XXI
SALIÓ Lope de Aguirre de la ciudad de Valencia, y, camino de Barquisimeto, se le huyeron ocho o diez soldados.
- ¡Oh, pese a tal! -suspiró-. Bien sabía yo me habíais de dejar al tiempo de mayor necesidad, ¡oh, profeta Antonio!, que profetizaste la verdad, que si te hubiera creído, no se me hubieran huido estos marañones.
Esto decía porque un su paje, Antonio, le amonestaba siempre que no se fiara de sus soldados, que se habían de huir, y dejarle solo.
Barquisimeto queda a cuatro jornadas de Valencia. Las anduvo Aguirre despacio, por la impedimenta del bagaje y artillería que llevaba a lomo de caballerías. Al segundo día de marcha le cogió un aguacero al tiempo de subir una áspera cuesta, y con el barro, las yeguas cargadas resbalaban y caían.
- ¡Piensa Dios -dijo- que porque llueva no tengo de ir al Perú y destruir el mundo! Pues engañado está conmigo. Y mandó hacer en toda la cuesta escalones con picos, con que las acémilas acabaron de subir.
Estando él en este afán, la vanguardia había seguido su camino, y cuando Aguirre subió a la cuesta y no vio a la tropa, comenzó otra vez a blasfemar, creyendo se habían huido; corrió en su seguimiento, los alcanzó, y ultrajando y vituperando a capitanes y soldados, les obligó a incorporarse a la fuerza. Llegó al valle de las Damas, en la margen izquierda del río Turbio, y a la vera de unos maizales mandó hacer alto. Desconfiando de la gente, entró en consulta con sus capitanes para matar a todos los sospechosos y enfermos, que serían más de cuarenta, y quedarse con cien soldados de su confianza; pero le disuadieron del propósito, y otro día de mañana caminó hasta la noche, poniéndose a la vista de Barquisimeto.
El terreno, sin ser escabroso, está salpicado de cerros y cuchillas, desde cuya cima se divisa todo el valle de Barquisimeto y parte del de Jaracúy. Barquisimeto está fundada en un terreno alto, formando una alegre meseta entre dos cordilleras. A la parte de poniente un caudaloso río hace un medio círculo entre la ciudad y las vegas cultivadas de cacao, de caña de azúcar y de tabaco. Los que en la ciudad esperaban a Aguirre, deseaban atraerle a la llanada para pelearle con ventaja, pues eran más de 150 de a caballo y solo contaban con tres arcabuces. En cambio la superioridad de los marañones consistía en 176 mosqueteros bien provistos de municiones.
Era maestre de campo de los leales de Barquisimeto el capitán Diego García de Paredes, que desde la lejana Mérida había venido al servicio del rey, y no pareciéndole prudente exponer su gente a los tiros de la mosquetería de Aguirre, probó hacerle daño con patrullas de caballería. En un paso de montañas se encontraron de repente una de estas patrullas con los infantes marañones; en cuanto los jinetes los vieron, volvieron grupas a la carrera. Y como el camino era estrecho, se estorbaron unos caballos a otros, dejando en el sitio dos lanzas y algunas caperuzas. Las recogió Aguirre, y, mostrando a los suyos las monteras caídas, que las más eran de algodón, muy viejas y grasientas, les dijo:
- ¡Mirad, marañones, donde os queréis quedar y huir! ¡Mirad qué monteras los galanes de Meliona! ¡Mirad qué medrados están los servidores del rey de Castilla!
Vino la noche, y, como hacía luna clara, caminó sin parar hasta las puertas de la ciudad. Los leales, pensando traer a Aguirre a una sabana ancha que estaba al otro lado, se salieron al raso, desamparando el poblado. Movíase entre ellos y les animaba en gran manera el tambor Galeazo, diciéndoles que en cuanto los marañones vieran el estandarte real, se desbandarían, salvo cincuenta o sesenta amigos del tirano.
¡Tan buenas esperanzas había que dar a los leales combatientes para que osaran presentar batalla al terrible Lope de Aguirre!
Viendo, pues, desamparado Barquisimeto, entró en él Aguirre, a 26 de octubre de este año 61, sin más contratiempo que haber perdido cuatro acémilas con munición de pólvora, que buena falta le hacía para sus arcabuces y falconetes. Para vigilar a su tropa, la alojó en un campo cercado de una tapia almenada todo a la redonda. Algunos marañones salieron por el pueblo a registrar las casas, y en todas ellas encontraron cédulas de perdón del licenciado Pablo Collado, gobernador de la provincia, por la que indultaba a todos de cualquier delito que hubieran cometido, a condición que se pasaran al real servicio antes de la batalla que se iba a dar.
Algunas de estas cédulas pasaron a manos de Aguirre, que, haciendo juntar a los marañones, les hizo ver que considerasen las muertes y daños que habían hecho, que ni el mismo rey podía perdonar, cuanto menos un gobernadorcillo bachillerejo de dos nominativos, y que todo era para engañarles.
Luego, so color que el enemigo podía incendiar las casas, pajizas en su mayoría, y que a favor del incendio se atreviera a entrar, las pegó fuego a todas, empezando por la iglesia.