XIII
EL tiempo, que hasta entonces había sido sereno y apacible, se volvió lluvioso, con muchos vientos y truenos, característica de la estación de las aguas en aquellas latitudes.
A los viajeros todo les parecía islas, porque como el nivel del río subía hasta el punto de convertir el país en un mar, solo quedaban al descubierto los campos más altos, montes de tupida vegetación, algunos de una y más leguas de contorno, con todas las apariencias de una selva. Con tanta humedad tuvieron gran plaga del mariguí, de jejenes y mosquitos, de los que solo se libraban ciertos días en que soplaba el surero, un viento sumamente seco, que absorbe la humedad de la atmósfera y, como corta repentinamente la transpiración, se antoja frigidísimo. Con cambio tan brusco de temperatura se helaba la manteca en la despensa, y los caballos que iban a bordo, si se echaban de noche por algún tiempo, perdían el uso de los nervios y no podían levantarse. Fuera de esto, bramaba el viento con tanta furia, que las embarcaciones a remo tenían que ampararse al abrigo de una ensenada hasta que amainase el tiempo.
Al cabo de ocho días y siete noches de navegación, vieron tierra menos inundadiza y desembarcaron en un pueblo de indios desnudos y flecheros, los aracuinas, que usaban flechas envenenadas y se comían a los prisioneros de guerra. Tal se supuso, porque parecieron a la vista dos adoratorios manchados de sangre, en los que estaban pintados en dos tablas el sol y la figura de un hombre, la luna y una mujer. No hostilizaron a los españoles, sino que se pusieron a la mira de lo que estos hacían. Sin embargo, por la mala fama de esos indios, los arcabuceros les ojearon a tiros. Pudiéronse aprehender un indio y una india, y al indio hirieron con una de sus flechas para saber si estaba envenenada; en efecto, a las veinticuatro horas murió rabioso de la herida. A esta gente llamaron caribes, que quiere decir comedores de carne humana. Eran bien dispuestos de cuerpo, morenotes, y así hombres como mujeres andaban desnudos como si vivieran en estado de inocencia. Ellos, en cambio, llamaron a los españoles embocabas, porque les veían las pantorrillas peludas, como patas de papagayo.
Hallaron en el pueblo muchos bastimentos, en especial gran cantidad de iguanas atadas por el pescuezo, puestas a cebo por los indios. Cataron de esta carne los marañones y les pareció exquisita; y lo que es más, se alborozaron con el hallazgo, pues viendo que la iguana es un animal que pace en tierra y se sustenta en el agua, señalaron su carne como neutra, es decir, que como buenos católicos podían comerla en todo tiempo, así para días de carne como para días de pescado. Para colmo de suerte, encontraron mucha sal, que no la hubo en todo el camino y ya se les había acabado.
Es probable que en el mismo lugar hiciera escala Ore-llana, porque allí encontraron los marañones un pedazo de espada y algunos clavos de navío, y los indígenas mostraron deseos de comerciar con los extranjeros. A este fin, diputaron dos heraldos; rengo el uno y jorobeta el otro, con sendos papagayos en la mano. Lope de Aguirre les recibió bien para que le dejaran en paz; y como registrando el pueblo, viera que en los bohíos abundaban hamacas y muchas redes y cordeles de pesquería, determinó hacer la jarcia de los bergantines. En quince días se hicieron los cordajes, se pusieron los mástiles y antenas y para velas emplearon mantas, sábanas y otros lienzos que se recogieron entre el servicio del campamento.
Tomáronse además todos los cántaros y tinajas que se pudieron para la aguada; artefactos relativamente lujosos, pues parecían hechos de loza. Antes los vaciaron del vino de yuca, recio y fuerte, que contenían, y los marañones se dieron un buen día de borrachera.
Vivía Aguirre tan desconfiado, que de noche se recogía en los bergantines con su guardia escogida y la demás gente la dejaba afuera; y como si esto no fuera bastante, desarmó a todos los sospechosos, quitándoles espadas y arcabuces, de lo que hizo un lío que almacenó a popa de su navío. Pareciéndole que no se acababa de asegurar, hizo nuevas víctimas, matando algunos oficiales que le pareció andaban tibios en su servicio, poniéndoles por inri el consabido rótulo: Por amotinadorcillos.
Se habían pasado quince días en este pueblo que llamaron de «La Jarcia», y la escuadrilla partió aguas abajo. Iban a la ventura, porque los tres guías que les quedaban se huyeron en este pueblo, en vista que los españoles no buscaban El Dorado; pero se conocía que estaba cerca el mar por la marea que llegaba hasta allí, dejando el río como una balsa, que lo mismo se podía navegar aguas arriba que aguas abajo.
Navegaron con buen tiempo ayudándose a remo y a vela los dos bergantines, y poniéndose al pairo cuando las canoas se retrasaban. Uno de los días se acordó Aguirre que tenía una cuenta pendiente con uno de a bordo y quiso pagársela.
Es el caso que a un Guevara, comendador de Rodas, le había quitado la capitanía que tenía por don Fernando de Guzmán, prometiéndole entregar veinte mil pesos de oro de 22 quilates y medio, llegado que fuera a Tierra Firme; pero no queriendo dilatar tanto la paga y para que esta fuera más cumplida, mandó al zapatero Llamoso, ya ascendido a sargento, que diera un pinchazo al comendador. El cual, estando echado de pechos en la amura del bergantín, recibió a traición, por la espalda, una puñalada, y cuando quiso revolverse, le tomó Llamoso a horcajadas y le tiró al río.
Iba nadando el cuitado y mal herido pidiendo confesión, y mirándole Lope de Aguirre con mucha risa de ver ejecutado su mandado con tanta presteza y crueldad, hasta que el comendador se hundió en el agua.
A los seis días de navegación desembarcaron en una isla en la que vieron un pueblo de chozas montadas sobre pilastras de madera, para librarse del cieno de las inundaciones, y muy bien defendido por una estacada con tablado para los flecheros. Así que se acercaron las primeras canoas con los arcabuceros, los indios enviaron una rociada de dardos, a la que contestó la mosquetería con tanta eficacia, que por presto que acudieron los bergantines con la demás gente, ya los indios eran huidos. Tomáronse sus casas, con mucho pescado seco, sal cocida y paveses de cuero de ante.
Se descansó dos días, y al tercero, cuando la armada iba al remo buscando la madre del río, los indios ofendidos del despojo que se les hiciera, salieron al paso en una nube de piraguas, con gran gritería, y tocando sus instrumentos de guerra. Viéronse en tanto aprieto los marañones, que no pudiendo abrirse paso, tuvieron que agrupar las canoas junto a los bergantines y estar a la defensiva. Los indios, viendo que no se atrevían con ellos, tomaron más valentía y apretaban el cerco con redoblado asaeteo. Entonces Lope de Aguirre juntó las canoas y mandó hacer el cuadro, poniendo doce arcabuceros y doce rodeleros en cada lado, estos delante y los otros atrás, con orden que al tiempo que los mosqueteros tirasen, los rodeleros les sirvieran otros arcabuces cargados y no se interrumpiese el fuego. Ante aquel estruendo y lluvia de hierro, cejaron los indios, y a vela y remo desaparecieron con tal presteza, que no se pudo tomar ninguna de las piraguas, ni saber de dónde había venido tanta gente de guerra.
Como la determinación de Lope de Aguirre no era de conquistar aquella tierra, sino salir cuanto antes al mar, se dio por contento de haber salido de aquel mal paso y siguió viaje.
En esta etapa anduvieron perdidos dos días entre los brazos e islas del río, sin que los pilotos supieran hacia dónde corría la corriente; al cabo de muchas dudas y vacilaciones y consultando el astrolabio, el sol y las estrellas, dieron con el camino, y a dicha toparon con un poblado de indios desnudos, como los que vieron atrás, sino que estos de ahora calzaban ojotas, que son unas suelas de cuero atadas con cordeles, a manera de sandalias; y traían, además, el cabello cortado a la redonda en escalones, hasta la coronilla, en tal forma que un indio lucía tres o cuatro coronas, hechas de sus propios cabellos.
Eran gente de paz y recibieron bien a los españoles. Saliéronse estos a holgar y a tomar agua y refresco para su viaje, y pareciéndole a Aguirre, que no sabía cómo ni cuándo podría llegar a la isla Margarita, donde era su derrota; que podría faltarles el agua y la comida para la mucha gente que llevaba, y que ella no cabía en los dos bergantines cuando salieran al mar, mandó desamparar las canoas y que se quedaran en tierra los indios del Perú que venían de servicio. Serían ciento, entre hombres y mujeres; eran cristianos bautizados y ladinos en lengua castellana, y habían servido a los españoles del real en todas las necesidades y trabajos.
Nada de esto les valió; Lope de Aguirre los dejó en tierra abandonados. Daba lástima los gritos y gemidos que daban, quebrando de dolor los corazones. No pocas de las mujeres indias estaban preñadas de los españoles. Dos soldados hubieron de decir algo, movidos a piedad, y Aguirre les mandó dar garrote. Otro pidió de rodillas que le dejaran en tierra para hacerse ermitaño y doctrinar aquellos indios desamparados; Aguirre, que no curaba de cristiandad, mandó que le mataran por amotinadorcillo.
Es de notar que en este sitio tuvieron noticia los aventureros cómo tierra adentro no lejos de allí, había gente que hablaba en castellano, que tenían barbas y cruces y que se hincaban de rodillas delante de una de estas. Según Ortigueira, serían diez españoles que se le quedaron a Orellana al tiempo que volvió de España a la jornada del Amazonas; y lo certifica con el testimonio de un capitán, Pedro de Ruanes, que fue uno de los que iban en compañía de aquel jefe.
Este fue el último poblado en que se encostó.
Antes que llegasen a la mar pasaron grandes trabajos y miserias. A veces perdiéndose, a veces, acertando, llegaron al delta, entre tormentas y macareos y sorteando infinidad de bajíos y bancos de arena que el río hace a la boca del mar. En ciertos sitios pasaban los bergantines con sola media braza de agua, arrastrándose por el limo.
Uno de los mayores peligros que corrieron fue el asalto de la marea, que con velocidad y ruido, alta como una montaña, se precipita anegándolo todo a la redonda. La capitana en que iba Aguirre había quedado desarbolada y hacía agua. -Será bien varar en la costa -díjole el piloto- ¿Cómo queréis ir, si el navío hace tanta agua que de tres en tres horas se da a la bomba?
- También un hombre orina de tres en tres horas y no se muere -contestó Lope de Aguirre.
- ¿Y con qué velas? -repuso el marino.
- De las orejas vuestras las haré para seguir el viaje -replicó el hombre de hierro.
Ante esta intimación, el piloto no tuvo que objetar más y se aventuró al mar.
No es posible pensar en el estuario del Amazonas, sin recordar a Pará.
Si a los marañones les hubiera sido dable la visión del porvenir, contemplarían asombrados el espectáculo de una gran ciudad a la salida del gran río, por más que esta no esté situada realmente en la boca del Amazonas, sino en una salida lateral más próxima al río Tocantíns. Cuarenta y cinco años después de la llegada de Aguirre y los suyos a este paraje, en 1605, fundaron los portugueses el pueblo de Belén de Pará. Hoy es el emporio del enorme y creciente comercio del Amazonas. Desde el punto de vista geográfico, difícil es concebir una situación más favorable. De la boca del Amazonas a Nueva York hay una distancia como de 3.000 millas, y casi la misma distancia a la boca del río de la Plata. De Pará a Lisboa, 3.000 millas; en tanto que de Pará a Londres hay 4.000 millas. De Pará hacia arriba del Amazonas, hasta Iquitos, en el Perú, haciendo el viaje por buques, hay 2.300 millas, y cuando se termine el ferrocarril a través de los Andes hasta Paita, tarea que no es improbable que se lleve a cabo durante la próxima generación, estas 700 millas traerán el comercio y tráfico a las riberas del océano Pacífico. En el centro de este gigantesco vértice radial de 3.000 millas (al Norte, Este, Sur, y Oeste) está situada la ciudad del Pará, que los brasileños prefieren llamar Santa María de Belén.
A los diecisiete días llegaron los marañones con viento favorable a la isla Margarita; de manera que desde la salida del astillero, que fue a 26 de septiembre de 1560, hasta 20 de julio del 61, emplearon diez meses menos seis días; en total, unas ciento diez jornadas; porque seis meses los emplearon en hacer los bergantines, en buscar comida, descansar, en vengar pasiones y ejecutar traiciones y violentas muertes, que aún no se han acabado de contar. Pero sigamos con Lope de Aguirre.
Convertido en pirata, le veremos imponiéndose más que nunca por el terror a los marañones -puesto que no ignoraba que con muchos de estos no podía contar-, y recurriendo a mil ardides trágico-cómicos para burlar a las autoridades reales del tránsito, en su loco empeño de caer sobre el Perú.