Capítulo 10

Durante las dos semanas siguientes, Laramie la trató con cortesía, aunque en ningún momento le pidió que compartieran el lecho. Necesitaba tiempo para aceptar que nunca tendría un matrimonio como el de sus padres. En cada encuentro entregaría su corazón, mientras que él solo la visitaría hasta que engendrara un heredero.

Laramie parecía evitarla de forma intencionada. Sus ausencias a la hora de la comida y la cena le permitieron conocer mejor a su cuñada. Elena comprendió que Anna estaba enamorada de Charles, con oír el nombre del joven médico, se ruborizaba. Cualquier mención a su persona era respondida con una defensa atroz que ya hubieran querido muchos reyes entre las filas de sus soldados. Se alegró de veras por ellos, apreciaba a los dos. A pesar de la impresión que le causó el primer día, era una joven amable y sensible que defendía su amor. Elena la envidiaba. Para Laramie su matrimonio jamás se basaría en ese sentimiento. Deseaba creer que lo compartido con él la noche de la biblioteca no fue una actuación del conde. No sería capaz de conformarse con esas pocas migajas. Después de saber que lo amaba, quería mucho más, quería ser la dueña del corazón de Laramie, el problema es que quienes lo conocían aseguraban que carecía de él. Así que para compensar su dolor decidió ayudar a los jóvenes enamorados. Esa mañana, tocó el piano para Anna, su cuñada no dejaba de suspirar. Al terminar una última pieza que la muchacha ni siquiera escuchó, decidió que debían animarse y el mejor sitio para hacerlo era el taller de Cossete.

—Hoy iremos de compras —propuso, Anna la miró con vehemencia.

—No tengo ganas —aseguró la chica con un hilo de voz.

—¡Vamos! —la animó—. Será divertido, te aseguro que el taller de Cossete es lo mejor que encontrarás en Londres. Gastaremos unas cuantas libras de tu hermano —le guiñó un ojo, y Anna aceptó la pequeña venganza.

—Está bien, además, te aseguro que serán algo más que unas cuantas libras —retó belicosa la joven. Elena sonrió con timidez, no esperaba una reacción como aquella y temió cómo se tomaría aquel gasto extra su esposo. Al ver el gesto de duda en la cara de su cuñada, añadió—: Laramie nunca ha sido tacaño ni avaro conmigo.

Esperaba que Anna tuviera razón, no tenía ganas de enfrentarse a su marido. La situación ya era bastante complicada.

Anna terminó comprando prendas interiores, sombreros y dos vestidos. Uno era para asistir a un baile, tenía varias capas de muselina de distintos colores pastel y otro más sobrio para pasear por la mañana. Elena optó por un vestido en color turquesa con un hermoso encaje negro que bordeaba el escote, el bajo de la falda y rodeaba el talle haciendo de ella una mujer seductora.

—¡Estás preciosa! Tus cicatrices apenas se notan —aseguró con sinceridad Anna.

Se miró en el espejo, su cuñada tenía razón. El aceite que Marta le aplicaba todas las noches había mejorado las rojeces de las quemaduras. Aún eran muy visibles, pero no eran repulsivas; habían adquirido un tono blanquecino que la señora Williams disimulaba con polvo de harina cuando tenía que ponerse un vestido escotado.

—Gracias. —Se metió en el probador y Cossete le ayudó a quitarse las cintas del corsé.

En ese instante, un par de señoras entraron en la tienda. La costurera cometió el error de no haber cerrado la puerta del taller como hacía cuando estaba con sus clientas preferidas. Intentó salir de inmediato, la condesa la sujetó del brazo cuando escuchó el nombre de su marido. La modista la miró a los ojos y negó con la cabeza, Elena no la soltó. Cossete lamentaba que se enterara de lo que todo Londres ya murmuraba.

—El conde Devereux debe ser un amante excepcional —se escucharon risitas apagadas—. Visita a la Albridare todas las noches y le han visto salir de su casa de madrugada —dijo una de ellas.

—No me extraña —respondió la otra—, su esposa es un monstruo y, además, una arpía manipuladora, lo engañó muy bien para cazarlo.

—Pobre hombre, imagina lo que debe ser cumplir con sus obligaciones matrimoniales casado con una mujer quemada.

—¡Horrible!

Elena evitaba derramar las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Laramie tenía una amante y la había tenido desde el primer día. No podía pedirle explicaciones, porque ella lo había engañado, de forma vil, para casarse. Pero descubrir cómo los celos asolaban su interior la destrozaron.

—La marquesa Albridare es una mujer muy bella con gustos extravagantes que deben atraer a cualquier hombre. Dicen que estuvo un tiempo en un harén para aprender todos los secretos de la seducción.

Elena no aguantó más la humillación y dos lágrimas gruesas brotaron de sus ojos. Se sentía avergonzada al pensar que su marido y la marquesa se habrían reído de ella por sus intentos patéticos de seducirle. El día de la biblioteca tuvo que disfrutar al compararla con la experimentada marquesa, con una mujer que conocía el arte de la seducción como ella las partituras de Beethoven. Imaginarlos en la cama era perturbador y al mismo tiempo doloroso. El conde había conseguido su objetivo. Se había vengado de la peor manera posible. Había descubierto allí mismo que lo amaba, que le amaría toda la vida, que su corazón le pertenecería para siempre. También, que Laramie era más cruel que ningún otro hombre al hacerle creer que le importaba, que aquella noche había sido especial y que ella lo había seducido. Cuando, en realidad, estaba tejiendo la red de una venganza. Se mordió el puño para evitar un grito. Cossete salió hecha una furia y echó a las mujeres de allí hablando en francés. Anna que lo había escuchado todo desde su probador se apresuró a entrar en el de su cuñada y la encontró llorando.

Esa tarde, Anna irrumpió como un basilisco en la sala de música donde Elena se había refugiado para lamerse las heridas.

—¡Quiere casarme con lord Chapman! —La joven miró a su cuñada con los ojos enrojecidos por el llanto.

Elena comprendió la desesperación de la chica. Lord Chapman podía ser su padre, era un tipo barrigón y calvo con fama de borrachín y poco hablador.

—¡No puede ser cierto! —Se levantó y se acercó a su cuñada para abrazarla. La muchacha hipaba por el llanto y la desesperación.

—Es asqueroso. —Anna se paseaba por la habitación como un felino enjaulado—. Te aseguro que me mataré si me obliga a casarme con él.

—¿Estás segura de que es lord Chapman el escogido?

—Acaba de decírmelo —los ojos de la chica le suplicaron que hablara con su esposo.

—Él no me hará caso —aseguró entristecida por la situación.

—¡Por favor! —rogó.

Elena respiró hondo y se dirigió a la biblioteca. Golpeó la puerta con los nudillos, dos veces, y esperó a que le diera permiso para pasar.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —acertó a preguntar, y se sintió tan cohibida como una alumna ante el despacho de la directora de un internado.

—Pasa —Laramie la observó con una fingida falta de interés, suficiente para ver bajo sus hermosos ojos unas ojeras tan grises como las velas negras de viejos barcos anclados en un puerto.

—Quiero hablarte de Anna. —Se sentó frente a él y Laramie se puso tenso al escuchar el motivo de la visita.

—No hay nada de qué hablar —el conde continuó escribiendo en una hoja.

—No creo que sea así, debes entender que...

—… no te metas en esto, no entre mi hermana y yo —le dijo con una violencia tan evidente que Elena se encogió en el asiento.

—Ese hombre es repulsivo —la cara de asco de su esposa causó en Laramie ganas de reír.

—Ese hombre es conde y cada uno se conforma con lo que le toca en el matrimonio. —Elena entendió muy bien las palabras.

El conde Devereux tenía que conformarse con una mujer como ella, sin belleza ni dinero. Después de lo que había oído en el taller de Cossete su corazón la traicionó y furiosa se puso en pie y gritó:

—¡No tienes corazón! Condenarás a tu hermana a una vida horrible.

—¿Y tú? —la acusó molesto porque lo considerara alguien sin sentimientos. Se le veía hermosa lanzando destellos verdosos por los ojos en defensa de su hermana. Tenía las mejillas enrojecidas por la pasión lo que reavivó su deseo por ella. Laramie no quería responder, pero la cólera pudo más que su prudencia—. ¿No pensaste que al engañarme tendría una vida horrible?

Esta vez, Elena enmudeció, tenía razón. Cuando lo planeó no imaginó que entregaría el corazón en ese negocio, si no jamás lo hubiera hecho.

—Bien que le has puesto solución —le recriminó, y apretó los puños a causa de las ganas que tenía por agredirle.

Nunca había sido una persona violenta, aunque su esposo despertaba en ella no solo sensaciones maravillosas, también, otras de las que no se sentía nada orgullosa.

—¿A qué te refieres? —Laramie no comprendía el cariz que aquella conversación tomaba.

—¿Ni siquiera piensas reconocerlo? —Los ojos de Elena fulminarían con la mirada a una piedra—. Supongo que os habréis reído de mí muchas veces, de tu quemada esposa y sus patéticos intentos por seducirte. Sé que no puedo obtener tu perdón, pero no era necesario mancillar mis sentimientos… —Elena enmudeció por lo que acaba de confesar y las lágrimas brotaron de sus ojos sin que ella lo advirtiera.

Al ver el dolor en el rostro de su esposa, Laramie quiso explicarle el motivo de sus visitas a la marquesa. Todo estaba relacionado con el opio y la muerte de Auguste. La casa de la marquesa era la más segura y lo único que arriesgaba era la reputación de marido fiel, algo que no le importaba, no imaginó que llegaría a oídos de Elena. Verla de esa manera en cierta forma le alegró, al demostrarle que no solo se había casado por su dinero como pensó en un primer momento. Comprendió que le importaba su matrimonio y, por tanto, él. Sin embargo, no le contaría la verdad, no la pondría en peligro y lamentó que su forma de protegerla la dañara. La joven, consciente de lo que había confesado y que Laramie se había dado cuenta de sus sentimientos hacía él, se giró y quiso marcharse. El conde fue mucho más rápido y rodeó con las manos su cintura.

—No puedo explicártelo. Confía en mí —le rogó. Era lo único que podía hacer.

Elena miró los ojos negros de su esposo y se perdió en ellos. Laramie llevaba dos semanas deseándola, necesitaba amarla en ese mismo instante. La cogió en brazos y la llevó hasta el escritorio, con una de las manos lanzó al suelo los papeles, las plumas y libros en los que había trabajado. La echó sobre la mesa y se apoderó de su boca, con tanta pasión que creyó estar en un mar confuso y tormentoso. Laramie la enloquecía con solo tocarla. Carecía de la fuerza y la dignidad suficiente para mantenerse firme en la decisión de no dejarse arrastrar por la poderosa atracción que ejercía sobre ella. Cuando la acariciaba de esa forma se sentía plena. Entonces, su corazón, su alma y su cuerpo le pertenecían y le daba igual con cuántas mujeres se acostara o el precio de su traición. Durante el instante en que lo sentía en su interior, el mundo se reducía a ellos dos y se engañaría pensando que la amaba. Laramie le alzó la falda y agradeció que careciera de aros y armazones para vestir en casa. Desgarró los calzones y la penetró con furia, quería que supiera que le pertenecía. Elena se agarró a su cuello para no dejarlo escapar. Le recibió en su interior húmeda y por completo entregada. Laramie con cada embestida quería demostrarle que la necesitaba y que cada día sin tocarla o sin ver sus bellos ojos eran una tortura. En el instante en que ambos llegaron al clímax se dejó caer despacio encima del cuerpo de su esposa. Elena estaba exhausta, satisfecha y feliz. Lo perdonaría, se dijo con una sonrisa.

—Deja de visitar a la marquesa, por favor —le pidió, mientras él aún estaba en su interior.

—No puedo —pronunció consciente del daño que le causaría.

La rigidez del cuerpo de Elena fue muy evidente para Laramie. Comprendió que la magia de la pasión que ambos habían protagonizado en esa habitación se había roto. Le había rogado que abandonara a su amante y se había negado. Lo empujó con firmeza y se cubrió con timidez. Laramie la dejó hacer, sabía muy bien cómo se sentía.

—¿Por qué me has hecho el amor? —preguntó mirándole a los ojos.

Laramie quería decirle la verdad, pero un desliz, un simple error y mandaría al diablo toda la trama que habían construido para apresar a Roger Matherson.

—Eres mi esposa, necesito un heredero y lo haremos cuantas veces sea necesario para conseguirlo —al decir esas palabras sintió que apuñalaba la confianza de su mujer.

Elena no se hubiera sentido tan sucia si le hubiera pagado. Se bajó de la mesa y con toda la dignidad que pudo reunir, se marchó sin decir una palabra. El conde la dejó ir, esperaba que después de castigar al asesino de Auguste, lo perdonara.

Durante las tres semanas siguientes, evitó encontrarse con su esposo. Desayunaban a horas diferentes, comían a horas distintas y procuraba acostarse cuando Laramie no había regresado de casa de la marquesa. Anna, en cambio, se había convertido en un fantasma. La muchacha se había encerrado en su habitación y solo aceptaba las bandejas de comida que Marta, con mucha paciencia, conseguía que terminara. El ama de llaves veía con claridad la situación: Elena amaba a Laramie, él sentía algo por su esposa y no entendía por qué tenía una amante. Anna estaba enamorada del joven Charles y el médico, con verla, se conformaba, incapaz de desafiar al conde. La mujer movió la cabeza con pesar y rogó para que Dios pusiera orden en aquel desastre.

Dos noches más tarde, la señora Williams llamó a la puerta de la habitación de Elena.

—¿Condesa? —preguntó ante la penumbra que envolvía el cuarto.

—Señora Williams, me duele un poco la cabeza —mintió.

—Para eso tengo una solución perfecta —dijo, y sacó del impecable delantal blanco un sobre.

Elena se incorporó de la cama, estaba pálida y con los ojos enrojecidos. Además, apenas comía y sus platos quedaban intactos, casi sin tocar.

—¿Qué es?

—Una invitación a un baile —respondió entusiasmada la mujer.

—Diga a mi esposo que no pienso ir.

—Señora, no creo que tenga opción —dijo conciliadora la mujer.

Elena salió de la cama y arrancó el sobre de las manos de la señora Williams. La mujer quiso advertirla de que el conde no estaba solo, pero se dirigió hacia la puerta que separaba los dormitorios como uno de los jinetes del Apocalipsis. La condesa abrió la puerta sin llamar. Laramie estaba afeitándose. No le agradaba que nadie moviera una navaja sobre su cuello. Estaba con el torso desnudo y los tirantes de los pantalones le caían hasta los muslos. Elena tuvo que recordar para qué había ido ante la distracción de los músculos de la espalda de su marido, y el maravilloso tatuaje con su blasón. Un hombre de mediana edad estaba sentado en la cama y se limpiaba las uñas con un afilado puñal. Al verla, se puso en pie e hizo una inclinación propia de un aristócrata. Ante el silencio del conde él mismo se presentó.

—Soy Saúl, el contramaestre del Antoinette. —Tomó la mano de la condesa y la besó.

Era un hombre apuesto a pesar de los muchos años pasados en alta mar. Tenía unos modales de otra época, parecía español. Se alisó el bigote con un gesto de coquetería.

—Encantada —respondió Elena con una tímida sonrisa.

El conde observó los dos hoyuelos que se dibujaron en el rostro de su esposa y le falto poco para rebanarse el cuello.

—Capitán, no me contó que la condesa era una sirena de los mares, pero mucho más bella —Elena se sonrojó.

—Saúl, jamás le contaría a un viejo pirata como tú que poseo una perla tan bonita —bromeó el conde. Sus ojos se encontraron con los de Elena y ella apartó la mirada.

—Algún día tiene que visitarnos en el Antoinette. Los muchachos querrán conocer a la mujer que ha atrapado a nuestro capitán —Saúl no imaginó que al pronunciar esas palabras había causado un insultante recordatorio para Devereux que alteró el humor del capitán.

—Encárgate de que la mercancía llegue sin contratiempos —ordenó Laramie, en su voz se apreciaba cierta nota de resentimiento.

Saúl conocía muy bien al joven capitán. Había recorrido muchos mares en su compañía. Era justo la mayoría de las veces e implacable con los hombres que atentaban contra las leyes que imponía en su barco. Esa mujer le alteraba más que cualquier otra. Observó a la joven que había engañado al conde. A pesar de no moverse en las mismas esferas, aún tenía oídos y había escuchado la forma en que se había casado con la chica equivocada. Aunque viendo esos ojos tan hermosos creía que pronto cambiaría de actitud. No había sido inmune a su voz de sirena ni tampoco a que era una verdadera dama.

—¿Si hay algún problema, capitán? —preguntó.

—Te ocupas de él como siempre. —Laramie se giró para mirar a Saúl con la cara enojada. Elena contempló una frialdad terrible en sus ojos—. No quiero errores.

—No los habrá —contestó, y movió el puñal mientras hacía un gesto de cortar un imaginario cuello. Elena retrocedió un paso, asustada. El contramaestre guardó de nuevo el puñal en la funda y tomó la mano de la condesa para besarla en un gesto de pura galantería—. Condesa —dijo con un saludo de la cabeza que en otras circunstancias la habrían hecho reír.

—Señor —tartamudeó Elena temblando.

El contramaestre se marchó y con su marcha le arrebató la valentía con la que había entrado en esa habitación para negarse a la orden que su esposo le había dado. Tragó saliva un par de veces ante la indiferencia de Laramie, que continuó afeitándose.

—No iré a ninguna fiesta, no soy un perro amaestrado al que puedas llevar de la correa cuando quieras y dónde quieras.

—¿Todavía no estás preparada? —preguntó con disgusto e ignoró sus palabras.

—Y no lo estaré —el gesto de desagrado de su esposa avivó de nuevo el fuego de su furia y el resentimiento.

Laramie, al igual que Marta, prefería un enfrentamiento directo contra ella, aún recordaba el último en el despacho, al absentismo en el que se había encerrado los últimos días.

—Irás. Te lo pide tu esposo y lo harás.

Elena parecía una locomotora de vapor, furiosa y decidida. Laramie siguió afeitándose sin mirarla, aunque hubiera acariciado esas rojas mejillas y comido a besos su boca que apretaba en un mohín enfadado.

—¡Eres horrible! ¡Un monstruo sin corazón! Un...

—… soy un conde que necesita que su esposa se comporte como tal —dijo con calma y alzó una de las cejas.

Elena tuvo suficiente, sin pensarlo, agarró uno de los libros de una estantería más cercana y se lo lanzó a la cabeza. Nunca había tenido buena puntería y dio en la jofaina. El agua mojó los pantalones de Laramie, quien pronunció unas cuantas palabras que ella jamás había oído y que seguro no eran demasiado elegantes. Se giró satisfecha por su valentía y se dispuso a prepararse para asistir a una fiesta. Aún no había estrenado el último vestido que le compró a Cossete. Esa noche se sentía con ganas de ser la mujer más mundana de todo Londres. Marta le guiñó un ojo, entendía muy bien qué pretendía, ahora ella lo pondría en práctica.

—¿Qué vestido se pondrá? —preguntó con una sonrisa el ama de llaves.

—El de color turquesa con encajes negros. —Los ojos de Elena relucieron ante la elección y la señora Williams asintió entusiasmada.

Esa noche, Laramie recibió en el hall a su hermana, al verla se sintió lleno de orgullo. La joven parecía un hada de los bosques envuelta en capas y capas de muselina de suaves colores. Su bello rostro estaba menos triste. Se alegró de que al final comprendiera la decisión que había tomado. Entonces, Elena bajó por las escaleras, estaba arrebatadora. El vestido le otorgaba un aspecto demasiado seductor. Una punzada de celos, porque los demás hombres en la fiesta advertirían lo que él había visto, le obligó a apretar los dientes. El cuello blanco y el nacimiento de los senos de Elena eran una tentación para los sentidos. Hubiera besado esa parte de su piel cuando pasó a su lado, pero se contuvo y les ofreció el brazo a ambas mujeres.

En la fiesta, Charles ya los esperaba. Al ver a Anna su embelesamiento fue evidente para todos, menos para Laramie. Nunca imaginaría que su amigo tuviera otras intenciones lejos de las fraternales hacia la muchacha. Anna puso los ojos en blanco al comprender lo ciegos que llegaban a ser los hombres en cuestiones de amor. La música empezó a sonar y Charles pidió permiso a Laramie para que le permitiera bailar con Anna. Cuando los jóvenes se alejaron Elena los observó con una sonrisa cómplice.

—Esta noche estás preciosa —le susurró Laramie al oído con una clara admiración en los ojos.

—Gracias —contestó con frialdad—. Ahora si me disculpas, voy a saludar a unos amigos de mis padres. Tu marquesa está en aquella esquina. No creo que nadie se sorprenda si la saludas. Tu esposa quemada no será un estorbo en vuestra relación.

Laramie enmudeció ante el ataque que le lanzó su esposa. No solo su aspecto había cambiado. Se imaginó aplacando esa nueva faceta de indomable fiera en la cama y sintió la boca reseca por el deseo que había empezado a surgir en él. Alcanzó una de las copas que los camareros ofrecían a los invitados y la apuró de un trago. Elena se alejó a saludar a sus conocidos. Varios caballeros se volvieron para ver la trasformación de la condesa Devereux. Trató de calmarse, aunque viendo como movía las caderas su esposa, necesitaría algo más que la copa de champán para evitar abordarla.

Mientras tanto, Charles se sentía en el mismo cielo por tener entre los brazos a Anna. La había amado desde que la conoció. No se imaginaba una vida sin su presencia. Pronto sería de lord Chapman, ese patético y miserable hombre. Ese caballero no había hecho nada para merecer tales títulos, salvo querer casarse con su adorada Anna. La pena le agobiaba. La muchacha, por su parte, cometería cualquier locura por estar con Charles, pero el médico se negaba a ser el responsable de su deshonra. Ambos se escabulleron del baile al apreciar que Laramie no dejaba de vigilar a Elena con un gesto de posesión que incitó más de un comentario sobre el matrimonio. Esa noche, la condesa se sentía poderosa, aunque no era la única que vio la jugada de los jóvenes, la vigilancia de Laramie ni su atractivo. Roger Matherson iba a jugar sus cartas. Necesitaba acercarse a Elena y la mejor forma sería a través de su cuñada. Siguió a los jóvenes y se hizo el encontradizo.

—Señorita Devereux, esta noche está maravillosa. —Charles se giró belicoso al escuchar de quién se trataba.

—Muchas gracias, señor...

—Roger Matherson —se presentó, y tomó las manos de la joven en un gesto galante que Charles le hubiera borrado de un puñetazo.

—Mucho gusto, señor Matherson —respondió de manera encantadora. No era tan ingenua. Los había pillado y quería ganarse su amistad, Matherson lo aprovechó de inmediato.

Roger observó a la muchacha. Su hijo tendría la misma edad si Devereux no hubiera acabado con él de una forma tan cruel y salvaje. Ahora, le haría sufrir arrebatándole lo que más quería, a su familia. Sintió un esquivo remordimiento por la joven, parecía inocente y feliz al lado de Chapdelaine, pero Laramie Devereux era un monstruo que debía pagar una deuda.

—El gusto es mío. —Charles agarró del brazo a Anna para alejarla de ese hombre, entonces, Matherson dijo—: No veo a su hermano por aquí. Quizá no es buena idea que dos jóvenes se queden solos por mucho tiempo en un jardín tan bonito, cuando muy pronto se hará público su compromiso con lord Chapman.

Charles enrojeció de furia y si no hubiera tenido a la muchacha cogida por el brazo le habría dado un puñetazo a ese mentecato. Anna asintió desconcertada. No era estúpida, un escándalo no la ayudaría a casarse con Charles, enfurecería a Laramie y lapidaría cualquier oportunidad de escapar con el hombre que amaba.

—Mi hermano no tiene porqué enterarse —respondió restregándose las manos con nerviosismo, y miró con cierto desprecio a los ojos del comerciante.

—Desde luego, querida, aunque un favor se paga con otro favor —sonrió Roger y mostró una perfecta dentadura.

—¡Maldito perro! —gritó Charles—. ¡No estábamos haciendo nada indecoroso!

—Por favor —pidió Anna para que las voces de Charles no atrajeran la atención de otros invitados—, ¿qué quiere?

—Dicen que su cuñada toca como los ángeles. Me encantaría asistir a alguna velada musical en la que toque el piano, sé que es una virtuosa de ese instrumento.

—Así es —Anna evaluó la petición, y consideró que no era comprometedora para su cuñada o para ella—. Supongo que podría venir mañana a tomar el té.

Charles le hubiera dado un par de azotes por cometer la estupidez de invitar a Matherson. En vez de eso, su gesto se crispó hasta que se le juntaron las cejas y evidenciaron que la invitación de Anna le había disgustado.

—Asistiré encantado, mañana a las cinco —besó la mano de la joven y se alejó con una sonrisa satisfecha por cómo se habían desarrollado los acontecimientos.

Charles agarró por los hombros a Anna y la zarandeó con cierta violencia.

—¡No tienes ni idea de quién es! —Los ojos de Charles estaban enrojecidos de ira. Anna lo miraba sin comprender—. ¡Es el asesino de mi hermano!

Anna lanzó un pequeño grito de espanto ante dicha confesión. Charles la soltó cuando varias parejas se acercaban hacia donde estaban. El médico se escabulló por uno de los caminos del jardín ya que si los veían juntos daría lugar a habladurías e incluso a un escándalo. Su única intención había sido la de ser amable y evitar que su hermano se enfrentara al hombre que amaba. Si Charles tenía razón y Matherson era el asesino de Auguste, se preguntaba qué interés tendría en Elena.

Mientras tanto, en la fiesta, Laramie estaba a punto de incumplir todas las normas de buena conducta al ver como su esposa coqueteaba con un caballero. Bailaba con un tipo alto y diría que atractivo, que con sus comentarios le hacía reír. La forma en que se acercaba a su esposa colmó su paciencia y mandó al fondo del océano sus buenos modales.

—Quisiera hablar con mi esposa —pidió, y rodeó con las manos la cintura de Elena sin esperar el permiso del caballero y empezó a girar por la pista de baile.

—¡Eres un…! ¡Un… rudo, bárbaro, torpe y zopenco! —Elena era incapaz de definir con una palabra la actitud descortés de su esposo—. ¿Cómo has podido ponerme en evidencia delante de todo el mundo?

—¿En evidencia? No soy yo quien se restregaba con ese imbécil.

—¿Restregarme? —y se detuvo en mitad del baile—. No soy una de esas rameras que visitas en tus viajes.

Laramie contuvo la respiración unos instantes. Hubiera tumbado a su esposa sobre las rodillas y enseñado cómo un grumete debe comportarse ante un capitán. En su lugar, optó por una actitud mucho más fría y amenazante.

—Señora, jamás la compararía con una de las rameras que visito en mis viajes. No quisiera perjudicarla en la comparación.

El resto de las parejas los miraron cuando Elena abofeteó al conde. Al instante, creyó morirse de vergüenza, pero aún no había sido suficiente. Lord Norfolk ofendido por las maneras de un hombre que distaban mucho de ser las de un caballero se acercó a la pareja.

—Conde Devereux —dijo, y al utilizar el título lo hizo con un manifiesto desprecio—. Creo que su esposa ha dejado claro que esta noche no desea su compañía.

—Haría bien en meterse en sus asuntos si no quiere que le parta la boca —respondió sin mirarle. En cambio, fijó la mirada en la de Elena.

—No es usted un caballero.

—No, no lo soy —contestó con una sonrisa que hizo que lord Norfolk retrocediera un paso—. Le sugiero que se retire.

Lord Norfolk miró a derecha e izquierda y notó como el resto de invitados observaba sus movimientos. Cometió el error de alzar el brazo para agredir a Laramie, entonces, Devereux se defendió golpeándole en el pecho, el impacto lo lanzó al suelo ante el espanto de Elena y la sorpresa de los presentes.

—Si vuelve a meterse en mis asuntos, y mi esposa es uno de ellos, le haré avanzar por la tabla de uno de mis barcos. Le aseguro que es el trato más caballeroso que recibirá por mi parte. —Se giró hacía su esposa y le ofreció el brazo.

Sus palabras confirmaron a Elena que su esposo era un hombre pendenciero y muy peligroso.