Capítulo 8
Elena pasó el resto de la noche maldiciendo a su esposo. Había imaginado mil formas en que la castigaría, ninguna tan rastrera como la que había empleado. Pensar que pasaría la noche en compañía de otra mujer, como le dijo su tía, le causaba un resquemor de derrota en el pecho. Para su tormento fue la señora Williams, el ama de llaves, quien la encontró. La mujer quería presentar sus respetos y aceptar cualquier cambio en el orden de la casa que la señora estableciera. Por eso pidió a Katy que no despertara a la condesa esa mañana y daba gracias al cielo por haberlo hecho. Esa muchacha no tendría la boca cerrada. El ama de llaves no dijo una palabra, su rostro mostró el horror que le había causado encontrarla desnuda y atada a una cama. En sus años de servicio había visto muchas cosas, sin embargo, jamás imaginó lo que un hombre como el conde haría a su esposa en su noche de bodas. Todo el mundo hablaba del engaño que había sufrido, si bien eso no justificaba aquel comportamiento por parte del conde. De inmediato se compadeció de la joven cuando advirtió las quemaduras y los ojos enrojecidos por el llanto. Había escuchado comentarios atroces sobre el cuerpo de esa muchacha, en realidad, las quemaduras no le parecieron tan terribles. Cogió una bata y se la puso por los hombros, después la desató. Elena cayó de rodillas al suelo agotada por la postura en la que había permanecido tantas horas. La ayudó a levantarse y la señora Williams la llevó a la cama, le agradaron el silencio y la discreción con que lo hizo. El ama de llaves le sonrió con afecto. Los carnosos mofletes se tragaron su sonrisa, aun así, sus ojos pequeños y azules eran tranquilizadores.
—Debe estar dolorida. Le daré un masaje con aceite de rosas. —El acento francés del ama de llaves era menos pronunciado que el de su esposo y hablaba el inglés como si cantara.
Nunca hubiera dejado que nadie tocara sus quemaduras, pero estaba tan cansada y avergonzada que no tenía fuerzas para detener a la señora Williams. La mujer ante el silencio de la condesa lo interpretó como un consentimiento de sus palabras y la ayudó a darse la vuelta. Las manos regordetas de la mujer fueron una bendición.
—Cuando estaba en la India, sí señora, en mi juventud viví un tiempo en la India, aprendí que no hay nada como un buen masaje de aceite para suavizar la piel. Tras la muerte de la condesa, que Dios y la Virgen la tengan en su gloria, esos niños se quedaron solos en el mundo. No se imagina lo que mi pobre Laramie tuvo que hacer para sobrevivir.
—¿Qué hizo? —preguntó Elena intrigada, mientras se relajaba con los masajes de la mujer.
—Todo lo que sus jóvenes manos le permitieron hacer como enrolarse en un barco de contrabando. Anna tuvo más suerte, durante el tiempo que no supimos nada de él, un amigo de la condesa pagó los gastos de un internado en Viena para que mi niña se convirtiera en una dama.
—¿Qué edad tenía el conde?
—Diecisiete. Una tierna edad para un destino tan sórdido. El muchacho que hasta ese día había sido cariñoso y bondadoso, se volvió duro y resentido. Lamento que lo haya conocido de esta manera —dijo la mujer, y se retiró un par de lágrimas de los ojos—. La mayoría de nosotros seríamos así si hubiéramos terminado en un barco cuyo capitán era el más temido de los piratas en aguas chinas.
—¿Por qué pirata? —Elena creía estar escuchando una novela de aventuras, cuyo protagonista se había convertido en su esposo.
—Oh, mi joven señora, Laramie fue vendido a la tripulación de John Walker, un pirata inglés que trataba a sus hombres como escoria. Estuvimos sin tener ninguna noticia de él durante cuatro años.
—¿Cuatro años? —Elena imaginó la peor de las vidas para un muchacho que había perdido a sus padres y cualquier esperanza.
—Sí, señora, cuatro años en los que el joven conde vivió un infierno y nosotras, la señorita Devereux y yo, entendimos que después de tanto tiempo había muerto. —El ama de llaves se santiguó—. Soy católica, señora, y rezamos hasta que un día la Virgen escuchó nuestras plegarias y los mares nos lo devolvieron, pero ya no era el mismo. Su hermana no fue consciente de ello, era muy niña; sin embargo, yo pude ver que algo en él se había destruido.
El parloteo de la señora Williams terminó por dormirla. Antes de entregarse a los brazos de Morfeo, tuvo tiempo para que naciera en su pecho un sentimiento de compasión por su esposo y borrara el rencor causado esa noche. El ama de llaves tapó a la joven y se marchó sin hacer ruido. Esa mañana, el conde Devereux no tendría los huevos escalfados al punto, sería su pequeña venganza.
En el comedor, Devereux estaba de un humor de perros. No creía que fueran imaginaciones suyas el aspecto incomestible de los huevos. Alejó el plato con brusquedad y el sirviente lo retiró de la mesa. Se tomó un té, su propio barco lo había transportado y era de una variedad excelente. Tenía un sabor fuerte y concentrado. El gusto amargo le animó y, tras su boda, era lo que necesitaba. Esperaba que su esposa no se comportara como una chiquilla llorosa ni una auténtica arpía, fuera como fuera, seguro que convertiría su existencia en un infierno. De hecho, y sin proponérselo, lo estaba haciendo. El recuerdo del tacto aterciopelado de su piel, el olor a cítricos que percibió al acariciar su vello rizado, le había acompañado durante la noche como un fiel perro de caza.
Andrew le había entregado el correo muy temprano, aún no lo había leído. Rompía el lacre de uno de los sobres cuando la puerta se abrió y entró Elena. Era la imagen de una ninfa marina, le agradó que no vistiera esas ropas grises que la hacían verse como una aparecida. Llevaba puesto un vestido verdoso que acentuaba el brillo de sus ojos. Las capas de muselina descendían a sus pies como el agua de mar de alguna playa de Borneo. La melena dorada descansaba en su pecho con la forma de una espesa trenza que tapaba sus quemaduras.
Elena le hubiera lanzado el jarrón de porcelana china a la cabeza, quizá de esa forma, su corazón dejara de latir por un hombre que la había humillado de una manera tan grotesca. La joven entró y se sentó en la mesa sin decir una palabra.
—¿Cómo has dormido? —preguntó él con cierta ironía.
—Muy bien —respondió ella, el lacayo sirvió unos espléndidos huevos a su esposa.
Devereux lo miró de soslayo y el joven lacayo alzó los hombros para justificar el por qué de la diferencia.
Elena se dedicó de lleno a comer, algo que agradó a Laramie, por lo visto esa mujer tenía apetito en todos los sentidos. Imaginarla devorar algo más que ese desayuno lo excitó como si fuera un jovenzuelo imberbe y no un contrabandista como lo había llamado. El objeto de sus sinsabores continuó comiendo ajena a su escrutinio. No sabía qué hacer con ella. Ya tenía bastantes problemas en los negocios para también tenerlos en casa, pero había sido una zorra muy lista engañándole y ahora pagaría por ello, ojo por ojo... Sin embargo, no advirtió risitas apagadas ni cuchicheos entre la servidumbre. Era como si nadie hubiera descubierto cómo la había tratado esa noche y en cierta forma se alegró de que así fuera.
—¿Qué piensas hacer hoy? —preguntó.
El silencio tenso al que le estaba sometiendo esa mujer le alteraba los nervios. Cuando lo que en verdad quería era subirla a la habitación y terminar con lo que había empezado. Los ojos de Elena se cruzaron con los suyos, comprendió que antes se dejaría torturar con carbones encendidos que permitirle que le hiciera el amor.
—Nada de su incumbencia, conde —respondió sin levantar los ojos de los malditos huevos.
Así que con esas estábamos, si quería una guerra eso es lo que tendría. Él era el engañado, el ofendido, no aguantaría esos aires de grandeza y de dama ultrajada cuando él era la única víctima en aquel engaño.
—Entonces, que pases un buen día, no vendré a comer ni a cenar. —Se puso en pie y lanzó la servilleta sobre la mesa—. Lo haré en mejor compañía, con una que me satisfaga más.
El dardo dio de lleno en el corazón de Elena, «mejor compañía», su marido quizá buscara consuelo en otras mujeres y eso la enfureció. A ella la había despertado un apetito sexual tan grande que estaba pagando su frustración con la comida. Él, en cambio, había aprovechado la oportunidad para humillarla. Había sido una ilusa al imaginar que unas caricias supondrían su perdón.
—Supongo que yo tendré que hacer lo mismo —contestó retadora.
El marqués la habría estrangulado en ese instante. Imaginar que sus gemidos de placer fueran para otro terminó por enojarle. Desconocía el porqué. No amaba a esa mujer y jamás se hubiera casado con ella, pero no aceptaría que le engañara. Se había convertido en la condesa Devereux y debería ser ejemplo de honor y buenos modales.
—Espero que sepas hacerlo sin manchar mi apellido. —Laramie plantó las dos manos en la mesa y se acercó tanto que casi rozó la nariz de su esposa—. Mi hermana vendrá a vivir con nosotros y debe casarse al menos con un conde. Ni se te ocurra estropear su oportunidad —la amenazó.
Salió de la habitación dando un portazo. En el pasillo se encontró a la señora Williams.
—¿Le ha gustado el desayuno?
La mujer conocía muy bien a los hermanos Devereux. Tras la muerte de la condesa madre se convirtió en la compañía y cuidadora inseparable de Anna. No era solo una criada. La mayoría de las veces se mantenía en su posición, aunque si algo le disgustaba lo decía y, ahora, era uno de esos momentos.
—La verdad es que no —admitió Laramie. Sus cejas se juntaron inquisitivas a la espera de que Marta, que así se llamaba la señora Williams, le contara qué quería.
—Se lo merecía por... —Laramie comprendió que ella encontró a Elena— desconsiderado y salvaje.
Devereux alzó los hombros y cogió el sombrero. La señora Williams se marchó lanzando maldiciones en francés. Laramie miró a la puerta del comedor donde su esposa aún desayunaba y se alegró de que fuera Marta quien la hubiera encontrado. Esa mujer era una tumba con todo lo que acontecía a los hermanos Devereux.
Elena intentó tranquilizarse tomando una taza de té. Su marido era imprevisible y tendría que aceptar su fuerte carácter y sus malos modales. Ella era una dama y sabía muy bien qué significaba serlo. No tenía el título, ni tampoco el dinero, pero había heredado la clase y las maneras para moverse entre la alta sociedad. Reconocía que no se había comportado con honradez. Engañarle para casarse fue una jugada muy sucia, sin embargo, no le había quedado otra opción. En cambio, el conde tenía título y dinero y ninguna educación para enfrentarse a la sociedad londinense. Esperaba que su hermana tuviera mejor carácter. Necesitaba tocar el piano, eso la relajaría. Todavía no había visto la casa así que ese también sería un buen plan.
—¿Puede hacer venir a la señora Williams? —preguntó al joven lacayo.
—Por supuesto, señora.
El ama de llaves no se hizo esperar. Entró como lo había hecho en su habitación, sin llamar y ocupando con su presencia casi toda la estancia. Era imponente, tenía cierto aire marcial.
—¿Me ha llamado? —preguntó con una sonrisa al comprobar cómo permanecía intacto el plato del desayuno del conde.
—Puede retirarse... —Elena miró al lacayo.
—Thomas —dijo la señora Williams al joven de ojos pardos.
El sirviente hizo una inclinación de cabeza y cerró la puerta a su espalda.
—Los huevos estaban deliciosos —la felicitó con timidez al recordar cómo la había encontrado.
El ama de llaves sonrió a la joven para darle confianza y miró de nuevo el plato de Laramie sobre el aparador. Ese muchacho necesitaba unos buenos azotes como cuando era niño. Al mirar a la joven condesa sintió pena por ella. El señor Williams y, difunto esposo de Marta, siempre le decía que tenía un don especial para conocer a la gente y rara vez se equivocaba en sus opiniones. Comprendió que Laramie había escogido a una dama como esposa. Esperaba que ella entendiera que su esposo no era ningún caballero, sino un ser complejo, una mezcla de caballero y rufián con un gran corazón incapaz de reconocerlo.
—Si desea algún plato en especial se lo comunicaré de inmediato a la cocinera.
—No, seguro que si todo está tan sabroso como estos huevos, no será necesario. Aunque me gustaría conocer la casa, el conde... —se corrigió—, mi esposo no ha tenido tiempo para enseñármela.
—Será un placer.
Después de dos horas y de recorrer diez habitaciones a cual más elegante y de gusto refinado llegaron a la habitación de Laramie. La señora Williams miró a la joven a la espera de que le confirmara que abriera la puerta. Elena asintió y entró a una habitación de muebles oscuros y sobria, propia de un caballero. La ropa del conde aparecía doblada a la espera de que se cambiara para comer. Una punzada de dolor atravesó el corazón al recordar sus palabras.
—¿Le gustaría ver la sala de música? —preguntó el ama de llaves al leer en el rostro de la joven una clara tristeza.
—Me encantaría, y tomar un té también.
—Por supuesto —el ama de llaves ordenó a una de las doncellas que sirvieran el té.
Si las habitaciones le parecieron elegantes, la sala de música solo la definiría como delicada. Sus grandes ventanales daban a un patio interior que proveía de luz natural al cuarto. Un gran piano de cola estaba en el centro, varios sillones estilo Tudor dorados y blancos aumentaban la belleza de un suelo de madera color miel que contrastaba con el color nogal del piano. Rozó con la yema de los dedos las teclas y se sentó a tocar. Necesitaba calmar su espíritu. La señora Williams dejó el té en una de las mesillas y se detuvo para escuchar. Era increíble la capacidad de esa joven ante el piano. Cuando la voz de la condesa se extendió por la habitación, Marta se puso la mano en la boca para evitar que una exclamación de admiración saliera de ella. Había recordado sus años de juventud, su amor perdido, su vida gracias a la música de la condesa.
—¡Ha sido mágico! —dijo el ama de llaves con lágrimas en los ojos—. Es usted un ángel.
—Gracias —respondió ante la sinceridad de la mujer.
—Debería descansar —Elena no comprendió por qué le decía algo así, no hacía mucho que se había levantado y no estaba agotada por hacer el amor con su esposo—. ¡No se lo ha dicho!
—Decirme qué...
—Esta noche debe asistir a una fiesta en Devonshire House.
—Señora Williams, mi esposo no me cuenta nada —reconoció entre dientes—, ni creo que lo haga nunca.
—Conozco a Laramie desde que llevaba pañales y le aseguro que no es tan ciego como para no darse cuenta de quién es su esposa. Ahora puede que esté algo enfadado por la manera en que… en fin, ocurrió su matrimonio, pero seguro que algún día la perdonará.
Elena sonrió con tristeza. Le agradaba Marta. Era amable, también discreta y una fuente de información muy estimable para conocer a su esposo. Sin embargo, sería más fácil que alguien viajara a la luna que Devereux la perdonara.
—No soy lady MacGowan —confesó avergonzada.
—Quién quiere a una lady cuando puede tener un ángel.
Elena esbozó un amago de sonrisa ante el comentario de la mujer. Deseaba que su esposo también pensara lo mismo, aunque no confiaba en que ocurriera pronto.
Esa noche, tal y como le había anunciado, el conde no se presentó a cenar. Elena lo hizo sola en el gran comedor. La habitación le pareció intimidante, si todas las noches iban a ser así, prefería cenar en su habitación. Marta entró en el comedor y despidió a los dos lacayos.
—Señora Williams, puede retirar el servicio, mi esposo no vendrá a cenar.
—Lo sé —dijo la mujer, y le entregó la invitación a la fiesta—. Este es el momento que estaba esperando para enseñarle a ese marino de agua dulce que está casado con una dama.
Elena asintió, había llegado la hora de demostrarle que no era una mujer cualquiera. Las circunstancias le habían impedido ser la heredera de un título, pero ella lo sentía como suyo y como condesa Devereux le demostraría que no habría otra más capaz.
—Señora Williams, tiene toda la razón.
Esa noche escogió un elegante vestido violeta. Su tío insistió en que su ajuar fuera el mismo que para Virginia si esta se hubiera casado. Así que había comprado a Cossete dos vestidos de noche, dos de mañana y otro de viaje. El color violeta era el que más le gustaba. Caía en una falda de tul y gasa hasta los pies y lo remataba un enorme volante en cuya unión la modista había cosido diminutos cristales de un color esmeralda. El conjunto le daba la apariencia de una mujer sofisticada. Marta la ayudó a arreglarse. El vestido llevaba un complemento de gasa para tapar las quemaduras. Cuando le pidió que se lo pusiera la mujer mostró un gesto de disgusto.
—Estropeará el efecto.
—No puedo enseñar mis cicatrices —dijo, y para ella fue una aceptación vergonzante.
—¡Claro que no! —aseguró Marta—. Tampoco llevará esa cosa tan horrible —Elena la miró sin comprender—. En Japón...
—¿Japón...?
—Sí, he estado en muchos sitios —cogió un bote de polvos que mezcló con otro de aceite—, en fin, en Japón algunas mujeres maquillaban sus rostros y tapaban las imperfecciones con esto. Podríamos intentarlo.
Elena aceptó. No desilusionaría a la mujer, después de todo, no tenía nada que perder. Tras varios minutos que empleó en ponerle la crema el resultado provocó en ella una sonrisa, las quemaduras no estaban tan enrojecidas. Extendió otra capa en el cuello y los hombros para igualar el color de la piel. Elena con lágrimas en los ojos miró a Marta.
—Ahora, si me permite, vuelvo en unos minutos. —El ama de llaves salió de la habitación y regresó con un cofre en el que había una joya.
—No puedo... —aseguró Elena—, sin el consentimiento del conde.
—Usted es la condesa Devereux, no necesita ningún permiso —guiñó un ojo, cómplice, para que cometiera un acto de provocación contra su esposo.
—Tiene toda la razón —sonrió Elena, y aparecieron en su rostro los dos hoyuelos que la convertían en una mujer muy atractiva.
Marta escogió una gargantilla que se ajustaba a su cuello con la que disimularía las quemaduras. Elena por primera vez desde hacía mucho tiempo se veía hermosa.
Laramie había permanecido toda la tarde en el club de boxeo. Tras dar unos cuantos golpes y recibir otros cuantos, se sentía mejor. Regresar a su casa no era lo que más le apetecía, entonces recordó la invitación a la fiesta en Devonshire House. Asistir a esa reunión hubiera sido la manera triunfal de dar a conocer a su esposa, Virginia MacGowan y no a su prima. Cada vez que recordaba de qué forma le había engañado se sentía un estúpido. Tenía que reconocer que si de haber sido otro el que estuviera en esa situación el engaño le hubiera parecido ingenioso e incluso divertido y burlesco. Nunca había sido un hombre con sentido del humor y no creía que ahora empezara a tenerlo. Así que se puso la camisa y las botas, salió del club más ofuscado que cuando entró y con una única idea. Si al dejar a Elena en una situación tan comprometida su venganza no había sido posible porque la encontró la señora Williams, estaba seguro de que sí daría que hablar que el conde Devereux no acudiera con su esposa a la fiesta un día después de su boda. Eso, sin embargo, no comprometería al apellido de su familia, muchos eran los matrimonios por interés que hacían vidas separadas.
Laramie llegó a casa y no vio a Elena. No le importó y reconoció a su pesar que no podía mentirse a sí mismo. Los golpes que recibió en el cuadrilátero fueron por recordar alguna parte del cuerpo del ángel quemado. Se vistió con su ayuda de cámara, aunque no era hombre de esos hábitos no quería cometer un error con la vestimenta y su valet, Adams, era un excelente conocedor de su trabajo. Cuando estaba en el hall se topó con la señora Williams, todavía no le había perdonado la pequeña venganza de esa mañana.
—¿La condesa está bien? —preguntó con cierta precaución ante la mirada inquisitiva de la mujer.
—Muy bien —respondió risueña esquivando su mirada.
—Dígale que me marcho a la fiesta de Devonshire, que espere levantada hasta que regrese —su petición era infantil y se sintió un imbécil por haberla hecho.
—Seguro que no duerme en toda la noche.
La mirada maliciosa de Marta le alarmó. No era una mujer complicada, decía las cosas de una manera franca y directa, pero aquella forma de comunicarle que Elena no dormiría esa noche le despertó cierta suspicacia.
El lacayo le entregó el sombrero y los guantes. Laramie no quiso averiguar nada más, respetaba a Marta lo bastante para no indagar demasiado en esa cínica respuesta. Con un gesto hosco y sintiéndose igual que un niño al que han pillado en una travesura salió de su casa y subió al coche.
Devonshire House era una mansión grandiosa. La enorme sala de baile tenía capacidad para más de trescientos invitados y todo el mundo estaba reunido esa noche allí. Las lámparas brillaban con intensidad y multiplicaban el esplendor de las joyas de las damas. Algunas llevaban abanicos de plumas que las convertían en exóticos pájaros del Paraíso. Un sirviente con voz clara anunció la presencia de la condesa y varios pares de ojos se volvieron para verla. Elena se enfrentó a ellos con una sonrisa, con la frente muy alta y con paso decidido se dirigió hacia unos viejos conocidos de sus padres. La música empezó a sonar y algunas parejas se lanzaron a estrenar la pista de baile. Nunca había entablado amistad con las jóvenes casaderas así que tras varios saludos de cortesía y recibir felicitaciones por su boda, se encontró sola. Entonces, se acercó a una de las mesas para coger una copa de ponche.
—¿Me concede el honor de bailar conmigo? —Se giró sin saber quién la invitaba—. Roger Matherson permanecía inmóvil junto a ella, mientras le tendía la mano como si tuviera la certeza de que aceptaría.
—No creo que sea...
—… ¿conveniente? —dijo él con una sonrisa encantadora—. Tampoco lo es que su esposo no la acompañe esta noche.
Los ojos de Elena brillaron con rebeldía. A pesar de que había sido un comentario inapropiado, sus palabras encerraban una verdad absoluta. Recogió el guante que le lanzaba y aceptó el baile.
Laramie llegó a la fiesta aún más irritado, se dirigió a la mesa de bebidas y tomó una copa de ron. El baile ya había empezado y divisó a lo lejos a Charles que bailaba con una joven muy hermosa. Esperaba que se comprometiera y no se convirtiera en un solitario como su hermano Auguste. Desvió la vista de su amigo en busca de algún conocido cuando vio a la tía de Elena, esa mujer tenía un aspecto vulgar. Al lado, Virginia flirteaba con lord Rochester de una forma muy atrevida para una dama. En ese instante, fue consciente del error que habría cometido al casarse con ella. Por mero aburrimiento dirigió la vista hacia donde la mujer no dejaba de mirar. Debía ser lo bastante importante para no vigilar a su hija. Sus ojos se fijaron en una pareja, era bien conocida la relación que existía entre Roger y la tía de Elena, sin embargo, eso a él no le importaba. La chica con la que bailaba Matherson en ese momento llevaba un vestido morado con piedras esmeraldas, cuando la pareja se giró el color desapareció de su rostro y las venas de sus sienes se hicieron visibles. Elena estaba allí y por segunda vez lo dejaba en evidencia. Además, veía como lo que le dijera aquel viejo zorro le hacía reír y cómo aquellos hoyuelos que convertían su cara en un duende travieso aparecieron de nuevo. Hubiera pasado su presencia en ese baile, incluso no le habría importado que bailara con algunos hombres, pero hacerlo con Roger y luciendo las joyas de su madre, hizo que algo en su interior se revolviera como una serpiente en un nido de víboras. A grandes zancadas se dirigió a la pista y se interpuso entre la pareja.
—¿Me permite bailar con mi esposa? —la petición sonó a una orden.
Roger soltó a Elena, besó su mano en un gesto de galantería que Laramie hubiera borrado con un puñetazo y dejó a la joven a merced de su esposo.
—¿Cómo te atreves a asistir a una fiesta sin mi permiso? —El conde apretó su cintura y la atrajo hacia él de una manera que daría mucho que hablar en los siguientes días.
—¿Acaso soy tu prisionera o esclava? —le dijo con los ojos fijos en los suyos.
Laramie apreció en aquella mirada a una auténtica guerrera y guardó silencio. Parecía que la tímida carabina era mucho más luchadora de lo que había imaginado. Esa noche, la belleza de Elena era como una perla recién descubierta. De alguna forma, su cuerpo le exigía convertirse en el dueño de esa joya, pese a que todavía no era capaz de perdonarla. Al compararla con su prima, Elena salía vencedora, pero no era un hombre que aceptara con facilidad una derrota.
—No, sois mi esposa y la condesa Devereux.
—No soy vuestra esposa —le acusó, y el conde entendió muy bien a qué se refería.
—Eso tiene solución, te lo aseguro. —Si apretaba más a su mujer protagonizarían un escándalo. Elena lo miró a los ojos y trató de escudriñar su interior. En ella floreció una esperanza, si el conde la hacía su esposa quizá pudiera verla como tal, mas no confiaba demasiado en ello—. Nadie te ha dado permiso para usar las joyas de mi madre —la regañó de forma infantil.
—¡Dios!, ¡eres un auténtico patán! ¿Desde cuándo una dama debe pedir permiso a su esposo para utilizar las joyas de su casa? —exclamó dolida por sus palabras.
El semblante de Laramie se oscureció de tal forma que su furia estallaría como una tormenta en mitad del baile. Aunque sus años de contrabando le habían enseñado que había ocasiones que era mejor templar su cólera para ganar una contienda y, ahora, volvería a hacerlo.
—No pensabas lo mismo anoche. Cuando querías que te poseyera, cuando deseabas que mis manos tocaran tus pechos y te abrías a mí como un río en su desembocadura. Entonces, no…
—¡Basta! —interrumpió Elena, sus mejillas estaban tan incandescentes como el hierro al rojo vivo.
Humillada y avergonzada por lo que sugería alzó la barbilla dispuesta a lanzar destellos verdosos por los ojos y con ellos derretir a ese hombre. En cambio, se encontró los ojos negros más atractivos y seductores que había visto nunca. No era justo se dijo, no podía luchar contra algo así y salir victoriosa.
La pieza de baile terminó y Laramie la condujo hacia la salida sin decir nada más. Charles se interpuso en el camino de ambos.
—Elena —la tuteó, algo que tampoco agradó al conde—. ¿Me concedes este baile?
—Será un placer —dijo—, antes… —se quitó la gargantilla del cuello, a pesar de que se verían sus quemaduras y lo que eso suponía para ella. Le demostraría de qué estaba hecha una dama inglesa—, esta bagatela pesa demasiado y no tiene ningún valor para mí.
Miró a su marido para que la soltara con una clara provocación en los ojos. Si Laramie no la dejaba bailar con su mejor amigo añadiría otro comentario inapropiado a los que ya se rumoreaban sobre ellos. El conde cogió el colgante y se lo guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta.
—¿Qué tal con el lobo de mar? —preguntó el médico con una mueca que la hizo reír cuando empezó el baile.
Charles la miró con cariño y Elena, a falta de mejor confidente, le mostró parte de sus sentimientos.
—Jamás me perdonará —reconoció con tristeza. Había empezado a sospechar que estaba enamorado de su prima—. Pienso que quería mucho a Virginia.
—¡Amarla! —Charles rio a carcajadas y desvió los ojos hacia Laramie, quien no dejaba de mirarlos como si en cualquier momento tuviera la intención de pegarle como hacían tantas veces en el club—. Nunca me dijo tal cosa. Laramie desconoce qué es el amor.
—Habrá tenido mujeres..., bueno, relaciones.
—Sí, ha tenido mujeres y muchas relaciones, pero nunca amor. Laramie es incapaz de amar —dijo Charles con tristeza—. Ha sufrido demasiado desde la muerte de sus padres.
—Yo, también —respondió bajando la cabeza. Charles le alzó la barbilla para que le mirara y eso desató que el conde avanzara hacia ellos.
—Tú tienes corazón, él lo perdió hace mucho.
—¿Me permites que baile con mi esposa? —interrumpió con brusquedad. El joven asintió con una sonrisa y después de besar la mano de Elena se retiró con discreción.
Laramie empezaba a exasperarse, si otra vez tenía que pedir permiso para bailar con Elena hablarían de esa fiesta en Devonshire durante años. Elena estaba triste, las palabras de Charles le habían afectado. Si de verdad su esposo carecía de corazón, su esperanza de formar una familia, de ser feliz, de ningún modo sería posible.
—Me gustaría irme —le pidió con pesar cuando el baile terminó.
Laramie observó el cambio sufrido en ella y creyó que trataba de castigarle por no permitirle bailar con otros hombres. Enfadado consigo mismo por dejar que esa arpía le influyera, la plantó una segunda vez en el centro de una sala de baile. En esta ocasión, Roger Matherson acudió al rescate.