Capítulo 7

El día de su boda, los nervios le impidieron desayunar los pastelillos que Bety, la cocinera, había preparado en honor de la novia. Algo temblorosa Virginia la ayudó a vestirse, pretendían evitar que ningún sirviente descubriera el engaño y llegara a oídos de Devereux. El traje que había confeccionado Cossete era un sueño para cualquier novia. La modista francesa participaba en el engaño y Elena confiaba en su silencio y discreción.

—¡Es extraordinario! —exclamó Virginia con admiración.

La seda blanca caía hasta sus pies con brillos tornasolados. Al final de la falda Cossete había bordado en color crema varios racimos de flores. Su cintura se acentuaba con un lazo de satén del mismo color que los bordados. Un broche de brillantes de la casa MacGowan prendía del pecho. El traje abotonado al cuello y ribeteado con encajes disimularía las quemaduras. Los zapatos de tacón francés la ayudarían a que nadie notara la diferencia de estatura existente con Virginia. Además, un velo de encaje grueso evitaría que descubriera la identidad de la novia hasta después del «sí quiero». Temía ese instante, no estaba segura de cómo reaccionaría ese hombre. Sin embargo, sintió un triunfo anticipado al imaginar su orgullo pisoteado por una joven como ella, una mujer defectuosa a ojos del conde. La modista francesa le había dicho que, sin dudas, pondría de moda el velo cubriendo el rostro. Esperaba que Devereux no conociera las modas femeninas.

Su prima la despidió con un beso antes de salir de la habitación.

—Estás preciosa —dijo Virginia, y en su simplicidad olvidaba que el conde no pensaría lo mismo.

—Gracias —respondió temblando, y se cubrió la cara con el velo.

Bajó las escaleras con lentitud, temerosa de afrontar una boda tan falsa como un espejismo en el desierto. Lo que hacía no era correcto, engañar a un hombre para casarse era imperdonable. Pero, ¿qué opción tenía? Al ver a sus tíos en el hall alzó los hombros, consciente de que era muy tarde para arrepentirse. La primera prueba de fuego la pasaría con el servicio. La esperaban en fila para desearle suerte en el matrimonio que se celebraría ese día. Si les había extrañado que la muchacha escogiera a Elena para arreglarse, como buenos sirvientes, no dijeron nada.

Lady MacGowan —carraspeó James, el mayordomo de la casa—, en nombre de toda la servidumbre le deseo la mayor de las felicidades.

Asintió con la cabeza y estrechó las manos del criado. El hombre dio un paso atrás y regresó a la fila, durante un segundo, la miró con desconfianza. Virginia era una muchacha habladora, esperaba que la falta de palabras fuera achacada a los nervios previos a la boda. Troy se acercó y le ofreció el brazo, se agarró de él y se encomendó a sus padres. Esperaba que saliera como había planeado o sería una paria en su propia tierra, ya que no habría un lugar en Londres donde ocultarse sin que la humillación la señalara.

El carruaje iba tirado por seis caballos negros engalanados con perfectas rosas blancas, un regalo de Devereux. Eso la hizo sentirse aún más miserable al llevar a cabo el engaño.

—¿Estás segura? —le preguntó Troy cuando subieron al carruaje. Sudaba y se limpió la frente con un pañuelo de seda.

—Ya no hay vuelta atrás, ¿no crees? —añadió con acritud Rosalyn, cuyo rostro mostró un gesto desagradable.

—Rosalyn tiene razón.

Troy guardó silencio, quizá el destino fuera benevolente con la muchacha, al menos, es lo que deseó para acallar los remordimientos por lo que le permitía hacer.

El carruaje llegó a la Abadía de Westminster. Elena al ver el lugar en el que se casaría sintió un fuerte temblor en las piernas. El conde, como poseedor de un título nobiliario, había solicitado contraer matrimonio en aquel lugar privilegiado. Ignoraba cómo lo logró a pesar de su fama, pero hubiera deseado casarse en otro sitio y no en la abadía. Supuso que Devereux habría invitado a demasiada gente importante, algo que aumentaría su humillación.

—¿Preparada? —preguntó Troy, dispuesto a concederle la oportunidad de escapar de allí si ella se lo pedía.

—Sí... —susurró con un atisbo de cobardía.

Su tío la acompañó por el pasillo de la iglesia hasta el altar donde hizo entrega de la farsante al conde de Devereux. Estaba impresionante con un traje oscuro que acentuaba su atractivo. Llevaba el pelo sujeto en una coleta a la espalda y portaba un brillante como alfiler de corbata. Se había afeitado la barba, algo que otorgó a su rostro una masculinidad que atrajo la mirada de muchas de las mujeres asistentes al enlace. Sus ojos negros avivaron en Elena las sensaciones provocadas al recordar su boca sobre la suya.

Los invitados, entre los que se encontraban duques, marqueses, condes, y también hombres como Roger Matherson, esperaron a que el pastor pronunciara los votos sagrados que unirían a los dos jóvenes.

—Señorita MacGowan —dijo el sacerdote, a la vez que un murmullo de voces surgió a su espalda. Elena rogó a Dios que Devereux no fuera consciente de ello, aunque Charles más versado en dichos temas miró con desconfianza a los asistentes—, ¿aceptáis a Laramie Devereux de Foissard, conde Devereux como vuestro legítimo esposo?

—¡Sí! —se obligó a no gritar para que no la reconociera.

—Conde Devereux —preguntó de nuevo el pastor—, ¿aceptáis a la señorita MacGowan como legítima esposa?

—Sí —la voz profunda y ronca del conde se abrió paso a través de los murmullos cada vez más crecientes.

—En nombre de Dios yo os declaro marido y mujer.

Devereux alzó el velo y al enfrentarse a la realidad sus ojos mostraron un odio tan evidente como real. La joven retrocedió un paso temerosa de que la golpeara, pero la sujetó del brazo y le susurró al oído.

—¡Maldita zorra quemada!

Las palabras le dolieron mucho más que cualquier golpe que le hubiera dado. Agarró la mano de su esposa y la condujo hasta la puerta de la abadía. Allí Devereux recibió las felicitaciones cargadas de falsedad. Todo el mundo fue consciente del engaño menos él. Su falta de experiencia en las normas de la alta sociedad inglesa le había llevado a esa posición ridícula y a convertirse en el hazmerreír de Londres. Elena también recibía muestras de felicitación, sin embargo, lo que creyó la haría feliz se estaba convirtiendo en un auténtico tormento. El conde había preparado una fiesta en casa de su amiga la marquesa Albridare, tanto los invitados como ellos debían dirigirse allí al terminar la ceremonia. El carruaje descubierto y decorado con flores blancas esperaba a los novios. Laramie la ayudó a subir, su mano apretó la de ella sin consideraciones. Se sentó y de soslayó lo miró, su rostro enmarcado con un gesto de desprecio, mostraba un deseo firme de estrangularla. Durante el trayecto ninguno de los dos dijo nada y Elena prefirió guardar silencio. Ya en la puerta de la casa de la marquesa la ayudó a bajar y sus ojos se encontraron. Lo que vio en ellos fue tan terrible que casi cae del carruaje. Con brusquedad tiró de ella y la condujo al interior. En su camino hacia la sala de baile, donde su amiga había preparado una cena en honor de los novios, Laramie cogió una copa de champán que uno de los sirvientes ofrecía a los invitados antes de la cena. Agarró al muchacho de la solapa y le dijo:

—Trae un whisky —arrepentido, le pidió—: mejor una botella.

El muchacho fue diligente a cumplir la petición. Elena seguía sujeta por su esposo, que la arrastraba entre los asistentes sin importarle que el vestido de novia le impidiera avanzar tan deprisa como a él. Luego, en mitad del salón la dejó sola sin tener en cuenta qué dirían los invitados. Se encaminó a la biblioteca de la marquesa con una botella de whisky en las manos y Charles lo siguió. Ninguno reparó en cerrar la puerta.

—¡Maldita arpía! —repitió de nuevo en francés—. Salope Damn! —Golpeó la pared con los puños y se bebió de un trago media botella.

—Quizá no sea tan mala esposa, Elena es mucho más inteligente y...

—Me ha engañado, me ha ridiculizado delante de ellos, además, ¿cómo casaré a Anna? —Nada de lo que le dijera Charles le convencería. Así que como en tantas ocasiones guardó silencio con respeto.

—Debes tranquilizarte, a lo mejor mañana no piensas lo mismo.

—Mañana, te juro que mañana esa zorra deseará no haber nacido.

—Elena… —dijo Charles para apaciguarlo—. No es una mujerzuela, es una dama.

—¡Una dama mentirosa! Antes me metería en la cama con una ramera de Whitechapel a hacerlo con lo que tú llamas una dama. Te aseguro que es lo que haré esta noche —dijo Laramie con desprecio.

Ninguno de los dos hombres advirtieron que alguien más escuchaba esa conversación. Rosalyn y Roger sonrieron, esa noche todo Londres sabría que Devereux rechazaría a su esposa y contrataría los servicios de una prostituta.

En el salón, Elena aguantó los comentarios malintencionados de la mitad de los invitados. Muchas de las madres con hijas casaderas la felicitaron por la astucia con la que había conseguido un marido dado su aspecto y situación. Si quería demostrar su disconformidad con ese matrimonio el conde había elegido la mejor manera de hacerlo, al dejarla sola ante la multitud de invitados. Su tía se acercó a ella.

—Querida, si tu matrimonio empieza así, imagínate lo que te espera. ¿Porque sabes lo que te espera, verdad? —el tono burlón y obsceno de Rosalyn enrojeció las mejillas de la joven—. Tu esposo te poseerá, ¡oh! Sí…, no lo dudes. Te aseguro que te dolerá hasta las entrañas. No creo que sea delicado esta noche contigo. Eso si antes no se pasa por Whitechapel y contrata los servicios de una puta con piel de seda como le ha dicho a Chapdelaine.

Los comentarios obscenos de Rosalyn la asustaron tanto que le faltaba la respiración. Temía ese momento de intimidad, cuando se mostrara a él y descubriera por completo sus quemaduras. En su interior deseaba que fuera paciente y delicado. Quiso contestar, ponerla en su lugar, pero vio cómo su esposo se dirigía a ella, con un rencor tan manifiesto que desencadenaba en los asistentes comentarios de pena hacia la desposada.

—Tu esposo te reclama —se despidió Rosalyn con una sonrisa triunfal.

Sin decir nada tomó a su esposa de la mano y la colocó en el centro de la sala, después, dio dos palmadas para llamar la atención de los invitados.

—Queridos amigos —dijo, y giró alrededor de Elena—, os agradezco vuestra presencia y quisiera decir que es el día más feliz de mi vida. —Todos alzaron las copas para brindar por sus palabras, mientras que Elena temblaba de miedo—. Creí que me casaba con una lady hermosa, la más bella de Inglaterra, una mujer con un gran título, una perfecta flor británica. En cambio, he contraído matrimonio con otra mujer, quizá no posea su suave piel, ni tampoco su inocencia, pero es lista —sonrió malicioso y añadió—, muy lista y me ha cazado.

Laramie alzó una copa en honor de su esposa. Charles intentó acercarse para evitar que continuara, el bochorno de la novia era evidente, tarde o temprano él también se daría cuenta de que hacía el ridículo.

—Es hora de iniciar el baile —gritó Charles, y muchos de los invitados siguieron su ejemplo.

La marquesa comprendió la razón por la que el joven médico pedía que comenzara el baile, quería evitar que el conde abochornara a su esposa y a él mismo. Apreciaba a Devereux. Compartían iguales preocupaciones políticas y tanto el embajador francés como el secretario inglés le habían asegurado que podía confiar en los motivos del conde para ayudarles a impedir una guerra en China. Pero la muchacha era la hija de un lord y aunque ahora no fuera consciente de que ese enlace le beneficiaba más que perjudicarle, no dejaría que la humillara delante de esa jauría de alimañas. Con un gesto de la mano la marquesa ordenó a la orquesta que comenzara a tocar

—Condesa Devereux —ordenó Laramie—, sonríe y acabemos de una vez esta farsa.

En esta ocasión, no sintió la yema de sus dedos acariciarle la espalda. Le apretaba la mano como si quisiera partírsela. El dolor casi le hizo desmayarse.

—¡Me haces daño! —protestó.

Laramie ni siquiera oyó lo que le decía. Desde un rincón, Charles no dejaba de observarlos y advirtió que algo no iba bien. La novia mostraba una gran palidez y se acercó a la pareja.

—¿Puedo interrumpir el baile y concederme el honor de bailar con la novia?

—Es toda tuya —contestó con desprecio.

La joven recuperó algo el color cuando su esposo la soltó. Charles apreció como la muchacha se tocaba la mano que el conde había oprimido.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó el médico. Imaginó que las quemaduras del hombro también le dolerían.

—Un poco... —reconoció.

Se había convertido en la condesa Devereux y pasara lo que pasara con su esposo, sería algo que no comentaría con nadie.

—No te preocupes, recuerda que soy médico —sonrió el joven.

—¿Montarás una consulta en Londres? —preguntó por cortesía, para evitar que la conversación se centrara en ella.

—No lo creo, iré a China con mi hermano —respondió apesadumbrado.

Cuando Laramie casara a Anna nada lo retendría en Inglaterra. Además, necesitaría poner muchas millas de distancia para evitar presenciar el sufrimiento de su amada.

El baile terminó y Charles la condujo a una de las sillas donde muchas de las damas descansaban tras un baile. El joven permaneció a su lado, lo exigido por la etiqueta o daría que hablar. En esa boda ya había suficientes chismes circulando como la pólvora. Lord MacGowan se acercó a su sobrina.

—Temo por ti.

Un hombre bajo esas circunstancias y con lo que había bebido podía ser muy cruel con una joven inocente.

—No os preocupéis, tío.

En mitad de la conversación, Roger apareció junto a ellos. Troy apretó los puños, se despidió de Elena e ignoró la presencia del comerciante. La joven agradeció que tuviera la sensatez para no comenzar una pelea.

—¿Me concede este baile?

Quedarse en el asiento no era lo mejor y aceptar el baile con ese hombre tampoco. Sin embargo, todo el mundo estaba pendiente de ella y de la reacción de su esposo. Alzó la barbilla con orgullo, se puso en pie y aceptó.

—Condesa Devereux —Jardice colocó sus manos en su cintura—, hay hombres que no aprecian lo que tienen hasta que lo pierden.

—¿Usted es uno de esos hombres? —preguntó azorada.

—No —Roger la acercó hacia él más de lo que exigía el decoro y miró a Laramie—, pero él sí. —Elena observó cómo los ojos del conde la vigilaban como si fuera una presa de caza—. Ha sido muy hábil e ingenua al pensar que la perdonará. Conozco a ese muchacho, es orgulloso, siempre alardeando de que tiene lo mejor tanto en mujeres como en barcos.

Elena guardó silencio. Qué podía decir; no era bella, no era rica y no era la perfecta flor que esperaba conseguir. Tampoco ella imaginó perder su título, ni a sus padres, ni su riqueza, había aceptado que la vida a veces no nos entregaba lo que habíamos deseado, él debía hacer lo mismo. Si ella aceptaba su destino, él había de aguantarse con una esposa imperfecta. Los ojos de la muchacha miraron retadores a Laramie.

—¿Quizá podríamos ayudarnos?

Elena regresó a la conversación sin comprender su propuesta.

—No veo en qué puedo ayudaros, señor Matherson.

—Su esposo regaló a Virginia, o mejor dicho a usted, una flota nueva de barcos —Elena enmudeció ante la generosidad o la estupidez del conde, después de todo era una mujer rica. Su rostro debió evidenciar que le había sorprendido ya que el comerciante continuó—. Veo que lo ignoraba.

—He de confesarle que sí, aunque no entiendo cómo lo sabe usted.

—Por favor, condesa —pronunció la palabra con cierto retintín perverso—. No se haga la inocente con alguien como yo. Todo Londres comenta que su tía es mi amante y no es una mujer discreta en ningún sentido.

Elena enrojeció ante las palabras de Matherson, mientras que el hombre reía a carcajadas. Laramie le hubiera hincado el cuchillo de cortar el pastel de los novios en la frente. Ver a su «esposa», la palabra le causó tanto malestar como lo harían las espinas de un puercoespín en el culo. Bailar y reír con un tipo como Roger terminaron por enojarle y se dirigió a la pista de baile.

—Nos vamos —le ordenó a Elena con voz amenazadora.

Matherson hizo una inclinación, besó la mano de la novia en un gesto galante que enardeció aún más a Laramie y se retiró. Devereux agarró el brazo de su mujer y la condujo hasta la salida sin despedirse de nadie. Charles, al verles marchar, rogó para que no cometiera algo imperdonable esa noche.

El camino a la casa del conde le pareció eterno a Elena. Quería disculparse, se preguntó qué se decía a alguien en esa circunstancia y ninguna excusa le pareció adecuada. La joven retorcía las manos de manera nerviosa, algo que agradó a Laramie. Imaginó varias formas de hacérselo pagar, todas y cada una de ellas las había aprendido en sus tiempos de piratería. Ninguna le bastaría para castigarla lo suficiente. Viéndola temerosa y a su merced no pudo evitar cierta excitación. Cuando el cochero abrió la puerta, salió del carruaje de un salto y sin esperarla se adentró en la casa. El lacayo tendió la mano a la joven y la ayudó a bajar. Observó con cierta curiosidad la mansión que a partir de ahora sería su hogar. Una casa de cuatro plantas de piedra blanca y hermosos ventanales. Respiró un par de veces para infundirse valor antes de entrar; en el hall la esperaba una doncella.

—Condesa —dijo la muchacha, y se giró para conducirla a las habitaciones de los recién casados.

Elena siguió a la doncella hasta una estancia decorada con bonitos tonos azules y una enorme cama con dosel. Una chimenea calentaba el cuarto en invierno y encima del mármol de Carrara blanco del hogar colgaba un espejo dorado. Varias alfombras persas cubrían el suelo. Era una habitación muy hermosa. El lujo no era excesivo, sí suficiente para que la elegancia fuera la nota más presente en la atmósfera que envolvía el cuarto. La doncella sacó de un armario un conjunto de dormir, pero no se pondría algo así, era demasiado llamativo para su gusto, quizá propio de una actriz. Rosalyn había escogido la ropa de la noche de bodas y lo hizo con intención clara de denigrarla. La doncella la ayudó a quitarse las cintas del corsé; al acabar, Elena le pidió que se marchara. Cuando la doncella cerró la puerta se vistió con un sencillo camisón que Cossete había confeccionado para ella. Le tapaba el cuello y a la luz de las lámparas traslucía su figura con nitidez, sin ser transparente. Era una nueva seda traída de China, quizá incluso el conde la transportara en alguno de sus barcos.

En el despacho, Laramie se apoyaba en la chimenea, necesitaba apaciguar su ira. Había sido tan estúpido que el matrimonio no podía anularse. El pagaré establecía a una señorita MacGowan y eso es lo que había conseguido. Esa mujer logró engañarle con tanta vileza que se lo haría pagar. Del lugar de donde venía, una afrenta como esa se cobraba con sangre y eso es lo que iba a tener.

Dio una patada a uno de los troncos y prendió con el resto. Antes se calmaría peleando contra el saco de boxeo que había colgado en el desván. Debía controlar su voluntad de matarla o lo que era peor, de poseerla.

En el cuarto, Elena estaba nerviosa, las palabras de su tía la atormentaban. Se soltó la melena y se cepilló el pelo. Los minutos pasaban y creía que ya Devereux no acudiría a su cama cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe. El conde se presentó sudoroso y vestido con unos pantalones y unas brillantes botas de suave piel marrón. Apretaba los puños y parecía haberse peleado con el mismo Satanás. Por primera vez vio el aro que llevaba como pendiente en una de las orejas. El tatuaje en el hombro derecho le confirmó a Elena que la imagen que había creado sobre él no era ninguna fantasía, estaba ante un verdadero pirata.

—¡Desnúdate! —gritó. Elena nunca había imaginado que un hombre poseyera tantos músculos—. ¡He dicho que te desnudes! —insistió, y el acento que tanto le agradaba le sonó tan áspero que la joven deseó huir.

—Por favor… —rogó con sus ojos verdes tan asustados que el conde esbozó una mueca de satisfacción malévola.

Laramie sonrió victorioso, verla atemorizada le produjo cierto placer anticipado. Su esposa se puso en pie y empezó a desabrochar los pequeños botones del camisón con manos temblorosas, su torpeza lo enardeció. Cerró la puerta de una patada, se acercó a ella y la agarró por el cuello.

Se sentía como Desdémona, si apretaba con su fuerte mano la ahogaría. La cercanía avivó en ella la pasión que había despertado hacía unos días. Laramie, impaciente, le arrancó el camisón. Los jirones de seda blanca cayeron a sus pies como soldados heridos en un sangriento campo de batalla. A Elena le faltaba el aire en los pulmones, sus pechos, pese a la violencia, respondieron a la excitación al rozar el cuerpo moreno del conde.

Laramie no había imaginado nunca que la piel de Elena fuera tan lechosa. De forma involuntaria tocó con la yema de los dedos uno de sus pechos y sintió que era tan suave como la espuma de mar. Ella intentó taparse, pero se lo impidió sujetándola con ambas manos. Sus ojos se convirtieron en dos ranuras inexpugnables al contemplar la respiración agitada de su esposa y como se balanceaban arriba y abajo unos pechos redondos y plenos. Jamás hubiera considerado que debajo de esos horribles vestidos grises se escondiera un cuerpo tan espléndido. Las quemaduras le otorgaban cierto exotismo. A lo largo de sus viajes había tenido la ocasión de estar con muchas y diferentes mujeres. Algunas se marcaban la piel con extraños tatuajes. Sus quemaduras resaltaban rosadas sobre la piel blanca de la joven. El conde sintió los erectos pezones tocarle la piel y la excitación se avivó en su entrepierna. No había entrado allí para amarla, sino para castigarla. Su deseo y esa voz de sirena provocaban en él las ganas de poseerla, de descubrir la ansiedad que había despertado en ella con un beso. Imaginar cómo reaccionaría cuando le mostrara mucho más era tentador, por lo que se obligó a repasar los nombres de sus barcos para enfriar un poco la excitación que le dominaba. El olor a cítricos que desprendía su esposa era una tentación para los sentidos. Ella lo miraba sin saber qué hacer, y su desconcierto fue mayor cuando de repente se encontró atada a uno de los palos de la cama con las cortinas del dosel. Laramie contempló la imagen de su esposa y reconoció, como también lo hizo su masculinidad, que era magnífica; le recordó a la Odalisca. Su esposa, al igual que sucedía en la famosa pintura, emanaba una gran belleza y sensualidad. El sedoso cabello le caía por la espalda y le llegaba a la cintura. A la luz de las lámparas le pareció más que nunca de una rara belleza. Entonces, contempló embelesado, como le ocurría al admirar un nuevo barco, el trasero de su esposa, tan firme como las velas de un clíper ondeando en un día soleado.

Elena sintió unas manos fuertes y endurecidas por los trabajos marinos recorrer con lentitud sus nalgas. Estaba a su merced, podría hacer lo que quisiera con ella.

El diablo que habitaba en Laramie le obligó a susurrarle al oído:

—Esta noche lamentarás haberme engañado, petit elfe.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó mucho más asustada. Sentía la masculinidad de su esposo presionarle con suavidad la cintura—. Nada de esto es necesario. Haré lo que me pidas —dijo, mientras se retorcía como una anguila fuera del agua—. ¡Suéltame! —exigió—. ¡Gritaré!

—Podría matarte —dijo Laramie, y con una mano rodeó su cuello y con la otra la deslizó por su plano vientre hasta el rizado vello—, y nadie vendrá a ayudarte.

—¿Vas a hacerlo? —Elena se debatía por la inquietud. La mano de su esposo en una zona tan íntima motivó que su corazón se saltara un latido. El estómago se le encogió al pensar que con la otra apretara su garganta.

—Oh, no… eso sería demasiado rápido para el castigo que espero que padezcas.

Laramie avanzó conquistando todo lo que encontraba a su paso. Ella sintió como si mil agujas se clavaran en su piel. Las manos de su esposo cada vez eran más audaces, aunque la mente de Elena pedía mucho más. Por instinto abrió las piernas, sentía pura lujuria, como si su sometimiento no le importara. Laramie sonrió, ese ángel quemado se rendía con mucha facilidad a sus ataques. Elena estaba prisionera de su propio deseo, sentir el cuerpo del conde y sus caricias la transportaban a un mundo de felicidad que desconocía y que nunca concibió alcanzar. Su entrega le hizo abrirse mucho más y Laramie exploró su interior igual que Richard Francis Burton el corazón de África. Cuando la penetró con uno de sus largos dedos, le sorprendió la reacción de Elena. Su esposa estaba húmeda y entregada al placer. No imaginó que la chica fuera tan lasciva, algo que jugaba a su favor, ya que despertaría más su deseo. El problema es que también estaba despertando el suyo hasta límites peligrosos. Antes de entrar en esa habitación la venganza no le resultaba tan insufrible, ahora, no estaba seguro de poder soportarla. Elena restregó su perfecto trasero sobre él y, temió que si seguía así, olvidaría el castigo y hasta al mismo Dios por demostrarle a esa bruja de los mares quién era su esposo.

Elena quería soltarse de la cama, tocarle, en cambio, la falta de movimiento acrecentaba más aún su ansia. Quería más. En el momento en que Laramie abandonó su interior creyó que se hundía en una ciénaga de desesperación. Su esposo se apoderó de sus pezones con ambas manos y los pellizcó con delicadeza. Elena emitió un gemido ancestral. Si aquel iba a ser el castigo al que la sometería el conde tenía que provocarle mucho más. Las caricias de Laramie eran un auténtico sufrimiento, pero de éxtasis.

—Por favor... haz conmigo lo mismo que harías con esa mujer de Whitechapel —musitó con una voz tan atrayente y engañosa que Laramie se sintió como Ulises ante Circe.

Cuando oyó aquel canto de diosa marina, obsceno y enloquecedor, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para mantenerse firme en la decisión de castigarla. Ver cómo estaba preparada para recibirle; cómo su cuerpo le pedía a gritos que la penetrara sin vacilar; cómo se entremezclaba su virtud junto con una desvergüenza impropia de una dama; además de aquellos gemidos de placer tan escandalosos que hasta los criados de la planta de arriba la habrían escuchado, Laramie se alejó de ella.

Elena jadeaba de puro deseo. Su cuerpo temblaba insatisfecho y la frustración porque no la tocara le causaba ganas de llorar. Sin comprender qué había ocurrido, abierta a su pasión y deseosa de recibir a su esposo escuchó las palabras del conde.

—Mañana, Londres hablará de tu castigo.

Elena intentó girarse para suplicarle con la mirada que no lo hiciera. Ninguna doncella reprimiría las ganas de contar cómo la había encontrado al día siguiente. Deseaba que continuara y le mostrara el final del tortuoso camino al que la había llevado.

—Por favor, no me hagas esto —rogó con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos—. Soy tu esposa.

—Haberlo pensado antes de casarte con un contrabandista de opio.

Escuchó la puerta cerrarse a su espalda. No gritó. Nadie acudiría. Si le pareció un hombre cruel al conocerle, ahora, lo consideraba un bruto sin corazón.

Laramie se apoyó en la puerta. Un poco más y hubiera mandado al diablo aquel castigo. Elena estaba tan dispuesta que necesitó de su control para no hundir su barco en el fondo del océano en el que se había convertido su esposa. Se flageló a sí mismo por haber estado más pendiente de su magnífico trasero o de sus pechos, que de sus ganas por vengarse. No debía olvidar que le había engañado, pero su falta de inhibición le había excitado más que ninguna otra mujer. Se había casado con una muchacha que tenía espinas muy peligrosas y tentadoras. Miró hacia su entrepierna, deseosa de liberar la ansiedad que esa mujer le había provocado, «eres un traidor» le regañó.