Capítulo 12

A la señora Williams la fiesta en la que se anunciaría el día de la boda de la señorita Anna Devereux le pareció más un entierro que una celebración. La condesa no dejaba de pasearse por la habitación. Estaba tan pálida que tuvo que aplicar dos capas de polvo de harina para disimular las cicatrices. En cambio, Anna tenía los ojos tan enrojecidos por el llanto que hasta un topo vería que el anuncio de su boda no la complacía lo más mínimo. En cuanto al conde, Marta suspiró, ese hombre era incomprensible. Había estado toda la noche anterior en su despacho, trabajando y bebiendo algo más que té. Se le veía cansado y furioso cada vez que miraba a su esposa. La señora Williams predijo, sin miedo a equivocarse, que alguna cosa muy grave se orquestaba en aquella casa.

Elena abrió la puerta de su habitación y comprobó que no había nadie en el pasillo, casi de puntillas se dirigió a la habitación de su cuñada. Esperaba que la chica fuera lo bastante sensata para aceptar su plan. Si de verdad amaba a Charles, era lo único que podía hacer.

—Anna, ¿estás sola? —preguntó Elena abriendo muy despacio la puerta.

—Sí, la doncella se ha marchado. —Se la veía muy triste y desesperada.

A pesar de estar vestida para la ocasión aparentaba ser una condenada a muerte a punto de presentarse a un batallón de ejecución.

—Tengo que hablar contigo y debe ser ahora. —Cerró la puerta y se apoyó en ella. Anna la miró con un brillo de esperanza en los ojos—. ¿Qué harías por tener el amor de Charles?

—Cualquier cosa, Elena, haría cualquier cosa. —La muchacha se abrazó a sí misma con una renovada ilusión.

—¿Aunque suponga que tu hermano reniegue de ti?

La joven cogió las manos de su cuñada y sin soltarlas respondió con una rotundidad inocente al hablar del conde.

—Mi hermano no es malvado, pero sí un estúpido por no ver la mujer maravillosa que eres. —Elena asintió, y evitó que su cuñada viera su tristeza.

Anna no imaginaba lo equivocada que estaba. Si averiguaba que su hermano era un asesino le destrozaría el corazón. A pesar de sus desavenencias con Laramie, amaba a su hermano.

—Esta noche te fugarás con Charles, os daré dinero para que iniciéis una nueva vida lejos de aquí.

Anna abrazó a su cuñada y la besó en el rostro con devoción.

—Gracias, muchas gracias. Te lo agradeceré toda la vida.

—Debes disimular —se apresuró a decirle sin dejar de mirar la puerta—. Tu hermano tiene que ser el último en enterarse. Así que borra esa tonta sonrisa de felicidad del rostro y piensa en la calva y en la barriga de tu prometido.

Anna se puso la mano en la boca para no dejar escapar una carcajada. Elena salió de la habitación, respiró con profundidad y bajó las escaleras. El conde la esperaba en el hall. Al verla no sonrió, no recibió de él nada más que una fría bienvenida. Anna bajó tras ella y todos se dirigieron al carruaje que los llevaría a la fiesta. Elena, con disimulo, miró de reojo a su esposo. Deseó que cuando no estuviera a su lado pudiera olvidar sus besos, sus manos, sus caricias y su presencia.

Laramie observaba el cambio sufrido en su hermana, conocía muy bien a Anna para no saber que tramaba algo. La vigilaría de cerca. En cambio, Elena estaba sumida en una tristeza tan profunda que cualquiera que tuviera ojos en la cara sería capaz de verlo. Desconocer qué la afligía le estaba volviendo loco. Esa noche le confesaría el motivo de sus visitas a casa de la marquesa, quizá fuera el momento de darse una verdadera oportunidad.

Al llegar a la fiesta, Elena se perdió enseguida de la vista de Laramie con la excusa de dirigirse al tocador. Seguirla hubiera llamado la atención, así que tuvo que dejarla marchar. La casa de lord Chapman era grande y de un gusto pésimo. Multitud de esculturas se entremezclaban con obras que valían una fortuna o que no tenían valor en absoluto. La inclinación por los tapices de cacerías rallaba lo enfermizo. Roger la había citado en la biblioteca. Si tardaba demasiado su esposo la buscaría. Al abrir la puerta, comprobó que Matherson ya la esperaba. El comerciante fumaba un habano y había extendido en una mesa varios documentos.

—Condesa —saludó Matherson, e hizo una leve inclinación con la cabeza—, podemos empezar cuando quiera.

—¿Ha traído el dinero, tal como le pedí? —miró hacia la puerta con preocupación, si alguien los descubría su plan de huir y de ayudar a Anna se esfumaría.

—Sí, ¿no quiere leer los documentos? —preguntó más por cortesía que por interés verdadero.

Algunas de las cláusulas eran abusivas y el precio muy por debajo del mercado. Sin embargo, la desesperación de la condesa no dejaba lugar a dudas. Quería huir de Devereux. En el último momento, decidió aumentar la cantidad de dinero, y de esa forma, asegurarse que ella iría mucho más lejos.

—No será necesario, me fío de su caballerosidad —Roger Matherson consideró que esas palabras eran una mera formalidad producto de años de educación.

—Muy bien, firme aquí y el dinero será suyo. —Tomó la pluma que le brindaba y se sintió como una traidora. Durante un instante, la mano le tembló y Roger fue consciente de sus dudas—. Recuerde, no traiciona a su esposo, sino a un asesino.

Elena firmó, entonces, Roger le entregó el dinero y le besó la mano.

—Señor Matherson… —preguntó. A pesar de haber escuchado a su marido decir que mataría con sus propias manos a alguien, no terminaba de creerlo, no podía haberse enamorado de un asesino—, ¿está seguro de que fue él?

Matherson guardó silencio un instante y luego con un rencor que envolvió a Elena en un abrazo de dudas, dijo:

—Condesa, huya de él o lo lamentará muy pronto.

Matherson salió de la habitación. Elena evitó llorar. Había tomado una decisión y dos personas dependían de ella para ser felices. Otra necesitaba un futuro mejor del que le esperaría si se quedaba al lado de su esposo, y se acarició el vientre. Si Laramie se enteraba de su embarazo la encerraría en una mazmorra antes de consentir que se marchara. Dividió el dinero y lo guardó en el bolso.

En la fiesta, Charles no dejaba de mirar a Anna cogida del brazo de lord Chapman. Los celos se apoderaron de su ánimo como si le mordiera una jauría de perros. Jamás le perdonaría a Laramie que destrozara la vida de su hermana. Aunque no debía culparlo, él era mucho más culpable, no había nada peor que la lealtad y eso es lo que sentía por su amigo. Dejaría que la mujer que amaba fuera entregada a otro por preservar una amistad que nunca más volvería a ser la misma. Se tomó el tercer whisky de esa noche. Los invitados empezaban a bailar y no soportaría presenciar como el conde anunciaba el día de su sufrimiento. Imaginar a su adorada Anna entre los brazos de ese lord Chapman le repugnaba y era capaz de cometer una locura que no beneficiaría a nadie. De pronto, notó unos dedos que tocaban su antebrazo.

—¡Elena! —consiguió pronunciar al ver quién era—, esta noche no soy buena compañía —se excusó.

La tristeza del muchacho conmovió a la condesa. Buscó con la mirada a su esposo, hablaba con el embajador francés. Era el momento, se dirigía a la biblioteca en compañía de algunos hombres más.

—Vamos a bailar —ordenó ella. Charles por no ser grosero se dejó arrastrar con el rostro de un condenado a la horca.

—Elena —dijo algo molesto—, te he dicho que no soy la mejor compañía esta noche.

—Vamos, necesito disimular y que nadie nos escuche.

—¿No te entiendo? —preguntó el doctor intrigado por las palabras de la condesa.

—Anna te espera en un carruaje a la salida, le he entregado mil quinientas libras, con ellas podréis iniciar juntos una nueva vida.

Charles la miraba sin comprender. Le ofrecía la solución que tanto deseaba y por lealtad no había sido capaz de tomar.

—Cuando Laramie se entere... —Charles la miró preocupado a los ojos.

—… me matará —dijo ella con una triste sonrisa.

Charles asintió con melancolía, sabía que su amigo no haría algo así, pero ignoraba que su confirmación había alentado el temor que Elena sentía por su esposo.

—Gracias, siempre estaré en deuda contigo —dijo, y besó sus manos. Luego, fueron bailando hacia la salida. En el instante en que las últimas notas de la música sonaron, Charles desapareció por la puerta acristalada. Elena les deseó de corazón buena suerte.

Desde el rincón en donde Roger Matherson saboreaba uno de los mejores brandis que jamás había bebido nunca, observó como el secretario inglés señalaba a varios de los invitados. Podía leer con claridad qué pretendía. Tomó una nueva copa que servían los camareros en grandes bandejas doradas y aprovechó el inicio del baile para escabullirse. La casa de lord Chapman era un laberinto de habitaciones y esa noche los invitados deambulaban por todas ellas. Dos hombres que no podían disimular que eran bobbies no le perdían de vista. Entró en la sala de billar y sorprendió a una pareja que se besaban, hizo un gesto para que permanecieran callados. El hombre que lo seguía entró poco después en el cuarto. Matherson le propinó un golpe con uno de los palos de billar que le rompió el cuello. El segundo polizonte llegó de inmediato y se enzarzó en una pelea con el comerciante. Roger desenvainó un florete de su bastón y lo mató con una estocada certera en el pecho. La dama emitió un grito que fue silenciado por la mano de su acompañante temeroso de que Roger también acabara con ellos. Matherson agradeció el gesto con una sonrisa maliciosa. Luego, abrió una de las ventanas y saltó por ella. Bajar por la pared no era difícil para un hombre que trepaba a la mayor, en muchos de sus barcos, no hacía tanto tiempo. Su pierna derecha desde que un caballo le tirara de la montura no era la misma, pero esperaba que eso no le causara una mala jugada. Cuando aterrizó encima de un parterre de petunias, divisó como la condesa Devereux subía a un coche de alquiler. Decidió que precisaba un as que guardar en la manga y esa mujer era la carta que necesitaba para ganar la partida.

Elena había salido justo después de Charles, aprovechó el momento en que su esposo se había perdido entre la marea que formaban los invitados. Le hubiera gustado verle una última vez. En el fondo, su corazón reclamaba con cada latido estar a su lado, mientras que su mente le urgía a alejarse de él todo lo que pudiera. El llanto apareció como una corriente submarina violenta e inesperada. Había pedido al cochero que la llevara a la estación de King’s Cross, al final la vería, pero no como hubiera deseado y el llanto se recrudeció de nuevo. Había sacado un billete para Edimburgo y de allí tendría que llegar a la mansión de los Karisgston. El coche se detuvo antes de lo previsto y cuando la portezuela se abrió Elena no pudo evitar un grito de asombro.

—¿Qué hace aquí?

Roger golpeó con el bastón el techo del carruaje y se puso en marcha.

—Perdone la intromisión, debido a que su esposo quiere matarme hay un cambio de planes. —Matherson le entregó un pañuelo para que se limpiara las lágrimas.

Elena no daba crédito a lo que le sucedía, ese hombre le había pagado y pedido que huyera y ahora la retenía contra su voluntad, porque eso era lo que estaba haciendo.

—No quiero participar en sus rencillas, tengo un billete para Edimburgo y pienso tomar ese tren.

Roger la agarró del brazo y la atrajo hacia él, por primera vez advirtió la malevolencia de ese hombre. La máscara de caballerosidad había desaparecido por completo. En su lugar, mostraba una violenta determinación que le hizo temer por su vida.

—Querida —acarició una de sus mejillas—, le recuerdo que no hace mucho era una mujer marcada por unas horribles cicatrices y ahora, mírese. —La yema de sus dedos rozó su mentón y bajó por su delgado cuello, hasta bordear los hombros y adentrarse en sus senos.

Elena quiso retirarse, sin embargo, Roger la aprisionaba contra sí y le dejaría la marca de los dedos en el brazo.

—¡No me toque! —le pidió con autoridad.

—Deliciosa —dijo, y la empujó contra el asiento—. Supongo que eso es lo que Devereux ha visto en usted. Ahora ha florecido y tiene espinas, lo que la hace mucho más interesante y apetecible.

Elena cruzó los brazos con la intención de protegerse el pecho. No dejaba de temblar. Laramie encontraría su carta en la que le explicaba que se marchaba y nunca averiguaría que Matherson la había secuestrado. El miedo la hizo encogerse aún más y poner las manos sobre el vientre.

—¿Dónde me lleva? —Necesitaba ganar tiempo, averiguar cuáles eran sus planes para escapar.

—Ahora no se preocupe. Quería alejarse de su esposo y yo le ofrezco esa oportunidad —sonrió con lascivia—. Le aseguro que ambos lo pasaremos muy bien y nunca la encontrará.

Elena miró por la ventanilla, pronto el paisaje de Londres quedaría atrás.

Al principio, los gritos de una mujer dieron paso a un momento de total confusión. Tras la sorpresa inicial por la muerte de dos de los bobbies, el resto de policías buscaron al responsable sin ningún éxito. Lord Chapman despidió a los invitados, algo que evitó que el hombre sufriera el bochorno que hubiera supuesto anunciar el día de su boda sin encontrarse presente su prometida. Ningún sirviente la había encontrado y cuando Charles tampoco apareció, Laramie sospechó que habían huido juntos. La traición de su hermana no era nada comparable con la de su esposa. También había abandonado la fiesta, dejando muy claro que no quería estar en el mismo lugar en el que él se encontrara. El conde estaba agotado de luchar en un matrimonio que jamás quiso y al que habían abocado gracias a un engaño. Se sentó en una butaca y tomó una de las copas de whisky que el camarero sirvió al embajador, al secretario inglés y a lord Chapman.

—Devereux —dijo el embajador—, ¿tiene alguna idea de dónde puede ocultarse Matherson?

—Yo compraría esta misma noche un barco y me alejaría de Londres rumbo a Estados Unidos.

Laramie es lo que haría al día siguiente, dejaría que Elena se marchara y no buscaría a Anna. La reputación de su hermana había quedado manchada para siempre, ningún caballero la aceptaría como esposa. Esperaba que Charles hiciera lo correcto y se casara con ella.

En ese momento, la policía sacaba las camillas con los cuerpos. Todos se pusieron en pie por respeto a los agentes muertos en acto de servicio. Lord Chapman no soportó ver a los fallecidos y se desplomó en el suelo. Se necesitó la ayuda de dos sirvientes para arrastrarlo hasta su habitación y Laramie le lanzó una mirada de desprecio ante tal debilidad. Una inesperada sonrisa de agradecimiento surgió en su rostro al darse cuenta de que Anna se casaría con Charles y no con ese pusilánime lord.

—Si no me necesitan —Laramie inclinó la cabeza para despedirse—, me marcho a casa.

—Claro, le informaremos si tenemos alguna noticia del paradero de Matherson. —El secretario inglés le tendió la mano para despedirse y Devereux la apretó con fuerza.

—¿Pagará por lo que hizo? —preguntó Laramie cuando se soltó de su mano.

—No lo dude —había comprometido su palabra con el conde—, pagará por lo que hizo a Chapdelaine.

Una hora más tarde, ya en casa, Laramie entregaba a Andrew la capa y el sombrero. Marta salió a recibir a la señora, la había visto extraña toda la tarde y le sorprendió que no regresara con su esposo.

—Señor, ¿la condesa no viene con usted?

Laramie palideció, dio por sentado que Elena había vuelto a casa, casi no la había visto durante toda la fiesta.

—Creí que ya estaría aquí —la preocupación se apoderó del rostro del conde.

Marta negó con un gesto de la cabeza y Laramie se dirigió a su despacho. Cogería un arma y la buscaría por todo Londres si era necesario. Observó que en el escritorio había un sobre con su nombre, la letra pertenecía a su esposa. La escritura pulcra y perfecta de Elena contrastaba con sus acusaciones y temores. Desconocía cómo había llegado a creer que era el causante de la muerte de la mujer e hijo de Roger Matherson, pero no dejaría que pensara que era un asesino. Muchas actitudes incomprensibles de su esposa se aclararon al imaginar las dudas que la habían atormentado. En la carta le pedía que no cometiera un asesinato. No entendía nada. Necesitaba encontrarla para aclararlo. Arrugó la carta y la lanzó lejos con rabia. No tenía ni idea de por dónde empezar la búsqueda. Debía encontrarla para convencerla de su inocencia, antes averiguaría qué le pasó a la mujer de Roger Matherson. Elena no creería su palabra si carecía de pruebas contundentes de lo ocurrido. Llamó a Thomas, el joven había resultado ser un investigador perspicaz, bastante diligente en asuntos que necesitaban mezclase con los bajos fondos de Londres. El muchacho no se hizo esperar.

—¿Qué desea? —Thomas se mantenía rígido como exigía su posición.

—Cierra la puerta —obedeció a la espera de que el conde le dijera para qué le había requerido—, tengo un trabajo para ti.

Thomas se quitó los guantes y la chaqueta, se sentó en la silla frente al conde y su actitud servicial se borró para dar paso a la de un auténtico sabueso.

—¿Qué quiere? —la voz del joven tomó un tono más intimidatorio y seco.

—Quiero saber cómo murió y quién fue el responsable de la muerte de la familia de Roger Matherson.

El joven no se sorprendió de la petición, de todos modos no haría preguntas sobre un tipo como Matherson sin conocer el motivo por el cual el conde le pedía algo así.

—He hecho trabajos para usted y nunca he preguntado las razones, esta vez, no me jugaré el pescuezo con un hombre como Matherson sin saber qué pretende.

Devereux dudó unos segundos, le humillaba tener que reconocer delante de nadie que su esposa lo acusaba de ser un asesino y por eso lo había abandonado, pero no tenía otra opción.

—Roger cree que soy el asesino de su mujer y de su hijo. —Thomas lo miró con incredulidad, el conde jamás se comportaría de una manera tan vil—. Ha convencido a mi esposa y ella ha huido por miedo.

—Comprendo —respondió el muchacho a quien la condesa le caía bien. No exigía demasiado y a veces lo invadía un recuerdo de felicidad perdida cuando tocaba alguna de aquellas viejas canciones escocesas.

—Aquí tienes doscientas libras para comprar voluntades. —Laramie extrajo de un cajón el dinero y se lo ofreció al joven—. Esas quinientas son para ti.

Thomas se las guardó entre la ropa y con una convicción que hubiera deseado tener el conde dijo:

—Haremos que la señora vuelva.

Laramie sonrió con tristeza, dudaba que Elena regresara a su lado aunque el mismo Papa de Roma asegurara su inocencia, sin embargo, no le acusarían de matar a una mujer y a un niño si no era cierto. Mientras tanto, a cada minuto que pasaba Elena se alejaba más de él. Sacó de un cajón una botella de whisky y empezó a beber. Iba a ser una noche muy larga.