Capítulo 4

Laramie esperó a que el sirviente saliera del despacho para abrir la carta que había recibido de la residencia MacGowan. No estaba seguro de cómo se tomaría un rechazo. Cuando leyó el contenido de la misiva se sintió perplejo y muy satisfecho. Había imaginado que lord MacGowan se negaría a que su hija fuera cortejada por un hombre como él. Debía reconocer que de haber estado en su lugar lo habría retado a duelo antes que permitir que una hija suya se casara con un comerciante con una fama como la suya. Sin embargo, Troy MacGowan no podría negar la evidencia, Virginia había firmado un pagaré en el que se comprometía a casarse con el ganador de esa partida de cartas. Aún recordaba la cara de asombro de la joven en el instante en que la salvó de las garras de Matherson. Lady Victoria creyó que rompería el pagaré, en cambio, le exigió cumplir el mismo trato. Necesitaba una esposa para introducirse en la sociedad inglesa. Jamás regresaría a Francia tras lo que le habían hecho a su familia. La fama que le perseguía y que, en parte era cierta, no le facilitaba el casar a su hermana con algún miembro de la aristocracia. Había jurado en el lecho de muerte de su madre que Anna volvería a ser de nuevo una condesa. Su belleza sería un premio que añadir al hombre que se comprometiera con ella. Laramie observó la letra pulcra y perfecta de Virginia, una sonrisa se dibujó en sus labios al imaginar a la virginal muchacha desnuda en su cama. Sin poder evitarlo la excitación se volvió algo más incómoda en la entrepierna de lo que hubiera deseado. Maldijo a Charles, esa noche no había aliviado su ansiedad y ahora cualquier pensamiento le provocaba una erección. Se bebió el té que Adams, su mayordomo, le había servido hacía una hora. No era como un baño de agua fría, pero hasta que llegara la tarde sería lo más parecido. Los negocios le reclamaban en el muelle y antes quería ver como avanzaba la construcción del barco Némesis. Una máquina de hierros y vapor, una lancha cañonera como nunca se había conocido. Tarde o temprano, China actuaría e Inglaterra contraatacaría. Hasta ahora ambos imperios protagonizaban escaramuzas sin importancia, incidentes políticos resueltos con disculpas y regalos. No quería una guerra, pero Auguste estaba equivocado, nadie detendría el hambre salvaje del Imperio británico y se había jurado, hacía mucho tiempo, que no sucumbiría de nuevo a la miseria. Había comprado acciones del barco Némesis. Quería estar en el bando ganador.

Cinco horas más tarde, llamaba a la puerta de la mansión MacGowan, la misma casa en la que dejó a Elena. La sorpresa lo desconcertó un instante, confiaba en no encontrársela. Miró sus lustrosas botas por tercera vez, se aseguró de que el pantalón mantenía una perfecta raya en el centro y que no le faltaba ningún botón a la chaqueta. Comprobó el nudo de la corbata y agarró la aldaba de la puerta para llamar. No se había sentido tan nervioso en mucho tiempo. No era un jovenzuelo incapaz de controlarse ante una mujer hermosa. Virginia sería muy pronto su esposa y, ese hecho, le alteraba la templanza que le caracterizaba. El mayordomo abrió la puerta e interrumpió sus pensamientos. Laramie se anunció con voz ronca. El hombre lo guio hasta una sala donde había de esperar a lady MacGowan. Cuando la puerta se abrió la muchacha apareció deslumbrante. El vestido en un azul pálido acentuaba su figura y unos encantos que Laramie cada día deseaba más descubrir. Llevaba en los hombros un echarpe de muselina, bajo el que se vislumbraba el nacimiento de un largo y esbelto cuello. Su futura esposa se había recogido el pelo y unos graciosos bucles caían a ambos lados enmarcando su rostro en una bella imagen.

Lady MacGowan. —Laramie se acercó a ella. La tomó de las manos y con un saludo cortés le besó la palma. Existía cierta insinuación en sus ojos y ruborizó a la joven.

—Conde Devereux —la muchacha sonrió con timidez, algo que le cautivó—. Quisiera presentaros a mi prima.

La sonrisa en el rostro de Laramie se congeló cuando vio de quién se trataba. El ángel quemado apareció ante él. Sus ojos verdes le miraban con desprecio. Estaba seguro de que Virginia le había contado cómo se había comprometido y por supuesto lo consideraría el ser más despreciable del mundo. Su opinión tampoco mejoraría gracias a las palabras que le dijo en un arrebato de malhumor.

—Conde Devereux —respondió, y su voz sonó angelical en comparación con la de Virginia.

—Señorita MacGowan —contestó abochornado por su presencia.

Laramie se sorprendió de que la joven no hiciera mención de que ya se conocían, pero no estaba allí por esa muchacha. Observó cómo se sentaba en una silla de respaldo alto alejada del sofá, así que haría de carabina, no hubiera escogido a alguien mejor para esa misión. Sentía los ojos de ella clavados en la espalda y el recuerdo por cómo la trató le impedía concentrarse en Virginia.

—Mi prima es una gran pianista —aseguró su prometida con timidez.

—Me alegro —respondió sin mostrar mucho interés, concentrado en los labios de la muchacha.

—¿Le apetece un té? —preguntó Virginia como una perfecta anfitriona.

Laramie asintió, aunque lo que le apetecía era estrecharla en un abrazo y besarla. Virginia se puso en pie y llamó al servicio, Devereux miró de soslayo al ángel quemado. La joven se había trenzado la melena dorada. La luz que entraba por la ventana perfilaba destellos dorados alrededor de su figura. La gruesa trenza tapaba las quemaduras del mentón, mientras que el chal de cachemira, mucho más sobrio que el de su prima, evitaba que se vieran sus hombros. El rostro de la muchacha parecía cincelado por el mejor escultor italiano. Poseía una nariz respingona, una boca de labios carnosos y tentadores y aquellos ojos verdes tan endiablados, además de un talle estrecho y un busto proporcionado con la estatura del cuerpo. Durante un instante, Devereux apreció la verdadera belleza de Elena y creyó ver un espejismo. La voz de Virginia reclamó su atención.

—Conde Devereux, el tiempo ha mejorado bastante, ¿no cree? —al terminar de hablar Virginia se puso en su taza dos terrones de azúcar.

La conversación de la chica no era mucho mejor que la que tendría con uno de sus perros, pero buscaba una esposa, no un miembro de la cámara de los lores.

—Sí, lo que me recuerda que quizá le gustaría acudir a una merienda a Hyde Park mañana. Iremos un par de amigos y, por supuesto, su prima puede acompañarla —añadió sin volverse para ver la reacción de Elena.

—No podrá ser —contestó, y sus ojos se desviaron al sitio donde estaba sentada su prima.

Virginia debía hacer lo que habían acordado, no debían arriesgarse a que les vieran juntos en el exterior. De esa forma, nadie atestiguaría que el conde habría cortejado a la MacGowan equivocada.

—Bien… —Laramie controló su ira—, entiendo —empezaba a pensar que la muchacha se avergonzaba de que la vieran con él.

—Elena, toca una pieza para el conde —pidió Virginia, azorada por la mirada intensa e insinuante de Devereux.

—Por supuesto. ¿Qué compositor le gusta? —La joven le entregó varias partituras.

Laramie escogió algunas piezas sencillas que no la pusieran en evidencia. Pero al notar el reproche con que le miraba, el diablo que habitaba en él le sugirió que escogiera una obra de gran dificultad.

—Me gusta la sonata número 29 en Sib Mayor Op. 106 de Beethoven, aunque quizá sea demasiado complejo para vuestra prima —Elena sonrió, se había dado cuenta de que se comportaba como un niño rencoroso y su propuesta le divirtió, algo que a Laramie le irritó aún más que esa estúpida velada—. Virginia, ¿os gusta esa obra?

—No lo sé, no me gusta la música aburrida. Creo que la que gusta a hombres de vuestra edad lo es.

Laramie sintió deseos de defender una obra como la de Beethoven, además, le había llamado viejo. Ignoraba qué le molestaba más: si la mirada de superioridad del ángel quemado o la simplicidad de la rosa inglesa. Miró a Elena, la joven estiró los dedos como haría un gran músico antes de sentarse en el taburete del piano. Devereux rogó al cielo que la muchacha no destrozara la obra ni sus oídos. Había escogido una pieza difícil, también la más larga, una velada así acabaría con sus nervios, sobre todo, sin una buena copa de coñac.

Elena se sentía nerviosa, intentó calmarse y desafiar a esos ojos negros que la retaban. Respiró con fuerza y empezó a deslizar los dedos por las teclas del piano. Al principio, se sintió insegura, luego, la música se apoderó de ella hasta olvidar quién estaba en el salón. Laramie reconoció que Virginia tenía razón, su prima era una gran pianista. La música le relajó y consiguió que olvidara sus preocupaciones. Cuando Elena terminó, el conde aplaudió con sinceridad.

—Ha sido maravilloso —la felicitó con una sonrisa que causó en la joven un incomprensible desasosiego.

—Gracias —respondió perdida en la intensidad de la mirada de ese hombre. Si se quitaba la máscara de soberbia y hosquedad que lo recubría se apreciaba un semblante noble y demasiado atractivo.

—Debería oírla cantar, eso sí que es maravilloso —aseguró Virginia con un entusiasmo contagioso.

—No creo que el conde haya venido a oírme cantar. —De nuevo, se sentó alejada de donde Virginia y Laramie se encontraban.

Elena temblaba de la emoción. Nunca tocaba para nadie y hacerlo para el conde había sido un reto muy difícil. Le agradó que le gustara, es más, le entusiasmó la sinceridad con la que le confesó que le había resultado maravilloso. Ese hombre le resultaba extraño, por momentos se comportaba de forma salvaje y cruel, en cambio, apreciaba obras tan complejas como las de Beethoven. Sus pensamientos volvieron al salón cuando Virginia, en pie, se despedía del conde.

—Señorita Elena MacGowan —Ella asintió con la cabeza—. Le aseguro que escucharla ha sido un placer inesperado.

Elena le había mirado con esos profundos ojos verdes y, en ellos Laramie vio sorpresa y, también, agradecimiento. La muchacha no recibiría muchos elogios, pero debía ser justo, ni tan siquiera Beethoven lo habría interpretado mejor.

El lacayo acompañó a Laramie a la puerta. Montó en el carruaje sin estar seguro de qué había pasado en ese encuentro, aunque daría cualquier cosa por volver a escuchar la pieza musical.

Al cerrarse la puerta tras las anchas espaldas del conde, Virginia se giró hacia su prima que permanecía aún sentada en la silla. Elena no había esperado del conde que tuviera la sensibilidad necesaria para apreciar la música que le había propuesto. Era un hombre tan singular, tanto por sus modales, sus formas y por su comportamiento que temió no conseguir su objetivo. Sin embargo, había visto el deseo en sus ojos al besar la palma de la mano a su prima. Virginia estaba hermosa esa tarde y, durante unos segundos, una punzada de celos se apoderó de ella.

—¿Se habrá dado cuenta? —la inquietud de Virginia consiguió preocuparla.

—Creo que no —sonrió con una confianza que no sentía.

—La verdad es que es mucho más atractivo que cualquiera de los hombres con los que he bailado. ¿No te lo parece?

Elena conocía el carácter enamoradizo de su prima. Deseó, por el bien de ambas, que no sucumbiera a unos encantos que también había apreciado. Virginia se sentó de golpe en el sofá, su torneado cuerpo se sumergió en un amasijo de gasas de color azul.

—Sí, es un hombre atractivo —reconoció a regañadientes.

—Su ropa era de la mejor calidad, ni extravagante ni tampoco aburrida. Lord Preston llevaba el otro día en la cena de lady Sharanton un enorme rubí como alfiler de corbata. Devereux sobresalió sobre todos ellos, no necesita de esos adornos para destacar y ser varonil.

—¡Virginia! —le regañó—. ¿No estarás enamorada de ese hombre?

—Por supuesto que no, además —dijo con convicción—, me da miedo.

—¿Por qué?

A Elena le ocasionaba turbación, intriga, ganas de agredirle tanto verbal como físicamente, algo que la avergonzaba, pero miedo no. Tras su máscara de soberbia había creído entrever un ápice de compasión.

—Porque un día fue un pirata, o eso me contaron en la fiesta de lady Sharanton. Su fortuna es oscura, un conde al que despojaron de sus bienes y aparece tiempo más tarde en Inglaterra más rico que el rey Midas.

—Todos conocen a qué se dedica y él no lo oculta. —Eso era algo que tendría que aceptar de su esposo, un negocio sucio y repugnante que le daba asco—. Creo que es más bien un bucanero —bromeó, y ambas primas se dieron la mano para salir de la sala de música.

En su habitación, Elena se miró en el espejo y vio unos ojos negros que la miraban con intensidad. Si el destino no hubiera sido tan cruel, si no le hubiera marcado para siempre, no tendría que engañar a un hombre para convertirlo en su esposo. Se acercó al tocador y comenzó a peinarse el cabello dorado una y otra vez, el movimiento incesante de las cepilladas la tranquilizaba. Unos golpes en la puerta la hicieron parar.

—¿Puedo pasar? —Troy asomó la cabeza.

—Sí, tío puede entrar.

Troy MacGowan cerró la puerta. La luz de las lámparas de gas le envejecía. Elena se anudó el lazo de su bata azul y se ajustó el chal a los hombros.

—¿Cómo ha ido? —Su tío parecía tan desvalido que sintió lástima por un hombre que la pondría en la calle sin ningún remordimiento.

—Como era de esperar —le tranquilizó—. Virginia se ha comportado como una dama.

Troy aliviado por sus palabras, dejó de sacar y meter el reloj en el bolsillo del chaleco.

—Es como su madre —sonrió—. No nos engañemos, es una mujer muy bella capaz de provocar deseo en un hombre —Elena enrojeció por el comentario tan franco de su tío—, pero no es una dama, nunca lo será. Al igual que mi esposa no puede compararse con tu madre, ella no puede hacerlo contigo.

—Tío... —El hombre alzó la mano para callarla.

—Espero que el conde descubra algún día que tú eres la condesa que necesita.

—Gracias —susurró ante las palabras de elogio de Troy, luego añadió—: Hay un problema. Quiere presumir de prometida, pretende invitar a Virginia a algún acto social para exhibirla.

Troy mostró su miedo ante la situación que se avecinaba.

—Eso es algo que no podremos evitar.

—No, le aseguro que nadie descubrirá nuestros planes si se hace a mi manera —su tío la alentó a hablar con un gesto de la mano—. Aceptaremos la invitación, a un lugar concurrido, una cena o un baile, cuanta más gente mejor. Rosalyn no vendrá, lamento decírselo tío, lo echaría a perder —lord MacGowan asintió—. A mitad de la velada Virginia se marchará, una indisposición propia de una dama. Devereux no lo dudará, mi prima puede ser muy convincente con sus dolencias cuando quiere —Troy pensó que Rosalyn también—. El conde no me encontrará para que abandonemos la fiesta. Entonces, usted le pedirá que me acompañe a casa.

—Te convertirás en la comidilla de Londres si regresas a solas con un caballero soltero en un carruaje —Troy se sentía un miserable al comprometer la reputación de su sobrina de esa forma.

—No será con cualquier caballero, sino con mi prometido.

Troy entendió el juego de la muchacha, para ser una chica tan joven, poseía una mente retorcida.

—¿Qué vas a necesitar para que el plan funcione?

Los ojos de Elena se desviaron al armario. Rosalyn no consideraba necesario que su sobrina vistiera de una forma tan elegante y costosa como su hija. A Elena no le importaba. Casi nunca asistía a ningún baile ni cena, salvo si era imprescindible y nunca lo era.

—Convence a tía Rosalyn que visite a la costurera. Necesitaré un vestido para un baile.

—Y, ¿si tu plan no funciona? —pronunció las palabras con cierto temor.

—Entonces, tocaré el piano —recordó a un hombre embelesado con la música.

Troy no entendió a qué se refería, pero contempló a su sobrina con admiración. Sus ojos verdes brillaron en ese instante gracias a sus pensamientos.

A la mañana siguiente, Rosalyn la esperaba en la escalera con los guantes puestos y un sombrero llamativo. Un despliegue de flores y lazos, frutas y encajes de los que colgaban una serie de cintas sueltas bajo las cuales se alargaban los rizos de su peinado a la inglesa. Una moda a la que jamás se apuntaría, daban el aspecto de una niña a una mujer de mediana edad. Sombrero y peinado resultaban cómicos, ridículos y vulgares. Elena se hizo un moño que sujetó con una peina de amatista azul, un regalo de cumpleaños de su padre cuando cumplió trece años. Se había puesto un vestido gris que desdibujaba la mayoría de los encantos de la joven. Un pañuelo rosa anudado al cuello en un lazo caía hasta el estrecho talle. El cuello alto del vestido contrarrestaba con el escote inadecuado de Rosalyn para vestir durante la mañana. Como a cualquier joven le gustaba la moda. Hacía mucho que no visitaba una modista en Regent Street. Su madre siempre acudía al taller de mademoiselle Cossete, una francesa con un don especial para los vestidos.

—¿Dónde iremos?

—A mi modista por supuesto que no —Elena esperaba una respuesta semejante, así que aprovechó la situación.

—La modista de mi madre es muy discreta, me conoce desde niña.

Rosalyn alzó una ceja y evaluó la propuesta. Ya había dado que hablar en la fiesta de los Sharenton, no necesitaba más habladurías por las quemaduras de su sobrina, ni por el hecho de no haberle encargado un traje decente en cinco años. El que llevaba era insulso y pasado de moda.

—Está bien, no te acompañaré, necesito hacer unos recados.

A Elena le extrañó el comportamiento de Rosalyn, sin embargo, no miró a su tía para disimular la alegría que sentía por pasar el menor tiempo posible en compañía de esa mujer. Estaban a finales de junio, la temporada social pronto terminaría. Le aterraba afrontar todo su plan, no estaba segura de cómo manejar la situación con el conde. Su tía se dirigió a la puerta con premura, esa mañana tenía prisa por llegar a su cita.

El cochero le abrió la portezuela y la ayudó a bajar. La calle seguía igual que como la recordaba, repleta de pequeñas tiendas. En la esquina aún estaba la sombrerería de madame Flaybumg, perteneciente a una holandesa cuyas creaciones eran el deseo de cualquier mujer. Enfrente, se encontraba el pequeño taller de Cossete. Una sonrisa le iluminó la cara al recordar las veces que había acudido con su madre para probarse las hermosas creaciones de la costurera francesa.

—Tienes tres horas, si no estás aquí no te esperaré.

Elena quiso decir algo, pero las palabras quedaron suspendidas en el aire cuando el coche emprendió la marcha. Decidió que Rosalyn no le estropearía la visita a Cossete. Entró en la pequeña tienda y encontró a la modista atendiendo a otra dama. Esperó a que terminara, luego la mujer cerró la puerta y colocó el cartel de cerrado. Con una sonrisa cómplice como si no hubiera pasado una eternidad desde la última visita la tomó de la mano y subieron a la trastienda. El lugar, donde Cossete realizaba sus diseños y creaciones. Había una enorme mesa de madera, con patrones, repleta de muestras de diferentes telas. Al lado de una ventana, una mesa y dos pequeños sillones. La modista la obligó a sentarse en uno de ellos y ella hizo lo mismo en el otro.

—¿Cuánto tiempo lady MacGowan? ¡Qué alegría verla!

—No me llames así —dijo con un tono dolido—. No soy lady —sonrió, y disimuló su tristeza.

—Para mí siempre lo será —afirmó muy seria la costurera con un acento francés que le recordaba al conde. Después de tantos años aún no había logrado mejorar su inglés—. ¿En qué puedo ayudaros?

Cossete sirvió una taza de té de una delicada tetera que una joven criada había dejado en la mesa. La chica colocó unas pastas de aspecto exquisito en un plato de porcelana blanca. Toda la habitación desprendía elegancia y buen gusto pese al desorden y la acumulación de telas.

—Necesito un vestido para una fiesta —pidió casi con vergüenza.

Cossete aplaudió como una niña ante un regalo de cumpleaños.

—Será mi mejor creación —aseguró evaluando con ojos profesionales el cuerpo de Elena.

—Debe ser algo sencillo —se apresuró a decir la joven.

El rostro de la francesa se entristeció al oírla.

—¿Por qué? Tiene un cuerpo maravilloso y un pelo precioso.

—No quiero llamar la atención y mis... quemaduras —dijo con un hilo de voz.

—¿Puedo verlas? Es necesario si quiero taparlas.

Hasta ese momento nadie le había pedido algo así. La francesa hizo un gesto a la criada para que saliera de la habitación. Elena aceptó y se desabrochó con manos temblorosas los botones del cuello del vestido. Los trajes para un baile eran muy diferentes a los vestidos que usaba. Cossete se enfrentaba a un verdadero reto, pero Elena no tenía la menor duda de que lo superaría.

—No son tan horribles. —La modista rozó sus cicatrices con suavidad, comprobó su color y llegó a una conclusión—. Su vestido será en azul.

—El escote...

Elena se estremeció al pensar que las quemaduras serían vistas por la gente y lo peor de todo que las viera Devereux. Ya advirtió en su cara el asco cuando el sombrero cayó al suelo, no quería imaginar cómo la miraría si veía las quemaduras del resto de su cuerpo.

—No te preocupes, pequeña, Cossete inventará una solución. —La francesa le abrochó los botones del vestido con cuidado.

—Mi madre decía que eras la mejor costurera de Londres.

—Y de París, no lo olvidéis —bromeó Cossete—. Su vestido será para bailar toda la noche.

Durante las dos temporadas sociales anteriores, terminó sentada junto a las madres de las debutantes. Ningún joven caballero se dignó a pedirle un baile. Tan solo Troy la invitó, la humillación fue tan grande que desde ese día prefirió no acudir a esos actos. Nada de lo que allí había le interesaba y ella no interesaría jamás a nadie. No sería de nuevo el hazmerreír de los salones. Después de todo, si pasadas dos temporadas no conseguías marido, no lo harías nunca. Ella había estado tres. Rosalyn había insistido, la arrastró a la última como si llevara un animal exótico de un plumaje carbonizado, rememoró con tristeza.

Tres horas más tarde, esperaba en la calle para que la recogieran. El coche no se retrasó, el portero bajó del pescante y le abrió la portezuela. Elena entró sin esperar la oscuridad que reinaba en el interior, cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, observó a su tía. Seguía con esa actitud silenciosa, pero algo en ella había cambiado. Su rostro mostraba un rictus frío y tan serio que omitió saludarla.

—¿Y bien? —preguntó Rosalyn sin mirarla.

—Tendré el vestido para dentro de dos semanas.

—No tenemos mucho tiempo, la temporada está a punto de acabar.

Elena asintió en silencio. En septiembre estaría casada con el conde o en la calle, ninguna de las dos opciones le parecía buena.