XXII
EN todo este tiempo, no dejaban de andar patrullas de jinetes realistas alrededor del pueblo; lo uno para que los marañones no tuvieran lugar de salir a tomar comida, ni caballerías, y lo otro por si alguno de ellos se quisiese pasar al rey, como lo había dicho Galeazo. Cierto que muchos estaban con ganas de hacerlo, pero se lo estorbaba la vigilancia de los amigos de Aguirre y el estar acuartelados en el cercado de tapias; con todo eso, al tercer día, se pasaron dos arcabuceros, los cuales dieron esperanzas de que se pasarían otros muchos.
Aquella noche envió Aguirre a Roberto de Coca y Cristóbal García, capitanes de su confianza, con sesenta arcabuceros, a que, con diligencia y secreto, sorprendieran el real enemigo y quitaran cuantos caballos pudieran, y que él saldría a socorrerles y hacerles espalda; pero fueron sentidos de un escuadrón enemigo que, a rienda suelta, corrió a dar la alarma al real, que estaba descuidado.
Por tácito acuerdo, dilataron la batalla hasta la mañana. Llegó esta, y Aguirre, al frente de sus marañones, presentó batalla a los realistas. Al principio, viendo que el terreno era favorable a la caballería de Paredes, se replegó a la barranca del río; pero, llevado de su ímpetu, no pudo contenerse, y sacó sus arcabuceros a la sabana, desplegando la bandera negra. Tan cerca estaban los dos bandos combatientes, que se veían las caras y podían hablarse. A riesgo de su vida salió al medio Pero Alonso Galeazo, en un buen caballo, dando voces a sus antiguos camaradas, amonestándoles se pasaran al rey y gozasen del perdón general. A esto contestaba Lope de Aguirre, vociferando que era un traidor fementido y le había de dar la más cruel y afrentosa muerte que jamás se vio.
Juntáronse las haces, y a la primera rociada de perdigones, de los cinco arcabuces que tenían los realistas, mataron la yegua que montaba Aguirre y quedó a pie gritando: -¡Aquí marañones! ¡Mueran esos enemigos!
Obedecieron, pero disparando tan alto, que se veía la intención de no hacer daño, como que solo hirieron un caballo de los leales.
- ¡Marañones! A las estrellas tiráis -dijo por todo Aguirre-, y procedió a desarmar algunos de los que tenía por sospechosos.
En esto, el capitán de su pequeño escuadrón, Diego Tirado, dando una arremetida más larga de lo que solía hacer, se pasó al campo contrario gritando: -¡Viva el rey, viva el rey! -Lleváronle a presencia del gobernador Collado, que le hizo mucha cortesía, cambiándole la yegua flaca en que vino por su propio caballo. En cuanto se vio bien montado, revolvió hacía los marañones gritándoles:
- Caballeros, a la bandera real, y al rey que hace mercedes.
Y aconsejó al gobernador suspendiera la batalla, para evitar sangre, pues los marañones se pasarían todos en breve.
El lector que esté algo versado en historia americana hallará semejanza entre este lance y lo acontecido a Gonzalo Pizarro en Xaxijuagana, y tal vez Lope de Aguirre lo tendría presente, porque en cuanto vio la defección de Tirado, apeado de la yegua que le habían muerto, con una lanza en la mano, comenzó a recoger su gente, y a la carrera hízola retirar a la estacada. Pasó lista de los sospechosos y desarmó unos quince arcabuceros, poniéndoles guardias para que no se fugaran.
Estuvo encerrado tres días, madurando el plan de retroceder a Borburata y embarcarse como pudiera. El 27 de octubre probó efectuar la retirada, pero halló a sus marañones poco dispuestos a obedecerle. Conoció que estaba perdido, y, cediendo de su autoridad, procuró convencerles con buenas razones que no le abandonaran.
Pero no había más remedio que salir de la estacada, porque el hambre empezaba a apretar. Antes de ponerse en orden de batalla se le fugaron los soldados a pelotones, descolgándose por las tapias, y a poco se vio solo, únicamente acompañado de su sicario Llamoso.
- Hijo Llamoso -le dijo Aguirre-. ¿Si pensarán estos ahítos de matar gobernadores y frailes, y robado pueblos, y hecho pedazos las banderas reales, que ahora han de cumplir con pasarse a tiro de herrón al campo del rey?
Al fin, viéndose solo, desamparado, a merced del enemigo, cruzó por su mente una idea siniestra. Se fue a la habitación donde estaba su hija, joven mestiza muy hermosa, en quien él adoraba, y echando mano a un puñal que traía al cinto, la dijo:
- Hija mía muy amada, bien pensé casarte y verte gran señora; pero no lo han querido mis pecados. Ya ves cómo todos se pasaron y me han dejado solo. Confiésate con Dios, que no es justo quedes en el mundo para que ningún bellaco goce de tu beldad, ni te baldone llamándote hija del traidor Aguirre.
La triste doncella se le hincó de rodillas suplicándole llorosa:
- ¡Señor y padre mío! ¿Vais a matar a hija tan querida y que tanto os ha servido? Dejadme vivir; yo me meteré monja y rogaré a Dios por vos y por mí.
Dos dueñas que la acompañaban unieron sus ruegos al de ella, pidiendo a Aguirre que se doliera de una hija tan hermosa; pero todo en balde, antes Lope amenazó a las dos que si más le rogasen las había de matar también. Huyeron despavoridas, dejándole a solas con su hija. Lope de Aguirre cerró los ojos y dio de puñaladas a la joven hasta dejarla muerta.
A este tiempo se presentó Diego García de Paredes con dos marañones y le preguntó si era Lope de Aguirre.
- Sí soy -contestó-, y confieso que debo la cabeza al rey.
Se acercó el maestre de campo para tomarle la espada, y los dos marañones comenzáronle a desarmar. Creyendo Aguirre que allí mismo le iban a dar de estocadas, dijo:
- Señor Diego García, os suplico que, pues me tenéis en vuestro poder y sois caballero, no consintáis me mate ninguno de estos bellacos, y que me oigáis primero y me llevéis al gobernador, que quiero hablar con él cosas que convienen mucho al servicio del rey.
Oyendo esto los dos marañones, temieron no les comprometiera con sus declaraciones, y uno de ellos le tiró un arcabuzazo. Aguirre cayó de rodillas, herido en un muslo, diciendo con ánimo terrible:
- Este tiro no vale.
Hiciéronle otro disparo, que le dio en mitad del pecho.
- Este sí -dijo, y expiró.
Murió como un bravo, riéndose de la muerte y mofándose de la puntería de sus matadores: y aun murió según él quería, porque había dicho muchas veces, que cuando no pudiera pasar al Perú, que a lo menos su fama quedaría en la memoria de los hombres para siempre, y su cabeza sería puesta en un rollo y así le recordarían mejor; y con esto se contentaba.
En efecto, uno de los marañones se la cortó, y el gobernador Collado la envió a Tocuyo en una jaula de hierro para que la pusieran en la picota, así como la mano derecha en Mérida y la izquierda en Valencia, y los demás cuartos del cuerpo por los caminos de Barquisimeto, como si fueran reliquias de un santo. Así, no solo se cumplió lo que él dijo, pero aún más de lo que pretendía; y su alma se iría a los infiernos adonde él decía quería ir, «porque allí estaban Julio César y Alejandro Magno y otros capitanes, mientras que al cielo solo iban gentes de poco fuste y brío».
Murió a 28 de octubre de 1561, día de los apóstoles San Simón y Judas Tadeo, a cuyo honor todos los años se hacía en Tocuyo una fiesta muy solemne, en remembranza de victoria tan señalada en servicio del rey.
Su inseparable Llamoso pudo escapar, pero le atajaron los pasos en Pamplona y allí fue descuartizado.
En cuanto los demás marañones, como eran tantos los crímenes que llevaban encima, se desperdigaron, fiándose poco de las cédulas de perdón de Collado; y obraron cuerdamente, pues posteriormente llegaron cédulas del rey, mandando que ninguno de los que se habían hallado en esta rebelión de Aguirre, principalmente los que firmaron negándole vasallaje, quedaran en las Indias, ni fueran a España, con lo que se entendió que los condenaba a muerte. En consecuencia, muchos de los marañones fueron presos y ahorcados.