento:
- Caballeros, señores y amigos míos; muchas veces me he puesto a considerar el camino que llevamos, que desdice de nuestra condición de leales españoles. Venimos a esta jornada para ensanchar la real corona y ganar honra y fama para nuestras personas, en compañía del gobernador Orsúa, que Dios haya perdonado.
»¡Pluguiera al Todopoderoso hubiera sido yo el muerto y Pedro de Orsúa viviera, para que tantos daños se hubieran excusado! Pero esto ya no tiene remedio, como cosa pasada, como no sea arrepentirnos de lo hecho y enmendar lo venidero. A este efecto os he hecho juntar para tomar el consejo y parecer de todos; que el mío es que nos volvamos unánimes al servicio de nuestro rey y señor natural don Felipe, a quien Dios prospere por muchos años, y volviéndonos a él conquistemos y poblemos esta tierra en su servicio. La ida que pretendemos hacer al Perú es muy larga, de mucho riesgo y peligro, y cuando nos sucediere como lo hemos trazado, no puede dejar de haber muchas muertes, así de una parte como de la contraria. Vamos contra toda razón y justicia contra españoles, y por ventura hermanos nuestros, deudos y parientes avecindados en aquella tierra. Ha de haber muchos robos de iglesias, hospitales y monasterios; muchos estupros de honestas y recogidas doncellas; muchas infamias de honradas mujeres, viudas y casadas. No quiero yo ser el caudillo de semejantes insultos y desafueros; más quiero morir que proseguir tan abominable propósito. En vuestro poder estoy. Lo que, señores, os ruego, es que, como amigos, antes me deis la muerte que consentir que yo tenga tan malo y atroz mando; que si me mataseis, yo desde ahora os perdono y pido por merced a mis deudos hagan lo propio, que para el efecto vengo confesado, y suplico a Dios haya mérito de mi ánima.
No con pocas lágrimas decía don Fernando estas tan sentidas palabras, que fueron causa de mover los corazones endurecidos de algunos que allí estaban, en tanta manera, que habiendo aquel dado fin a su razonamiento, respondió uno por todos:
- Señor don Fernando, no se puede negar ninguna de las cosas que Vuestra Merced nos ha dicho y propuesto, y Dios nos es testigo si algunos o todos los que aquí estamos quisiéramos haberlo puesto por obra muchos días ha; pero no nos hemos osado a declarar ni determinar por no saber la voluntad de Vuestra Merced, ni saber de quién podernos fiar y haber visto que por muy pequeñas ocasiones han perdido la vida muchos de nuestros amigos. Pero más vale tarde que nunca, pues Dios y el rey son misericordiosos, y cuando Su Majestad no nos hiciere la merced de perdonarnos, queremos más morir por su mandato, volviéndonos a su servicio, que no en poder de tiranos, con mayor infamia.
Por ser tarde y no poderse tomar acuerdo en la orden que se había de tener para conseguir este buen principio, lo dejaron para otro día, encargando el secreto de todo, para que no lo entendiese Lope de Aguirre; pero dos oficiales del «príncipe» traicionaron a este y fueron al otro con la embajada de lo que se trataba.
Ellos eran el capitán Guiral y el maestresala Villena.
- Muchos días ha, señor maestre de campo -dijeron a Lope-, que tenemos a Su Merced por señor y amigo, y ahora queremos demostrárselo. En casa del príncipe se ha tenido consulta para quitarle a Su Merced la vida, y nosotros venimos a avisárselo y a ayudarle en contra de los que urdieron la trama.
Tal decían los dos miserables a quienes ofendiera días antes Lope de Aguirre con sus desafueros.
- Siempre he tenido a Vuestras Mercedes por caballeros y les he tratado como a tales, respetándoles, con cargos o sin ellos, como se ha visto por las obras y amistad que les he tenido -les respondió el taimado Aguirre-. Tengo en mucho el aviso que me dan y acepto el ofrecimiento del castigo de los que contra mí se han conjurado; que cierto me extraña la atrevida traición que don Fernando quiere usar conmigo, cuando a mí me debe lo que es y he puesto por él tantas veces mi vida en el tablero. Empeño a Vuesas Mercedes la palabra que en todas las cosas que se les ofreciere, así graciosas como de justicia, les serviré y anticiparé a todo el ejército; y con esto, váyanse con Dios, y huélguense y descansen, que yo daré la orden que en todo más convenga.
Desde este momento procuró Aguirre granjearse más amigos, haciéndose familiar y afable con todos los oficiales, aun con aquellos que él sabía eran del consejo de don Fernando; pero andaba siempre precavido de manera que no le pudieran tomar descuidado.
Ya estaban acabados los bergantines y muy cercana la partida, cuando con la intención de descuidarle y cogerle en la celada, don Fernando mandó llamar a su maestre de campo para tratar del viaje. Aguirre, con gran desvergüenza, envió a decir que no le daba la gana de ir y que tuviese la consulta con quien había hecho la pasada; lo cual era tanto como sentenciar a muerte a su príncipe.
Y a fuer de astuto y diligente procuró matar a don Fernando aquella misma noche, antes que se embarcase y no se pudiese aprovechar tan bien en el río como en tierra.
Para este efecto, mandó echar un bando que, so pena de la vida, todos los soldados que tuviesen piraguas y canoas las trajeran ante él para acomodar en ellas los bagajes; y cuando las tuvo juntas mandó poner sus arcabuceros con las cuerdas encendidas, con orden que no dejasen pasar a nadie al barrio donde estaba don Fernando, porque no pudiese tener aviso. Por si acaso, no estando seguro del todo, mandó meter todos los pertrechos de guerra en los bergantines y gente de guarnición en ellos, para huir río abajo, dejando a Guzmán y los suyos aislados, sin buques y sin municiones.
Hechas todas estas precauciones y ardides, a prima noche reunió a sus parciales diciéndoles que quería castigar ciertos capitanes que se habían amotinado contra el príncipe, y, echándose afuera, empezó a dar cuenta de los amigos más significados de don Fernando. Los primeros que cogió descuidados en sus posadas fueron Alonso Montoya y Miguel Bonedo, piloto de la armada, y los degolló.
No pasó adelante, porque hacía noche tan oscura, que unos a otros no se veían; pero al amanecer se encaminó a casa del «príncipe», diciendo a cuantos encontraba en el camino que iba a castigar unos amotinados, y que al príncipe, su señor, todos le acatasen con la reverencia posible; pero a sus amigos les tenía repartidos de manera que a cada diez de ellos dio cargo que, en llegando a la casa de Guzmán, matasen a determinada persona y, aprovechando la confusión, matasen también a don Fernando.
De camino, antes de llegar a la posada de este, entró donde el clérigo Henao, que estaba acostado en una barbacoa o cama de cañas, según la costumbre de los trópicos.
- ¿Cómo, señor maestre de campo, tan mañana por acá? -preguntó al ver a Lope-. ¿Qué buena venida es esta?
- Agora lo veredes -contestó Lope, y diole una estocada con tal furia, que le cosió con el colchón.
Luego, a gran priesa, corrió a casa del príncipe. Estaba este también en la cama, y al ruido que traían los conjurados se levantó en pernetas. Viendo a su maestre de campo que entraba por la puerta, díjole:
- ¿Qué es esto, padre mío?
Lope de Aguirre le respondió que se estuviera quedo, que nada iba contra él, sino que venía a buscar ciertos delincuentes. En esto salieron algunos oficiales de la guardia, espada en mano, a quienes mataron los de Aguirre; y a las vueltas, tiraron dos arcabuzazos a don Fernando, y allí murió.
Fue su muerte el 22 de mayo de 1561; de modo que su vano y loco principado le duró cinco meses. Murió harto joven, pues había nacido en Sevilla veinticinco años antes. Su ambición no correspondió a sus dotes de mando; mató a Orsúa para suplantarle, y él se dejó manejar como un títere por Aguirre. Según lo que la historia nos cuenta de él, fueron más los desasosiegos y pesadumbres de su reinado, que los regalos y alegrías. Dícese que su mayor pecado fue la gula; amigo de comer y beber, especialmente buñuelos y pasteles, y que por el regalo de una golosina vendía su empleo.