Capítulo 2

El camino hasta el burdel más exótico de Londres lo realizó el conde Devereux pensando en la muchacha de mirada penetrante y voz de ángel. Se obligó a que antes de llegar al muelle sus pensamientos se centraran en las noticias que había recibido de China. Tarde o temprano, se desencadenaría una guerra, aunque los comerciantes de opio deseaban un tratado. Los británicos exigían desmesuradas normas a un país asfixiado por un acuerdo abusivo, en el que se beneficiaba a una de las partes, y no era a los chinos. Compañías como la de Roger Matherson deseaban extender sus tentáculos por cada rincón del país y crear un monopolio que ni China ni él aceptarían. Laramie era defensor del comercio legal y comprendía la preocupación de la familia real china por los ciudadanos de su país. El consumo había llegado demasiado lejos. En su desesperación, el emperador escribió una carta a la reina Victoria que entregó al embajador inglés, quien se ocupó de que no llegara a manos de la soberana. Todos sabían que Henry Rogester era amigo personal de Matherson, un hombre sin escrúpulos al que le rodeaba un halo de misterio. Gracias al dinero frecuentaba los círculos selectos de Londres, conocía secretos que aprovechaba en propio beneficio y chantajeaba a aquel que tuviera la desgracia de caer en sus redes. Roger le propuso asociarse con él, al negarse, se ganó un poderoso competidor y un posible enemigo. Creía que ese hombre lo odiaba por algo más que desconocía. Veía en sus ojos un rencor evidente que lo hacía mantenerse alerta cada vez que se encontraban. Laramie comerciaría con opio mientras el negocio fuera legal, prefería trabajar con vino, té y sedas antes que con ese lucrativo y a la vez sangrante comercio. La cuota de barcos permitida para el comercio de opio no siempre era suficiente para hombres ambiciosos como Matherson. En el negocio, todos sabían que Roger disponía de varias fragatas que se dedicaban al contrabando, de esa forma, doblaba las importaciones de opio que llegaban a Inglaterra. Quería todas las que pudiera conseguir y el conde poseía una flota que conectaba los puertos importantes desde China hasta América. Laramie nunca más usaría su nombre ni sus barcos para hacer contrabando, esa vida la había dejado atrás y no volvería a ella. El coche se detuvo en uno de los London›s Docklands. A lo lejos, divisó uno de sus barcos, un bergantín llamado Antoinette como su madre. El barco había traído de China un cargamento de té, seda y porcelana que cobraría en plata, nunca lo hacía de otro modo. En su vida de piratería había aprendido del mejor, John Walker, quien en sus transacciones siempre exigía el oro o la plata como pago por las mercancías. Laramie y Charles se bajaron del coche y ambos subieron por la pasarela a un barco con un gran rótulo dorado en el que habían pintado la palabra «Paradise». Era un viejo navío al que habían dado una mano de pintura y colocado unas velas nuevas. Se trataba del burdel más caro de Inglaterra, donde jugar a las cartas, beber y fornicar hasta el amanecer. Laramie pensó que una copa sería lo primero que tomaría.

—Caballeros —dijo una mujer madura en cuanto posaron los pies en la cubierta del barco.

Madame —respondió Charles con una sonrisa—, cada día está más bella.

—Sois un adulador y un hombre muy atractivo —contestó la dueña del burdel con picardía. Se tocó el pelo con un movimiento que liberó sus pechos aprisionados en el corsé.

—Quiero una copa y no una conversación con esta vieja zorra —interrumpió Laramie enojado.

Se sentía molesto consigo mismo por haberse comportado como un patán con la chica de ojos verdes y ahora hacía lo mismo con la madame. Charles le recriminó el comentario con una mirada reprobatoria.

—Por supuesto —se apresuró a decir la madame acostumbrada a los insultos de los clientes.

El más mayor de los dos no era asiduo de la casa. Se notaba que no era un caballero, al contrario que el joven médico, que sí la había visitado más de una vez en compañía de alguno de sus amigos universitarios. Observó al hombre de los ojos negros con una simulada sonrisa, él le devolvió la mirada teñida de asco. Esperaba algún día concederle el mismo trato. Dio dos palmadas y una chica morena vestida con un corsé rojo y unas esbeltas piernas, apareció ante ellos.

—Jane, acompaña a estos caballeros al salón —le ordenó con dulzura.

—Sí, madame —contestó la chica con una inclinación de cabeza que mostró un bello rostro juvenil.

—Eres muy hermosa —dijo Laramie a la joven prostituta. La muchacha le miró con una sonrisa. La agarró del talle, la besó en los labios y al hacerlo recordó la boca carnosa y sensual de la chica a la que casi había atropellado. No entendía por qué le venía a la mente la joven de las quemaduras, quizá los ojos verdes de la prostituta le recordaron a la muchacha. El remordimiento por cómo la trató le obligó a soltarla—. Primero esa copa, después acudiré a tu cama.

El salón en el que habían convertido varios camarotes del barco se asemejaba a cualquier otro. La decoración marinera le otorgaba un aspecto mucho más lascivo al convertir a las chicas, por unas cuantas monedas, en imaginarias sirenas. Laramie pidió un coñac y se lo llevó a los labios con calma.

—Esta noche estás de muy malhumor. ¿Qué te ocurre?

Charles Chapdelaine le debía todo lo que era a ese hombre. Pagó sus estudios de medicina y su manutención. Nunca le dijo el motivo de tal generosidad, salvo que se lo adeudaba a Auguste. Gracias a ello había conocido a Anna, la hermana de Laramie, de quien se enamoró desde el primer instante en que la vio. Había sido durante un verano, Devereux lo invitó a pasar unos días en Viena. La oportunidad de conocer un país como ese fue un regalo para su pasión viajera. No lo dudó y aceptó la invitación. Laramie le confesó que uno de los motivos de viajar hasta esa parte de Europa Central era su hermana Anna, que vivía en un internado para señoritas en la ciudad. La muchacha prefería quedarse allí hasta alcanzar su mayoría de edad o él decidiera encontrarle un marido con quien desposarla. No imaginó que su destino estaba pronto a cambiar. El día en que conoció a la joven de pelo oscuro, uniforme infantil y ojos de hechicera, su vida se trasformó en un pozo oscuro y sin sentido. Al principio, la culpabilidad, el deshonor por creer que traicionaba a Laramie le obligó a contenerse, a resistir la tentación de escribir a la muchacha. Pero su amor y el deseo fueron armas tan poderosas que no tuvo más remedio que rendirse sin condiciones. Al final, terminó por escribir una larga y apasionada carta que aún le avergonzaba recordar. Cuál fue su sorpresa, el gozo que sintió y la alegría que lo invadió cuando ella contestó a su misiva con la misma intensidad y acaloramiento. Después, el correo se intensificó y durante unas cortas vacaciones, Charles viajó a Viena. Allí se declaró a Anna y ella le confesó su amor; el problema es que ninguno traicionaría a Laramie, algo que los atormentaba y enfurecía por igual.

—Los negocios y esa maldita apuesta —confesó, y se bebió de un trago la copa—. Ponme otra y deja la botella —ordenó al camarero.

—La bebida no te ayudará a solventar ninguna de las dos cosas —dijo Charles al quedarse solos.

—He sido un auténtico estúpido... comprometerme con una MacGowan.

—¿No es lo que querías? Casarte con una bella dama de la aristocracia… —rio Chapdelaine.

—Sí y jamás pensé que fuera tan fácil ni que la oportunidad me la diera una partida de cartas, pero la joven es tan... tan...

—Inglesa —concluyó la frase.

Ambos emitieron una carcajada que relajó a Devereux al recordar la respuesta de Elena. ¿Desde cuándo había empezado a llamarla por su bello nombre? Tomó otra copa para desterrar la imagen de la joven de su cabeza.

—Me preguntó cómo se haría esas quemaduras.

Desde que se instaló en Londres, Devereux había asistido a la mayoría de las fiestas orquestadas por la alta sociedad londinense y nunca la había visto. Por sus modales y orgullo no era una criada. Tal vez una institutriz o un pariente pobre de la familia que viviera en aquella casa. Daba igual quién fuera, tenía otros problemas que resolver mejor que pensar en ella.

—Supongo que no lo sabremos nunca —respondió con una sonrisa impuesta.

—Me gustó su voz —recordó Charles avivando en Laramie la imagen ofendida de la muchacha con total nitidez.

—Un ángel quemado —susurró, aunque su amigo logró oírlo. Eso es lo que le parecía, un hermoso ángel con las alas quemadas por el fuego.

—Nunca la hubiera descrito mejor —aseguró Charles, y le golpeó la espalda de forma amistosa.

Devereux miró el fondo del vaso y creyó ver los ojos verdes de la mujer traspasar la coraza que tanto le había costado construir, luego se bebió de un trago la copa.

Al fondo de la sala, el camarero dejó la segunda botella de ron en la mesa de un hombre que fumaba un habano. Era un caballero generoso, según las chicas, se rumoreaba que tenía gustos extraños y, además, dolorosos. Esta vez, estaba más interesado en los dos jóvenes que habían llegado una hora antes que en las mujeres. No dejaba de observarlos con una evidente animadversión. Esa noche, Roger estaba acompañado de uno de sus hombres. Como siempre, vestía con una pulcritud enfermiza, poseía una mirada fría y autoritaria, desprovista del más mínimo calor. El camarero bajó la vista con respeto.

—¿Deseáis algo más? —preguntó con timidez.

Se colocó la bandeja delante del cuerpo a modo de protección. Recelaba de un tipo tan limpio, callado y cuya fama había cruzado los océanos. Si no querías terminar como comida para los peces era mejor no tenerle de enemigo. Tenía un aspecto refinado y elegante que junto con un cabello canoso le concedía un aire honorable; una fachada que ocultaba una capa de perversidad que era mejor no descubrir.

—¿Ves a esos hombres? —señaló al conde y el camarero asintió—. Les invito a una copa.

—¿De parte de quién es la invitación? —prefería asegurarse de que daría su verdadero nombre.

—De Roger Matherson —contestó con voz clara para que no hubiera dudas.

El camarero se marchó con rapidez para cumplir la petición de Matherson.

—Podríamos matarle —dijo el acompañante de Roger cuando el camarero ya no podía oírle. Un tipo de voz aguda, al que llamaban Antro, que para nada pegaba con un cuerpo de complexión grande.

—Sería demasiado fácil, necesito que sufra y de esa forma no lo haría. —No entendía cómo se rodeaba de gente tan incompetente como Antro. Hombres incapaces de ver que era mucho mejor construir una tela de araña donde atrapar a los enemigos antes que matarlos—. Desaparece —ordenó molesto por la falta de visión de su hombre.

Antro se levantó y se marchó como le había pedido Roger.

Mientras tanto, el camarero se apresuró a cumplir la petición de Matherson. Se acercó a la mesa y sirvió dos copas del mejor bourbon que había en el barco. Los dos caballeros se giraron para ver quién les invitaba. Roger, entonces, se acercó el bastón a la frente a modo de saludo.

—Es como un grano en el culo —aseguró Laramie al devolverle el saludo con la mano.

—Es peor que eso —le recordó Charles—. Mi hermano ha perdido a muchos de sus feligreses gracias a ese hombre y al comercio del opio. Además, no se detendrá hasta que consiga que se vaya y Auguste es demasiado terco para permitir que un tipo como ese se salga con la suya. No quiero que le haga daño —dijo, como si con decirlo en voz alta nada malo le ocurriera a su hermano.

—Auguste podía hacer bien en no meterse con Matherson. No podrá luchar contra el opio, ni siquiera el emperador Quin lo ha conseguido. Hará que lo maten.

El chico se levantó sin que Devereux tuviera tiempo para detenerlo e impedir que cometiera una imprudencia.

—No queremos nada de usted. —Charles dejó las copas en la mesa de Roger con tanta fuerza que volcó su contenido. El líquido manchó los pantalones de color crema del comerciante.

—Entiendo —dijo, y se quitó las manchas con un pañuelo de encaje que mojó en una de las copas que había en la mesa.

—¡Charles! —intervino Laramie, aquel insulto no sería olvidado por un hombre como Roger.

—¡Mi hermano se juega la vida todos los días! —Charles ignoró a Laramie y continuó con su discurso—. Tipos como este le envían matones para asustarlo —expresó con una amargura que conmovió a su amigo.

—Esa es una acusación muy grave.

El conde observó cómo los ojos marrones de su adversario comercial controlaban su enfado. Había visto a ese hombre partir la mandíbula a otro por mucho menos.

—Discúlpelo —pidió Devereux—, ha bebido demasiado.

—Como todos —dijo con una sonrisa que le recordó una falsa mueca de máscara de carnaval.

—Camarero —llamó Devereux—, acompañe al señor Chapdelaine al camarote dieciséis—. Charles no se resistió, Laramie le lanzó una mirada que le traería consecuencias si el joven no obedecía la orden. El muchacho en su retirada agarró una botella de whisky y se la llevó.

—Ha hecho bien —aseguró Matherson cuando vio al médico seguir al camarero—, otro insulto y le hubiera enseñado una dura lección.

—Eso hubiera sido el menor de los problemas.

Roger asintió, consciente del duelo que se libraba entre los dos. Luego, estudió al hombre que le recordó a sí mismo no hacía tanto tiempo. Ese joven poseía una fuerza innata que trasmitía con todo el cuerpo, la barba recortada le hacía algo mayor. En cambio, el rostro cuadrado le otorgaba una autoridad con la que amedrentaba a muchos hombres y despertaba el deseo en la mayoría de las mujeres. Desconocía su edad, aunque rondaría los treinta. Llevaba el pelo largo, en contra de la moda, pero le caía en los hombros con una masculinidad que envidió. Le recordó a los capitanes de antaño, marinos curtidos en los mares. Se fijó en el agujero de la oreja y supuso que la alta sociedad londinense no vería con buenos ojos el aro de pirata que no hacía mucho llevaba con orgullo. La envidia y el odio se apoderaron de él al contemplar un ejemplar masculino que atraería a las mujeres como abejas a la miel. El rencor hacia Devereux lo forzó a beber otra copa de ron.

—Espero que me acepte una copa, brindaremos por su matrimonio.

A esas horas estaba seguro de haberse convertido en la comidilla de Londres. Ganar una esposa en una partida de cartas no podía ser muy usual.

—Por supuesto —aceptó Laramie.

No le gustaba Matherson, notaba que ese hombre ocultaba sus sentimientos bajo una máscara de amistad impuesta y estudiada. Su instinto no dejaba de avisarle de que no se fiara de él.

—Los MacGowan son una vieja familia, aunque no tan importante como fue la vuestra. —El conde apretó los dientes al escuchar las palabras de Matherson, quien con una sonrisa torcida desvió la conversación a otra parte—. Hombres como nosotros no necesitan apellidos. La historia nos recordará como los mejores comerciantes que nunca haya existido. Y una recompensa tan bella como lady Virginia es pago suficiente.

El dardo de Matherson dio directo a la diana. La familia Devereux había sido la más importante de Francia hasta que su padre cayó en desgracia. Ser monárquico en la II República fue un delito que le llevó a la muerte y a la ruina. Sabía muy bien lo que era el hambre y la miseria después de haberse criado en la opulencia. El empeño de su padre por reclamar lo que consideraba justo y propio de un caballero, pensó con desagrado, como si un caballero no tuviera que comer o vestirse, hizo que su madre se hundiera en el fango. Él era un muchacho el día en que los soldados arrestaron a su padre. Lo encarcelaron en la Bastilla y ni siquiera las amistades de su madre consiguieron un pase para que pudiera verlo. Incluso una noche oyó como le confesaba a Marta, la única criada que no se había marchado de su lado, como la habían despojado de sus propiedades. Sus amistades le dieron la espalda, pero gracias a la astucia de Marta ocultaron algunas de las joyas familiares. Al final, todo se convirtió en un trozo de pan o de leche y lo único que a su madre le quedaba era su porte y una belleza aún por marchitar. Una noche, se entregó a uno de los guardias de la Bastilla y en pago, le permitió ver a su marido. Le confesó a Marta el asco que sintió cuando ese hombre la tocó. Las lágrimas de su madre eran como golpes para él. Supo que ese recuerdo le perseguiría toda la vida, sintió un rencor tan grande por su padre que el día en que lo ejecutaron se negó a presenciar su muerte. Dos meses más tarde, su madre murió, el resto era mejor no recordarlo.

—¿No le molesta que se la robara? —preguntó el joven con desconfianza tras tomarse una copa para olvidar.

—Un poco, lo reconozco, aunque se me pasará pronto. —Roger alzó los hombros en un gesto de estudiada derrota—. He de confesarle que al contrario que usted, jamás me casaría. Soy demasiado viejo para esa jovencita tan llena de vida y tan bella.

En un arranque de heroicidad, había salvado a la chica de las garras de Matherson, y había caído en las suyas. Reconocía que era bella, tanto que no tendría comparación con ninguna otra joven casadera de Londres. Pero era insípida, con una conversación vana y gustos tan alejados de los suyos como la distancia entre la tierra y la luna. Por suerte, esas faltas de cualidades las suplía con un apellido tan honorable y antiguo como el de su familia y eso le bastaría para engendrar buenos hijos herederos de la casa Devereux.

—Espero que sí —respondió orgulloso por su adquisición—, mi esposa será una Devereux, y como tal, será la mujer más bella, elegante y hermosa de ambos países. Mi familia siempre ha obtenido lo mejor.

—Debo confirmarle que esta vez lo ha conseguido. —Matherson alzó de nuevo el vaso a modo de brindis antes de beber el contenido—. Es una joven encantadora con una piel muy hermosa.

—¿Su piel? —preguntó extrañado Laramie.

—No hay nada como tocar la suave, lozana y lisa piel de una mujer. ¿No está de acuerdo?

Las palabras de ese viejo zorro le trajeron a la memoria a la chica de las quemaduras. Se estremeció al imaginar cómo sería tocar todas esas cicatrices y por una vez estuvo de acuerdo con ese canalla de Matherson.

—Brindemos por ello.

Laramie aceptó el brindis, lo que en un principio le había parecido una estupidez ahora se había convertido en algo que celebrar. Su boda con Virginia MacGowan era lo mejor que podía pasarle.

—Si me disculpa, para un viejo ya es hora de retirarse. —Una de las chicas se acercó al hombre y mantuvo la cabeza agachada.

—No os entretendré más.

Laramie le dio la mano y Matherson apretó con fuerza en un pulso silencioso. Al marcharse cojeaba más que en otras ocasiones. Todo el mundo decía que Roger Matherson ocultaba un oscuro y tenebroso pasado. Pertenecía a una familia de varias generaciones de comerciantes y era heredero de toda una flota. Sin embargo, su vida se truncó tras la muerte de su familia. A partir de ese día se trasformó en un hombre cruel cuya ambición era el único motor que movía su existencia. Laramie no envidiaba el destino de ese hombre, solo esperaba no terminar como él. Acabó la bebida y se dirigió al camarote dieciocho.

Roger apretó el bastón con ambas manos. El encuentro con el conde le había despertado más aún sus ganas de venganza. El odio que sentía hacia ese hombre era tan abismal que ni siquiera el océano más profundo podría compararse con él. La muchacha que lo había seguido cerró la puerta. La joven se quitó la ropa en silencio y Matherson recorrió con calma cada rincón de su cuerpo con el bastón. La chica temblaba de miedo al imaginar algunas de las cosas que le habían contado sus compañeras sobre él. El comerciante intentaba controlar el estado de ira que lo embargaba tras su encuentro con Devereux. Ella quiso abrazarle, demostrarle que estaba dispuesta a complacerle. Las pequeñas manos de la joven se lanzaron en un ataque suicida hacía el cuerpo del comerciante, pero sus ojos se agrandaron por el miedo. Roger había sacado de su chaqueta una fusta de caballo y el primer golpe la dejó sin aliento. La muchacha aulló de dolor presa del pánico más absoluto. Matherson continuó golpeándola, una y otra vez, no veía lo que hacía, ni siquiera apreciaba que la mujer se había arremolinado a sus pies como un ovillo de lana desmadejado. La chica se protegía la cara, mientras que el resto de su cuerpo recibía la furia del hombre. Cansado y sudoroso se detuvo. La prostituta se arrastró por el suelo dejando un reguero de sangre en su lastimosa huida. Matherson no la ayudó, ni siquiera sintió remordimientos por lo que había hecho. Se imaginó poder hacerlo con la prometida del conde. Quizá algún día se le presentara la oportunidad de resarcirse por lo que ese hombre le había quitado.

En el camarote, Laramie se encontró con una muchacha de pelo rojo y ojos verdes. Maldijo esa noche, parecía que todas las putas de ojos verdes se habían reunido en ese barco. La chica estaba desnuda, Laramie empezó a quitarse la ropa cuando unos gritos de Charles le detuvieron. Entonces, la puerta se abrió y la muchacha se cubrió el cuerpo con una sábana. Devereux se giró para ver quién osaba a entrar de esa forma en la habitación.

—¡Tiene que ser ella! —Charles más borracho que nunca, con los pantalones puestos, balbucía palabras incoherentes—. Viste esos ojos, nunca he visto unos ojos tan verdes. Un ángel quemado —dijo, y se agarró al marco de la puerta para no caer—. ¡Tú lo dijiste! Un ángel quemado —farfullaba con voz pastosa.

Una rubia de grandes pechos lo abrazó con intención de arrastrarlo a la habitación. Charles se soltaba del abrazo una y otra vez.

—Cariño, volvamos al cuarto —le dijo con dulzura.

La joven prostituta le agarró las manos y las llevó hasta sus pechos, Charles se deshizo de la invitación con un leve empujón.

—¡No! ¡Laramie! Debes disculparte con nuestro ángel quemado. Sé que no fuiste un caballero. No sé qué le dijiste, pero no se despidió de mí y me gusta. Es una dama, sé que lo es.

El conde había tenido bastante esa noche. Su amigo se había emborrachado y ese tema le obsesionaría hasta que se le pasara la borrachera. No se enorgullecía de su comportamiento ni franqueza. La vida en las calles le había enseñado un par de cosas. Una de ellas era que debías construir una coraza fuerte y resistente que no se derrumbara con las palabras, las armas más poderosas y crueles de todas. No se había comportado como un caballero ni nunca lo haría. Su padre se encargó de que así fuera, su caballerosidad y honor le condujo a la horca, no cometería el mismo error. El dinero podía comprar títulos y tierras, y eso era lo que conseguiría con un casamiento adecuado. Necesitaba unos hijos que heredaran sus negocios y una esposa que llevara su apellido con orgullo como le prometió a su madre y creía que al fin lo había logrado. La caballerosidad era para gente como Chapdelaine, gente con corazón, no para tipos como él.

—Te llevaré a casa —dijo con resignación.

—¡No! Iremos al 109 de Trafalgar Square —insistió malhumorado el joven.

—No iremos a ningún otro sitio que no sea tu casa. Esta noche has bebido demasiado y es mejor que duermas la borrachera.

—Pero... nuestro ángel quemado, quiero saber quién es —alzó el brazo para mostrar la autoridad de un juez—, necesito saberlo.

Entonces, se derrumbó en la chica, que intentó sujetarlo para que no cayera al suelo. Laramie acudió a auxiliarle. La muchacha había desaparecido para un instante más tarde regresar con la ropa de Charles y Devereux le colocó la camisa sobre los hombros. Cuando lo soltó en el asiento del Cab, el coche que manejaba sin cochero, se despertó y le agarró de la manga de la chaqueta.

—La asustaste..., ¿te fijaste en sus ojos verdes?

—Sí, sus ojos —algo que le había perseguido durante toda la noche, como sus labios gruesos tan tentadores como una fruta dulce y jugosa, y para zanjar la insolencia de su mente calenturienta, añadió—: y las quemaduras.

Laramie le puso el sombrero con tanta fuerza que le tapó los ojos.

—Eso ha sido muy cruel. —Charles alzó el dedo.

—Sí, soy un hombre cruel y tú un joven con gran corazón. Estoy seguro de que esa muchacha no desea que un borracho y un francés aporren su puerta a las tantas de la madrugada.

Charles rio del comentario de Laramie.

—No —dijo Charles—, mañana... mañana averiguaremos quién es nuestro ángel quemado.

—¿Para qué? —preguntó Devereux con una seriedad que le sorprendió a él mismo.

—¿Para qué? —repitió Charles—. A veces, estás demasiado ciego para ver lo que tienes delante. No todos los días encuentras a un ángel y da igual si tiene las alas quemadas, seguirá siendo un ángel.

Laramie recordó el instante en que la sujetó, su perfecta boca, la mirada penetrante que le traspasó con una sagacidad hiriente. Evocó el sonido de su voz que calmó de inmediato el rencor que siempre habitaba en su interior. Sin embargo, no podía olvidar las quemaduras de su mentón. Había visto a hombres en el mar con cicatrices semejantes y en la mayoría de los casos provocaban rechazo. Imaginó que la vida de esa muchacha sería mucho peor. No conseguiría un marido, ni tampoco tendría hijos. Se vería relegada a ser criada o la amante de algún hombre con extravagantes gustos. Esas imágenes le produjeron desasosiego.

—¡Vamos! Cállate de una vez o te juro que te tiro al río —amenazó con una seriedad que Chapdelaine a pesar de la borrachera acató con premura.

Laramie se subió al pescante del coche y azuzó a los caballos. Deseaba que amaneciera, olvidar a esa joven y la mejor forma de hacerlo era comprando cientos de rosas blancas para enviarlas a su prometida. Esperaba que lord Troy MacGowan no se opusiera al enlace, si eso ocurría, contaba con un pagaré firmado por Virginia en el que aceptaba una propuesta de matrimonio.