Capítulo 3

Elena no durmió aquella noche, dentro de poco se marcharía de esa casa para siempre. Observó el retrato de sus padres, también el papel de color rosa antiguo de las paredes. La melancolía le hizo echar de menos los abrazos y besos de una familia. Aún recordaba el día en que compraron las cortinas. Decenas de telas se extendieron en el salón para que la hija de lady Victoria escogiera la que más le gustaba, algo parecido ocurrió con las alfombras. Su madre trajo de Francia una preciosa cama con dosel, para una bella princesa, como la llamaba cada noche antes de acostarla. Dentro de dos meses tendría que abandonar su hogar. No eran las cosas materiales lo que echaría de menos sino estar lejos de esa casa y dejar los recuerdos infantiles de felicidad. Pensar que hasta eso le quitarían la entristecía hasta lo más profundo de su ser. Se levantó apesadumbrada y rodeó la cama para no mirarse al espejo. Había pedido que los retiraran, pero Rosalyn ordenó al servicio que colocaran uno en el cuarto de Elena. Toda dama debía peinarse y no le importaba que para ella fuera una tortura mirarse cada día en un espejo. Después de recogerse el pelo en una sencilla trenza, se vistió con un vestido de algodón gris abotonado por delante. La casa permanecía casi en silencio hasta el mediodía, y era en esas horas cuando se refugiaba en la sala de música para no coincidir con sus tíos. Por ello le extrañó escuchar los gritos de Troy. Sigilosa se quedó cerca de la puerta de la biblioteca.

—¡No imaginé que fueras tan estúpida!

—¡Padre! Lo siento tanto —Virginia lloraba sin consuelo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rosalyn con una voz tan aguda que a Elena le costó reconocerla.

—¡No podemos hacer nada! —sentenció su tío con rabia—. Virginia ha dado su palabra delante de todo Londres, y lo que es peor, ha firmado un pagaré.

—¡Dios! Es una niña estúpida al que ese crápula de Devereux ha convencido para aprovecharse de ella.

Elena podía imaginar muchas cosas de ese hombre, aunque no creía que fuera alguien que necesitara engañar a una mujer para arrastrarla a su cama.

—Sí, es estúpida, pero ya no es una niña. Fue presentada en sociedad hace un mes. —El llanto de Virginia, durante un instante, fue lo único que escuchó—. Si no estuvieras coqueteando con media sociedad no hubiera pasado esto —la acusó Troy.

—¿Crees que ha sido mi culpa? —preguntó con sorpresa Rosalyn.

—Tú la has alentado a que se expusiera en situaciones impropias de una dama.

—Si fueras un verdadero lord no consentirías esto. Robert no dejaría que su hija se casara con un rufián como el conde.

Elena se sujetó al marco de la puerta al escuchar como Laramie Devereux había pedido en matrimonio a Virginia, no podía creerlo.

—Ni tú, si fueras como Victoria —ese comentario jamás se lo perdonaría a su esposo—. Mi sobrina no sería tan estúpida para comportarse como nuestra hija.

—No, desde luego, nadie quiere a un monstruo como esposa.

Las palabras de Rosalyn no le dolieron, no más que otras veces. El llanto de Virginia le impidió escuchar qué había contestado su tío.

—¡Yo no quiero casarme con él! Me da miedo, es tan... tan...

«Francés», pensó Elena, no pudo evitar sonreír al recordar la broma compartida con Chapdelaine. Laramie Devereux parecía un pirata de novela, en cambio, era un contrabandista despiadado, capaz de conseguir cualquier cosa sin importarle el precio. Tras el incidente con el carruaje sintió curiosidad por los dos hombres, sobre todo, por Devereux y buscó información en la gaceta de negocios que recibían cada mes. Encontró que Laramie era el conde Devereux, un comerciante de té, vino y sedas, que negociaba con opio; un negocio despreciable. Convertir a personas en fantasmas era tan repugnante que no comprendía como un hombre como Charles de Chapdelaine, hermano de Auguste, el famoso misionero francés, era su amigo. Poco se decía de él, salvo que poseía una fortuna considerable capaz de disculpar su falta de modales sociales. A pesar de ello no olvidaba como sus ojos negros la habían juzgado haciendo que se sintiera empequeñecida. El carácter hosco y maleducado de ese hombre destrozaría a su prima. Virginia no tenía mucho contenido en la cabeza, pero era sensible y poseía buen corazón. Necesitaba un marido que la amara y cuidara, no alguien que la exhibiera como una perfecta y bella adquisición. Si caía en las redes de un hombre tan cruel como Laramie su vida se convertiría en un infierno.

—¡No se casará! —gritó Rosalyn.

—Necesitamos un milagro y no creo que tengas uno escondido en tu habitación —dijo Troy con voz derrotada.

A pesar de su amor por Virginia no rompería un compromiso de ese tipo sin que el honor y el apellido MacGowan se viera deshonrado. Elena escuchó cómo se dirigían a la puerta, se apresuró a subir las escaleras y a encerrarse en su habitación. En la seguridad de su cuarto miró el retrato de sus padres, se les veía tan felices, tan enamorados. Pensó que nunca conocería el amor, nadie se enamoraría de una mujer como ella, aunque gracias a su prima quizá encontrara su oportunidad de conseguir un hogar, de formar una familia. Su tío había hablado de un milagro. Ella sería ese milagro. Se casaría con Laramie Devereux, el hombre que la había acusado de no ser una perfecta rosa inglesa. Pronto descubriría que no disponía de pétalos sedosos, pero sí de espinas capaces de sobrevivir en un mundo cruel y tan despiadado como aquel.

Como la noche anterior, Elena fue incapaz de dormir, las sábanas se le enredaron en las piernas y tras una larga batalla de insomnio terminaron en el suelo. En las interminables horas de vigilia repasó su plan. A veces, le parecía descabellado, otras, la mágica solución a los problemas que la amenazaban. Con el alba, se vistió deprisa con un vestido pasado de moda y sin corsé. No era adecuado para una dama, pero en la mayoría de las ocasiones no se cruzaba con nadie en la casa. La sobriedad del vestido acentuaba su esbelta figura. Se dirigió al despacho de su tío. Troy tampoco había dormido demasiado. Se había encerrado en su habitación preferida, el único lugar de la casa en la que Rosalyn no había impuesto su estridente mal gusto. Durante un instante, Elena se vio a sí misma como una heroína y el miedo le hizo agarrarse a la barandilla de las escaleras. La puerta de madera oscura del despacho la separaba de la decisión más importante que jamás había tomado, se plantó ante ella y con fuerza golpeó con los nudillos.

—¿Puedo pasar? —preguntó con voz firme a pesar de que los nervios y la desazón aguijoneaban su estómago.

—Por supuesto. —Troy se puso en pie al verla. No podía echarse atrás sobre la decisión de enviarla a casa de la viuda Turquins, aunque lo deseara. Rosalyn se lo haría pagar caro y ya tenía suficientes problemas.

—Tío, ¿está ocupado?

—Nada que no pueda solucionar después —aseguró con una sonrisa. Le avergonzaba la decisión que su esposa le había obligado a tomar. Era consciente de que nada tenía que ver con los pretendientes ni con las quemaduras de Elena, todo estaba relacionado con el rencor que sentía por Victoria. Angustiado por su hija, con un gesto le indicó que tomara asiento—. Si has venido a pedirme que te permita vivir aquí eso ya no es una decisión que esté en mis manos.

—Lo sé y no he venido por eso —la actitud de Elena le intrigó—. Ayer... escuché su conversación con Virginia.

Troy enrojeció por la vergüenza y asintió con pesadumbre. El nombre de su familia unido a un tipo como Devereux le crispaba los nervios. Le preocupaba el bienestar de Virginia, pero no había nada que pudiera hacerse para evitar ese matrimonio.

—Tu prima es una joven muy bella con serrín en la cabeza. —Su tío se pasó las manos por el cabello con desesperación—. No puedo anular el compromiso, todo Londres pondría en entredicho la honorabilidad de nuestra familia.

—No podéis hacerlo.

Le alegró escuchar que al menos alguien estuviera de acuerdo con él. Rosalyn había llorado, suplicado y amenazado para evitar un enlace que Troy jamás hubiera permitido.

—Aunque creo que no hay nada que podamos hacer para anular ese matrimonio.

—Yo seré el milagro del que hablasteis —dijo Elena con tal seguridad que incluso convenció a Troy de que tenía el poder de conseguirlo.

—¿El milagro? —Troy no la comprendía, no obstante, los ojos verdes de la joven brillaron con decisión.

—Sé que Virginia firmó un pagaré.

—Fue tan estúpida que lo hizo —aseguró Troy apesadumbrado—. Creí que tu prima tendría algo más de luces —dijo, y se encendió una pipa. El olor a tabaco se extendió por la habitación cuando aspiró varias bocanadas—. Una dama involucrada en algo así mancharía su reputación para siempre. Si anulamos el compromiso, Devereux hará público el pagaré y ningún caballero con dos dedos de frente se casaría con una joven como ella.

—¿Puedo verlo? —pidió.

—Devereux no es tan imbécil para darle el original, es una copia.

—Eso no me importa, siempre que pueda ver la firma de Virginia.

—Claro... —Troy rebuscó en uno de los cajones del escritorio y le entregó un elegante papel color crema con membrete dorado. Estaba desconcertado ante el rostro de su sobrina. La sonrisa de la muchacha confirmó que lo que veía en él encajaba en su plan.

—Nunca cambiará —sonrió, agradecida porque a Virginia no le interesara escribir ni leer.

—¿A qué te refieres?

Elena le entregó el pagaré para que comprobara el motivo de su alegría.

—Siempre firma con su apellido, nunca utiliza su nombre.

—¿Y en qué nos beneficia eso? —Troy seguía sin comprenderla. La muchacha se puso en pie y se paseó por la habitación como un gato nervioso a punto de atrapar un ratón.

—También yo soy la señorita MacGowan.

Enseguida su tío entendió sus intenciones. Esa chica hubiera sido una buena heredera del título. Sin embargo, las quemaduras no serían fáciles de disimular ante Devereux.

—¿Pretendes casarte en lugar de tu prima? —Troy no sabía qué pensar de esa propuesta, todos en aquella casa habían enloquecido.

—Así es —afirmó con una sonrisa que hizo que su tío viera por completo a Victoria.

—Devereux no es ciego, no será tan estúpido de aceptar un cambio. Nadie canjea un purasangre por un caballo de tiro.

Con esas palabras no pretendía hacerle más daño, pero la ingenuidad de la chica le irritaba. Ya había tenido bastante con la estupidez de su hija y el resentimiento de su esposa como para aguantar las fantasías de Elena. La joven soportó el insulto como tantas otras veces bajo la coraza que protegía su corazón.

—No lo hará, nunca sabrá que no se casará con Virginia hasta después de la boda.

—¿Cómo pretendes hacer eso? —preguntó intrigado por el plan.

—Engañándolo. —La chica se sentó en la silla de nuevo. Su rostro resplandecía.

—No es ningún pusilánime caballero, es un hombre curtido en los negocios, un zorro sagaz y tú... en fin, tú eres una chica que conoce poco el mundo y sus engaños.

—Conozco bien la crueldad. —Troy se removió incómodo a causa de los remordimientos—. No tendré un lugar adonde ir si Rosalyn se lo propone. Tras la vergüenza que supondrá casar a su única hija con un comerciante su rencor hacia mí será mucho mayor. —Su tío bajó la vista ante los argumentos que le había presentado sin rodeos. La dejaría jugar sus cartas, no tenía nada que perder y sí mucho que ganar.

—Está bien, dime qué tenemos que hacer. —Lord MacGowan se ajustó las lentes y miró a su sobrina con atención.

—Dejar que Devereux corteje a Virginia. Dele la bienvenida a esta casa y…

—… ¡todo el mundo supondrá que es su prometida!

—Todo el mundo sabrá que corteja a una MacGowan —dijo Elena—, será su palabra contra la vuestra. El pagaré no menciona el nombre de Virginia y yo asistiré a cada cita que mi prima tenga con ese hombre. Soy una MacGowan y eso es lo que va a tener.

—Cuando descubra el engaño quizá no sea muy considerado contigo.

Si por echarla de casa se sentía despreciable, hacer que pagara el error de Virginia lo convertía en alguien aún peor, sin escrúpulos. Deseó que Robert no hubiera muerto, un cargo como el título MacGowan exigía una responsabilidad que le acobardaba.

—Es un hombre orgulloso y eso le impedirá reconocer ante todo Londres que se han burlado de él.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó sorprendido por la valentía o desesperación de su sobrina. Ignoraba cómo había llegado a esa conclusión sobre Devereux, pero Elena le propuso actuar de inmediato.

—Esta misma tarde. Envíele una nota y dígale que estará encantado de que corteje a la señorita MacGowan.

—Tu padre se sentiría orgulloso.

Elena agradeció las palabras de su tío con una sonrisa, la belleza volvió a ella en ese instante y Troy quedó sin aliento. Sus quemaduras podían repeler a los hombres, pero eran unos ignorantes por no ser capaces de ver la valía de esa muchacha.

—Casarme con un pirata no sería lo que él hubiera deseado para mí.

Su tío guardó silencio de nuevo. Devereux podía ser muchas cosas, mas dudaba que fuera uno de los piratas románticos de las novelas que ella leía. En el club le habían permitido la entrada gracias a su antiguo y noble apellido. Era un conde, sin embargo, los negocios con el opio no eran los más adecuados para un caballero. Jugaba a las cartas sin importarle las pérdidas y siempre hacía alarde de que conseguía lo mejor, tanto en mujeres como en bienes. Además, poseía unos modales impropios de un miembro de la buena sociedad. Durante un instante, sintió verdadera compasión por su sobrina, cuando ese hombre descubriera la verdad, sus quemaduras serían el menor de los problemas de esa muchacha. Laramie Devereux no le perdonaría el ridículo que hiciera al alardear que se casaba con una belleza inglesa. La chica salvaría el honor de la familia y si tenía que apostar por alguna de las dos jóvenes, no lo haría por Virginia, quien no aguantaría ni un asalto frente al conde.

Una hora más tarde, Elena entró al dormitorio de su prima sin llamar a la puerta, la muchacha lloraba en la cama abrazada a la almohada. Su melena roja le caía a la espalda como una llamarada de fuego, los bucles que la doncella rizaba cada mañana se habían desarmado. Virginia al verla se limpió las lágrimas. Sus mejillas sonrosadas por el llanto le concedían una belleza etérea. Era fácil imaginar que cualquier hombre se enamoraría de ella, tenía un busto generoso, una cintura estrecha y una piel perfecta. La muchacha vestía un camisón y una bata en color vainilla que aumentaba su belleza.

—¡Elena! —Se levantó de la cama y se abrazó a la joven—. ¿Qué voy a hacer?

—Tranquila. —Condujo de nuevo a Virginia a la cama y tras acostarla, se sentó y le acarició la hermosa melena pelirroja—. Ya está solucionado, deja de llorar y no te preocupes.

Virginia la miró a través de las pestañas mojadas por las lágrimas con la esperanza de que las palabras de su prima fueran ciertas.

—Mi padre no puede romper el compromiso y yo... no sabré cómo comportarme con un marido como él. Me da miedo —Elena notó como Virginia se estremecía.

—Eso no será necesario. Antes de contarte cómo vamos a solucionarlo quiero que me digas qué ocurrió para que acabaras comprometida con un hombre como Devereux.

—Te juro que no lo sé. —Virginia colocó su mano en la frente de una manera tan melodramática que Elena sonrió—. Asistí a casa de los Rochman, cerca del Soho, sé que papá no lo aprueba, pero son tan divertidos…

—Tu padre tiene razón, a los salones de los Rochman no siempre acude la flor y nata londinense.

—Lo sé. —Virginia bajó el brazo—. Él estaba allí y es tan apuesto como un héroe y tan diferente al resto de los hombres que creí que no podía ser cierto.

—¿Quién te lo presentó? —Elena no pensó lo mismo cuando lo conoció, no le pareció ningún héroe sino un hombre soberbio y maleducado.

—La marquesa de Sharinton.

Elena no acudía a los salones si podía evitarlo. Pero tenía oídos y si te sientas tras las madres de las debutantes, viudas o casadas, se escuchan muchas cosas. La marquesa de Sharinton era una mujer madura que coleccionaba amantes como obras de arte. No le importaban las habladurías, su marido vivía en el campo y ella en la ciudad. Habían llegado a un acuerdo tras numerosas peleas y desavenencias. Y por lo visto, ahora era amiga de Laramie Devereux. Un mohín de desagrado se apoderó de su boca al imaginarlos juntos a los dos.

—Comprendo, ¿fue amable?

—No solo fue amable, también encantador, adulador, caballe...

—… me hago una idea —dijo Elena.

Su rostro cambió de color al recordar con la amabilidad que la había tratado, igual que un zoquete sin sentimientos. Quizá como encantador de cerdos, pudiera ganarse el sustento, sin embargo, dudaba que esos animales lo soportaran. En cuanto a lo de ser adulador, con ella había sido grosero y cruel. Le daba igual si era conde o duque, su padre había sido un lord y un caballero, ese hombre era un patán de muelle.

—¿Estás bien? —preguntó su prima al advertir que los ojos de Elena lanzaban llamaradas a la pared.

—Sí, sigue contándome —alentó a Virginia con una sonrisa fingida que su prima no advirtió.

—Después de la presentación, me pidió un par de bailes, todos decorosos —aseguró—, luego alguien propuso que las damas jugáramos a las cartas. No es lo habitual y sonó divertido. No disponía de dinero y el conde se ofreció a cubrir mis pequeñas pérdidas.

—¡Virginia! —Elena estaba escandalizada y a la vez sorprendida de la ingenuidad de su prima—. No debiste aceptarlo.

—¿Crees que no lo sé? —contestó Virginia con una caída de pestañas que hubiera provocado a cualquier hombre deseos de besarla—. Una cosa llevó a otra y cuando quise darme cuenta había perdido una gran suma de dinero. Entonces, me propuso una última partida para recuperarme, solo que si perdía firmaría un pagaré en el que me comprometería a casarme con él. Imaginé que bromeaba. Y acepté.

Elena la conocía lo suficiente para adivinar que le ocultaba alguna cosa.

—Virginia..., ¿qué no me has contado?

—Padre no puede enterarse —Elena se alarmó por sus palabras—. No fue con Devereux con quien perdí la partida, sino contra Roger Matherson, Devereux me salvó de un destino mucho peor. Si él me da miedo, Matherson me aterra.

—¡Eres una inconsciente! Ese tipo es de la peor calaña, ha tenido problemas con la ley y muchos aseguran que asesinó a su esposa. Después de todo, Devereux es mejor destino que Roger.

—No te enfades conmigo —suplicó su prima.

Elena no soportaba por más tiempo el rostro de pesar de Virginia, además, había venido a traerle buenas noticias.

—No llores, yo me casaré con Devereux —anunció ante la cara de incredulidad de su prima.

—¡No! Él no aceptará.

Virginia nunca había mencionado sus quemaduras y evitaba mirarlas. No era tan ingenua como para no saber que debido a ellas no era una candidata a un buen matrimonio y, menos aún, desposarse con el conde.

—No te preocupes, para cuando se entere ya será muy tarde.

Virginia se incorporó de la cama con renovado ánimo. Conocía a su prima, su carácter e inteligencia, jamás se comparó con ella en cuanto a conversación o modales y temió que sufriera por su culpa. Elena tenía un plan y apoyaría cualquier idea que la salvara de casarse con el conde. Con ternura se abrazó a su prima.

—Elena... eres como una hermana para mí, no dejaré que te sacrifiques en mi lugar.

—He tomado una decisión y no voy a echarme atrás. Ambas conseguiremos nuestro milagro si haces lo que te pido.

Virginia no la entendió, pero si Elena había ideado un plan para cazar a Devereux ni el mismo Dios lo impediría.