Capítulo 14

Charles observó a su esposa desperezarse en la cama con lentitud. Llevaban casados tres semanas y daba gracias al cielo por su buena estrella. Al final, Elena resultó ser un verdadero ángel. A veces, notaba que la felicidad de ambos se empañaba por las consecuencias de su conducta. Leía en el rostro de Anna, como si lo hiciera en un libro abierto, que su cambio de humor se debía al daño que le causaba el haber desobedecido a Laramie. Desde la muerte de su madre, había velado por ella y su casamiento, aunque era lo que más deseaba, también significaba una traición. Anna entreabrió los ojos.

—Vuelve a la cama —pidió, y su voz melosa excitó a Charles. No había otro lugar en el mundo donde deseara estar más que en esa cama y entre aquellos brazos, pero por el bien de su matrimonio, necesitaban aclarar las cosas con Devereux.

Se acercó a la cama y besó con pasión los labios de su esposa, luego, anunció:

—Debes vestirte, visitaremos a tu hermano.

Dos lágrimas surgieron en los ojos de la joven y musitó una palabra que llenó de amor el pecho del médico: «Gracias».

Dos semanas más tarde, Charles y Anna llamaban a la casa Devereux. La pareja intuyó que algo no iba bien cuando Andrew abrió la puerta y apareció con un gesto adusto y preocupado. El servicio esquivaba las miradas de la muchacha, su hermano no estaba y su cuñada tampoco. La pareja se encerró en la biblioteca y pidió que le sirvieran té.

—No entiendo nada. He preguntado —dijo Anna—, y nadie quiere contarme dónde están mi cuñada y mi hermano. Ni siquiera la señora Williams sabe qué decir, solo reza para que todo se arregle.

Anna se paseó de un lado a otro de la habitación. Charles la interceptó y la tomó por los hombros para tranquilizarla.

—Seguro que alguno de sus negocios ha requerido de su intervención, no debes preocuparte.

—¿Y si es por Elena? Ella nos ayudó. —Anna se frotó las manos de forma nerviosa.

Charles había pensado muchas veces en Elena y en las consecuencias que su acción tendría para ella. Imaginar que Laramie pagara su frustración en su esposa era inconcebible y así se lo dijo a Anna.

—Laramie es implacable con sus enemigos, aunque leal con sus amigos. Es un hombre de principios y jamás dañaría a alguien como Elena.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación.

—Adelante —dijo Anna. Thomas, uno de los sirvientes, entró y cerró la puerta ante la sorpresa del matrimonio—. Thomas, no hemos pedido nada —Anna sonrió impaciente.

—Señora, tengo que decirles algo —anunció el joven con gesto serio y decidido.

Charles cruzó los brazos tras su espalda y Anna se sentó en un sillón. La cara de preocupación de Thomas les alertó de que no eran buenas noticias.

—Adelante —pidió Charles, ya que el rostro de su esposa había palidecido y era incapaz de hablar.

—A veces, —empezó entonces—, hago otro tipo de servicios. —El médico asintió, conocía poco los negocios de su amigo, pero muchos eran peligrosos—. El caso es que cuando ustedes se marcharon —Anna enrojeció ante el comentario referente a su fuga—, la condesa también lo hizo y el conde me pidió que investigara si la señora se había fugado con Roger Matherson.

—¡No! —gritó Anna, y agitada se puso en pie. Charles la abrazó con ternura.

—El conde quería la verdad y me pidió que encontrara una forma de verse con ese bastardo. Perdón, señora —se disculpó con premura el joven—. Le avisé de que se trataba de una trampa. No me hizo caso y las consecuencias fueron nefastas para el conde. Matherson le dio una paliza y lo metió en una barca para que la marea se ocupara de él.

Anna se derrumbó entre llantos al pensar que su hermano había muerto. Thomas se dio cuenta de inmediato de la torpeza cometida al haber contado la historia de esa forma.

—¡Oh!, ¡no ha muerto! —Anna se soltó de los brazos de su esposo y miró a Thomas con el rostro invadido por las lágrimas, el joven continuó—: Seguí al conde a pesar de que no me lo ordenara.

—¡Bien hecho, muchacho! —le felicitó Charles, y Thomas sonrió.

—Cuando estuve seguro de que ninguno de los hombres de Matherson me veía, subí a su barca y conseguí traerlo a casa. Después, el conde se embarcó en uno de sus barcos que no pertenecían a la condesa —aclaró el muchacho—, rumbo a China.

—¿Y Elena? —preguntó Charles, jamás hubiera imaginado a una mujer de esa clase relacionarse con un hombre como Roger.

Thomas manifestó en los ojos su preocupación por Anna, pero la joven, al advertir su indecisión, se quitó las lágrimas del rostro con la manga del vestido y le dijo:

—Habla, ¿qué pasó con Elena?

—Los rumores son ciertos. —Anna se sentó en el sillón, no podía creer lo que el sirviente le decía, Elena amaba a su hermano—. Además, está en cinta y...

—¡Thomas! —dijo al joven al ver el estado de su esposa—, gracias, ahora puedes marcharte y decirle a la señora Williams que mi esposa necesita su compañía.

—Claro, señor. —El joven salió por la puerta

—No puede ser cierto. —Anna le miraba con lágrimas en los ojos—. Eso destrozará a Laramie, lo sé bien, no aguantará que el apellido Devereux quede embarrado de esta forma.

Charles agradeció la entrada de la señora Williams, quien se ocupó de Anna como cuando era niña. Al quedarse solo en la habitación apretó los puños atormentado, ya que ellos habían llevado a Elena sin querer a esa situación. Le angustiaba que su felicidad estuviera construida sobre la infelicidad de otros. Charles suspiró con tristeza. Esperaba que donde se encontrara Laramie encontrara la paz que tanto necesitaba y rogó al cielo para que su desgracia no destruyera su matrimonio con Anna.

Virginia había bailado feliz durante toda la noche, su pretendiente le gustaba. No era demasiado viejo ni demasiado rico. La trataba como a una mujer y parecía tan seguro de sí mismo, tan inalcanzable y misterioso que se enamoró de él desde la primera vez que cruzaron sus miradas en la sala de baile. Estaba harta de que todo el mundo dijera que era una niña, sin embargo, ese hombre la había besado y su cuerpo había reaccionado como si no hubiera un nuevo día. Decidió que esa noche asistiría a la cena de la marquesa Albridare en compañía de lord Rochester, el hombre al que amaría siempre. Con tan solo mencionar su nombre mil mariposas revoloteaban en su estómago. Decidió que se pondría algo especial. Las joyas que su tía Victoria compró mientras fue lady MacGowan eran mucho más bonitas y elegantes que las de su madre. Tenía permiso para utilizarlas, ahora necesitaba el consentimiento de su madre. La sola mención de su tía le cambiaba el humor, pero no quería defraudar a Ian, así se llamaba lord Rochester. Oponerse a Rosalyn no era fácil. Miró su vestido, el que se pondría esa noche, y tomó una decisión: necesitaba las joyas de Victoria. Se encaminó a la habitación de su madre, a esa hora estaría en la modista. Abrió la puerta despacio, rebuscó en los cajones del tocador hasta que dio con un par de cajas de terciopelo verde y otra mucho más pequeña. Abrió la más grande y comprobó que eran el collar y los pendientes que deseaba ponerse. Luego, abrió la caja pequeña y en su interior encontró un bote con un líquido rojizo que lanzaba destellos casi hipnóticos. Con letras doradas había escrito un nombre en latín. Virginia nunca había sido muy aplicada en esa materia, pero juraría que estaba relacionada con algún tipo de medicina. No creía que su madre estuviera enferma y lo dejó de nuevo en su sitio. Dos horas más tarde, Virginia ya preparada para asistir a la cena donde estaría lord Rochester, entró en la habitación de su madre para despedirse.

—Madre, quería desearos buenas noches —Se acercó para besarla.

Rosalyn dejó de peinarse y observó a su hija, esa noche su padre la acompañaría a la cena. Había un lord interesado en Virginia y esta vez no quería estropear la ocasión de que contrajera un matrimonio adecuado. Todo en ella era encanto y belleza. Al ver el collar y los pendientes no pudo evitar que un atisbo de terror se reflejara en sus ojos.

—¿Quién te ha dado permiso para registrar mis cajones? —omitió responder a su pregunta.

—Madre —dijo conciliadora, no quería empezar una discusión, no esa noche, cuando tantas ganas tenía de ver de nuevo a lord Rochester—. Padre me dio permiso para ponérmelas.

—¿Qué más cogiste? —preguntó, y alzó una de las cejas con desconfianza.

—Nada, madre.

—No me mientas. —Rosalyn se levantó y abofeteó a su hija con furia.

Virginia se tocó la mejilla sin comprender qué había hecho para enfadarla de esa forma.

—Vi el bote con el líquido rojo —confesó—, lo dejé en su sitio. —Rosalyn buscó con desesperación entre los cajones—. ¿Qué es?

—Una medicina —respondió con alivio al encontrarlo.

—¿Estáis enferma? —preguntó preocupada la joven.

Rosalyn ignoró la pregunta y con una falsa sonrisa la animó a que se marchara a la fiesta.

—Diviértete, hija. Tengo un poco de jaqueca y mis nervios no están bien esta noche.

Virginia no contestó ya que en ese instante la doncella de confianza de su madre entró por la puerta. Mariam siempre la había acompañado, desde que contrajo matrimonio con lord MacGowan. Se conocían desde niñas y la lealtad de Mariam por su señora era conocida por todos.

—Adiós, madre.

Virginia se retiró de la habitación. La curiosidad pudo más que sus buenos modales y pegó el oído a la puerta. Una señorita educada y candidata a convertirse en la esposa de lord Rochester no debería hacerlo, pero algo le impulsó a satisfacer su curiosidad.

—Lo ha encontrado. —El silencio que vino a continuación confirmó que Mariam habría asentido.

—Señora, entonces debe darse prisa —le aconsejó.

—Lo sé, sé que el tiempo es mi peor enemigo. No dudes que quiero matar a Elena. Aunque me preocupa que Virginia se entere, hoy ha descubierto el veneno.

—Tiene razón, tendría que hacerlo esta misma noche.

—Sí, se lo serviré en la cena a esa zorra.

—Señora… —dijo preocupada— si el señor Matherson descubre que fue usted, la matará.

—Me prometió que una vez engañara a Devereux con la paternidad de ese niño, la mataría. Y en vez de eso, ha decidido convertirla en su mujer y formar una familia feliz. —Los ojos de Rosalyn parecían dos carbones encendidos—. Matherson no puede tener hijos, jamás podrá tenerlos y desea uno, más que nada en este mundo —confesó, mientras se paseaba por la habitación vestida con un camisón de encajes y lazos—. Él cree que no lo sé.

—¿Qué sabe? —preguntó la sirviente con interés.

—Uno de sus hombres me contó que lo apresaron unos piratas. —Rosalyn hizo un gesto muy evidente que provocó una sonrisa malévola en la doncella.

—¡Es un castrado!

—Desde hace mucho tiempo —respondió Rosalyn.

—Entonces, no podéis dudar —aconsejó la doncella.

—No lo haré. Acabaré con Elena y nadie averiguará que fui yo la que asesinó a la hija de Victoria —Rosalyn escupió las palabras con un odio visceral—. Luego, Troy seguirá sus pasos. No renunciaré a mi título de lady, cuando puedo convertirme en la viuda lady MacGowan.

Virginia se tapó la boca para no emitir un grito, retrocedió unos pasos pálida como si hubiera visto una aparición fantasmal y bajó las escaleras de dos en dos en busca de su padre. Averiguar los planes de su madre le aterró. Lo encontró en el despacho.

—¿Estás ya preparada? —su hija no llevaba puestos ni los guantes ni su capa—, ¿qué te ocurre? —Al verla en ese estado Troy la abrazó.

Virginia no dejaba de llorar. Se sentía tan desolada por lo que había escuchado que su padre tuvo que darle un sorbo del whisky del que él tomaba.

—Madre… —El rostro de Troy cambió con brusquedad hasta convertirse en una máscara insensible. Había aceptado no echar a patadas a esa mujer hasta casar a Virginia— la he oído...

—¿Qué has oído? —Troy le hablaba con voz suave y la condujo hasta un sillón.

—Quiere matar a Elena y luego a ti. —Virginia se abrazó a su padre con desesperación.

Durante un instante, MacGowan perdió el habla. Su esposa era una mujer sin escrúpulos, fría como un desierto de hielo y tan interesada en el dinero que sería capaz de vender a su hija al mejor postor con tal de aumentar sus riquezas. Todas esas «buenas cualidades» las había descubierto nada más casarse, sin embargo, creerla capaz de tal atrocidad sobrepasaba sus expectativas.

—¿Estás segura? —Virginia asintió, y su padre la creyó por completo. Abrazó a su hija y le sonrió para tranquilizarla—. Entonces, tendremos que evitarlo.

Troy la llevó de inmediato hasta el hall, pidió los guantes, el sombrero y la capa de ambos. Cinco minutos más tarde estaban rumbo a la casa del conde Devereux, antes lord MacGowan había ordenado que entregaran una nota al comisario de policía.

Charles se pasó las manos por el cabello intentando dilucidar qué había de cierto en las palabras de lord MacGowan. Anna sujetaba las manos de una joven que no dejaba de sollozar.

—Le aseguro que todo lo que me ha contado mi hija es cierto. No dudo de sus palabras, ni tampoco de que mi esposa —el hombre continuó con un descarado desprecio— sea artífice de ese macabro y terrible plan. He dado orden de que la apresen, pero creí importante decirle que mi sobrina es inocente de lo que se le acusa. No es una adultera sino una mujer retenida en contra de su voluntad y, por supuesto, el hijo que espera es del conde, dado que Matherson es un castrado —Troy pronunció las palabras con verdadera satisfacción e ignoró la presencia de las damas al hacerlo.

—Mi hermano debe saberlo —dijo Anna con una esperanza renovada—. Debe conocer que el hijo que espera Elena no es de Matherson, que todo fue un ardid para dañarle.

—No tenemos manera de avisarle. —Charles lamentaba lo ocurrido y no dejaba de pensar en cómo ayudar a su cuñado.

—Yo sé cómo hacerlo —intervino Thomas.

Todos se giraron al unísono para asegurarse de que lo escuchado no eran imaginaciones. El joven apareció de entre las sombras, nadie en esa habitación se había dado cuenta de que estaba allí.

—¿Cómo? —preguntó Troy, luego ante el mutismo de los presentes, alentó al joven con una mano para que continuara.

—Palomas mensajeras —dijo, y su rostro evidenció el entusiasmo por la idea.

—Simple, palomas mensajeras —Charles repitió las palabras del joven con una alegría contagiosa.

Thomas se sentó en el escritorio, el descaro de ese muchacho unido con su inteligencia convenció a Charles de que conseguiría avisar a Laramie de la situación.

—¿Qué le ponemos en la nota? —Charles torció el gesto en una sugerente sonrisa que provocó en Anna el deseo de lanzarse a sus brazos.

—Debe prepararse para abordar un barco.

—Nadie podría explicado mejor —aseguró Thomas ante la incomprensión del resto de asistentes, salvo para el médico.

Esta vez, todos se giraron al ver a Charles con las manos en la cintura doblado a causa de sus propias carcajadas, las cuales llenaron de esperanza a Anna.

La brisa era agradable, todo lo agradable que podía soportar sin sentirse como un zoquete enamorado y engañado. Eso le atormentaba más aún, en su vida había utilizado a las mujeres para satisfacer sus necesidades y, ahora, la que menos posibilidades tenía de dañarle le había destrozado el corazón. Pensó que al casarse y no estar enamorado, salvo una lujuria comprensible ante la belleza de la escogida, nada complicaría su existencia. El muy imbécil, se dijo, ya había utilizado otros apelativos mucho más groseros para calificar su comportamiento. Se había dejado arrastrar por el inmisericorde Eros y ahora era un pelele en manos de una mujer que jamás lo amó y que nunca le amaría. Apretó el timón hasta volver blancos los nudillos. Saúl, el contramaestre, no estaba seguro de si debía entregarle el mensaje que una de las palomas de Thomas había traído. El capitán estaba irascible y el último que cometió un error terminó limpiando las letrinas. Los rumores sobre la esposa del capitán eran conocidos por todos los hombres de Devereux y lo lamentaban por él. Pensó que la joven que había conocido no aparentaba ser una falsa y embustera mujerzuela, por lo visto se había equivocado al juzgarla. Deseaba que su capitán la olvidara pronto. Envió a Richard, el grumete, a que le entregara la nota.

—Capitán —dijo el chico, y alargó la mano temblando como una hoja—, esto lo han traído para vos.

Laramie miró de arriba abajo al muchacho como si hubiera cometido el peor de los pecados y le arrancó la nota de las manos. Richard huyó del puente igual que un banco de peces de un depredador. Devereux reconoció la letra de Thomas, ese joven era un auténtico demonio. Sus noticias eran tan alentadoras que quería creer que era cierto, que todo había sido una farsa, aun leyéndolo no podía olvidar como Elena había besado a Matherson y se había entregado a sus caricias. Sin embargo, si ese hijo era de él, como aseguraba la nota, no dejaría que nadie lo apartara de su lado, ni siquiera su madre.

—¡Contramaestre! —gritó, y el hombre se presentó en el puente como una aparición.

—Capitán —dijo con voz rota a causa del salitre del mar.

—Ordene a los hombres que se preparen para un abordaje.

—Capitán —sonrió el contramaestre, echaba de menos un buen ataque—. El objetivo.

—El Antoinette.

—¡Marineros! —gritó Saúl con una alegría que no pudo disimular—. ¡Ratas marinas! ¡Moved ese culo! ¡Roger, prepara las armas!

El contramaestre fue gritando órdenes conforme bajaba del puente. Los hombres, al igual que él, se alegraron de nuevo de tener algo de animación. Como marineros al servicio del conde Devereux ganaban dinero y paz, pero con el pirata Devereux la diversión estaba asegurada.

—¡Sí, señor! —gritaron al unísono los nombrados.

Laramie observó a los hombres realizar las diferentes tareas que le llevarían hasta el Antoinette que se encontraba en la ruta de América, según explicaba el mensaje de Thomas. Esperaba que el clíper fuera más rápido que el barco en el que viajaba la mujer que se había convertido en su condena.

Elena miró el vestido verde que ese hombre le había ordenado ponerse para la cena y empezó a romperlo. En pocos minutos lo hizo jirones. La tela caía a sus pies convirtiendo el camarote en una isla de suaves encajes y sedas. Se colocó su vestido turquesa y negro, pronto no podría ponérselo y se acarició el vientre con ternura.

—Se llamará Adam Matherson —Elena no se había dado cuenta de que la observaba hasta que escuchó su voz.

—No se llamará así —aseguró la joven con valentía—. Su padre escogerá su nombre.

Matherson emitió una carcajada que heló la sangre de Elena.

—Devereux está muerto.

—Mentira... —aseguró Elena sin mucha convicción.

Debía ser lógica y aceptar que un hombre inconsciente, perdido en el mar, sin víveres ni agua no resistiría demasiado tiempo.

—Sabe que es cierto, para qué negar la realidad. —Roger retiró las capas de seda que yacían bajo sus pies con el bastón de puño de nácar—. Olvide esa vida, usted y yo ya hemos sufrido mucho a causa de ese hombre.

Elena le dio la espalda, de pronto se encontró en el suelo. Supuso que Roger la había empujado, pero el hombre también yacía a sus pies. Algo los había embestido con tanta fuerza que los lanzó a los dos al suelo. Entonces, los gritos se escucharon por doquier. Matherson salió del camarote y la encerró con llave. Elena intentó abrir la puerta, aunque desistió cansada del esfuerzo. Asustada golpeó con los puños y gritó con todas sus fuerzas, nadie acudió a ayudarla. Desalentada aguzó el oído, mientras en cubierta creía que unos piratas tomaban el barco.

Laramie abordó el Antoinette sin problemas. Los hombres de Matherson en su mayoría habían sido marinos a su servicio y cuando reconocieron a su antiguo patrón bajaron las armas en señal de respeto. Antro era otra cosa. Se dirigió a Laramie como una bestia sedienta de pelea. Devereux se había enfrentado en el cuadrilátero con hombres igual de corpulentos que Antro e intuyó que con seguridad ese tipo haría juego sucio. Debía cuidarse de los movimientos bruscos y no dejarse atrapar, si eso ocurría estaría perdido. Antro era más fuerte y más grande que él, si lo bloqueaba no podría defenderse. A diferencia del cuadrilátero allí se pelearían a muerte. Antro empuñaba un puñal. Laramie esperó el primer ataque, si era lo bastante rápido para derrumbarlo tendría una oportunidad.

—¡Cornudo de mierda! —Laramie se limitó a apretar los dientes.

Tenía las tablas necesarias para no dejarse arrastrar por palabras tan insultantes y con la mano le hizo una señal para que le atacara. El gesto enfureció al Minotauro que tenía delante.

—¿Vas a hablar toda la noche o a pelear? —Eso terminó por irritarle y Antro se lanzó en una embestida mortal. Laramie era un noble caballero, debía jugar con limpieza. Si bien, dado dónde se había criado y cómo lo había hecho, lanzó una patada directa a los testículos de su adversario, una acción impropia de cualquier caballero y derrumbó al Toro de Minos. Antro se agarró la entrepierna con las dos manos a la vez que un gesto de dolor se apoderaba de su rostro. Laramie escuchó las risotadas de los hombres hasta que unos aplausos las acallaron.

—Muy bien, muy bien. —Roger Matherson se acercó a Laramie y ambos hombres se estudiaron con una tensión contenida.

—¿Dónde está Elena?

Después de comprender lo que decía la nota temió que hubiera dañado a su esposa.

—En su camarote. —Roger no era estúpido, sabía reconocer cuándo había sido derrotado y ahora era uno de esos momentos. Comprendió por el rostro de Laramie que ya conocía la verdad—. ¿Por qué los mataste?

—No lo hice. —Su primer impulso fue salir corriendo en busca de su esposa, pero Matherson necesitaba una explicación de lo acontecido—. Abordamos el Poseidón, lanzamos al agua a sus ocupantes y dejamos unas barcas para que subieran a ellas. Tenían que nadar unos pocos metros y estarían a salvo. Uno de mis hombres se peleó con uno de los tuyos y en la refriega prendieron fuego a un fardo de opio. El fuego se extendió con rapidez, los dos consiguieron huir, sin embargo, los gritos de una mujer me alertaron de que alguien más estaba allí abajo. Cuando pude abrir la tapa de la escotilla, el fuego lo había arrasado todo, si no es por uno de mis hombres yo mismo hubiera muerto ese día.

Roger mostraba en sus ojos todo su desaliento, había perdido su apostura digna e intimidatoria habitual. En su lugar, se veía a un hombre hundido por el dolor.

—Lo intenté —siguió explicando Devereux—, traté de llegar hasta ellos. Tienes mi palabra de que ignoraba que estaban allí.

Los ojos de Roger parecían dos gemas gélidas y diabólicas. Enfurecido, agarró una de las lámparas de aceite que uno de los marinos portaba en las manos y con rapidez se dirigió al interior del barco. Cuando Devereux fue consciente de su intención se lanzó sobre él para detenerle. Saúl lo interceptó y lo derribó de un golpe.

—Esta rata sarnosa necesita un buen baño —Laramie agradeció con la cabeza el que evitara una desgracia y su contramaestre sonrió—. ¿Qué quieres que hagamos con él? —preguntó, y lo alzó por las solapas de la chaqueta.

Deseaba colgarlo de la vela mayor, aunque eso sería muy poco sufrimiento para lo que se merecía.

—Átalo, que dos hombres lo vigilen día y noche. —Tiró del pelo de Matherson para verle el rostro—. Lo entregaremos a las autoridades inglesas. —Devereux lo soltó y la cabeza del contrabandista cayó a un lado como la de un muñeco roto.

—¡Peter! —gritó el contramaestre—. Pon rumbo a Inglaterra.

Dos hombres arrastraron a Matherson hasta la bodega del barco. Ahora, debía enfrentarse a otro problema mucho mayor, al de recuperar a su esposa.