Capítulo 1
Primavera de 1855, Londres.
Elena dejó de cantar una canción irlandesa cuando escuchó como su tío entraba en el salón de música. La voz de la muchacha era embriagadora. Cada vez que Troy contemplaba el pelo dorado y los bellos ojos verdes de su sobrina veía a Victoria, la madre de Elena y, la mujer que amaría siempre. Huir de ella fue la estupidez más grande que cometió en su juventud. A causa de un descuido infantil, una vela prendió las cortinas de la mansión MacGowan y en el incendio su hermano Robert y Victoria perdieron la vida. Gracias a uno de los criados Elena se salvó, no sin pagar un gran precio. Observó la belleza marchita de su sobrina. Las quemaduras de su mentón descendían hasta el hombro. Durante los cambios de estación se la veía dolorida y siempre utilizaba vestidos abotonados hasta el cuello. Lamentó que fuera él quien tuviera que comunicarle la decisión que Rosalyn le había obligado a tomar. Se había casado con ella por despecho, en un arrebato de insensatez del que se arrepentía cada día de su existencia. Elena se levantó del taburete del piano y se enfrentó a su tío que rara vez le prestaba atención.
—Buenos días. —La joven se alisó las arrugas de la falda del vestido gris que le otorgaba un aspecto mucho más triste y sin gracia.
—Elena... —durante un instante, la miró más allá de la realidad, como si viera a un fantasma. Su sobrina retiró la mirada, incómoda—. Tengo algo que comunicarte, aunque si estás ocupa... —la voz estridente de Rosalyn anunció su llegada.
—... eres lord MacGowan, ¿por qué pides permiso para hablar? —Troy apretó los puños para controlar la ira, pero Rosalyn suavizó el discurso—. Amor mío, debes acostumbrarte a tu título. —Los músculos faciales de su esposo se relajaron.
—¿Qué queréis decirme?
La muchacha cerró la tapa del piano con lentitud, con la única intención de recuperar un poco de entereza. La mirada victoriosa en el rostro de su tía no presagiaba buenas noticias.
—Debes marcharte de esta casa —le anunció Troy. Elena se agarró al piano para evitar sentarse de nuevo por la noticia—. Ya has cumplido la mayoría de edad y hemos pensado que sería mejor que vivieras con la señora Turquins, era prima de tu madre, es viuda y necesita de compañía. Tus... —dijo, y señaló su rostro— quemaduras no te ayudarán a encontrar un marido y espantarán a futuros pretendientes de tu prima.
Troy le había planteado con claridad expulsarla de su propia casa. Las heridas la obligaban a mantener una postura rígida. En cambio, su tío se paseaba por la habitación con inquietud ante la mirada avizora de Rosalyn.
—¿Por qué? —preguntó consciente de que nada de lo que argumentara se tendría en cuenta. No entendía en qué perjudicarían sus quemaduras a Virginia—. Ni siquiera asistiré a los actos sociales donde acuda mi prima —propuso esperanzada.
—¡Por Dios! No lo hagas más difícil —los ojos de su tío se mostraban avergonzados por la decisión. En ese instante, su parecido con Robert fue evidente y mucho más doloroso para Elena.
La joven conocía muy bien las ganas de Rosalyn por desprenderse de ella. Para esa mujer era un recordatorio perpetuo de lady Victoria. Toda la sociedad londinense la comparaba con su madre y en la comparación, siempre salía perdedora. Con los años se convirtió en una herida enquistada que ahora sanaría arrojando a la calle a la hija de su eterna competidora. Nada de lo que Troy dijera, la convencería de que tomara otra decisión.
—¿Qué voy a hacer? —susurró en voz baja ante la incertidumbre por el futuro.
—Eres una joven preparada, tu tío te ha conseguido un lugar dónde vivir. Si no es de tu agrado puedes buscar un empleo como dama de compañía o institutriz —agregó Rosalyn con una malsana sonrisa de triunfo. Miró a su sobrina y se ahuecó el cabello con una mano huesuda repleta de anillos.
—Seguro que sí —respondió, y apretó los dientes.
En el fondo ambas mujeres sabían que nadie en Londres la contrataría. ¿Quién querría un monstruo como ella para ser una dama de compañía o institutriz de sus hijos?
—Ninguna MacGowan trabajará para ganarse el sustento —sentenció Troy, al menos, eso se lo debía a Victoria.
Rosalyn acató la decisión, pero en sus ojos se apreció el odio que sentía. Troy tendría una dura pelea que no ganaría, aunque ninguna de las consecuencias que derivaran de esa orden, le impediría cumplir la promesa de mantener a su sobrina.
Elena asintió con una inclinación de cabeza. Conocía muy bien a Rosalyn, no le pasaría un centavo si se empeñaba en ello. Tenía ganas de gritar, de decirles a esos dos que ella era la auténtica lady MacGowan, la única heredera de esa casa. Nadie la desterraría como si fuera una apestada a un lugar perdido en mitad de la nada. Contuvo las ganas de llorar al recordar aquellos espantosos días tras el incendio. Era la responsable de la muerte de sus padres. Durante mucho tiempo las pesadillas le impidieron dormir. Aún revivía aquella noche. En el instante en que la vela prendió las cortinas su mundo se deshizo como una fina capa de hielo en primavera. La sonrisa cínica de Rosalyn y sus mejillas maquilladas le daban un aspecto vulgar. Se dijo que una verdadera MacGowan no rogaría, no dejaría que la vieran humillada y hundida.
—Dispones de un mes para organizar tu nueva vida —le anunció con satisfacción.
Su tía se puso en pie, el encaje de las mangas le cayó como una cascada de algodón sobre el regazo. La forma colorida y recargada de vestir contrastaba con el aspecto sombrío y discreto de Elena. La mujer observó con malicia a la chica cuya belleza tanto prometía. Se alegró de que el destino hubiera concedido el puesto que le correspondía a su hija Virginia. Carraspeó dos veces antes de anunciar que la reunión había concluido.
—Yo... —Troy intentaba decir unas palabras.
—… Troy, ¿no me acompañas?
—Por supuesto, querida, ahora mismo.
Su tío no se asemejaba en nada a su padre, quien jamás hubiera permitido que una mujer como Rosalyn desempeñara el puesto de lady MacGowan. Durante un buen rato permaneció inmóvil en la habitación. El día dio paso a la noche y las sombras se extendieron por los rincones del cuarto, Elena se entremezcló en ellas con la esperanza de desaparecer.
Al día siguiente, despertó con la intención de hacer valer sus derechos. No se dejaría vencer sin batallar. Dedujo que su padre habría acudido a los mejores abogados de Londres. Salvo alguna libra, carecía de dinero, aunque esperaba que George Harrington, el letrado y antiguo consejero de su padre, la asesorara sin pedir nada a cambio. A primera hora de la mañana se escabulló de la casa sin que la viera ninguno de los criados. Anduvo hasta el despacho de Harrington & Pearce asociados, temerosa por el rumbo desastroso al que se encaminaba su vida. En la puerta la recibió un joven al que entregó una tarjeta de visita. Si le extrañó que una dama sin compañía solicitara una cita con su jefe se guardó mucho de demostrarlo. La hizo pasar a una sala donde varias estanterías de libros encuadernados en piel roja y verde se habían ordenado de forma escrupulosa y metódica. El joven letrado se sentó tras un escritorio, mojó la pluma en un tintero y comenzó a trabajar. El hecho de que la ignorara la tranquilizó.
—¡Querida! —dijo un hombre algo más envejecido de lo que ella recordaba que le sonreía desde una de las puertas de la sala.
La muchacha se acercó al antiguo amigo de su padre. La cogió de las manos y la hizo entrar a un despacho luminoso gracias a varias ventanas de las que colgaban grandes cortinas verdes. Un enorme escritorio de madera envejecida estaba casi cubierto por pilas de papeles. Harrington se ajustó los anteojos a la nariz, la condujo hasta un sillón de piel marrón algo desgastado y esperó a que se sentara.
—Señor Harrington... —el abogado acalló sus palabras.
—No hace mucho nos tuteábamos, llámame George —pidió con una sonrisa.
—George... yo...
—Vamos, pequeña —la animó, y le dio un par de palmadas cariñosas en las manos al ver que le resultaba difícil hablar—, ¿a qué has venido?
—Mis tíos me han pedido que me marche —consiguió pronunciar—, dicen que no soy bienvenida en su casa.
El abogado comenzó a pasearse por la habitación. Durante un instante, el silencio se apoderó de la estancia. Elena miró una mesa de patas torneadas, algo que desaprobaría la reina, de un suave color caoba. El mueble la distrajo durante el tiempo que Harrington se mantuvo pensativo.
—No podrás evitarlo —sentenció el abogado, y sus palabras le sonaron como una condena.
—¡Creí...!, ¡Dios!, ¡es mi casa! —exclamó con la esperanza de que el letrado solucionase el problema por arte de magia.
Se sentía derrotada, había pensado con una ingenuidad infantil que allí encontraría la ayuda que necesitaba y escuchó una realidad mucho más fría y desalentadora de lo esperado.
—Lo siento, Troy es el heredero. Sin hermanos varones, tu tío pasa a ser lord MacGowan. Ningún tribunal sentenciará lo contrario.
—Entonces..., ¿puede echarme de mi casa?
—Puede —afirmó con voz ronca—. Deberías barajar otras opciones, dado tu estado. —El abogado carraspeó incómodo un par de veces y cogió de nuevo las manos de la muchacha—. Un casamiento puede ser difícil en tu situación. —La joven se puso rígida—. Careces de una dote y tu posición en la familia MacGowan se ha debilitado mucho. Además, tus quemaduras pueden ser algo disuasorio para contraer un matrimonio ventajoso. —Hizo una pausa y luego continuó—: Siempre puedes buscar un esposo en América, allí las mujeres de cualquier tipo son muy apreciadas —le recomendó.
—Gracias por los consejos —se apresuró a decir humillada por una opinión tan franca del antiguo consejero de su padre.
Se puso en pie y se ajustó el chal en los hombros. Su orgullo había sufrido un revés. La opinión de Harrington le reveló una verdad tan inequívoca que se quedó sin palabras por la humillación.
—Elena... —George había visto el dolor reflejado en los ojos de la joven.
—Buenos días —dijo con la barbilla alzada. Se marchó de la habitación sin esperar las palabras compasivas del abogado.
Necesitaba aire para respirar; la desesperación la cegaba. Consideró que Harrington solucionaría su problema como si fuera un caballero de resplandeciente armadura. En su lugar, la había entristecido aún más al recordarle lo que no tendría jamás: una familia, unos hijos y un hogar.
En el camino de regreso a casa cerca de West End, Elena no vio el carruaje que venía a toda velocidad en dirección opuesta. Tan solo escuchó unas maldiciones, el relinchar de un caballo y su propio grito. El animal se encabritó lo suficiente para alzar las patas delanteras, mientras el conductor intentaba no atropellarla. La joven perdió el equilibrio y cayó, se golpeó la cabeza con uno de los adoquines y el dolor la dejó aturdida. De pronto, la rodearon dos hombres; uno le sonreía con unos ojos azules llenos de preocupación y le tocaba la cabeza para asegurarse de que no estaba herida, el otro la culpaba de lo ocurrido. Sus ojos negros la miraron con desprecio como si fuera escoria. Había perdido el sombrero y dejado al descubierto las quemaduras de su mentón. Intentó taparse, pero las miradas curiosas de la gente la cohibieron y fue incapaz de anudar el lazo que lo sujetaba.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —le preguntó el joven de ojos azules.
—Sí… —respondió algo turbada por las miradas de la gente. El joven amable le anudó el sombrero a la cabeza.
Elena se lo agradeció con la mirada, por una vez no había visto asco ni compasión en los ojos de alguien.
—¡Está ciega! —Su compañero la cogió con rabia de los hombros hasta levantarla. La zarandeó con fuerza y de nuevo el sombrero se desató y cayó al suelo—. ¡He podido matarla! ¡Gāisi! ¡Zhèng shì wo xūyào jīn wan! —gritó, y se contuvo al observar los ojos más hermosos que nunca había visto, sin embargo, las quemaduras de la joven le impidieron hablar.
—Lo siento yo... —intentó disculparse ante el hombre de ojos negros que la sujetaba con fuerza. Sus manos le causaban dolor, sobre todo, en el hombro con cicatrices. Había sido una estúpida al cruzar sin mirar.
—¡Basta! ¡Laramie! —El joven de ojos azules agarró el brazo de su compañero. Por la expresión del rostro de la muchacha comprendió que la estaba asustando y que no había entendido nada de lo que le había dicho.
—No tenemos todo el día —dijo disgustado Laramie—. Necesito un trago y buena compañía, no perder el tiempo en tontas muchachas.
Elena se sorprendió por tan rudo comportamiento. El tal Laramie tenía un aspecto cuidado y un porte soberbio. Además, arrastraba al hablar la letra ese de una forma atrayente, parecía extranjero y por sus ropas miembro de alguna familia adinerada. En cambio, sus modales eran los de un rufián del puerto.
—Laramie, no seas maleducado, la señorita no entiende el chino. —Tendió la mano a la joven—. Esta dama necesita de nuestra ayuda y has estado a punto de atropellarla con tu coche.
—Ella no miraba por dónde iba —se defendió su amigo, y desvió el rostro de la joven—. C’est de sa faute —añadió en francés sin dejar de mirar con impaciencia a la muchacha.
—Eso no justifica que la dejemos aquí. Al menos la llevaremos hasta su casa para asegurarnos de que está bien.
Elena comprobó por el furibundo gesto del hombre que las palabras de su amigo le habían molestado al dejar en evidencia unos pésimos modales.
—No será necesario —aseguró, pero se sentía mareada, las noticias del abogado y la rudeza de ese hombre la habían dejado sin fuerzas.
—Ya has escuchado a... —dijo Laramie, y señaló a la chica—. No necesita nuestra ayuda.
—De ningún modo —insistió Charles, recogió el sombrero y se lo entregó—. Mi nombre es Charles de Chapdelaine y él es el conde Laramie Devereux, ¿usted se llama?
—Elena —omitió decir su apellido.
Cuando pronunció su nombre, observó en el conde una mirada de compasión. Comprendió que conocía el significado. El destino era cruel y el suyo se reía de ella por llamarse «la más bella». No supo qué le extrañó más: que ese patán con ropa de caballero entendiera el significado del nombre o la lástima que apreció en sus ojos.
—Señorita, no se hable más —sentenció Chapdelaine sin mencionar la falta de apellido—, la acompañaremos a casa —Elena exhibió en su rostro el desconcierto, no subiría a un carruaje sin compañía de otra mujer y Charles se dio cuenta—. No se preocupe, soy médico y usted desde este instante es mi paciente —la tranquilizó.
Elena asintió con una tímida sonrisa.
—¿Cuál es la dirección? —terminó por claudicar Devereux.
Alzó la cabeza para verle el rostro. Presentaba un gesto severo, adusto y tan atractivo como los protagonistas que aparecían en algunas de las novelas de aventuras que tanto le gustaba leer. Por su parte, Laramie se juraba que jamás había visto unos ojos tan verdes en un semblante cuya belleza habría sido extraordinaria, de no pertenecer a esa joven con quemaduras.
—El 109 de Trafalgar Square —dijo Elena cuya voz removió las entrañas de Devereux. Esa muchacha poseía una voz angelical, algo que le incomodó lo bastante para mostrar un gesto mucho más hosco y belicoso.
—Un lugar muy elegante.
Devereux alzó una de las cejas. Quizá esa chica con voz de ángel fuera una criada, aunque sus modales eran los propios de una dama.
—Cada vez es menos elegante —respondió con altanería Elena.
Solía ignorar las miradas compasivas o despreciativas de la gente, pero ese día necesitaba enfrentarse a alguien para acallar sus miedos. Ese hombre le parecía una diana perfecta para deshacerse de parte de la rabia que la carcomía por dentro.
—¿A qué se refiere? —preguntó casi con desconcertante inocencia infantil.
—Al dinero, señor Devereux. El exceso suele ser un enemigo de la elegancia.
Charles se rio de las palabras irónicas de Elena y de la cara de asombro de Laramie. Abrió la portezuela del carruaje y la ayudó a entrar. Con un gesto indicó a Devereux que subiera al pescante. El hombre se encaramó de un salto y espoleó los caballos con rabia.
—Perdone a mi amigo —se disculpó, y el coche se puso en marcha—. Ha tenido una mala noche con las cartas y está de malhumor.
—No importa, aunque me ha extrañado su...
—¿Manera de hablar o de comportarse? —le dijo Charles con una sonrisa.
—Las dos cosas. Debo confesarle que es una mezcla extraña.
Laramie escuchaba la conversación de ambos y la furia se adueñó de él. Esa mujer no era nadie para juzgarle.
—Debe disculparle, es francés.
—Entonces, eso lo explica todo.
Al oírla Charles rio de nuevo. Elena se sentía a gusto con Chapdelaine, desde hacía mucho tiempo no bromeaba con nadie.
—¡Hemos llegado! —anunció Devereux con un tono cortante como el que usaba con sus hombres cuando cometían algún error en su barco.
El coche se detuvo ante una impresionante casa de piedra blanca y tejados de pizarra. Numerosas ventanas daban fe de la grandiosidad de una de las mansiones más majestuosas de Inglaterra. El conde la ayudó a bajar del coche, cuando su mano tocó la suya ambos se miraron con una extraña intensidad. En ese instante, sintió que se había ganado la enemistad de ese hombre.
—Gracias... —dijo algo cohibida e intimidada por aquella manera de mirarla.
—Esto es por las molestias. —Elena se vio con unas cuantas monedas en la mano—. Un caballero francés siempre paga los errores que comete.
—Una dama inglesa, también. Además, como dijo ha sido mi culpa —contestó ofendida e intentó devolverle el dinero.
El conde le apretó la mano con la suya para evitar que soltara las monedas. Le gustó que comprendiera su idioma. Luego, se acercó a ella como ningún otro hombre lo había hecho. Su cercanía la perturbaba. En cambio, le agradó el olor de su perfume mezclado con el fuerte aroma a ron y tabaco que desprendía Devereux.
—Ambos sabemos que no soy un caballero y dudo que seáis una dama, al menos, no una perfecta rosa inglesa.
El comentario hiriente provocó en Elena ganas de abofetearle. En un arranque de rabia arrojó el dinero al suelo. Había soportado mucho desde la muerte de sus padres y ese despreciable francés no la alteraría lo bastante para dejar de comportarse como una MacGowan. Le dio la espalda y se marchó con toda la altivez y orgullo del que disponía. Aquellos ojos negros la habían juzgado como mujer y la habían hallado imperfecta. En el fondo, ese hombre tenía razón, nunca sería una rosa inglesa, pero tenía el mismo aroma, ternura y deseo de cualquiera de ellas. Las lágrimas brotaron sin poder evitarlo.
—Laramie, ¿qué le has dicho a la chica?
Charles miró como se alejaba deprisa. Imaginó al ver las monedas en el suelo que mientras ataba los caballos Devereux la había ofendido. Laramie era un hombre leal, con un sentido del honor marcado a fuego en su mente, pero en cuestión de mujeres era un lerdo y carecía de escrúpulos. Buscaba en el sexo opuesto la belleza y satisfacer el propio placer, nunca pensaba en el amor y lo que supondría la compañía de una mujer inteligente en su cama. Algún día, se dijo, mirando como Elena atravesaba la puerta de entrada de aquella casa, el amor le cobraría una gran factura, esperaba que Laramie tuviera suficientes fondos para pagarla.
—La verdad, mi joven amigo. —Laramie observó el andar erguido de la muchacha, la postura impecable de una mujer de clase y se arrepintió de sus palabras. Su madre no le hubiera perdonado su crueldad y dudaba que él se la perdonara algún día—. Ahora sí necesito ese trago y a una mujer, aunque no sé en qué orden.
Charles sonrió y esta vez fue él quien tomó las riendas del coche.