Capítulo 11

Al día siguiente, Roger Matherson, tan puntual como la reina Victoria, se presentó en casa del conde Devereux a las cinco de la tarde. Tras la confesión de Anna no tuvo más remedio que tocar el piano. No se encontraba muy bien, se sentía cansada y creí tener algo de fiebre. De todos modos, agradecía que Laramie no estuviera en casa esa tarde. Si la encontraba en la sala de música con Roger, después de lo que había sugerido el periódico, quizá su esposo perdiera por completo las maneras y ella no se encontraba con fuerzas para afrontar otra discusión.

—Señor Matherson, ¿alguna preferencia en especial? —preguntó Elena rígida como una estatua de alabastro ante el piano.

Roger notó el nerviosismo de la condesa. No dejaba de retorcer las manos en un intento vano por disimular su inquietud. Se había vestido con un anodino y triste vestido gris que acentuaba su palidez y sus ojeras. Parecía acalorada, como si estuviera enferma. Tenía que darse prisa en contarle el motivo de su visita, pero la presencia de su cuñada alteraba sus planes.

—Ninguna —contestó, y Anna le ofreció asiento.

La joven llamó al servicio para que sirvieran el té. La condesa se sentó ante el piano y empezó a tocar una melodía que trajo a Roger ciertos recuerdos olvidados de una vida que había perdido hacía mucho tiempo. Esa mujer poseía un don fascinante, durante un instante, sintió un ápice de culpabilidad. Alguien con esa sensibilidad sería fácil de destruir cuando le confesara la razón que le había llevado a pedir esa velada musical.

—Señorita Devereux —irrumpió en la habitación la señora Williams—. Hay alguien que ha venido a verla.

Elena y Roger sabían muy bien de quién se trataba, así que la joven, olvidándose de la obligación de permanecer junto a su cuñada, salió de la sala de música. Marta estaba indecisa, no dejaría a la señorita y al joven doctor solos por miedo a los rumores que desencadenarían las malas lenguas. Aunque dejar a la señora en compañía de ese hombre tampoco le inspiraba confianza. Un gesto de Elena con la cabeza la obligó a cerrar la puerta y acompañar a la señorita Devereux.

—Señor Matherson, ¿a qué ha venido? No creo que la música sea lo único que desea escuchar en esta velada. —Elena se tocó la frente con una de las manos. Estaba acalorada y creía que la fiebre le había subido.

A Roger le gustó la sinceridad y valentía de esa joven. Se notaba que había afrontado muchas cuestiones difíciles a lo largo de su corta vida.

—Tiene razón —declaró sin tapujos, y sin dejar de girar el bastón jugueteó con él en las manos.

—Usted dirá. —Permaneció sentada en la banqueta del piano. Había empezado a tener dolor de cabeza y quería terminar cuanto antes aquella visita.

—Quiero hablarle de su esposo. —Roger apreció como la joven palidecía, así que ella lo amaba, lo que mejoraba las cosas—. Ambos estamos en el negocio del opio —no estaba seguro de si tenía conocimiento de los negocios de Devereux, la condesa asintió y continuó hablando—, las cosas no han sido fáciles para mí, necesito una flota y usted puede dármela.

—Lo que usted me pide no agradaría a mi esposo. —Se puso en pie y se dirigió a la puerta—. Ya le dije en otra ocasión que no le vendería los barcos.

—No he venido solo por eso. —Elena se detuvo al ver el rostro colérico del hombre—. Su marido es un monstruo que asesinó a mi esposa y a mi hijo.

Elena no quería creer nada de lo que le contaba ese hombre, pero Laramie había sido contrabandista y muchas otras cosas más en el pasado para sobrevivir. Las dudas crecieron en su pecho como las malas hierbas. Quizá había cosas que era mejor no sacar a la luz. Estar casada con un posible asesino de mujeres y niños le pareció tan horrible que su tez palideció como la de un cadáver.

—¡Eso es mentira! —se obligó a defender a su esposo sin mucha convicción. No sabía nada de él, en realidad; desconocía por completo la vida de su marido, antes, e incluso después de su matrimonio.

—Créame —aseguró el hombre con seriedad y cierta tristeza.

Elena negó con la cabeza sus palabras. Abrió la boca para decir alguna cosa en defensa de su esposo y Roger la acalló con el resto de la historia:

—Mi esposa y mi hijo estaban en uno de mis barcos. Devereux subió a él, lo abordó y lanzó al agua a sus ocupantes. Luego, prendió fuego al barco, aunque antes encerró a mi familia en la bodega.

—¡No puedo creerlo! —Elena se negaba a creer que bajo la naturaleza de su esposo se escondiera un asesino.

—Condesa —la palabra le sonó a Elena insultante tras las dudas que ese hombre había sembrado en su matrimonio—. No le voy a engañar. Quiero una justa venganza y de paso destruirle, le juro que lo haré con o sin su ayuda.

Roger Matherson se dirigió a la puerta y tras cerrarla una sonrisa malévola se dibujó en su rostro. Laramie se llevaría una desagradable sorpresa cuando hablara con su esposa, la joven parecía a punto de desmayarse.

Elena aguantó hasta que Matherson salió, luego cayó al suelo. El comportamiento que había conocido de su esposo le había enseñado que era un hombre peligroso y sin corazón. Alguien con esas actitudes era posible que fuera un asesino. En ese instante, al comprender que se había enamorado de un hombre tan cruel, el dolor fue tan intenso que cuando la señora Williams la encontró, necesitó llamar a uno de los sirvientes y a Charles para que la atendieran. La condesa Devereux estaba sumida en tal estado febril que Marta envió un mensaje a la casa de la marquesa de Albridare.

El sirviente con librea verde entró en el despacho donde el conde estaba reunido con el embajador francés. A duras penas y bajo más de una amenaza, Devereux había contenido las ganas de Charles por vengarse del hombre que había matado a su hermano. Le había prohibido enfrentarse a Roger, él se encargaría de que ese bastardo pagara cada uno de los atropellos que había cometido.

—Jampier —dijo Laramie—, si Matherson descubre nuestra jugada huirá de Inglaterra.

—Mi querido amigo, hemos interceptado sus barcos. Nuestros hombres esperan las órdenes para abordarlos, es cuestión de tiempo...

El embajador francés se calló al observar la presencia del sirviente. Los representantes de Inglaterra y Estados Unidos miraron al lacayo con cierta desconfianza.

—Henry —dijo la marquesa—, ¿qué ocurre?

—Disculpen —dijo el hombre con acritud ante las miradas de recelo de los invitados de la marquesa.

—Henry es de confianza —añadió de inmediato la mujer—. Habla, por favor.

—Han traído esta nota urgente para el conde Devereux.

Laramie leyó la nota en francés de la señora Williams y todos apreciaron en su rostro una inquietud.

—¿Ocurre algo? —La marquesa se jugaba mucho en aquellas negociaciones, pero era una mujer sensible y comprometida. Y la cara del conde presagiaba que le habían comunicado muy malas noticias.

—Mi esposa ha enfermado, me voy a casa —contestó, y su preocupación resultó muy evidente para los asistentes a la reunión. Su actitud alegró a la marquesa, había apreciado mucho a Victoria y a Robert MacGowan y deseaba de corazón que su hija fuera feliz.

—Por supuesto, espero que se recupere.

Marta no había especificado qué le pasaba, solo que fuera a casa y que lo hiciera lo antes posible. Su preocupación por Elena le resultó agónica. Jamás había sentido algo parecido por ninguna otra mujer. Ocupó el lugar de su cochero y azuzó al caballo con tanta fuerza que el animal voló en lugar de cabalgar a través de las calles de Londres. Al llegar, un sirviente le esperaba con la puerta abierta, subió las escaleras de tres en tres y casi sin aliento entró en la habitación de su esposa. Anna sentada en la cama cogía la mano de Elena con cariño. Charles le tomaba el pulso y la señora Williams le ponía compresas de agua fría en la cabeza. Si algo le sucedía a Elena nunca se lo perdonaría. Verla en aquel estado, tan pálida, le afligió tanto que incluso su hermana temió por él.

—¿Qué tiene? —preguntó casi sin voz.

—No lo sé, la señora Williams la encontró así —dijo Charles.

Anna se lanzó a los brazos de Laramie llorando y culpándose de la situación. Su hermano no comprendía qué había ocurrido mientras estaba en casa de la marquesa.

—Tranquila. —Le acarició la espalda para que dejara de llorar y le explicara qué había pasado—. Vamos a la biblioteca.

Charles miró a Anna e intuyó que cuando le contara lo ocurrido estallaría como una tormenta en alta mar. Dejó a Elena al cargo de la señora Williams y bajó con ellos.

Anna se paseaba por la habitación retorciéndose las manos y sin dejar de llorar. Laramie se sirvió un brandy y ofreció otro a Charles. El muchacho miraba con congoja a su amada y con cierto temor la reacción de su amigo.

—Anna, ¡por Dios! —suplicó Laramie, después de beber de un trago la copa y pasarse dos veces las manos por el cabello en un gesto de impaciencia—. ¿Qué le ha pasado?

Su hermana se detuvo en mitad de la biblioteca y lo miró a los ojos. El rostro de la joven estaba tan pálido que Charles temió que se desmayaría, pero era más fuerte de lo que su frágil cuerpo aparentaba.

—Ha sido mi culpa... yo... la obligué... ella no quería —hipaba y sollozaba mientras hablaba.

Laramie la hubiera zarandeado hasta sacarle alguna palabra que tuviera sentido y le aclarara qué había llevado a Elena a ese estado. Imaginar que pudiera perderla, le atormentaba. Decidió ante la confusión de Anna hacerle preguntas en vez de esperar a que le relatara lo acontecido esa tarde.

—¿Por qué ha sido tu culpa?

—El que tocara para Roger Matherson —respondió con los ojos anegados de lágrimas.

Al escuchar el nombre de ese hombre palideció de furia. Ese tipo era capaz de muchas cosas, los ojos del conde miraron con una preocupación genuina a Charles en busca de respuestas. Él negó con la cabeza. Elena no había sufrido ningún ataque físico. Fuera lo que fuera que le hubiera hecho ese hombre no la había rozado ni con un dedo. Eso relajó en algo la cólera de Laramie, aunque seguía sin comprender por qué Anna obligó a Elena a tocar para ese hombre.

—¿Por qué le pediste eso? —preguntó inquisitivo.

—Porque... —Anna miró a Charles en busca de auxilio.

—Anna y yo salimos en el baile al jardín, Roger nos siguió y amenazó con levantar un testimonio indecoroso —intervino el joven.

El rostro del conde mostró un arrebato de furia que intentó controlar.

—Pensé que serías algo más inteligente. Comprometer a mi hermana de esa forma es algo impropio de ti. —Charles apretó los dientes para no contestar, no era el momento de confesarle sus sentimientos. Laramie estaba lo bastante enfurecido para cometer alguna estupidez.

—Lo siento —se disculpó.

—De eso ya hablaremos más tarde —sentenció el conde—. Después de que tocara para él, qué pasó.

—No lo sé —confesó Anna con la vista fija en los pies y avergonzada por su actitud.

—¡Cómo que no lo sabes! —Golpeó la mesa y resonó como un cañonazo en alta mar, profundo, intimidatorio y destructivo.

—No estaba allí —terminó por confesar con la vista fija en sus zapatillas de seda rosa.

—¿Y dónde estabas? —preguntó entre dientes.

—Charles vino a verme y salí a recibirle.

—¡Fuera! —estalló tan enfadado con ellos que mejor era que desaparecieran de su vista cuanto antes.

—Necesito que me perdones —suplicó Anna, y se acercó a su hermano. Él no le negó el abrazo, pero en ese instante el amor que sentía por ella se resquebrajó. Le costaría mucho perdonarla y jamás lo haría si Elena moría.

—Charles —preguntó temeroso de la respuesta—, ¿cómo está de grave?

—No tiene nada físico, sin embargo, su mente se encuentra en un estado de impresión tan grande que la fiebre se ha apoderado de ella. Si supera esta noche es probable que todo vaya bien. —Las palabras del joven médico renovaron su esperanza.

—¿Qué puedo hacer? —Por primera vez en su vida se sentía perdido.

—Evitar que el calor de su cuerpo aumente.

Charles le sirvió una copa y se la entregó, luego cogió el brazo a Anna y con ella se dirigió a la puerta. Laramie apuró su bebida y se sirvió dos copas más de brandy. Se había enfrentado a muchos peligros y en la mayoría de las veces sintió un temor que pudo controlar. En cambio, ante la noche de incertidumbre que le esperaba el terror se apoderó de él. Se puso en pie y subió a la habitación de su esposa.

Charles había dado orden de que la señora Williams dispusiera de agua fría cada media hora. Las compresas debían cambiarse y con ellas refrescar el cuerpo de Elena para bajarle la temperatura. El ama de llaves la había vestido con un camisón sencillo de verano que facilitaba el trabajo. A Laramie se le hizo un nudo en la garganta cuando la vio en aquel estado. Parecía una niña, su larga melena dorada se desparramaba por la almohada en mechones húmedos y apelmazados. Tenía las mejillas enrojecidas, hubiera entregado la mitad de su flota porque ese sonrojo no fuera por la fiebre sino por el placer que él le causaba. Pasó las manos por el cabello y suspiró de manera derrotista.

—Saldrá de esta —aseguró Marta con una sonrisa cansada.

—Marta, yo lo haré. Vaya a descansar un rato.

La señora Williams asintió agradecida, sus regordetas piernas no la sostendrían por mucho más tiempo. Se marchó de la habitación rogando a Dios que la señora se recuperara.

Laramie permaneció a su lado toda la noche aplicando las compresas de agua fría. En mitad de la madrugada, Elena se agitó con violencia.

—¡No es verdad! ¡No ha matado a esa mujer y a ese niño! —gritó dominada por una pesadilla.

—Cariño, es un sueño —intentó despertarla.

Elena abrió los ojos vidriosos y vio cerca de ella al objeto de su inquietud. Las dudas, como un parásito, invadieron su mente febril y quiso alejarse de él. Se defendió con fiereza y arañó a Laramie. El conde no comprendía ese temor que parecía algo más que el producto de la fiebre. Tiró de la campanilla y una doncella apareció de inmediato para ayudarle a calmarla. Charles, que no se había marchado, al escuchar los gritos de la condesa entró en la habitación y al observar el estado de agitación en el que se encontraba le obligó a beber unas gotas de láudano. La respiración de su paciente se tranquilizó poco a poco y, al final, cayó en una languidez que angustió aún más al conde.

Tras varias horas, Elena superó la fiebre y tanto la señora Williams como Laramie agradecieron a los cielos que así fuera. Todavía tendría que descansar. Charles diagnosticó que, tras dos noches sin fiebre, la condesa había vencido el episodio con la única recomendación de que debía permanecer tranquila y sin sobresaltos. La mente era muy frágil y sin saber qué originó ese estallido de enfermedad el médico aconsejó no alterarla en ningún sentido. Laramie, después de la primera noche, dejó en manos de Marta el cuidado de Elena, ya que cada vez que estaba cerca, creía ver desconfianza y miedo en los ojos de su esposa. Esos sentimientos le atenazaban el corazón. Descubrir que ella lo amaba lo había henchido de felicidad y desenterrar sus sentimientos hacia Elena había sido perturbador. En esos días, el temor a perderla se convirtió en un arma tan dañina que nada le importaba en el mundo si no lo compartía con la única mujer a la que amaba. Darse cuenta de los sentimientos que albergaba hacía ella le había tranquilizado. Los días se sucedieron sin que su esposa cambiara de actitud hacia él. Cuando Laramie visitaba a Elena, ella permanecía callada, tensa si él se acercaba demasiado y evitó de todas las maneras posibles confesar qué había pasado la tarde en que la visitó Matherson. A pesar de que Laramie se armó de paciencia, a veces pensó que su esposa había levantado un muro de granito entre ellos.

Esa tarde, se abordarían los barcos de Matherson, esperaba que la operación fuera rápida, discreta y efectiva. Devereux en compañía del embajador leía un telegrama. Un año antes se habían necesitado diez días para recibir lo que, con los nuevos descubrimientos y avances, tan solo había tardado tres minutos en llegar a Inglaterra desde Estados Unidos. El mensaje era claro: barcos apresados.

Ya habían pasado tres semanas desde que Elena recibió la visita de Matherson. En esos días, ella evitó cualquier contacto o conversación con su esposo. Cada vez que lo veía le asaltaban las dudas sobre lo que el amante de su tía le había contado. Esa noche, como el insomnio le impedía dormir igual que cuando era niña, bajó a la biblioteca. No había oído regresar a Laramie de la casa de la marquesa, ese comportamiento infiel era algo más que añadir al dolor que ya sentía. No encendió ni siquiera una vela, por el recuerdo de lo ocurrido en su infancia y se acurrucó en uno de los sillones de respaldo alto. El olor a tabaco y a cuero viejo que desprendía la habitación la adormiló. De repente, el ruido de una puerta al abrirse la despertó de un sueño agradable. Se mantuvo inmóvil, dispuesta a no desvelar su presencia y así advirtió que era Laramie con el embajador francés y el secretario del ministro. Sintió curiosidad por saber qué tramaba a esas horas impropias para una reunión de trabajo. La voz de su esposo sonó rotunda.

—Ahora queda acabar con él, darle muerte. No imaginan cuántas ganas tengo de que eso suceda.

Elena sintió que el corazón se le helaba, si alguna vez había tenido alguna duda acerca de la capacidad de su marido para cometer un asesinato, aquellas palabras eran la demostración de que se equivocaba.

—Brindaremos por ello —respondió un cuarto hombre que Elena no reconoció.

—Lo haremos ahora mismo —anunció el conde—, antes permítame que coja los documentos del escritorio y vayamos al salón a brindar con uno de mis mejores vinos traídos especialmente de Francia.

Elena se acurrucó aún más en el sillón, temió ser descubierta. Los murmullos de los hombres y la puerta de la biblioteca al cerrarse le indicaron que el peligro había desaparecido. Se escabulló a la sala de música, necesitaba tocar, evadirse de aquella terrible verdad, sobre todo, cuando sus sospechas estaban a punto de confirmarse, esperaba un hijo del conde. No dejaría que lo criara un asesino.

Ajeno a lo que había desencadenado en el seno de su hogar, Devereux sirvió una copa de vino a cada uno de los invitados a la reunión.

—Cuando se entere de la noticia de que sus barcos han sido hundidos veremos cómo reacciona, aunque presiento que será igual que si le hubiera clavado un puñal. Ese hombre los ama como si fueran miembros de su propia familia. Deben asegurarme de que se enterará de quién ha orquestado su operación y derrota. Por supuesto, será apresado cuanto antes. ¿Tengo su palabra?

—Así es, pero hay que hacerlo con discreción y sin que se levanten sospechas o el pájaro volará —dijo el embajador.

—Tengo la ocasión idónea para ello —intervino Devereux. Los dos hombres lo miraron a la espera de sus palabras—. Será en la fiesta en la que se anunciará la fecha de la boda de mi hermana con lord Chapman. Tan solo les pido que nadie advierta que Matherson es arrestado.

—No se preocupe —aseguró el secretario inglés—. Le prometo que nadie le echará de menos.

Tres horas más tarde, Laramie se despidió de los tres hombres y escuchó las notas del piano. Se alegró de que tocara de nuevo. En los últimos días, ni siquiera se había acercado a la sala de música. El conde sonrió complacido, pronto Roger se pudriría en una prisión inglesa. Abrió la puerta de la sala de música y durante un instante, permaneció inmóvil ante la imagen de su esposa. La música la envolvía y el cuerpo de Elena se mecía con cada nota que sus manos interpretaban como la primera vez que la vio tocar. Su pelo dorado caía por su espalda y no se resistió a la tentación de acariciar uno de los mechones. Cuando su esposa fue consciente de ello dejó de tocar. La música se detuvo y notó un dolor certero con la misma brusquedad como alguno de los golpes que a veces recibía en el cuadrilátero.

—Si me disculpas —dijo, y se puso en pie.

—¿Tan repugnante te parece mi presencia? —No quería pelear, sino besarla, confesarle sus sentimientos.

Jamás había amado a ninguna mujer como había descubierto que la amaba. El dolor y el deseo se entremezclaban con una inmisericorde voluntad. Los ojos de su esposa brillaban como dos esmeraldas relucientes y frías que no necesitó que contestara. La rabia por su desagrado provocó en Laramie deseos de hacerle daño, de devolverle el golpe, aunque se calmó al apreciar en su rostro una enorme tristeza.

—Estoy cansada —mintió.

—¿Qué te ha pasado?

Ver sus ojeras y su palidez le obligó a intentar reconciliarse. La sujetó por la muñeca y la tensión de ella fue tan obvia que la soltó de inmediato.

—Quiero marcharme, incluso estoy dispuesta a darte el divorcio.

El conde no daba crédito a lo que escuchaba. El divorcio para una mujer como ella significaba ser excluida de todo círculo social, prefería eso a vivir a su lado. El rencor se instaló en el corazón de Laramie.

—Lo siento, querida —esa palabra la pronunció como un insulto—. Un Devereux se casa hasta que la muerte los separe. Puedes ir acostumbrándote.

—Jamás me acostumbraré a vivir con alguien que... que...

—… no tienes otra opción —dijo colérico—. Te recuerdo que fuiste tú la que me obligaste a casarme contigo.

Laramie la miró a los ojos, sin entender a qué se refería, pero intuía que estaba a punto de escuchar algo terrible. Lo miraba como si fuera el mismo Herodes. Entonces, su esposa salió corriendo de la sala de música, la dejó marchar. Sería inútil retenerla.

Elena subió a su habitación con la única esperanza de que aún no fuera tarde para que Roger Matherson aceptara comprarle los barcos que tanto deseaba. Su esposo había sido tan generoso que, en el regalo que hizo a Virginia, había incluido una cláusula por la cual su prometida, la señorita MacGowan, tenía la autoridad suficiente para ejercer la venta, compra o cualquier otra gestión sobre esos barcos sin el consentimiento de su futuro esposo. Elena supuso que para Devereux era lo más romántico que un hombre podía hacer por una mujer. Miró la escritura de propiedad, no entendía de ventas, así que tendría que confiar en la honradez de Matherson, aunque dudaba que tuviera mucha. Escribió una misiva en la que le citaba a que la operación de venta se realizara el único día en que podría verle sin levantar las sospechas de su esposo, durante la fiesta donde se anunciaría la boda de Anna. Le escribió aceptando la transacción y le urgía que el dinero se lo diera en mano esa misma noche. Antes haría algo mucho más peligroso que vender los barcos, ayudaría a Anna y a Charles a fugarse para que contrajeran matrimonio. Al menos, ellos alcanzarían la felicidad. Les entregaría la mitad del dinero que consiguiera para que iniciaran una nueva vida. Sacó un pequeño maletín y metió dentro su antiguo vestido gris y un abrigo. Días antes, supo gracias a Cossete que la hermana de una de sus clientes necesitaba una institutriz y había considerado la idea. Ahora, había llegado el momento de aceptar la oferta de empleo. La costurera francesa le contó a los Karisgston que Elena era una joven huérfana sin familia. El engaño duraría hasta que se notara su embarazo.