Capítulo 15
Elena cogió una silla para defenderse de quién en ese momento abriera la puerta. Su respiración agitada mostraba el miedo que sentía. Durante un instante, pensó en Laramie y en cuanto lo amaba. Entonces, la imagen de su esposo ante ella la dejó paralizada. El rostro del conde estaba cubierto de una incipiente barba que oscurecía aún más unos ojos que la miraban con frialdad. El aro de la oreja le sugería que había regresado a su anterior vida, algo que la excitaba y aterraba al mismo tiempo. Qué podía decirle para que la perdonara. Nada de lo que dijera le haría creer la verdad, que todo lo hizo para salvarle la vida y la de su futuro hijo.
—Yo... —susurró, y soltó la silla.
Laramie nada más verla supo que su corazón le pertenecía. Esa mujer era lo que necesitaba su existencia, su otra parte de sí mismo. Su sola presencia le infundía la vida que creía perdida. Estaba arrebatadora con la melena suelta, la respiración agitada y sujetando una silla para defenderse.
—Nunca dañé a la familia de Matherson —pronunció con voz ronca, rogando al cielo por que lo creyera.
—Lo sé —respondió entristecida por haber dudado de su integridad y pensar que era un asesino. Laramie la miró sin terminar de creerla—. Lo supe el día en que comprendí que Matherson era un ser atormentado y quería vengarse de ti. Me utilizó y lo lamento, no sabes cuánto…
—... volvamos a casa —dijo con voz cansada. Todavía existían muchas cosas que aclarar entre ellos y ese barco no era el mejor lugar para hacerlo.
Asintió apesadumbrada, al menos, había dicho «casa». Albergó la esperanza de que algún día la perdonara, esperaba que así fuera, por el bien de su hijo. Laramie se giró hacia la puerta y lo siguió con un enorme peso en el corazón. Amaba a ese hombre, lo amaba con desesperación, su vida jamás sería completa sin él y la idea de perderlo la hundía en la angustia. Además, aunque llegara a perdonarla, el resto del mundo lo trataría como un consentido y a ella como a una adúltera. No pudo contener las lágrimas. Al salir del camarote, Laramie la sujetó del brazo para que no tropezara. Elena, entonces, elevó su rostro lloroso hacía su esposo.
—Él me dijo que te mataría y después a él —confesó, y se tocó el vientre.
Laramie hubiera matado a Matherson con sus propias manos al escuchar esas amenazas. Sabía a los comentarios que se enfrentarían después, pero en ese instante, en ese momento en que vio los ojos verdes de su esposa repletos de lágrimas, su corazón claudicó. Después, daba igual lo que pasara, la amaba y cada fibra de su ser reclamaba consolarla. La abrazó con ternura. Ella se deshizo en sollozos que él calmó con caricias.
Charles salió de la habitación de Elena tras reconocerla. Devereux impaciente lo esperaba en la biblioteca.
—¿Está bien? —preguntó preocupado el conde, que se pasaba las manos por el cabello en un gesto que mostraba una inquietud más que evidente por su esposa. Charles asintió—. ¿Y el bebé?
—No te preocupes, los dos están bien. Con algo de descanso y sueño se recuperará muy pronto. —Charles vio a su amigo lanzar un suspiro de alivio.
—Según Virginia, Matherson es incapaz de engendrar hijos —dijo con precaución el médico. Se sentó en uno de los sillones y aceptó la copa de brandy que el conde le ofrecía.
—Eso da igual, nadie creerá jamás esa historia. —Se sometería a partir de ahora a todas las calumnias que recibiera sin poder defenderse. Le preocupaba más Elena. Ya había sufrido el rechazo de la sociedad por sus quemaduras y a partir de ahora, además, la considerarían casi una fulana.
El conde bebió de un sorbo su copa y se sirvió otra. Chapdelaine nunca lo había visto tan derrotista, se mesaba el cabello sin darse cuenta de que lo hacía preocupado por cómo se desarrollarían los acontecimientos. Charles quería ayudar a Elena, ella se había sacrificado por conseguir que tuviera a Anna y no saber cómo defenderla le atormentaba. La puerta de la biblioteca se abrió y su esposa apareció por ella con las mejillas arrebatadas. La belleza de Anna siempre lo excitaba y reprimió su deseo repasando las peores enfermedades que conocía.
—¡Tengo la solución!
Los dos amigos se miraron sin comprender a qué se refería. La joven cerró la puerta y se paseó por la biblioteca con zancadas rápidas y nerviosas.
—Anna... —pidió su esposo con la impaciencia a flor de piel.
—Sé cómo acallar las dudas del hijo que espera Elena. —Anna miró a su hermano y ver el dolor en sus ojos le entristeció.
—Cariño, no hay forma de remediar que la gente hable —sugirió con ternura Charles, le apenaba desalentar de esa forma a su esposa.
—Te equivocas —Anna negó con la cabeza y una sonrisa triunfadora se dibujó en su rostro.
Laramie miraba con ansiedad a su hermana, se había torturado buscando la manera de exonerar de ese peso a Elena. Si Anna había dado con una solución se lo agradecería eternamente.
—Déjala hablar —insistió con la voz algo pastosa por el alcohol.
Su hermana se detuvo en mitad de la habitación con las manos en la cintura frente a su esposo, necesitaba su ayuda para que el plan funcionara.
—Debes pedir a sir Lohan que exponga el cuerpo de Roger Matherson como muestra de un estudio sobre la castración. —La palabra sonrojó a la joven, aunque la idea fue cobrando fuerza en la mente del médico.
—¡Eres maravillosa! —exclamó Charles, y rodeó la cintura de su esposa y la hizo girar como una niña entre sus brazos.
Anna reía de placer, pero dio unos golpes en el hombro de su esposo para que se detuviera. El rostro de su hermano expresaba que no terminaba de comprender lo que ella había expuesto. Charles al entender lo que ocurría la dejó en el suelo.
—Te aseguro amigo que —dijo, y apoyó las palmas de las manos en el escritorio donde el conde había dejado la botella de brandy—, pronto todo el mundo sabrá que Roger Matherson es un farsante. Correrá como la pólvora que el comerciante de opio es un castrado y, por lo tanto, que el hijo de Elena no es suyo, sino de su esposo.
—¿El presidente del colegio de médicos accederá? —preguntó aún sin creerse que el plan fuera capaz de liberarles de ese gran peso.
—Lo hará, cuando le explique los motivos —aseguró Charles.
Anna se acercó a su esposo y lo besó en el rostro, mientras le pasaba el brazo por la cintura y la atraía hacia él en un gesto posesivo. Verlos así provocó en Laramie un sentimiento de envidia, necesitaba estar al lado de Elena. Necesitaba sentir su piel, su aroma, necesitaba a esa mujer como necesitaba el aire que respiraba. Sin decir una palabra, salió de la habitación ante el asombro de su cuñado y su hermana.
Laramie se detuvo ante la puerta de la habitación de su esposa, entrar allí suponía la rendición, el reconocimiento de sus sentimientos. Había luchado durante mucho tiempo contra su corazón y había llegado el momento de ser valiente, de encarar sus temores. Abrió la puerta y durante un instante la visión de Elena lo detuvo. Ella miraba por la ventana, vestida con un delicado camisón blanco, su mujer parecía mucho más femenina y delicada. Sus curvas eran una tentación tan imposible de resistir que apretó los puños para controlar la excitación que, después de tanto tiempo, amenazaba con convertirse en la erupción de un volcán. No era un muchacho, pero esa mujer le enardecía la sangre sin ni siquiera proponérselo. Su melena dorada lanzaba destellos brillantes y quiso hundir las manos en esos mechones etéreos. Ella se volvió al notar su presencia. Verle allí le rompía el alma. Quería compensarle por el daño que le había causado. Él había querido una perfecta rosa inglesa para restaurar su apellido, en cambio, había conseguido embarrar su nombre, su familia y su hombría. Comprendería que no la perdonara y la repudiara para siempre. Laramie la miraba con aquellos ojos negros que la abrasaban y provocó que sus mejillas se sonrojaran. Se acercó y alzó el rostro para recibir sus palabras, se había preparado para todo, menos para lo que escuchó.
—Te amo. —Laramie apoyó la frente sobre la de su esposa, sus manos caían a los costados, lánguidas, sin fuerza y aspiró. Confesarle algo así había sido liberador. Aspiró el aroma a cítricos que su cabello desprendía.
La joven estaba tan confusa a la vez que tan agradecida que empezó a llorar de felicidad. Laramie la cogió por los hombros y la alejó un poco, su esposa sonreía y lloraba a la vez.
—¿Estás seguro de querer una imperfecta rosa? —preguntó hipando.
—Estaba ciego —respondió, y acarició las quemaduras de su mentón con la yema de los dedos mientras le susurraba—: Prefiero un ángel quemado.
Laramie la envolvió con sus fuertes brazos y empezó a besarla con ternura. Primero en la frente y, después descendió en delicados besos hasta su boca, allí sus lenguas se buscaron desesperadas. Laramie sabía a brandy y a tabaco y con ansias se entrelazaron hasta que el fuego de la pasión los envolvió. Elena necesitaba demostrarle que lo amaba y que nada de lo que se rumoreaba era cierto. Ya habría tiempo para las palabras, ahora eran sus cuerpos los que exigían explicaciones. Rodeó su cuello con los brazos y frotó sus pechos contra el cuerpo de su esposo. La fina tela del camisón mostraba la excitación de la joven y Laramie le demostró la suya estrechándola en un abrazo de acero. Las manos de su esposo se habían vuelto exigentes y ansiosas al igual que las suyas. No tenían tiempo para desnudarse. Le alzó el camisón y ella con manos temblorosas le desabrochó los pantalones. Laramie la alzó en brazos y a horcajadas entró en ella. Elena lo recibió con un placer inimaginable. No había tiempo para caricias, para deleitase con suavidad el uno en el otro. Solo les embargaba una necesidad primitiva, una fuerza salvaje con la que cada uno debía marcar su territorio, casi como un animal. Cada embestida la colmaba de placer, orgullo y feminidad, mientras que para el conde era la manera de recuperar su hombría maltrecha. Cuando ambos alcanzaron el clímax, Elena gritó presa de un placer insospechado. El conde la llevó a la cama y le quitó el camisón. Durante un instante, contempló el bello cuerpo desnudo de su esposa. Por puro deleite lamió los pezones erectos, saboreó cada uno de ellos con lentitud y dedicación. Los gemidos de placer de Elena aumentaban su excitación. Pronto, los vería amamantando a su hijo y eso le causó orgullo.
—Nunca me tocó —aseguró temerosa de que no la creyera. Si esa duda no se despejaba en su matrimonio jamás lo superarían, después de confesarle que la amaba.
—Lo sé —confirmó Laramie. Su mano descendió hasta uno de los muslos de su mujer. Elena contrajo el cuerpo de gozo al notar como su esposo acariciaba con fruición su intimidad haciendo que se colmara de nuevo de voluptuosidad. Sus ojos brillaban invadidos por la lujuria.
—¿Me crees? —preguntó sin dejar de mirarle a los ojos, y recorriendo con las yemas de los dedos su pecho. Cada caricia marcaba a fuego la piel de Laramie, pero cuando su pequeña mano se entretuvo en el vello rizado de su bajo vientre, el conde supo que viajaría a la luna si ella se lo pedía.
—No siempre fue así —se sinceró Laramie, y se retiró de ella un instante. Para Elena era un tormento la espera, su esposo se mantenía a las puertas del paraíso sin cruzarlas.
—¿Qué ha cambiado? —Elena ignoraba que Matherson era un eunuco, su pregunta provocó en Laramie una sonrisa.
Su esposa movió las caderas de forma indecorosa intentando atrapar su miembro erguido. Él huyó como una presa ante un cazador. El rostro de la joven mostró la desilusión por su comportamiento.
—Matherson es un castrado —Elena emitió un pequeño grito cuando se introdujo en su interior de forma inesperada, sin avisar y con toda su bravura hasta el mismo centro de su ser. Miró los ojos de su esposo y comprendió por qué lo había hecho al mismo tiempo que decía esas palabras. Entonces, acarició su rostro con ternura. Su comportamiento había sido infantil y posesivo, una mezcla necesaria para reafirmar su estima.
—Nadie lo creerá —susurró, mientras el cuerpo de Laramie se mecía en su interior con lentitud.
—Cariño, lo harán, te juro que lo harán. —Elena clavó las uñas en la espalda de su esposo y se abandonó a la lascivia hasta encoger los dedos de los pies.
—Laramie... deja de hablar y dame placer o te juro que mañana el desayuno de la señora Williams será el menor de tus problemas.
Devereux sonrió al ver que su esposa había recuperado la costumbre de ser deslenguada en la cama.
—Sus deseos son órdenes, condesa —contestó, y Elena fue incapaz de pronunciar nada coherente durante un buen rato.
El día en que Londres disiparía las dudas acerca de la paternidad de su esposo, Elena temblaba como un pudding mal cocinado. Se retorcía las manos mientras la señora Williams le ajustaba el sombrero.
—Todo irá bien —aseguró Marta.
La joven forzó una sonrisa como respuesta. Su rostro se asemejaba más a una condenada a la hoguera que a una persona que pronto sería exonerada de culpa.
—¿Estás preparada? —Laramie entró en la habitación y besó a su esposa con ternura en los labios. La señora Williams se retiró con discreción entristecida por la desgracia caída en la casa.
—¿Y si no funciona? —los ojos preocupados de su esposa le atormentaron.
—No me importará, nada en este mundo merece la pena si no estás a mi lado —dijo en un alarde de amor que avergonzó incluso al mismo conde.
Elena le sonrió. Conocía la crueldad del mundo, la animadversión hacia gente como ella, y las dudas anidaron en su corazón al pensar que no soportaría la presión de las críticas, las mofas y los comentarios. Y, cuando su hijo tuviera edad suficiente para comprender, intentarían dañarlo utilizándola para ello y eso lo destrozaría. Ella no lo iba a permitir. Si el plan de Anna no salía bien, dejaría a su hijo con su padre y desaparecería. Las lágrimas brotaron sin querer y escondió el rostro entre las manos. Laramie mataría a ese hombre cien veces por lo que estaba haciendo sufrir a su esposa. Confiaba en Charles, en lo que había preparado y en las lenguas viperinas de la sociedad londinense.
Dos horas más tarde, Elena se sentó en uno de los bancos de madera del colegio médico en compañía de su esposo. Laramie le estrechaba las manos para infundirle valor, aunque en realidad quería escapar de allí, salir corriendo de las miradas burlonas, críticas y odiosas de los colegas de Charles. Médicos de reconocido prestigio cuyas esposas se encargarían, según aseguró Anna, de promulgar a los cuatro vientos la inocencia de Elena. Veía los ojos de esos honorables miembros de la sociedad clavados en ella como puñales afilados haciéndola sentirse como el ser más despreciable de la Tierra. Charles hizo su entrada y los murmullos enmudecieron.
—Señores, condesa —dijo, y miró a Elena, la única a la que habían permitido la asistencia como parte del plan. El joven médico vestía una inmaculada bata blanca, encima de un impecable traje oscuro. Elena reconoció que en su papel de médico estaba impresionante—, se les ha convocado con la intención de estudiar un caso muy especial.
Laramie aplaudió en su interior el ingenio y la capacidad de oratoria de su cuñado. Charles había discutido esa mañana con Anna. Los gritos habían traspasado las paredes, no le envidiaba estar casado con alguien con el carácter Devereux. Su hermana le exigía asistir a la exposición, pero no se permitía la entrada de mujeres. Anna se había sentido dolida ya que había sido la artífice del plan, así que conociendo a su hermana, durante las siguientes semanas Charles dormiría en la habitación del fondo del pasillo. En ese instante, se alegró de que Anna hubiera tenido el valor para enfrentarse a su estúpida decisión, cuando un hombre como Charles era el mejor esposo que deseara para ella. Su amigo continuó con el discurso.
—Un caso que supondrá un hito en la medicina. Por favor, traigan al paciente —pidió con un gesto casi teatral.
Dos enfermeros entraron arrastrando una camilla. Roger Matherson venía en ella y estaba inmovilizado con correas en los pies y en las manos. Una mordaza impedía que hablara. El hombre se agitaba con desesperación. Cada vez que se movía las correas se ceñían más a sus tobillos y muñecas. La mordaza que le impedía hablar estaba mojada con vinagre y sentía que se ahogaba en su propio vómito. Matherson miró a Charles con la esperanza de que el muchacho tuviera compasión. El médico lo ignoró y miró con atención a los asistentes, quienes empezaban a murmurar a qué se debía todo aquello.
—El caso que nos trae aquí es extraño —continuó Charles—, ya que se asegura que la condesa Devereux —dijo, y señaló a Elena, quien hubiera cavado un agujero en el suelo y metido la cabeza dentro—, espera un hijo de este hombre.
Charles retiró la sábana y dejó al descubierto el cuerpo desnudo de Matherson. Los murmullos dieron paso a los comentarios. Pero Charles no había terminado.
—¡Señores!, por favor un poco de silencio —pidió a gritos, y los asistentes poco a poco acallaron sus murmullos—, sir Lohan —pidió—, ¿es tan amable de confirmar cuando se produjo la castración del señor Matherson?
El nombrado, médico personal de la reina Victoria, se ajustó las lentes sobre la nariz aguileña. Con un gesto cómplice con Charles, uno de sus mejores alumnos, descendió de la tarima y se dirigió a examinar al paciente. Carraspeó dos veces para intensificar el momento dramático antes de hablar.
—Calculo que alrededor de unos diez años. La cicatrización es antigua.
—Gracias, sir Lohan —continuó Charles—. Entonces, dada su reconocida experiencia, ¿puede asegurar que este hombre es incapaz de engendrar hijos?
—Así es.
El médico regresó al asiento acompañado por los murmullos y cuchicheos que alimentarían el morbo en más de una fiesta. El presidente, toda una eminencia médica, había dejado claro que Matherson no podía ser padre. De todos modos, uno de los presentes, un prestigioso médico, pero con una reconocida envidia hacia el profesor Lohan se puso en pie.
—Señores, —pidió, y alzó las manos en un gesto de pedir silencio—, a pesar de la evidencia no sería el primer caso en el que un castrado engendre hijos.
Un murmullo y varias risas se extendieron por la sala. Devereux miró al médico con ganas de asesinarlo y Elena apretó su antebrazo para que se calmara.
—Dígame un caso, solo uno que demuestre su teoría —le retó Charles.
Laramie esbozó una sonrisa de triunfo, aunque Clarens, que así se llamaba el médico, no se achantó.
—El castrado Joseph Allard, del condado de Sussex, hijo de un molinero y una cocinera. Es más que demostrado que fue capaz de tener hijos, todos y cada uno de ellos nacieron con una marca en la espalda que su padre también tenía.
Charles había previsto todas las opciones y esta vez se dispuso a dar su estocada final.
—Tiene razón —dijo, y Laramie casi se pone en pie si su esposa no le hubiera retenido con el temblor que embargaba su cuerpo—, pero he de aclarar dos puntos—. Charles se dirigió al resto de médicos—. Nuestro compañero, el doctor Clarens, está en lo cierto, el señor Joseph Allard engendró tres hijos y todos ellos con una clara evidencia de que eran suyos. Sin embargo, nuestro distinguido colega ha omitido un dato importante.
En ese punto todos miraban al médico y este alzó una ceja en señal de desconfianza.
—El señor Joseph Allard disponía de un testículo —prosiguió. Miró a Elena y añadió—: Disculpad el lenguaje inapropiado para una dama, pero es necesario si queremos aclarar cierto punto. —Elena asintió sonrojada y bajó la barbilla hasta rozarse el pecho—. Como decía, el señor Joseph Allard disponía de un testículo —repitió—, en cambio, el señor Matherson carece de los dos. Es del todo imposible que este hombre sea fértil. De hecho no existe ningún manual, caso o prueba que lo demuestre. Le recomiendo que se lea el ensayo presentado por el doctor Brown sobre las segregaciones de esa parte de la anatomía del señor Matherson. Seguro que llega a la misma conclusión que el resto de sus colegas médicos.
—¡Cómo se atreve! —exclamó indignado—. Todo por una… —esta vez Laramie se puso en pie dispuesto a pelearse con cada uno de esos hombres si se atrevían a insultar a Elena.
—¡Clarens! —intervino sir Lohan—, ¡cierra de una vez la boca! Si no eres capaz de aportar una prueba en contra de lo que nuestro colega Chapdelaine y yo mismo hemos presentado será mejor que dejes la sala. —El aludido se puso su sombrero, cogió sus guantes y antes de marcharse dirigió una mirada de desprecio a los condes Devereux—. Les aseguro que es cierto todo lo que el doctor Chapdelaine ha dicho, Roger Matherson no puede ni podrá jamás engendrar hijos.
Después, los asistentes igual que un enjambre obedeciendo a su reina asintieron y aplaudieron la intervención de sir Lohan. Charles miró a Laramie y sonrió.
—Como entenderán, si la condesa Devereux espera un hijo de este hombre, casi podemos considerarlo un milagro y ustedes, al igual que yo, saben que en medicina no existe tal cosa —añadió Charles. Luego, se acercó al paciente y le susurró—: Mataste a mi hermano —casi escupió esas palabras—. Haré todo lo que esté en mis manos para que a partir de ahora tu vida sea un infierno.
Matherson enrojeció de cólera al oír las palabras del médico. Los camilleros se lo llevaron mientras señalaban la parte de su anatomía de la que todo el mundo hablaría a partir de ahora.
Laramie agarró del codo a Elena y la sacó de allí bajo las miradas avergonzadas de los asistentes. Esperaba que todo por lo que había pasado su mujer sirviera de algo.
—Matherson no se merecía esto —dijo apenada cuando nadie podía escucharlos.
—Quizás no y lo lamento. Era la única manera de limpiar tu reputación y de conseguir que nuestro hijo no sufra por ello. Además, jamás olvidaré lo que te hizo padecer, ni las dudas que sembró entre nosotros. El que me acusará de la muerte de su familia lo entiendo, pero intentar apoderarse de la mía es algo que no le perdonaré nunca.
Elena asintió complacida por sus palabras. Al final, había conseguido lo que siempre había anhelado, una familia. De todos modos, en el fondo se sentía culpable por haber humillado a alguien de esa forma.
—¿Qué será de él? —preguntó Elena.
—Las autoridades chinas han pedido su extradición. Quieren que cumpla condena en su país por tráfico de opio y el primer ministro ha accedido.
—Había perdido a su familia. —Se sentó en el carruaje que la esperaba a las puertas del colegio médico.
Laramie estrechó sus manos con un amor infinito antes de contestar.
—Quiero que entiendas que haría cualquier cosa por no perder la mía.
Golpeó el techo del carruaje para que los llevaran a casa. Ahora, debían aguardar a que el animal salvaje que era la sociedad londinense aceptara las nuevas noticias.
Elena subió a su habitación algo abatida, Laramie la siguió. La cogió en brazos y entró con ella en el dormitorio.
—¿Qué haces? —preguntó con rostro ilusionado.
—Tener una noche de bodas en condiciones —ella sonrió y achinó los ojos con malicia cuando la dejó en el suelo.
—Todavía recuerdo la última.
—Me muero de ganas por tenerte de nuevo a mi merced de ese modo —sugirió seductor—. Estabas maravillosa y te juro que necesité toda mi voluntad para dejarte de esa manera sin probar la fruta que me ofrecías.
Elena cogió uno de los libros de la mesilla de noche y a punto estuvo de lanzárselo a la cabeza. Laramie la interceptó y sujetó sus muñecas. La estrechó entre sus brazos y besó sus quemaduras. Elena lo amaba por eso, por demostrarle que no le importaba esa parte de su cuerpo y de sí misma que tanto le había hecho sufrir.
—¡Maldito sea! ¿Crees que puedes tenerme todo el día esperando?
—Algún día tendremos que corregir ese lenguaje, condesa —la amenazó con un brillo tan lascivo en la mirada que Elena se sonrojó.
—Ese día aún no ha llegado —respondió ella con voz melosa.
Laramie la tumbó en la cama y Elena se sintió, por fin, tan hermosa como una perfecta rosa inglesa.
Fin