Capítulo 9

Laramie no durmió esa noche, ni tampoco las seis siguientes. Se debatía entre claudicar o esperar a que Elena se humillara ante él para resarcirle por la forma en la que lo había engañado. De una cosa estaba seguro, a partir de ahora no desayunaría en casa. Últimamente los huevos de la señora Williams eran tan desagradables que casi le producían indigestión; además, las lonchas de beicon parecían trozos de cuero reseco de una silla de montar. Así que ese día decidió desayunar en el club. A primera hora de la mañana, pocos eran los hombres que lo visitaban, algún soltero con resaca o viudos que preferían desayunar en compañía. Después de terminar un segundo plato de beicon se dispuso a leer el periódico. Repasó entre las noticias de economía alguna que afectara a su negocio, luego miró las que hablaban sobre los ecos de sociedad. Nada que llamara su atención, que si lady tal se casaba con el duque cual; si la familia tal se enemistaba con la familia cual, hasta que leyó en letras impresas el nombre de la condesa Devereux. El periódico hablaba de la fiesta de Devonshire. En concreto, comentaba la belleza sorprendente y escondida de la condesa, un verdadero descubrimiento, según el periódico. Laramie se relajó, hasta que al final de una columna una línea mezquina y traidora le obligó a tragarse la bilis: «La condesa bailó con Roger Matherson, conocido del conde Devereux, quien acompañó a casa a la condesa. Quizá el comerciante desee entablar nuevas negociaciones y emprender otro tipo de empresa...».

Arrugó el periódico, sin duda las intenciones del noticiario eran insultantes. Al dejarla en mitad de la fiesta ni siquiera tuvo en cuenta con quién regresaría a casa. Cada vez que intentaba poner en evidencia a su esposa era él quien terminaba vapuleado. Debía cambiar de estrategia por el bien de Anna, su hermana llegaría al día siguiente y tras negociar con varios posibles candidatos a maridos casi tenía el elegido. Esperaba que la noticia del periódico no fuera un impedimento para cerrar el trato con el futuro esposo de Anna.

Elena pisó el periódico con un escarpín de satén azul. Odiaba a esa gente que veía maldad en todas las cosas. Se maldijo por ser tan estúpida, ¿qué esperaba que dijeran de ella al regresar a casa en el carruaje de Roger Matherson? Descubrir que su esposo carecía de corazón la había entristecido tanto, que aceptó la compañía de Matherson, sin evaluar las consecuencias. «Laramie, ¿desde cuándo había empezado a llamarlo por su nombre de pila y no como conde?» se dijo sorprendida. Daba igual cómo lo llamara, después de leer el periódico seguro que añadiría otra cosa a la enorme lista que jamás le perdonaría. Terminó de desayunar, pensaba mejor con el estómago lleno y necesitaba aclarar ese malentendido. Thomas entró en la sala portando una enorme caja, en su interior había rosas rojas. Elena cogió la tarjeta y leyó: «Gracias por una velada encantadora, Roger».

Y en ese instante, Laramie entró en la sala, al verla con las flores alzó las cejas de forma inquisitiva.

—Thomas, puede llevarse esto, dígale a la señora Williams que vea qué hace con ellas —intentó ocultar la tarjeta, pero el conde se dio cuenta.

—¿Quién es tu admirador? —preguntó, aunque tenía muy claro quién era.

—Una mujer casada no tiene admiradores —fue consciente de su error en el mismo instante en que pronunció la última palabra, era evidente que su esposo había leído el periódico.

—Es cierto, una mujer casada tiene amantes —Elena enrojeció por la acusación, la ira, esta vez, se apoderó de ella. Intentó calmarse para que sus palabras fueran más envenenadas que las de su esposo.

—Quizá una mujer insatisfecha con su esposo tenga que acudir a un amante.

Apretó los puños al oírla. Si esa pequeña víbora intentaba cuestionar su hombría descubriría lo que era capaz de hacer un marido enfadado. El conde quiso responder, pero la señora Williams irrumpió en la sala y salió ofuscado, combatir también contra Marta hubiera sido demasiado. El ama de llaves observó a Elena, sus ojos se entristecieron cuando Laramie abandonó el cuarto. Pensó que se comportaban como críos de colegio. La señora Williams tomó la determinación de que la condesa debía avanzar en el ataque.

—Señora —Elena insistió en que la llamara por su nombre, Marta se había negado, era la condesa Devereux y no habría formalidades en el trato.

—Sí, señora Williams.

—En Turquía —Elena había dejado de sorprenderse por los lugares que esa mujer había visitado—, porque estuve en Turquía, y las mujeres de allí son muy ladinas en menesteres maritales, ellas incitaban a sus esposos con aceites, perfumes y sedas.

—¿Me propone que seduzca a mi esposo? —Existía un problema, no tenía ni idea de cómo hacerlo.

Marta sonrió.

—En Egipto...

—… porque estuvo en Egipto, ¿verdad? —dijo Elena, y ambas rieron con la camaradería surgida entre ellas.

El conde Devereux se encerró en su despacho con la idea de leer el correo, aunque, en realidad, huía de su esposa. Luego, iría al cuadrilátero, si seguía visitándolo no le quedaría un lugar en el cuerpo en el que no le hicieran un cardenal. Sus oponentes empezaban a darse cuenta de que estaba distraído y aprovechaban esa ventaja para golpearle sin un ápice de piedad. Observó el correo que había sobre el escritorio, una de las cartas provenía de China. Al abrirla, sintió una profunda tristeza. Auguste de Chapdelaine había sido asesinado. Al final, luchar contra el contrabando de opio le había costado la vida. Meditó en cómo le daría la noticia a Charles. Su contacto en China le informó de que el hombre que había movido los hilos para matar a Auguste, no era otro que Roger Matherson. Era el mismo hombre que había bailado con su esposa dos veces y del que se rumoreaba buscaba un affaire con la condesa. Si antes no lo odiaba, ahora lo mataría con sus propias manos. Cuando Charles descubriera que Matherson era el responsable de la muerte de su hermano se enfrentaría a ese hombre y, pese a lo que creyera, no tendría ninguna oportunidad.

Elena esperó a la noche para llevar a cabo su plan. Marta la bañó con esmero, le dio un masaje y la untó con aceite perfumado igual que si hubiera preparado un pescado para el horno. Después, volvió a bañarla y por último la espolvoreó con polvos de rosas que la hicieron sentirse como una tarta de azúcar. La señora Williams no dejó nada al azar, como si evaluara a sus tropas de sirvientes revisó uno a uno los camisones de la condesa y optó por el que Rosalyn escogió para la noche de bodas.

—Sé que parece más propio de una fulana —no sabía si escandalizarse por el comentario de la mujer. Comprendía que la señora Williams era muy diferente al resto de mujeres que conocía—, pero de eso se trata. —Alzó los hombros de forma pícara—. Debe ser tan meretriz como ellas en la cama y tan santa como la misma Virgen fuera de ella. —Se santiguó con devoción.

—¡Marta! —exclamó escandalizada la condesa.

—Cuando estuve en España, porque estuve en España, las mujeres de allí tenían un dicho: Hay que ser pu...

—… entiendo qué quiere decir, aunque no sé muy bien cómo hacerlo —le dijo.

Marta le ayudó a ponerse el salto de cama. Elena no estaba segura de que aquella ropa le ayudara. Vestida con esa gasa negra recubierta de lazos y encajes rojos se sentía una mujer pecadora. El camisón no dejaba nada a la imaginación, ni siquiera a la suya, y eso la puso nerviosa. La idea de que la rechazara, de que no quisiera amarla, le atormentaba. Marta le cepilló el cabello dorado y se lo dejó caer a la espalda. Le pintó los labios y le puso algo de color en las mejillas. Igual que si fuera una mujer egipcia le dibujó con kohl los ojos que hicieron que se vieran enormes y seductores.

—¡Está arrebatadora! Ni el más casto de los hombres resistiría no amarla esta noche.

—¿Ahora qué? —confesó desconcertada.

—Ahora baje al despacho, coja un libro de la biblioteca y no le haga caso.

—¡No puedo bajar así! Cualquiera podría verme.

—De eso me encargo yo, no se preocupe —sonrió.

Elena confiaba en esa mujer. Obedeció sus indicaciones y media hora más tarde, bajó a la biblioteca donde el conde leía varias cartas y tomaba un whisky. Se sentía desnuda con aquella ropa y el repaso con los ojos que Laramie hizo de su cuerpo, demostraba que no era solo una impresión.

—Buenas noches —saludó con timidez.

Laramie no respondió, no era cuestión de cortesía, era de estupor, no entendía como la imperfecta flor se había convertido en el verdadero significado de su nombre: Elena. En ese instante, hubiera peleado con cualquiera, pasado mil pruebas y matado por tenerla entre sus brazos. Ella se acercó a la estantería, su bata y camisón dejaba traslucir el trasero con el que había soñado varias veces a lo largo de la semana. La luz de las lámparas de gas reveló el contorno de unos pechos plenos y redondos. Tragó saliva, necesitaba concentrarse en su lectura, conocía lo bastante bien a las mujeres como para saber qué pretendía. Resistiría una segunda vez las tentaciones de esa Circe, se dijo apesadumbrado y derrotado ante lo que veía, él no era ningún guerrero griego, sino francés. Y su esposa había convertido el cumplimiento de su matrimonio en una cuestión tan evidente como la erección que amenazaba con aparecer muy pronto en sus pantalones. Se removió incómodo en el sillón de piel.

—Buenas noches —consiguió responder.

—Quiero un libro, no puedo dormir —explicó de una forma tan inocente que hubiera convencido a cualquiera menos ducho en temas de seducción.

—Imagino que una buena lectura te hará dormir.

Elena miró al suelo, esperaba alguna reacción de su esposo, pero no se movía del asiento. Su excusa era buena hasta que cogiera el libro, luego no podía quedarse delante de él como una estatua.

—Sí —contestó desilusionada, y sintiéndose incómoda por su patético intento de seducción se tapó con los brazos los pechos de forma recatada, avergonzada por su torpeza.

—¿Quizá pueda ayudarte? —Laramie se obligó a levantarse despacio para no tumbarla en el sillón. Aquella estupidez había llegado ya demasiado lejos, era su esposa y esa noche haría valer sus derechos como tal.

Elena retrocedió un paso cuando se acercó a ella con brusquedad. La agarró entre sus brazos y la besó con tanta pasión que creyó soñar. Nada era tan placentero como sentir sus manos acariciar su cuerpo que se movían con ansiedad. Elena respondió de la misma forma. Le quitó la chaqueta con manos temblorosas, tenía ganas de sentir la piel de su esposo. Tocar esos músculos que había visto en su noche de bodas y que él no le había permitido acariciar. Su impaciencia le impidió desabrochar los botones de la camisa. Laramie la ayudó quitándose la prenda y varios de ellos salieron despedidos al suelo. Elena absorbió como si fuera oxígeno el aroma a jabón que desprendía su piel. Acercó la boca a los pequeños pezones y los besó. El conde apretó los dientes, el atrevimiento de su esposa lo endureció como la mayor de uno de sus barcos. En el instante en que tocó su piel con las yemas de los dedos la empujó contra la estantería. Admirada por los fuertes músculos del abdomen recorrió con las manos cada centímetro de su piel morena por el sol.

—Laramie... —gimió esperanzada. Si de nuevo se comportaba como la otra noche jamás se lo perdonaría. Sentía en su interior un fuego ardiente que estaba segura solo aplacaría su esposo.

—Sí —la voz ronca de él le demostró que estaba preso de la misma pasión.

—Por favor... no seas cruel —le rogó con una voz que le sonó a ambrosía.

Laramie disintió con una mirada que apresó por completo a Elena. La primera vez hizo que conociera la montaña de placer para dejarla insatisfecha y frustrada. En esta ocasión no ocurriría algo así, aunque hubiese querido no podría detenerse, había sobrepasado ese límite. Esa noche le demostraría como amaban los franceses. Le bajó el camisón hasta la cintura y tomó uno de los pezones en la boca, jugó con ellos pasando de uno a otro. Elena se retorcía de éxtasis al notar la lengua cálida de su esposo succionar sus pechos, mordiéndolos con suavidad y enloqueciéndola de gozo. A Laramie la entrega de Elena lo estaba matando. La cogió por la cintura y se impregnó del aroma a rosas de su piel, del olor a harén, a seducción, a lujuria y, sobre todo, a mujer. Abandonó sus pechos y recorrió su estómago con leves besos que avivaban en ella el deseo más primitivo. Cuando se detuvo en el ombligo, su sangre bullía como el agua de una tetera. Laramie introdujo la lengua y lo recorrió despacio, sin prisa. Sabía muy bien lo que quería su esposa. Lo notaba en cómo le tiraba del cabello, movía las caderas o en la tensión de su estómago cada vez que su lengua abandonaba esa diminuta cueva para bajar un poco más hacía el rizado vello dorado. Elena enredó el pelo de su esposo entre los dedos. Mientras que las manos de Laramie habían recorrido sus pechos y su cuello dejando una sensación de quemazón que contraía sus entrañas. Pero cuando lamió su centro de placer sintió que mil estrellas se encendían para ella. Aquel hombre la enloquecería con sus caricias, si seguía así, se elevaría a los cielos sin necesidad de fallecer. Él continuó presionando, mordiendo, tocando y jugando con una parte de ella que desconocía causara aquel trance agónico y una lenta muerte. Él tampoco podía esperar más y abandonó las caricias.

—Elena... —susurró en su cuello, para darle la oportunidad de detenerle, si le daba permiso no se comportaría con caballerosidad.

—Sí —la voz de su esposa lo liberó de las cadenas que le retenían.

Laramie no necesitó nada más que esa palabra de aceptación. La alzó en brazos y la apoyó contra la estantería de libros. No podía llegar a ningún otro lugar, ni ella lo permitiría. Lo recibió en su interior como no lo había hecho antes ninguna mujer. Se adaptó a sus movimientos como si fueran un perfecto engranaje mecánico, sin que ninguno de los dos resistiera más el placer que los invadía.

—Termina de una vez con esta tortura —dijo casi con un hilo de voz, clavó las uñas en la espalda de su esposo y con renovado ánimo exigió—: Hazlo como si te cobrara por ello —la vergüenza cubrió las mejillas de su esposa ante las palabras que escaparon de manera indecorosa de su boca.

Laramie sonrió con satisfacción. Algunas mujeres decían vulgaridades en la cama, no le importaba que Elena fuera una de ellas, resultaba excitante esa combinación virginal y obscena que convivía en la personalidad de su esposa. El conde se detuvo y Elena casi lo asesina con una mirada felina y peligrosa, su cuerpo palpitaba y se aferraba al de él como un salvavidas. El conde comenzó un movimiento más lento, más castigador, mucho más lascivo.

—¿Eso es lo que quieres?

—No... sí... —se debatía enloquecida ante el prematuro descubrimiento de ese placer. El tormento que Laramie le infligía era tan abrasador que se quemaría por completo si seguía con aquel martilleo continuo y delicioso.

El conde sonrió complacido. Su esposa era un ángel muy pecador, algo que le gustaría experimentar más adelante. Ella le clavó aún más las uñas en la espalda y supo que no podría continuar con aquel suplicio más tiempo. Fijó en ella la mirada para verle el rostro cuando llegaran al clímax. Quería ver esos ojos verdes como nunca habían mirado a un hombre. Quería ver que ella era suya.

—Laramie... —susurró vencida.

El conde descansó la cabeza en su cuello, la sujetaba por las caderas y permanecía en su interior. Se negaba a abandonar su cuerpo, a pesar de que había respondido de una manera maravillosa, estaría dolorida. Elena lo miró con ojos desilusionados en el momento en que salió de ella.

—Por hoy es suficiente —besó de forma cariñosa la punta de su nariz.

Elena se sonrojó. Ese simple gesto invadió su corazón de felicidad. Debía subirle el sueldo a Marta, aunque la mujer no se pondría muy contenta al ver que la mayoría de los libros de las estanterías estaban en el suelo.

Cinco horas más tarde, Elena despertó en la cama de su esposo con una sonrisa dibujada en el rostro. Esa mañana, Laramie había ido a la estación de King›s Cross. Todavía no la había visto. Todo el mundo hablaba de los ladrillos de terracota y los numerosos arcos que la adornaban. La gente la comparaba con una catedral gótica. Quiso acompañarle, sin embargo, le pidió que descansara. Después del encuentro apasionado en la biblioteca, la condujo a la cama donde le enseñó, con toda la delicadeza y paciencia inimaginable, lo que era el amour français y le había mostrado un mundo desconocido y excitante. Estiró las extremidades con un placer lujurioso. El olor de su esposo aún perduraba en las sábanas y una sonrisa bobalicona y satisfecha surgió en su rostro al recordar lo compartido en el lecho. A pesar de que continuaría mucho más allí, no quería que su cuñada se llevara una mala impresión de ella, así que se levantó y tras un buen baño y un mejor desayuno se sintió con una confianza renovada. Marta la atendió sin hacer ningún comentario. Las sonrisas de ambas y el destrozo de la biblioteca junto con una cama deshecha demostraban que el plan había funcionado. Elena se retiró a la sala de música, tocó varias piezas alegres hasta que se vio interrumpida por las voces y los gritos de su esposo.

—¡Harás lo que se te ordene! —gritaba furioso, y apretaba los puños en un intento de controlar la ira.

—¡No voy a casarme! —contestó con rotundidad la joven con las manos en jarras.

La chica algo más baja que su marido se enfrentaba al conde con una valentía que envidió. Anna era la versión femenina de Laramie. Sus rasgos eran mucho más finos y elegantes, pero la belleza salvaje y el carácter autoritario pertenecían a la familia Devereux.

—¡Me da igual tu opinión! ¡Te casarás con un conde! —su esposo sonó amenazador, algo que ignoró su cuñada al continuar discutiendo con él.

—No me casaré sin amor —aseguró Anna mucho más calmada, y su rostro reflejaba una voluntad firme.

—El amor no tiene nada que ver en un matrimonio, solo trae complicaciones. Los matrimonios sirven para engendrar herederos. Si quieres compañía o alguien que te ame, cómprate un perro. —Los ojos de Laramie se cruzaron con los de Elena y pudo ver que esas palabras la habían herido.

—¿Dónde tienes el corazón? ¿Cómo puedes hablar así de matrimonio? Espero que el tuyo sea un infierno.

—Te aseguro que lo ha sido desde el primer día. —Anna vio a la mujer del pelo dorado que debía ser su cuñada y lamentó que los hubiera escuchado. Había que ser ciego para no darse cuenta de que esas palabras le habían dolido—. Como siempre has dicho: no tengo corazón.

Esta vez, Laramie no miró a su esposa, no quería verse reflejado en sus maravillosos ojos verdes como un monstruo.

—Antes me mataré —insinuó la joven sin mucha convicción.

—Hazlo pronto —le sugirió—, porque en tres semanas decidiré cuál de los condes es el mejor partido a escoger.

Ambos hermanos la ignoraron, Laramie se dirigió a su despacho y Anna subió corriendo las escaleras que llevaban a su cuarto. Elena miró a Marta, quién estaba acostumbrada a los arrebatos de los dos y alzó los hombros en señal de derrota. Elena regresó a la sala de música, desanimada y dolida por comprender que la noche pasada había sido una forma de cumplir con su matrimonio. El conde quería herederos y necesitaba una esposa para ello. Su corazón se contrajo por la pena, por un instante creyó en la posibilidad de que tuvieran una oportunidad, de que la hubiera perdonado. Aporreó las teclas con furia y las lágrimas le impidieron ver la partitura.

En el despacho, Laramie escuchaba la furia de Elena convertida en acordes, que retumbaban en las paredes como cañonazos destruyendo lo compartido la noche anterior. No hacía ni cuatro horas que se había rendido a los encantos de su esposa. Vio con total claridad que Elena sería una condesa espléndida. Jamás había tenido una mujer que se entregara a él de esa forma tan plena y con la misma ansia por descubrir, por experimentar diferentes retos en la cama, sin ningún tipo de pudor. Además, era una auténtica dama por nacimiento, carácter y modales. Una esposa, que hubiera complacido a su madre, y una digna portadora del título Devereux. No podía olvidar sus ojos dolidos cuando escupió aquellas palabras. Su hermana le había enfurecido desde que se bajó del tren. Anna se mantuvo durante casi todo el camino callada hasta que, con fastidio, Laramie le preguntó en el coche qué le pasaba. La joven estalló como la pólvora. Sus protestas lo irritaron tanto que antes de llegar a casa ya estaban enfrascados en una pelea. Se sentía perdido y ya le había costado reconocer que prefería a Elena en vez de Virginia. Compararla con su ángel quemado era imperdonable. Se lamentó de sus palabras, pero ya nada podía hacer por evitar que su esposa pensara que era un hombre cruel. Sacó del cajón del escritorio la carta dónde le comunicaban la muerte de Auguste. Había dilatado demasiado decírselo a Charles, esa noche hablaría con él.

Mientras tanto, en su habitación, Anna lloraba y maldecía al tirano de su hermano. Se decía una y otra vez cómo podía ser tan cruel y condenarla a un matrimonio sin amor. A ella le daban igual los condes, los títulos y la riqueza. Había vivido la mitad de su vida en la pobreza y había sido feliz, aunque reconocía que Laramie en los malos tiempos se ocupaba de que no le faltara nada, incluso sacrificándose él mismo si era necesario. Amaba a Charles y, Charles la amaba a ella. Desde que lo conoció le fascinó el carácter afable y considerado del joven médico. Sus hermosos ojos azules la hacían suspirar cada noche, y sus cartas, eran el único consuelo que tenía encerrada en aquel internado de Viena. Si Laramie descubría que Charles era el esposo que había escogido lo retaría a duelo. Sin embargo, ya era demasiado tarde, su corazón y su mente le pertenecían. Decidida, Anna se dijo que no permitiría que Laramie se saliera con la suya, no se casaría con ningún conde.