Capítulo 6

Elena vio a su tío abandonar la fiesta con Virginia, era el momento para que la farsa subiera de nivel. Esperó inquieta a que el conde llegara hasta ella. Se puso en pie dispuesta a marcharse, pero no estaba preparada para lo que sucedió entonces.

—¿Me concede este baile? —le pidió.

Elena creyó que lo había imaginado, él le tendió la mano y la condujo al centro del salón. No tenía anotada ninguna petición en su carné y el conde lo sabía, así que no pudo negarse. Muchas miradas se posaron en ellos. Laramie advirtió que se estremecía cuando colocó la palma de la mano en la estrecha cintura de la joven. No era tan alta como su prima. Los zapatos de tacón francés ayudaban a realzar su cuerpo, sin embargo, estaba tan rígida que pensó que se partiría al escuchar las primeras notas del vals.

—Relájese —susurró Laramie con una sonrisa—. No muerdo.

Elena sintió que sus mejillas enrojecían de vergüenza. No ignoraba que el conde conocía que en ese tiempo no había recibido ninguna invitación.

—Hace mucho que no bailo —confesó, era absurdo negar lo obvio.

Elena sintió el dedo pulgar del conde recorrer la tela del escote de la espalda con suavidad, no lo notaba en la piel gracias al añadido de Cossete. A pesar de ello, el gesto fue atrevido y el conde sonrió. Ella clavó sus pupilas en las suyas como si no ocurriera nada. Quizá se lo había imaginado cuando la había acercado a él más de lo que la etiqueta exigía. El desconcierto se reflejó en sus ojos.

Laramie no entendía qué demonios estaba haciendo. La había acariciado, aunque de forma involuntaria y de la misma manera la había atraído hacia él. El aroma de la muchacha le resultaba tentador. Se imaginó cómo sería tenerla entre sus brazos, desnuda y entregada a la pasión. Ese pensamiento le hizo sentirse incómodo. Esa chica entonaba un canto de sirena, pero él necesitaba una esposa bella, perfecta y con un título. Ninguna de las tres cosas que se repetía hasta la saciedad evitó que al mirar sus ojos verdes no sintiera ganas de apoderarse de su seductora boca. En su temor a dejarse llevar por un malsano deseo se detuvo en mitad del baile. Si hasta ese instante algunas miradas les seguían con curiosidad, ahora, todo el mundo les observaba. Elena comprobó el desconcierto del conde. Había aceptado sus atenciones, no podía culparla por ello. Le hubiera matado cuando se marchó dejándola en mitad del salón. Con el orgullo que aún conservaba y que no era mucho después del comportamiento de ese hombre, regresó a la silla en la que esperaría hasta que volviera para llevarla a casa. Si se marchaba sin ella el plan fracasaría.

La duquesa de Sutherland, una mujer malintencionada y capaz de destrozar la reputación de cualquiera con uno de sus comentarios, se acercó a Elena.

—Señorita MacGowan, su compañero de baile ha sido tan descortés que me he visto en la necesidad de hacerle compañía hasta que alguien de su familia la lleve a casa. —La mujer estiró el cuello buscando a su tío.

—Señora, creo que eso no será posible —respondió Elena sonrojada.

Una cosa era trazar un plan en la tranquilidad de su hogar y otra muy distinta, realizarlo en mitad de una fiesta siendo el objeto de tantas miradas.

—¡Hum! Su tía también se ha marchado —reconoció la mujer con una sonrisa maliciosa—. Eso ocurre con gente como ese… ese…

—… conde —dijo Elena con cierta timidez.

—Sí, cuando gente como el conde, sin modales ni educación británica son invitados a fiestas donde asisten gente tan respetable como…

—… usted —dijo de nuevo la joven. La duquesa advirtió ironía en la respuesta. El calor sofocante le hizo abanicarse con fuerza, y omitir una contestación que pusiera a esa chica en su lugar—. ¿Quiere un clarete? —preguntó Elena con cortesía fingida que la sexagenaria dama aceptó encantada.

Tanto la duquesa como ella tomaron más de una copa de clarete, sin dejar de comentar el comportamiento del conde. La compañía de la duquesa convirtió los minutos en tediosas horas. Esa mujer no dejaba de hablar y a Elena empezó a dolerle la cabeza. Con una frialdad pétrea se mantuvo ajena a las miradas y comentarios hasta que el origen de sus pensamientos regresó con un gesto hosco. No se disculpó, ella tampoco hubiera aceptado unas disculpas que no fueran pronunciadas con sinceridad. Era el hombre más embrutecido y desconsiderado que había conocido jamás. Los demás, al menos, no la ridiculizaban de aquella forma, solo la ignoraban. Cuando Laramie Devereux le ofreció el brazo, clavó las uñas en él, pero el conde ignoró ese hecho.

—Duquesa Sutherland —dijo e hizo una inclinación tan respetuosa que solo correspondería a la reina de Inglaterra.

—Conde Devereux —contestó la duquesa, con un tono de voz frío y condescendiente que encendió la ira de Laramie.

Estaba acostumbrado a recibir miradas de gente como la duquesa. Miradas de reproche, de asco, de superioridad por creerse mejores. Miradas de desprecio mezcladas con deseo y lujuria a veces por esas mismas mujeres que ahora cuchicheaban sobre la manera en cómo había tratado a Elena. Esas mismas damas en más de una fiesta, y a escondidas de sus padres, hermanos o esposos se le habían ofrecido para que disfrutara de ellas de la manera que deseara. Todas querían a un hombre como él para meterlo entre las sábanas. Presumir entre sus amistades de tener a un pirata como amante, a un hombre peligroso, a una mezcla de caballero por nacimiento y rufián por necesidad, entre sus piernas. Sin embargo, a la luz del día, ninguna de esas mujeres se dignaría a dirigirle una mirada ni un saludo. El haber conseguido una esposa en una partida de cartas en el fondo le indignaba. Obligar a una joven a contraer matrimonio, casi por la fuerza, no le enorgullecía; ni tampoco, ridiculizar a una muchacha cuyo destino podía considerarse mucho peor que el suyo.

Condujo a Elena hasta la salida. Si antes las miradas fueron de burla, humillación y lástima, ahora eran de desconcierto. Al día siguiente, la considerarían la amante del conde y eso sería un justo castigo por su comportamiento.

—¿Por qué sonríe? —le preguntó entre molesto y avergonzado por haberla dejado en mitad del baile. Pero agradecido por ver en su rostro los dos hoyuelos que la convertían en una mujer muy hermosa.

—Por usted y su falta de clase —la respuesta terminó por irritarlo. No entendía cómo sentía deseo por una mujer como ella. Siempre quería lo mejor y esa chica, cuya piel se asemejaba a la de un cocodrilo, distaba mucho de serlo.

—Lamento no haber terminado el baile —se disculpó entre dientes.

—No importa, ¿qué se puede esperar de un hombre como usted?

La voz angelical de la muchacha escondía veneno, se dijo que aguantaría los reproches como pago por como la había plantado en mitad del baile.

—¿Un hombre como yo? —le sorprendió aún más sentir interés por lo que ella pensara sobre él.

—Sí, un hombre de carácter variable, con modales dudosos, heredero de un gran título y con un comportamiento de alguien de la edad de las cavernas.

Cada palabra de ella era una bofetada que le indignaba más.

Elena quería vengarse de la humillación recibida. Durante el tiempo que había permanecido en compañía de la duquesa Sutherland en la fiesta, ideó mil maneras de torturarle. Solo disponía de su lengua y como un cañón se dispuso a disparar toda la munición que fuera necesaria.

—¿Es eso lo que opina de mí? —Esa bruja de ojos verdes con lengua de serpiente y voz de sirena no se saldría con la suya. Quería ofenderlo y nada de lo que le dijera lo haría. Recordó cómo reaccionó de una forma encantadora cuando la sacó a bailar y se preguntó qué haría si la besaba.

—Bueno... —advirtió un brillo retador en los ojos del conde y no se resistió a lanzar la última munición—. Un contrabandista de opio.

Laramie podía aceptar muchas cosas, menos que esa mujer le acusara de ser un traficante. Durante un tiempo estuvo abocado a vivir de forma miserable y a aceptar una vida que iba en contra de sus principios y de su honor. Había sido contrabandista y algunas veces pirata, hizo todo lo que fue necesario para sobrevivir, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Recordarlo avivó el lado salvaje de esa vida que le había marcado para siempre y procuraba ocultar bajo un gesto adusto.

—No debe acusar a un hombre de algo así y menos sin tener pruebas —dijo con una voz profunda y cortante.

La pronunciación, mucho más marcada en francés que de costumbre, la intimidó lo bastante para que se apretara contra el asiento del coche. Sus palabras habían sonado a amenaza. Y no podía olvidar que estaba sola con él en un coche cubierto.

—Todo el mundo lo dice.

—Dicen muchas cosas, como que fuiste la causante de la muerte de tus padres al cometer el error de dejar una vela encendida —contraatacó él.

Elena lanzaba llamaradas de odio por los ojos. Había soportado de ese hombre la humillación más absoluta y, al mencionar el accidente, no contuvo las ganas de abofetearle. Ella se acusaba de la muerte de sus padres todos los días, pero oírlo en la voz del conde era insoportable. Laramie la agarró de la muñeca y la atrajo con fuerza hacia él. Elena cayó de rodillas a sus pies, mientras el conde la miraba sin dejar de sujetarla. El rostro de Devereux estaba tan cerca de ella que veía su reflejo en esos hipnóticos ojos. Notó la mano tras su espalda y como si estuviera presa del peor de los hechizos se dejó arrastrar hasta que ambos cuerpos se rozaron. Entonces, el conde se apoderó de su boca. Elena se vio envuelta en un tumulto de emociones. Ningún hombre la había besado y dudaba que el conde volviera a hacerlo el día en que descubriera el engaño. Por esa razón se entregó por entero a ese beso. El sabor a clarete de las copas que bebió se entremezclaba con el whisky que Devereux había tomado en el baile. Su proximidad despertó un anhelo desconocido para ella que se extendió por su piel. En el instante en que sus lenguas se rozaron la intimidad le contrajo el estómago. Se pegó a él como una perra en celo con ganas de que la acariciara. Llegado a ese punto, su mente fue incapaz de razonar con normalidad. Le faltaba el aire en los pulmones como si hubiera escalado una montaña y su interior se trasformó en mantequilla fundida cuando notó la excitación del conde contra sus piernas. Un gemido ronco y obsceno se escapó de su garganta. Ni siquiera notó que el coche se detenía, tampoco que Laramie se había separado de ella y la miraba con expresión de triunfo.

—Ahora, además, soy un ladrón por robarle un beso.

Elena intentó controlar la respiración ante la mirada burlona del conde. Regresó al asiento tan avergonzada por su comportamiento que podría encender una chimenea con el sonrojo de sus mejillas. El conde golpeó con el bastón el techo del carruaje y el cochero abrió la portezuela. Devereux la ayudó a bajar. Habría huido si su cuerpo hubiera sido capaz de acatar dicha orden. Laramie le besó la mano para despedirse, ese contacto pudo con la cordura de Elena. El conde vio los labios enrojecidos y la respiración entrecortada de la chica y se regañó a sí mismo. Había sido un desalmado al despertar de esa manera, en ella, la pasión. La joven se había entregado a él con ansiedad. De nuevo, el horror se reflejó en su rostro, ¿cómo era tan cobarde de comportarse de esa forma con una mujer como Elena? Ella jamás tendría a un hombre a su lado y él había sido cruel al mostrarle lo que se perdería.

—Que pases una buena noche —se despidió con prisas.

Devereux montó en el coche y volvió a golpear el techo con el bastón para que se pusiera en marcha. Elena cada vez comprendía menos la actitud del conde. Devereux la había besado. Se acarició los labios con las yemas de los dedos, no había sido un sueño, tenía la boca hinchada y recordó el olor de su colonia junto con la presión de su pecho. El calor abrasador volvió a invadirla y supo que esa noche no dormiría, ni tampoco la siguiente.

Era el tercer golpe que acertaba de lleno en su hombro, el segundo recayó en la barbilla y el primero en el estómago. Si seguía así, Charles acabaría con él en menos de dos asaltos. Le extrañó que alguien lo derrotara con tanta facilidad y que se dejara golpear de esa manera, pero tenía la cabeza en otro lado. Esa noche necesitó una botella de whisky para aplacar el ardor que el ángel quemado despertaba en él. Como era de esperar, el cuarto golpe lo lanzó al suelo del cuadrilátero. El Club Nacional de Londres de boxeo aceptaba a caballeros que podían pagar las cuotas, eso bastaba. Laramie creía que era necesario establecer normas en las peleas si no se quería acabar como un trozo de carne ensangrentado. Más de un imbécil terminaba con los dientes rotos. Los golpes que Charles y él se daban, procuraban no ser vitales, aunque su amigo se empleó a fondo esa mañana. Le tendió la mano y le ofreció una toalla para que se limpiara el sudor del torso. Devereux tenía un tatuaje de su blasón en el hombro, esa marca no era de caballeros, ni siquiera de hombres de bien, pero Laramie se había hecho hombre en los mares de China. El médico retiró la vista del tatuaje para no disgustar a su amigo y le preguntó:

—¿Qué te ocurre?

Charles se alegró de tumbarle, mas no era estúpido. El conde era mucho más alto que él. Y poseía la musculatura de alguien acostumbrado a realizar esfuerzo físico como marino, mientras que él no había practicado mucho deporte ocupado en sus estudios en Oxford.

—Nada —sentenció, y se restregó la toalla por los brazos.

—Te conozco lo bastante para saber que estás mintiendo. —Charles levantó un dedo y lo movió de derecha a izquierda.

Odiaba a ese muchacho en esas ocasiones, se sentía como un niño pillado en una mentira, en realidad era cierto, estaba mintiendo. No podía explicar algo que ni él mismo entendía.

—¿Qué se dice por ahí de mi compromiso? —preguntó para distraer la atención de Charles.

Reconoció que sentía cierta curiosidad por enterarse de qué se cocía en los rincones aristocráticos, porque cuando se casara con Virginia traería a su hermana de Viena y viviría con ellos. Le buscaría un buen esposo y cumpliría la promesa hecha a su madre.

—Dicen que te has comportado como un crápula —sonrió Charles, se abrochó la camisa y se anudó el lazo.

—¿Yo? —Ni siquiera había besado a su prometida—. No he hecho nada indecoroso con lady MacGowan.

—Con ella no. —Le lanzó una de las toallas usadas—. Su prima es otra cosa.

Laramie se metió la camisa por los pantalones con más fuerza de la necesaria. Aunque le doliera reconocerlo se había comportado mucho peor que eso. Siempre había sido un hombre que satisfacía sus necesidades sin tener en cuenta las consecuencias.

—Solo la acompañé a casa.

—Amigo, hiciste más que eso.

Laramie miró sorprendido los ojos de Chapdelaine, se preguntó cómo había corrido la noticia tan deprisa, dudaba que hubiera salido de Elena.

—¿No te entiendo? —se atrevió a preguntar, se calzó las botas y se puso la chaqueta.

—Acompañaste a una joven soltera sin carabina en un coche cerrado. Lo menos que dicen de ella es que es tu amante.

—¡Eso es mentira! —Laramie no entendía como las cosas se habían enrevesado tanto.

—Supongo que sí, tú no te fijarías en una mujer como Elena.

—¿Por qué lo crees? —las palabras de su amigo hicieron que sin querer defendiera a la joven.

Charles dejó de ponerse una de las botas y miró a Devereux.

—Porque no es una perfecta rosa inglesa.

—No, no lo es —reconoció el conde, pero la noche anterior hubiera dado toda su flota porque lo hubiera sido.

—Tendrás que adelantar la boda con Virginia si no quieres terminar casado con Elena, si la comprometes más, nadie en Londres dejará que entres en sus casas ni asistas a sus fiestas y Anna...

—¿Qué le ocurriría a mi hermana? —Laramie ejercía una protección enfermiza sobre Anna.

—No podrá casarse con quién deseas. —Laramie no advirtió el esfuerzo que le costó pronunciar esas palabras, ni tampoco la tristeza en sus ojos.

—Jamás dejaré que eso ocurra, mi hermana volverá a ser una condesa.

La determinación de Devereux irritó al médico. Charles tenía mucho que agradecerle, gracias a él concluyó los estudios de medicina, pero su juicio clasista, desconsiderado, autoritario y egocéntrico le provocaba ganas de darle otra buena paliza como la de hoy.

Entretanto, no muy lejos de allí, Elena pensaba lo mismo que Charles. La noche anterior se había dejado influir o mejor dicho hechizar por un hombre cruel y déspota, capaz de considerar a una mujer un objeto al que utilizar y dejar en evidencia delante de todo el mundo. Pronto descubriría lo que suponía la humillación. Pronto saborearía lo que era ser desdeñado por otros por ser diferente. Muy pronto, todo el mundo se reiría de él. Cuando descubriera que su bella y hermosa condesa no era otra que Elena MacGowan, una esposa sin dinero, sin título y sin belleza. Entonces no volvería a ser el mismo. Se sentó en la cama y miró la rosa, los pétalos empezaban a marchitarse. Furiosa la cogió y la aplastó, las espinas se le clavaron en la palma de la mano, el dolor no le importaba, era peor lo que ese hombre le había hecho. Había despertado en ella unos sentimientos tan abrumadores que quería sentirlos de nuevo, quería ser besada de esa forma, ya no se conformaría con menos. Había leído en los libros de la biblioteca de su padre qué significa la unión entre un hombre y una mujer. Había notado la excitación del conde y la propia, se avergonzó al saber que habría obedecido cualquier petición, como una mujerzuela. Podía perdonarle que le robara un beso, nunca que le robara la voluntad.

Laramie se vería con lord MacGowan esa misma tarde, no echaría a perder su matrimonio por un escándalo que carecía de fundamentos. Además, las noticias de Auguste de Chapdelaine acrecentaban su desasosiego por la vida del misionero. Había sido encarcelado, aunque no se lo había contado a Charles para no preocuparle. El cuidado de ese muchacho era el pago por la deuda contraída hacía muchos años con Auguste. Si él no hubiera intervenido aquel fatídico día, en la que los barcos ingleses abordaron y mataron a la mayoría de sus compañeros, estaría muerto. Aún recordaba cómo le habían dejado atado a un madero mientras subía la marea. El agua casi había llegado a su barbilla cuando vio a Auguste en una barca. Rezó a Dios todas las plegarias que recordaba de su infancia para que aquel hombre le rescatara y, así fue. Ese día, Auguste, había cambiado de camino y por designios del destino había empezado su avance misionero por esa zona de la costa que jamás antes había recorrido. Todavía, después de tanto tiempo, se despertaba con la sensación de que el agua ascendía por su cuerpo hasta ahogarle. Unos años más tarde, el misionero le pidió que cuidara de Charles y esa fue la manera de pagar la deuda con el hombre que fue su salvador.

Guardó la carta en uno de los cajones. Se puso en pie y se miró en el espejo colgado encima de la chimenea del despacho. La imagen de Elena con los labios enrojecidos por sus besos se le apareció como un fantasma del pasado. Se giró para no verla, nada impediría que se casara con Virginia. Salió de la habitación decidido a anunciar a todo el mundo su enlace matrimonial, su mayor logro sería presumir de una simple, reconoció, pero hermosa condesa.

Troy miró a su sobrina, las habladurías acerca de su esposa habían quedado relegadas ante las provocadas por Elena. La muchacha arriesgaba demasiado. Si el engaño no se llevaba a cabo se vería en la calle y con una reputación manchada para siempre.

—Tío, no debe preocuparse. —Habría bebido la copa de brandy que en ese instante Troy sujetaba.

—¡Cómo me dices eso! Todo el mundo habla de ti y de ese hombre. Te aseguro que son comentarios muy malintencionados y nada benevolentes.

—Eso es lo que queríamos.

La frialdad de Elena le sorprendía cada vez más. Esa muchacha parecía un estratega militar. La imaginó dirigiendo un batallón y venciendo con seguridad en cualquier contienda a la que se enfrentara. Eso le relajó. Por alguna razón su sobrina esa mañana estaba dispuesta a asaltar al conde y plantar la bandera encima de su cabeza.

—Espero que tengas razón y que su visita no sea para anular el compromiso. —No deseaba que Virginia se casara con un hombre como Devereux. Había permitido que la situación dejara en evidencia a Elena, algo que tampoco favorecía a la familia si no conseguía casarse con él.

—Tío, no se preocupe por eso, Virginia es demasiado bella para que la rechacen.

—Si fuera un hombre inteligente lo haría —continuó preocupado—. Tras el comportamiento impropio de una dama por parte de tu prima hasta yo le aconsejaría que no se casara.

Elena sonrió ante el comentario de su tío. Virginia había llegado borracha a casa, su padre había tenido el tiempo suficiente para sacarla de la fiesta sin que nadie descubriera su estado. Como excusa alegó un terrible dolor de cabeza, algo que en verdad disfrutó al día siguiente. Elena se levantó de su asiento cuando el lacayo anunció la visita del conde.

—Señorita MacGowan —saludó Devereux al verla.

Elena vestía un vestido gris. Si de él dependiera no usaría algo tan anodino y sin gracia. La joven se había peinado el hermoso cabello dorado en una trenza que descendía con suavidad por el hombro quemado. Los ojos de Laramie miraron sus labios, algo que hizo que Elena enrojeciera.

—Conde Devereux —respondió, sin mirarle a los ojos. Ya había tenido suficientes humillaciones.

Elena se marchó sin decir nada más y cerró la puerta. Subió a su habitación y se puso la almohada en la boca, acalló de nuevo un grito de impotencia. No podía ser, no podía dejar que su corazón se interpusiera. Si ese hombre llegaba a descubrir que le atraía, sería su perdición. Necesitaba casarse, no amar a su esposo, no a un hombre como él.

En el despacho, Troy le ofreció una copa de coñac a Devereux y esperó a que hablara.

—Lord MacGowan, dado mis negocios —empezó—, necesito casarme mucho antes de lo que supuse.

—¿Cuánto antes? —Troy apretó los dientes al imaginar a qué negocios se refería.

Devereux advirtió el gesto de desprecio en el rostro de su futuro suegro.

—Una semana —la voz del conde fue tan rotunda que Troy no discutiría al respecto. Ambos hombres sabían que se jugaban mucho.

—Está bien. ¿Cuándo quiere anunciarlo?

—No me importa cuándo lo anuncie, es más, me encargaré yo mismo de comentarlo. Debo partir a China dentro de una semana y Virginia me acompañará.

—Con una condición —Elena insistió en ese punto y debía plantearlo con naturalidad para que el conde no se diera cuenta de nada—, se anunciará la boda con la señorita MacGowan, mi hija no es lady, aunque lo será a mi muerte y esta familia es estricta en cuanto al cumplimiento del protocolo.

Laramie estaba tan sorprendido ante la aceptación de aquel hombre que asintió sin percatarse de lo que eso suponía.

—Claro, si es su costumbre...

Brindaron con una copa de coñac y al final dejó en manos de lord MacGowan el anuncio de la boda. Le apenaba que Anna no asistiera al enlace. Al mirar a Troy, sin embargo, sintió que una gran tormenta se acercaba por estribor y su instinto pocas veces le engañaba. Desterró esa idea tan absurda y se despidió de su futuro suegro. Necesitaba celebrar su compromiso y lo haría en el burdel Paradaise, jugaría un par de partidas de cartas y quizá buscara la compañía de una mujer con ojos verdes. ¡No! ¡Verdes, no!

Elena se apresuró a bajar las escaleras, lo hubiera hecho de dos en dos, pero valoró el riesgo de romperse el cuello al enredar los pies con los aros de la falda. Con el corazón agitado llamó a la puerta del despacho.

—Puedes pasar —dijo su tío.

—¿Cómo ha ido? —Había barajado varias posibilidades a cuál más terrorífica, la peor era que se hubiera roto el compromiso.

—Te casas en una semana.

Elena sonrió y Troy sintió lástima por ella, parecía creer que ese hombre había venido a pedir su mano.

—Debemos evitar que descubra la verdad hasta ese momento. ¿Le ha pedido que anuncie el compromiso con la señorita MacGowan y no con lady MacGowan?

—Se ha tragado el anzuelo y la caña. Tiene demasiada prisa por casarse —Troy rio por primera vez con satisfacción desde que se había enterado de que Rosalyn tenía un amante.

—Entonces, solo queda concederle su deseo. —Elena sintió el aguijón de los celos atravesar su pecho.

Troy necesitaba asegurarse de si, de verdad, su sobrina estaba dispuesta a casarse con un hombre del que se decía era contrabandista de opio. Los remordimientos le invadieron al imaginar que Robert se retorcería en su tumba al ver con quién se casaba su hija. Imaginó los ojos dolidos de Victoria si estuviera viva y sintió un estremecimiento.

—Aún estás a tiempo.

—¿A tiempo de qué? —Elena no había hablado jamás de esa forma tan acusadora—. ¿De convertirme en la pariente pobre, en una mujer sin título, sin dinero y sin un hogar?

—Elena... —Troy avergonzado bajó la mirada.

—Prefiero arriesgarme con un contrabandista de opio. —Se puso en pie—. Deben vernos a Virginia y a mí juntas en todo momento.

Troy asintió, no negaría que Elena tenía razón y si antes se había sentido culpable ahora se sentía despreciable. Apuró la copa de brandy y dejó que el calor abrasador del alcohol empañara los remordimientos.