Capítulo 5
La siguiente cita con el conde Devereux estaba prevista para dos días más tarde. Los nervios de Elena se crispaban conforme se acercaba la hora de verle. Esta vez, no sería tan fácil darle esquinazo. Confiaba en que el orgullo del hombre se viera resarcido cuando su prima aceptara la invitación al baile de la marquesa de Albridare. Muchos eran los chismes que se contaban de ella. La marquesa era una mujer independiente, comprometida con temas políticos que algunos consideraban impropios de una dama. Le gustaban las artes, no era difícil encontrarla en los mejores salones de Londres donde actuaban los más renombrados artistas del momento. Las malas lenguas aseguraban que mantenía con su esposo una relación en la distancia. Había viajado a Argel y a la India, se rumoreaba que hablaba cinco idiomas. Las fiestas de la marquesa eran lo mejor de la ciudad y todo el mundo deseaba obtener una invitación. Como la última vez, Devereux entró en la sala, su presencia llenó por completo la habitación. En la segunda cita no hubiera sido correcto hacerle esperar, pero tuvo que arrastrar a Virginia hasta la sala. La joven estaba cansada. Había pasado toda la noche bailando con un hombre del que decía se había enamorado.
—Señorita Devereux. —La muchacha extendió la mano para que se la besara y de nuevo se sentó en el sofá.
El conde vestía esa mañana con colores oscuros lo que recalcaba una personalidad mucho más fuerte y misteriosa. La chaqueta ensalzaba sus anchos hombros y los pantalones color chocolate se ajustaban a sus caderas y muslos con elegancia. Laramie se giró hacia Elena y la saludó con una inclinación de cabeza, sin decir nada.
Devereux observó cómo se sentaba en la misma silla de respaldo alto. En esta ocasión, el día estaba nublado y no hubo ningún espejismo de belleza. Su peinado y vestido eran el mismo de la anterior cita. En cambio, Virginia optó por un vestido de muselina verde agua que destacaba el color rojo de su cabello y, también, su belleza.
—Espero que acudan al baile de la marquesa Albridare —dijo Laramie con la intención de distraer a la joven.
—Por supuesto y sería un honor que nos acompañara.
Elena enrojeció por la forma tan directa en que su prima acababa de plantear la situación, pero la propuesta de la chica agradó al conde.
—Pensaba invitarla —sonrió—. No estoy acostumbrado a que las mujeres lo hagan, le confieso que ha sido encantador.
El conde estrechó la mano de Virginia y acarició su muñeca con la yema de los dedos. La joven no retiró la mano. La muchacha sin dejar de mirar a su prima dijo:
—La otra vez escuchó como mi prima tocaba el piano, aún no la ha oído cantar —Elena negó con la cabeza la sugerencia, sus ojos se agrandaron horrorizados. No le importaba tocar el piano, sin embargo, cantar delante de él era algo mucho más íntimo.
—Cantando no soy buena —intentó rehuir la petición.
—Es mentira. —Soltó la mano del conde y se puso en pie—. Cantas como los ángeles, no seas tan egoísta y deléitanos con una de tus canciones. —Virginia le sacó la lengua para provocarla y obligarla a aceptar.
El estallido de su prima fue una sorpresa para ambos, el conde no supo si aquella muchacha tenía el cerebro de una niña. Cada vez dudaba más acerca de la elección de casarse con alguien como ella.
—Cálmate —conocía muy bien el carácter voluble y caprichoso de Virginia—. Cantaré para el conde —respondió con resignación.
—No es necesario —dijo Devereux al advertir la mirada cohibida de la muchacha ante la exigencia de su prometida.
—Ella cantará, antes lo hacía —insistió, y con un gesto de asentimiento propio de una niña miró a Laramie.
Elena hubiera deseado tener una vasija de agua y hundir la cabeza de su prima dentro. El conde asintió y clavó los ojos en los de la joven. El azoramiento de la muchacha fue evidente.
—Cantaré —se apresuró a decir para evitar la mirada del conde.
Virginia no tenía ningún derecho a contar nada de ella y menos a un hombre como él. Se sentó en el taburete del piano, escogió una vieja canción de amor irlandesa, la preferida de su madre. El sonido etéreo de la música se extendió por la habitación e invadió el corazón de Laramie. Nunca había escuchado una voz como la de esa joven, cerró los ojos y recordó su infancia antes de la miseria, de la desgracia y el dolor. La música no solo resultaba embriagadora, sino que la voz de esa mujer constituía un bálsamo para sus heridas. Virginia tenía razón al asegurar que cantaba como los ángeles. De pronto, el hechizo se acabó, la muchacha entonó la última nota. Virginia se había dormido y el conde no la despertó. Se puso en pie y se acercó al piano. Elena no se atrevía a levantarse del taburete. El sentimiento que le invadía era tan lacerante, que cuando alzó el rostro, se encontró con que el conde le entregaba un pañuelo para que se secara las lágrimas.
—Ha sido muy hermoso —admitió con sinceridad a la vez que arrastraba la letra ese provocando en Elena una intimidad inquietante.
La joven no podía pronunciar una palabra, horrorizada por dejar al descubierto sus sentimientos huyó de la habitación.
Laramie cada vez estaba más asombrado, si todas las citas de los enamorados transcurrían así terminaría enloquecido. Dos semanas antes, había imaginado que enamorar a una debutante iba a ser fácil, pero ahora no tenía la seguridad de que fuera así. Salió al hall donde un lacayo le entregó el sombrero. En el exterior, aún quedaba algo de luz, ya que a finales de junio las tardes eran más largas. Decidió pasarse por el muelle, la caminata le despejaría la mente. Durante el camino la voz de esa mujer le perseguía como una sombra. Había sido estremecedor escuchar su sufrimiento. La canción era un canto al amor, aunque vislumbró una gran tristeza oculta tras la voz de la muchacha, y ella se había dado cuenta. Lo lamentaba por la joven, si el destino no hubiera sido tan despiadado, Elena MacGowan se habría convertido en su esposa. Se dijo que quizá su estupidez derivaría en algo mucho peor al escoger a Virginia. La mujer más hermosa de Inglaterra y heredera de un título, con una mentalidad infantil, una conversación nefasta y unos gustos simples, en vez de a una mujer cuyo interior albergaba solo belleza.
Elena se paseaba por el cuarto como un animal enjaulado, ¿cómo se había comportado de esa forma? Se recriminaba una y otra vez. En la mayoría de las ocasiones Virginia era considerada y tenía buen corazón, en otras se portaba como una niña malcriada, caprichosa y sin modales. No debía culparla, ella era la única responsable de ponerse en evidencia. Mostrar sus sentimientos a un hombre como Devereux, a alguien que la había insultado de una forma brutal. Apretó la almohada contra el rostro, gritó y el chillido quedó silenciado por las plumas de la que estaba hecha. Respiró hondo y bajó a la sala de música. El resto del día tocó el piano, lo único que la ayudaba a olvidar el bochorno sufrido. A media tarde un lacayo irrumpió en el cuarto.
—Señorita, un sirviente del conde Devereux ha traído esto para usted.
Asintió en silencio y aceptó la caja blanca envuelta con un hermoso lazo del mismo color. Lo abrió con manos temblorosas y descubrió en el interior una rosa blanca, tan perfecta que sintió como los ojos se le inundaban de lágrimas. Una nota decía: “Estaba equivocado”. No era una disculpa, pero sería lo máximo que lograría de un hombre como él. Cogió la flor, su perfección era singular. Se acercó a la luz y en uno de los pétalos la imperfección era visible, estaba quemado por el sol y le recordó a ella. Una sonrisa se dibujó en sus labios. El conde seguía siendo un hombre extraño, a veces brutal y otras, considerado; salvaje como el demonio y delicado como un poeta. En definitiva, se dijo con una sonrisa bobalicona delante del espejo, un pirata de los pies a la cabeza.
Aquel mismo día, Virginia entró en la habitación de su prima, vio la flor y la ignoró. Elena la había puesto en un jarrón y cuando se marchitara la conservaría en algún libro como un recuerdo especial.
—¡Ya está! —Virginia vestía un corsé muy escotado que dejaba poco a la imaginación. Sus pechos se balanceaban con un descaro irritante.
No le regañaría por un comportamiento tan desleal como el que había recibido durante la visita del conde. Hacía tiempo que había aprendido a superar el carácter voluble y caprichoso de su prima.
—Estamos invitadas al baile de la marquesa. —La joven se tumbó en la cama.
—Bueno, eso es lo que queríamos.
—Lo que tú querías, yo estoy harta. —Virginia hizo otro de sus números melodramáticos y afirmó ilusionada—: Hay tantos hombres apuestos con los que bailar y divertirse, sin embargo, el conde me mira como una posesión. Me siento igual que si estuviera comprometida con Barba Azul.
—Eso es estar comprometida. —Daría su brazo derecho por que algún hombre o, reconoció para sí, para que el conde, la mirara de esa forma.
—Madre dice que una mujer no es la posesión de un hombre.
A Elena le sorprendió el comentario de Rosalyn, pero por una vez estaba de acuerdo con su tía.
—Tiene razón —confirmó con una sonrisa.
—¿Y si nuestro plan no sale bien? —insistió Virginia, mientras se tiraba de uno de los tirabuzones. Una costumbre que tenía desde niña si algo le preocupaba—. Repasemos otra vez qué tengo que hacer.
—A mitad del bai...
—… ¡ves! —dijo su prima—. Tendré que irme cuando todo está más interesante…
—… por favor —continuó—, a mitad del baile dirás que te encuentras mal. Una jaqueca horrible, tu padre te llevará a casa. Por supuesto, le pedirá al conde que me busque y no me encontrará, luego él tendrá que acompañarme a casa.
—Prima, si no consigues echarle el lazo a ese hombre te convertirás en una... —Virginia no continuó, ella misma se dio cuenta de que se había pasado.
—Si no me caso con él, no solo me convertiré en alguien marcada por la sociedad, tampoco tendré un lugar donde vivir.
Virginia se levantó de un salto de la cama, su madre le había prohibido hablar de ese tema, así que le dio un beso de buenas noches y se marchó. Elena se acercó al jarrón, acarició la rosa y aspiró su olor. Esa noche soñó con condes, bodas y piratas.
Al despertar, Elena se llevó otra sorpresa. Cossete había entregado el vestido muy temprano. Una doncella lo sacó de la caja y lo colgó en el armario para que no se arrugara. La costurera francesa no la decepcionó. La mujer había confeccionado un vestido de seda azul con tres volantes que estaban ribeteados en finos encajes de Flandes de un tono mucho más oscuro; un lazo del mismo color rodearía su cintura. Contaba con un generoso escote que cubrió con una gasa doble de color carne que se ajustaba al cuello, con diminutos botones con forma de perla. Abrió el cajón del tocador y buscó una caja verde de terciopelo. En ella guardaba las únicas joyas que no pertenecían a la familia MacGowan, eran de su madre antes de casarse. Lo que impidió que Rosalyn se quedara con ellas, algo que agradecería siempre a su tío. Tenían un bello tono turquesa que intensificaría el color del vestido y de sus ojos. La pequeña peineta oriental complementaría el atuendo de esa noche. Dejó todo en el cajón del tocador y bajó a desayunar. No esperaba encontrarse a su tío al borde de un colapso. Tampoco a Rosalyn con el aspecto de una estatua de piedra, tan rígida que el maquillaje había desaparecido por completo de su rostro demacrado y mucho más envejecido que el día anterior. Elena se sentó en la mesa y observó las venas rojas a punto de estallar en las sienes de Troy. Virginia aún no se había levantado y lo extraño era que la pareja lo hubiera hecho. Elena se sirvió una taza de té cuando su tío estalló como una piñata de cumpleaños.
—¡Eres una zorra! —insultó a su esposa con voz enronquecida por la ira. Luego, señaló a Rosalyn con el cuchillo.
Elena se atragantó con el té y miró a su tío con la boca abierta. El matrimonio ignoró la presencia de una sobrina sorprendida por un espectáculo tan lamentable como despiadado.
—Y también soy tu esposa —la voz de la mujer era gélida a la vez que cortaba en grandes trozos una loncha de beicon y se los metía en la boca.
—¿Cómo has podido? —dijo casi con resignación.
—No eres un hombre, nunca lo has sido y Roger hace que me sienta como una verdadera mujer —aseguró Rosalyn con tal desprecio que varios trozos de beicon salieron despedidos de su boca como dardos envenenados.
Al escuchar el nombre de ese hombre a Elena se le escurrió la taza de té de las manos. La suerte evitó que se rompiera.
—Ni siquiera has tenido la desfachatez de ser discreta. —Troy retiró con fuerza su plato. Por suerte, la intervención de uno de los criados evitó que se estrellara contra el suelo.
—Como tú con esa actriz —le acusó Rosalyn. La mujer mostraba una palidez extrema producto de la furia que la invadía por completo—. ¿Crees que no sé qué te acuestas con esa zorra?
Troy boqueó como haría un pez fuera del agua. Le señaló con el dedo de forma acusadora.
—No dramatices. —Rosalyn dejó la servilleta en la mesa—. Mantendremos la apariencia hasta que Elena se case con ese conde y encontremos un marido adecuado para nuestra hija.
Se levantó sin decir nada más y su tío salió tras ella. Elena quedó en el salón incapaz de creer lo que había visto. Entonces, comprendió qué hizo su tía el día en que visitaron a la modista. Se compadeció de Troy, no era un mal hombre, pero había cometido el error de escoger a una mala esposa.
La fiesta de la marquesa era el evento más esperado tanto para las debutantes como para las demás muchachas que el año anterior no habían pescado un marido. Para ellas sería la última oportunidad de conseguir un matrimonio ventajoso. Despacio, descendió por las escaleras y comprobó que los ojos de su tío la admiraban, algo que desagradó a Rosalyn. Esta, a pesar de los esfuerzos de Troy para que se quedara en casa, asistiría a la fiesta.
—¡Estás preciosa! —exclamó con entusiasmo Virginia—. Seremos las jóvenes más guapas del baile.
Elena sonrió con condescendencia a su prima, pese al vestido nadie olvidaría quién era. Esa noche quería divertirse y dejó que la inocencia de Virginia la contagiara.
Troy acompañó a las mujeres al coche y subió en silencio. El espacio estrecho del carruaje envileció un poco la atmósfera que Elena quería proteger a toda costa. El camino a la mansión de la marquesa no era muy largo y pronto se vio envuelta en un mar de volantes, sedas y joyas. Las damas acudían a la fiesta con sus vestidos más llamativos, mientras que los caballeros lucían sus ropas más elegantes. Elena divisó a un par de conocidos e hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo. La marquesa, por su parte, no había escatimado en el servicio. Grandes mesas repletas de diferentes bandejas de codornices, pavo relleno o guisantes a la françoise, pollo frío, lonchas de rosbif, costillas de cordero lechal à la jardinière, ternera con arroz, pato à la Rouennaise cuya mezcla de olores abrían el apetito hasta al más inapetente de los mortales. Al lado, colocaron una mesa para los más golosos con un espléndido surtido de postres: compota de cereza, tortas napolitanas, gelatina de Madeira, carlota rusa, fresas y pasteles que harían la delicia de los paladares más exquisitos. También tuvieron en cuenta los vinos y el champagnes que lo acompañarían, después se tomaría una copa de clarete. Los sirvientes lucían libreas de terciopelo carmesí y oro. Todo era opulencia y daba igual adónde mirara siempre el esplendor era mayor. Gigantescas lámparas de araña iluminaban la sala. La orquesta amenizaba una velada que más tarde se trasformaría en baile. El calor era lo único que impedía que la fiesta fuera perfecta. Esa noche en Londres la temperatura resultaba sofocante.
—Buenas noches. —Elena se giró al reconocer la voz del conde.
Vestía sus mejores galas, estaba impresionante con el traje negro y el chaleco blanco. Un auténtico aristócrata. El pelo lo sujetaba en una coleta a la espalda. Nadie en Londres llevaba el cabello de esa forma. Al contrario de restarle masculinidad le concedía una virilidad mucho más llamativa. Pocos hombres los llevarían así sin que su hombría se viera mermada. Pero un pirata, se dijo Elena, con una sonrisa pícara, era capaz de eso y de mucho más.
Laramie apreció la sonrisa de Elena, resultaba encantadora. Dos hoyuelos en las mejillas trasformaron un rostro serio y distante, en un travieso duende. Hubiera dado uno de sus clíperes, el barco más veloz construido hasta el momento, por averiguar qué le había hecho sonreír y hacer aparecer al duende de nuevo. Esa noche, sus ojos verdes estaban relajados y se la veía feliz. El halo de tristeza que la acompañaba desde que la conocía había desaparecido. Se obligó a retirar la vista de ella y miró a Virginia, por algún motivo le desagradó la comparación. La muchacha estaba radiante. Una verdadera belleza, aunque la apostura, el cuerpo, los modales e incluso la manera de andar ya no le resultaban tan atractivos, más bien vulgares y sin gracia.
—Si me disculpan —anunció Elena—. Tengo que saludar a unos conocidos.
—Por supuesto —dijo Laramie, y disimuló tras una forzada sonrisa la irritación que sintió porque buscara otra compañía.
—Necesito tomar algo, estoy desfallecida —pidió su prometida con un aleteo de pestañas muy seductor y estudiado.
—Claro, querida, te traeré una taza de ponche —se ofreció molesto por la actitud indiferente del ángel quemado.
Devereux siguió con los ojos a Elena. Como dijo, se acercó a un matrimonio, creyó que se trataba de la duquesa Reinstons, quizá fueran conocidos de los antiguos lady y lord MacGowan. Recordó alguno de los detalles que había averiguado sobre ella. Hasta ese fatídico día era la única heredera de la casa MacGowan, el accidente en el que murieron sus padres, no solo le hizo perder su título, también su fortuna. Se rumoreaba que era la culpable de las muertes, que una vela mal apagada junto con un descuido infantil había ocasionado un accidente fatal. Cuando regresó al lugar donde había dejado a Virginia, la muchacha había desaparecido. Entonces, divisó a Elena salir al jardín, sin saber por qué, la siguió.
Elena no había probado bocado desde el desayuno y se sentía algo fatigada. Cossete había realizado un excelente trabajo para disimular sus quemaduras, aunque la tela gruesa del vestido no era lo más recomendable para esa noche bochornosa. Se escabulló de la fiesta y se dirigió al laberinto, se sentó en un banco y se desabrochó los pequeños botones dejando al descubierto los hombros. Respiraría durante un instante y allí, ningún invitado la molestaría. Un ruido la sobresaltó y la hizo ponerse en pie. El trozo de tela color carne que Cossete le había pegado al vestido se cayó al suelo y después de recogerlo, se encontró con los ojos negros del conde Devereux observándola. Se sentía tan expuesta, tan vulnerable que bajó la mirada. Laramie había visto cosas muchos peores. Las quemaduras le recordaron al tatuaje de varias serpientes reptando por su hermosa piel, pero no le dio tiempo a decírselo. Elena se perdió en el laberinto con tanta prisa como un ciervo en una cacería.
El conde tras la sorpresa, regresó al baile y la buscó sin encontrarla. En cambio, su prometida estaba acompañada de sus padres. Lady MacGowan se había vestido con tantos adornos y joyas que la confundirían con un adorno navideño. Se acercó a saludar a su futuro suegro e ignoró a su esposa.
—Buenas noches, lord MacGowan.
—Conde Devereux, Virginia no se encuentra bien.
El rostro de la muchacha estaba enrojecido, pequeñas gotas de sudor aparecieron en la blanca frente de la joven.
—Lamento oír eso. El ambiente es sofocante, quizá un poco de aire fresco...
—Padre, voy a vomitar —interrumpió su prometida.
Mientras había estado sola había bebido más ponche del que debiera y ahora pagaba las consecuencias. La cara de bochorno del padre habría hecho gracia a Laramie si la chica en cuestión no fuera su prometida, no era tan estúpido para no ver que lady MacGowan estaba borracha. Su padre la agarró con fuerza del brazo.
—Comprenderá que debamos marcharnos. No encuentro a Elena y no puedo dejarla aquí, ¿sería tan amable de acompañarla a casa?
Laramie aceptó sin tener en cuenta lo que suponía para un hombre soltero acompañar a una dama sin compañía hasta su casa. Troy sonrió con una sonrisa tan efusiva que desconcertó al conde. No tuvo tiempo de analizarlo ya que la cara pálida de Virginia anunciaba que pronto se convertiría en el centro de atención de la fiesta. MacGowan sujetó a su hija y casi en volandas, seguido por su esposa, la llevó a la salida sin despedirse de la anfitriona como era debido.
El conde buscó de nuevo a Elena, pero no la encontró. Esa noche se estaba convirtiendo en un auténtico desastre y tan solo acababa de empezar.