Capítulo 13
Dos días más tarde, la señora Williams preocupada por el conde entró en su despacho. Lo encontró dormido en el sillón con varias botellas vacías de whisky a los pies. Llamó a un sirviente y le ordenó que ofreciera un té al señor Reickang, el administrador del conde. Después, despertó a Laramie.
—Señor —Marta lo sacudió con cuidado, al principio, no reaccionó, pero ante la insistencia del ama de llaves abrió los ojos vidriosos y la miró como si no la conociera—, tiene una visita.
—No quiero ver a nadie —consiguió pronunciar con voz pastosa. El sonido de su propia voz aumentó el terrible dolor de cabeza producto de la resaca.
—El señor Reickang dice que es urgente.
Ya tenía bastantes problemas, si su administrador había salido del agujero de su oficina, algo que evitaba a toda costa, el asunto debía ser importante.
—Dígale que lo atenderé enseguida. Antes me gustaría cambiarme.
—Por supuesto, señor.
Marta salió a cumplir la orden. Laramie necesitó unos minutos para poner en orden sus pensamientos. Se tomaría dos tazas de café bien cargado para conseguirlo y a tientas llegó hasta la puerta. Subir las escaleras se convirtió en una odisea que logró no sin unos cuantos tropezones. El agua fría que la señora Williams había ordenado vertieran en la bañera le despejó por completo. Una hora más tarde, el señor Reickang era recibido en un despacho que Marta se había encargado de ventilar, limpiar y borrar cualquier rastro de los excesos de los días anteriores.
—Tome asiento —ofreció al administrador, un hombre enjuto y con anteojos se sentó en el filo de la silla—, ¿a qué ha venido?
—Es inconcebible, la condesa ha vendido los barcos que usted cedió como regalo cuando se prometieron —explicó sin dilación y luego añadió—: Le advertí que no era conveniente dar autoridad a una mujer sobre unos bienes tan importantes, pero usted no me escuchó.
Laramie ignoró la recriminación de su administrador y se puso en pie por la sorpresa de la noticia. Comprendió que la intención de Elena no era huir de su lado, sino también hacerlo lo más lejos posible. Los barcos costaban una fortuna, fue un estúpido al ceder esa propiedad como regalo a su prometida y más estúpido aún al añadir una cláusula que le otorgaba total autoridad sobre ellos. Después, había olvidado que Elena era la propietaria y jamás se le ocurrió pensar que después de todo lo que había hecho para conseguir un esposo le abandonara.
—¿A quién se los ha vendido? —preguntó intrigado y temeroso. Solo existía una persona con verdadero interés en esos barcos.
—A Roger Matherson —confirmó el administrador.
El conde apretó los puños y Reickang se encogió en el asiento ante el rostro crispado de su cliente.
—¿Por cuánto?
—Esa es la cuestión, la condesa los ha vendido por la mitad de su valor, casi los ha regalado.
—¿Podemos hacer algo para recuperarlos?
Laramie se sentó de nuevo, no dejaba de pensar por qué motivo Elena había vendido aquellos barcos a un hombre como Matherson. Quizá había algo más que desconocía y las insinuaciones del periódico eran ciertas. Las dudas se reflejaban en su rostro con total claridad. Reickang a pesar de ser un hombre de oficina tenía oídos en todas partes y se atrevió a hacerle un comentario sobre lo que le habían contado.
—Señor, se dice que la condesa es amiga del señor Matherson.
Laramie lo miró sin comprender del todo lo que el hombre sugería.
—¿Qué queréis decir?
El tono del conde amedrentó al administrador que apretó los papeles con más fuerza de la necesaria.
—La condesa ha puesto un precio irrisorio —El administrador intentó ser considerado con sus palabras—. Desde el día de la venta nadie ha visto a la condesa.
—¡Basta! —exclamó, y golpeó la mesa con uno de los puños—. No le pago para que hable de mi esposa, quiero una solución y si no la tiene es mejor que terminemos la reunión en este punto.
—Lamento decirle que no hay una solución, su esposa ha vendido los barcos a Matherson. Los papeles son legales, no hay engaños y el precio, aunque injusto, ha sido aceptado por la condesa.
Reickang se puso en pie e hizo una leve inclinación de cabeza. Después, se marchó dando unas zancadas hasta la salida. El administrador juntó enfadado las cejas, eso le pasaba por ir a comunicar las noticias a casa de los clientes, no volvería a hacerlo.
Laramie se quedó pensativo cuando Reickang cerró la puerta, a lo mejor su esposa no era la mujer que se suponía. Releyó su carta y nada en lo que había escrito le hacía sospechar que estuviera con ningún otro hombre. Imaginó que Matherson quizás aprovechó su debilidad, su momento de dudas para acercarse a ella y seducirla. Si ese hombre la tocaba le mataría con sus propias manos. Pero si Elena se había entregado a él por su voluntad lo aceptaría y la dejaría marchar, pese a que su corazón se destruyera por completo. La autocompasión del conde se vio interrumpida por la llegada de Thomas, el muchacho entró y cerró la puerta del despacho.
—¿Podemos hablar? —Al borrar el tratamiento de cortesía que utilizaba como sirviente supo que le traía alguna noticia importante.
—¿Qué has averiguado? —con un gesto le ofreció que se sentara.
—La mujer y el hijo de Matherson viajaban en el Poseidón —Laramie recordaba esa goleta, era majestuosa y también lo que pasó—. Fue abordado y quemado, no pudieron salir de la bodega donde estaban encerrados.
—Lo sé —respondió invadido por unos terribles recuerdos. Ahora comprendía a Roger y el motivo de su venganza—. Yo estaba allí. —Laramie se presionó las sienes con los dedos—. Abordamos el barco, obligamos a todos a que saltaran por la borda, les habíamos dejado barcas, con nadar unas cuantas brazadas estarían a salvo. —Thomas observó cómo la mirada de Laramie revivía de nuevo la experiencia y cómo su piel se volvía pálida y sudorosa—. Ignorábamos que en la bodega se ocultara una mujer y un niño. Escuché los gritos e intenté salvarlos, cuando llegué el humo ya los había asfixiado y gracias a uno de mis hombres no sucumbí a las llamas.
—Ya sabe lo que quiere Matherson —afirmó el muchacho.
—Venganza y destruir todo lo que poseo. Todo este tiempo ha querido vengarse de mí, cree que yo maté a su familia, que los encerré en vez de intentar salvarlos.
—Hay algo más —Thomas no estaba seguro de cómo reaccionaría al contárselo—. Se esconde en uno de sus barcos fondeado a varias millas del puerto.
—Muy astuto. Si no pisa suelo inglés no puede ser arrestado. Mis barcos tienen bandera China y se rigen por dicha autoridad.
Thomas evaluó la situación, había algo más y ocultándoselo no mejoraría las cosas para su señor.
—Eso no es todo —Laramie levantó una de las cejas—, dicen que la condesa se ha convertido en su amante.
Laramie se agarró al sillón y casi parte el brazo de madera. Thomas se puso en pie dispuesto a marcharse, pero Laramie lo detuvo.
—Necesito saber si eso es cierto. —Los ojos del conde rebosaban de ira contenida—. Haz que le llegue un mensaje a Matherson, quiero verle.
—No creo que sea una buena idea, él no vendrá y si usted accede a subir a ese barco lo matará.
A Laramie le gustaba la inteligencia de ese chico, hubiera sido un excelente policía, aunque por esta vez podía ahorrarse sus consejos.
—No quiero tu opinión, obedece.
Thomas salió del cuarto con la idea de que el conde amaba a su esposa lo bastante como para ser tan estúpido de morir por ello.
Tres días más tarde, Thomas llamó de nuevo al despacho del conde. Como no escuchó el permiso para entrar, abrió la puerta. Su jefe había bebido lo bastante para vaciar dos toneles y su aspecto era el de un borracho apaleado. Se veía desmejorado, las ojeras evidenciaban que su preocupación había aumentado, al igual que los celos. El muchacho cerró la puerta y le entregó un trozo de papel que se utilizaba para envolver la carne. Estaba grasiento y desprendía un aroma a sangre por despiece de animales. El estómago de Devereux, tras varios días sin comer y de haber ingerido más alcohol que en su época de contrabandista, casi no resistió. Contuvo las ganas de vomitar y sus ojos se agrandaron al ver las palabras que habían escrito en la nota.
—¿Es consciente de la trampa? —Thomas quiso convencerle de que acudir a esa cita era una locura.
—No me importa. —La decisión del conde era inamovible—. Necesito ver a mi esposa.
—Le matarán. Además, los rumores... —Thomas colocó el sombrero delante de su cuerpo. Le daba vueltas entre las manos, temía que confesar lo que había escuchado a uno de los hombres de Matherson, obligaría al conde a cometer una estupidez mayor—. La condesa espera un hijo, dicen que es de Matherson.
Laramie se levantó y se dirigió a la ventana, no quería que advirtiera el estupor que le había causado la noticia.
—Entonces, con más razón debo verla, prepara el encuentro.
Thomas asintió y salió del despacho. Cuando la puerta se cerró, Laramie arrancó las cortinas de la ventana de un tirón. Se sentía tan traicionado que hubiera destrozado la habitación. Lo habría hecho de no ser por la resaca por lo que había bebido y la necesidad de conservar las fuerzas para reunirse con su esposa.
Al final, Elena comió de las bandejas con apetecibles alimentos que Matherson le servía. Su conciencia no dejaría que actuara en perjuicio de su futuro hijo. El aumento del tamaño de sus senos y las náuseas que sentía por la mañana eran producto de un embarazo que la llenaba de felicidad a pesar de la situación en la que se encontraba. Se acarició el vientre con ternura. Al comer recuperó el ánimo y empezó a buscar una salida. Estaba encerrada en un camarote, en el mar y sus vías de escape eran escasas. No debía desalentarse, tenía que existir una forma de salir de esa horrible pesadilla. Roger le había entregado un vestido floreado, algo más sencillo que su traje de noche. Se lo puso porque le sería más fácil escapar con esa ropa que con la suya. Elena se incorporó en el camastro cuando Matherson abrió la puerta. Hacía dos días que no le había visto y, ahora, se presentaba con una sonrisa triunfadora que no pronosticaba nada bueno.
—Hoy tendremos una visita —anunció, y se llevó el bastón al sombrero. Vestía de forma impecable y con una limpieza absoluta.
—A mí no me importan sus visitas. —Elena le dio la espalda, igual que haría una niña malcriada, algo que excitó a Matherson.
La joven se había convertido en una auténtica belleza, como le gustaba a Devereux. Tiró de su melena dorada, los ojos de Elena se agrandaron por el temor. Roger sintió la necesidad de tocar las suaves mejillas y besar su boca. Esos labios anchos y sonrosados despertaron en él un deseo creciente y alteró el ritmo de su respiración, casi agónica, ante la boca que esa mujer ignoraba poseer. Sus pechos se agitaban temblorosos aprisionados por el corsé. La cercanía de la condesa aumentó su excitación, aunque no la hombría perdida hacía tanto tiempo en una contienda con unos piratas filipinos. Roger tenía un oscuro secreto, jamás volvería a ser padre, eso le causaba mucho más dolor que el que le produjo perder a su primer y único hijo. La imposibilidad de que nunca engendraría otros aumentaba el odio por Devereux.
—Debería importarle, su esposo vendrá esta tarde. —Elena giró el rostro atemorizada, después de esos días en compañía de ese hombre, ya no estaba segura de que fuera cierto lo que le había contado—. Debe llevarse una buena impresión.
—¿A qué se refiere? —Matherson agarró su barbilla y le obligó a mirarle. Elena temblaba de pies a cabeza, ese hombre la atemorizaba.
—Quiero que le demuestre que es mi amante.
Los ojos del hombre brillaban con una peculiar satisfacción, como si saboreara un triunfo aún mayor y aprovechó el momento para apoderarse de su boca. La soltó de inmediato al sentir los dientes de ella morder sus labios.
—¡Jamás! —exclamó indignada. —No haré creer a mi esposo que usted es mi amante.
—Entonces, caerá sobre su conciencia su muerte —la amenazó a la vez que se limpiaba la sangre con un pañuelo de encaje blanco.
—¿Será capaz de matarle porque no acepto convertirme en su querida? —Elena le cogió de la manga de la chaqueta—. ¿No entiendo qué quiere de mí? —Roger señaló su estómago con el bastón, Elena retrocedió asustada—. ¡No!
—¿Cree que no me he dado cuenta? —Roger agarró de ambos brazos a la joven—. Sé que espera un hijo. He visto como intenta ocultar sus náuseas por la mañana y como se protege el vientre de forma inconsciente con las manos.
—No le haré eso a Laramie —aseguró, y se apartó del hombre.
—Querida, tu esposo ya sabe que estás preñada y lo mejor es que cree que el hijo es mío.
Su desesperación se reflejó en sus ojos. Elena lo abofeteó y Roger le devolvió el golpe con el envés de la mano.
—Las cosas serán distintas para ti, ese hijo será mío y quiero que a Devereux le quede claro. Si tu actuación no es convincente ninguno de los dos sobrevivirá.
Roger se dio la vuelta y dejó a Elena trastornada por la locura de sus palabras. La joven se limpió la boca manchada de sangre con la manga del vestido y las lágrimas surgieron sin que pudiera evitarlas. Debía ser precavida, su hijo era ahora lo más importante.
Esa noche, Laramie llegó al Paradaise, el lugar al que debía ir según la nota. La dueña del burdel le recibió con una sonrisa de satisfacción en la que se mezclaba el placer por conocer, al igual que el resto de Londres, que su esposa era la amante de Matherson y que esperaba un bastardo. La madame guardó silencio y eso fue mucho más mordaz que si le hubiera escupido a la cara. Hizo una señal al conde para que la siguiera y lo condujo a un camarote donde le esperaba uno de los hombres de Roger, al que apodaban Antro. El tipo le sacaba una cabeza y le apuntaba con una pistola Sharps de cuatro cañones. Era una nueva arma que pocos tenían y parecía dispuesto a usarla. Le hizo un gesto con la mano que le encañonaba para que levantara los brazos.
—No llevo armas —aseguró el conde.
Antro no contestó e ignoró las palabras de Devereux. Lo registró de arriba abajo hasta asegurarse de que era cierto.
—¡Vamos! —Antro lo empujó hacia la salida.
Laramie obedeció sin protestar hasta llegar a una barca donde otro hombre con pinta de matón los esperaba y le dieron un remo. Se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y se puso a remar. Calculó que lo hizo durante tres o cuatro horas hasta llegar a uno de sus barcos que ahora pertenecía a Matherson. Laramie estaba furioso y con cada remada su cólera en vez de aplacarse se encendía mucho más. Dos hombres desde cubierta le lanzaron una escalera y el conde trepó con rapidez. Antro lo hizo tras él, sin dejar de apuntarle con la Sharps.
—Conde Devereux, bienvenido a uno de mis barcos. —Roger se abrió paso entre sus hombres, quienes se retiraron como las aguas del mar Rojo ante Moisés—. Espero que el viaje no haya sido agotador.
—¿Dónde está mi esposa? Quiero verla. —Laramie no jugaría a ese juego. Necesitaba ver a Elena y confirmar que los rumores sobre su relación con Roger eran una invención.
—La verá, está preparándose para la cena. Será nuestro invitado, le prometo que no intentaré matarle como usted ordenó que hicieran conmigo en la fiesta de su hermana. —Roger golpeó a Laramie con el bastón y lo lanzó al suelo.
—¡Lo mataré con mis propias manos! —amenazó el conde, mientras se quitaba la sangre del rostro.
—Eso puede esperar, antes tenemos una cita con una dama.
Antro agarró a Laramie de un brazo y otro de los secuaces de Matherson lo hizo del otro arrastrándole hasta el comedor. Roger presidió la mesa, un sirviente dispuso los platos con una formalidad impropia de un barco. La puerta se abrió y Elena apareció por ella. Estaba pálida, los coloretes en las mejillas eran algo exagerados, aunque su belleza esa noche le resultó a Laramie más salvaje. El vestido era mucho más llamativo de los que solía usar. El escote mostraba un generoso busto y su pelo le caía a la espalda en una espesa cascada de bucles dorados. Se acercó a Roger y lo besó en la boca. Laramie apretó los brazos de la silla al comprobar que los rumores eran ciertos. Esa mujer le había humillado y destrozado lo que con tanto esfuerzo había logrado esos años: que el mundo tuviera, de nuevo, respeto por el apellido Devereux. Al verla con esa ropa y ese hombre comprendió que había sido un imbécil al entregar el corazón a una mujer que había creído diferente al resto, cuando, en realidad, lo había utilizado y engañado en su beneficio.
—Querido —dijo, y miró a los ojos de su esposo. Elena sentía que lo traicionaba y con cada gesto y cada palabra acuchillaba su amor por él—, casarme contigo fue un error. Lo descubrí la primera noche en que conocí a Roger. Ha sido un hombre maravilloso, me cuida y, ahora nuestra felicidad es completa. Espero un hijo y te aseguro que no es tuyo.
—¿Cómo estás tan segura? —preguntó con los dientes apretados.
—Porque una mujer siempre está segura de quién es el padre de su hijo. Y tú no lo eres.
Roger se acercó a Elena y besó su hombro. Ella le acarició el rostro y le ofreció su boca. Laramie no soportó más la situación, no le importaba si perdía la vida en ese barco, Elena había pisoteado su orgullo y despedazado su amor. Se lanzó contra Matherson y Antro lo interceptó, el golpe lo estrelló contra el suelo dejándole inconsciente.
—¡No! —gritó Elena, e intentó acercarse a Laramie, pero Roger la agarró del brazo para impedírselo.
—Llévalo a la bodega, pagarás con tu vida si escapa —le amenazó—. Dentro de dos días cuando abandonemos aguas inglesas lo metes en una barca y deja que la marea se ocupe de él.
—Por favor, ¡no! Haré lo que me pidas —rogó Elena.
—Querida, de eso no te quepa la menor duda —con un gesto indicó a Antro que procediera con lo que le había ordenado.
Las lágrimas de Elena casi no le permitían ver. Se soltó con asco de Matherson y se dirigió a su camarote. Ese día, Roger Matherson era un hombre feliz, había cumplido su venganza. Laramie Devereux moriría en esa barca y, gracias a su esposa, los días de vida que le quedaran los pasaría sufriendo. Ese hombre asesinó a su familia, ahora, él le robaría la suya. En ese instante, Rosalyn apareció por la puerta, la mujer llevaba una mezcla de colores extravagantes y de mal gusto que desagradó a Matherson. Pronto se desharía de ella. Había servido a sus propósitos, aunque ahora que tenía a una mujer como Elena, Rosalyn era una burda imitación de una esposa que carecía de la clase y la belleza de la condesa.
—Prometiste que después de que engañara al conde, la matarías. —Rosalyn se sirvió una copa de vino y se la tomó de un trago, el gesto disgustó aún más a Roger.
—Eso fue antes de saber que esperaba un hijo, quiero a ese niño —confesó, y apreció el dolor que se reflejó en el rostro de Rosalyn.
Roger era un hombre trastornado. Jamás habían compartido el lecho, se conformaba con verla hacer el amor con otras mujeres, cosa que le agradaba. Nunca le gustaron sus deberes maritales, aunque disimulaba muy bien para satisfacer a Troy y acallar cualquiera habladuría.
—Puedes tener cualquier niño —sugirió sin mucha convicción. Roger era un hombre con una voluntad de acero. Si había decidido que tendría ese hijo, nadie en este mundo lo evitaría. Rosalyn torció la boca en un mohín caprichoso.
—No quiero a cualquier niño, quiero al hijo de Devereux.
Rosalyn se sirvió otra copa, imaginar que compartiría su vida con el nieto de Victoria era demasiado para aceptarlo sobria, tomó una tercera y luego se llevó la botella a su camarote. Roger se sentó e hizo un gesto al sirviente para que le sirviese la cena. El plato consistía en roastbeef con puré de cerezas y compota de manzana al Oporto. Por primera vez, en mucho tiempo, imaginó una vida como antaño, con una familia. Tarde o temprano, Elena se adaptaría a esa vida, su hijo y la necesidad de estar a su lado sería más que un aliciente para convertirla en su esposa a ojos de todo el mundo. Clavó el cuchillo en la carne e imaginó hacerlo en el corazón de Laramie.