Catorce

EL resto de la tarde transcurrió en tensión, como la calma que precedía a la tormenta, y Alixe se sentía a punto de explotar.

Merrick la había besado en público. El rumor se extendería hasta llegar a su padre y las consecuencias serían terribles. Un hombre podía besar a cuantas mozas quisiera, pero no se podía besar a la hija del conde de Folkestone.

La advertencia de Archibald Redfield resonaba en su cabeza.

Tal vez Merrick la había besado a propósito, sabiendo que su padre no podría pasarlo por alto. Pero por muchas vueltas que le diera en la cabeza a la posible manipulación de Merrick, a su cuerpo no le importaba en absoluto. Al contrario. Ansiaba volver a sentir los placeres que Merrick le había mostrado. Un deseo irrefrenable se apoderaba de ella con cada mirada, cada sonrisa y cada caricia que él le brindaba.

Merrick tampoco era insensible a la tensión mientras paseaban entre los puestos al caer la tarde. Su sonrisa era cada vez más forzada y sus gestos, más distraídos. Habían acordado que disfrutarían del poco tiempo que les quedaba, pero todo había cambiado desde el lanzamiento de cuchillos. Los dos se mostraban más evasivos, aunque Alixe tenía el presentimiento de que no estaban evitando lo mismo.

El paseo los llevó a donde Merrick había dejado el carruaje.

La ayudó a subir y el coche cedió ligeramente bajo su peso cuando se sentó junto a ella y agarró las riendas. Alixe sentía su proximidad más intensamente que nunca, aunque en un pescante tan estrecho era imposible no tocarse.

—¿Qué te ha dicho Redfield? —le preguntó Merrick cuando dejaron atrás la feria.

Su tono, áspero y seco, la pilló desprevenida. Se había acostumbrado a su voz risueña y a sus sensuales susurros, y le costaba relacionar aquella severidad con el Merrick que conocía.

—Nada importante —se encogió de hombros, pero ni siquiera a ella le pareció convincente. Merrick la miró de reojo y arqueó una ceja para darle a entender que no la creía.

—¿Seguro? Entonces, ¿qué es lo que tanto te preocupa? ¿Ha sido el beso, quizá?

—No, no ha sido el beso —confesó ella con la vista baja, intentando buscar las palabras apropiadas—. Aunque mi padre se enterará de que me has besado… —hizo acopio de valor y le formuló la pregunta que tanto la inquietaba—. ¿Es eso lo que pretendías? ¿Hacer que mi padre te vea como a un posible pretendiente?

Merrick dejó escapar una brusca risotada.

—Ya sabes que no. Te lo dije esta misma mañana.

Alixe sintió su mirada fija en ella, intensa y penetrante.

—Entiendo… —dijo él—. Es lo que Redfield te ha dicho —su voz se había cargado de desprecio y no solo por Redfield—. Y tú lo has creído. Lo crees a él antes que a mí…

A ella le ardieron las mejillas. No había considerado el punto de vista de Merrick.

—Es una lástima, Alixe… Hasta esta mañana creías que yo tenía salvación. Qué inconstante es el pensamiento de una mujer.

Ninguno de los dos habló hasta llegar a casa.

 

 

 

Alixe entró llorando en su habitación. Afortunadamente Meg no volvería hasta la noche para ayudarla a vestirse para la cena, por lo que podría regodearse a solas con su desgracia y vergüenza. Había sido terriblemente injusta con Merrick, quien a pesar de su pésima reputación la había tratado de una manera impecable. Había hecho gala de una sinceridad que ningún pretendiente había demostrado y no había ocurrido nada sin el consentimiento de Alixe. Y sin embargo, a la primera insinuación de falsedad se había dejado influir por un hombre a quien había rechazado previamente y que seguramente estuviera buscando venganza. Archibald Redfield tal vez no fuera un vividor con un largo historial de escándalos, apuestas y conquistas, pero tampoco podía presumir de una reputación intachable, más que nada porque nadie sabía mucho de él. Se había instalado discretamente en el vecindario y lo único que se sabía era que procedía de la pequeña nobleza rural y que un bisabuelo suyo detentaba el título de barón. Era apuesto y educado con las damas. Pero ella sabía que Archibald Redfield no era honesto. Su opinión no debería haberle hecho dudar de Merrick.

Miró al techo. Redfield solo iba detrás de su dinero. Ella lo había oído hablar con su abogado cuando su madre y ella fueron a visitarlo. Su madre tuvo que regresar al coche por haber olvidado una cosa y no se enteró de nada. Fue el día antes de que Redfield le propusiera matrimonio. Sus verdaderos motivos tal vez no fueran tan escandalosos como las apuestas que Merrick hacía en un burdel, pero aun así seguían siendo intolerables. Antes de oír aquella conversación había creído que Redfield se sentía realmente atraído por ella. No estaba enamorado, pero hacía ver que le gustaba y que respetaba su trabajo. Todo había sido una farsa.

Quizá por eso le había resultado tan fácil creerlo cuando la previno contra Merrick. Un mentiroso sabía reconocer a otro. Al igual que Redfield, Merrick también fingía sentirse atraído por ella, había mostrado interés por su trabajo y había resultado cautivadoramente convincente. Mucho más convincente que Archibald Redfield.

Pero, en el fondo, le costaba creer que Merrick lo hubiese preparado todo para su propio beneficio, mientras insistía en su rechazo al compromiso. Su presencia llenaba la habitación aunque no estuviera realmente presente. El abanico yacía sobre el tocador. Las cintas colgaban del sombrero. El olor de la colonia con curamina impregnaba el vestido que Alixe había llevado a la feria. Poco a poco se había hecho inolvidable y omnipresente mientras accedía a todas las demandas que ella le hacía, como la absurda exigencia de poner fin a sus lecciones de seducción. Ni siquiera aquel planteamiento los había detenido, aunque habría sido mejor continuar con las lecciones. Así al menos habría quedado claro el lugar que ocupaban el uno para el otro.

«Me ama, no me ama…». Si tuviera una margarita a mano la estaría deshojando con el corazón en un puño.

Entonces la asaltó un inquietante pensamiento en medio de su melancolía: lo que importaba no era si él la amaba o no. Lo que importaba era… si ella lo amaba a él o no.

Y la peligrosa posibilidad que había empezado a aflorar la noche anterior, entre el champán y los fuegos artificiales, estalló con toda su fuerza en la soledad de su habitación.

Lo amaba. No sabía cuándo había ocurrido, pero si de algo estaba segura era de que no había sido de la noche a la mañana. A pesar de sus denodados esfuerzos por evitarlo, el sentimiento había ido creciendo en su interior hasta apoderarse de ella por completo. Se dejó caer en la cama, aturdida por aquel descubrimiento que sacudía hasta la última fibra de su ser.

Amaba el sonido de su voz. Amaba el tacto de su cuerpo. Amaba el brillo de aquellos ojos que no se tomaban nada en serio. No era solo su atractivo. Era su alma, en la que se adivinaba una luz inextinguible a pesar de la oscuridad con que él intentaba ocultarla. Era un buen hombre al que no le importaba trabajar con los aldeanos, que compartía su pasión por la historia, que no se burlaba de ella por ser culta e inteligente y que a su vez demostraba ser culto e inteligente. Era un hombre extraordinario, por mucho que Londres no lo reconociera como tal.

Pero, sobre todo, amaba lo que sentía cuando estaba con él. Merrick la hacía sentirse viva. Y por eso lo amaba, aunque él no le correspondiera.

Se sentía terriblemente avergonzada por haber dudado de él y por la forma en que lo había tratado. Merrick se merecía otra cosa. Para empezar, se merecía una disculpa…

Pocos minutos después, estaba saliendo de casa. Merrick había vuelto a marcharse tras dejarla allí, pero ella sabía dónde encontrarlo.

Y también sabía lo que iba a hacer con él.

 

 

 

Merrick se zambulló en el agua con la esperanza de ahogar sus pensamientos y emociones. Quería olvidarse de todo. Había sido un imbécil y un ingenuo. Durante unas pocas horas Alixe Burke le había hecho creer que era mejor de lo que era. Pero Alixe se había creído las mentiras de Redfield, y eso le dolía por más que intentara negarlo.

Aquel era el problema con las vírgenes. Con sus amantes habituales todo era sencillo y directo, placer a cambio de placer, sin más complicaciones ni expectativas. Nadie confundía aquellos tórridos encuentros con el preludio de una relación amorosa.

Alixe Burke no seguía aquellas reglas, y aun así le había proporcionado el mayor placer de su vida. Había algo especial en su entrega, completa e incondicional. Pero no bastaba para saciar el deseo de Merrick. Tan solo le aumentaba el apetito.

Después de los fuegos artificiales se había imaginado lo que haría con ella durante la noche y al día siguiente, y apenas había podido contenerse cuando paseaba junto a ella por la feria. El beso que le robó detrás de un árbol había sido una pobre consolación por todo lo que quería y no podía hacerle.

Ni siquiera las frías aguas del estanque aliviaban su excitación. Se imaginaba a Alixe retorciéndose de placer contra el árbol de la orilla, abandonándose al orgasmo, sacudiendo frenéticamente la cabeza, gritando su nombre…

—Merrick.

Casi le parecía estar oyéndola…

—¡Merrick!

Abrió los ojos y se encontró con su fantasía encarnada en la orilla, llamándolo con la mano.

Nadó hacia ella, quien levantó los brazos a la cabeza y se tiró del recogido. El pelo le cayó suelto por los hombros mientras una tímida sonrisa aparecía en sus labios. A Merrick se le aceleró el corazón al ver los inequívocos signos de la seducción femenina.

—Vaya, Alixe Burke… —sonrió y cruzó los brazos mientras flotaba de espaldas, levantando ligeramente la cabeza para no perderla de vista—. ¿Has venido para seducirme?

La sonrisa de Alixe se ensanchó y sus manos cayeron hasta los cierres del vestido.

—Desde luego que sí, aunque quizá tengas que salir del agua para ayudarme.

—¿Ayudarte con la seducción? Con mucho gusto…

—No. ayudarme con el vestido. Tendría que haberme puesto algo más fácil de quitar —acompañó su apuro con una risa encantadora.

Merrick salió del agua y ella ahogó un gemido al verlo, provocándole con su admiración una cálida sensación de orgullo. Le dio la vuelta y empezó a desatarle los nudos con sus manos mojadas, dejando las marcas del agua en la espalda del vestido.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —le preguntó en voz baja al oído, apartándole su larga melena para besarla en el cuello. La respuesta era evidente, pero tenía que preguntárselo.

Le retiró el vestido de los hombros y ella se giró hacia él, le rodeó el cuello con los brazos y lo miró a los ojos.

—Quiero esto y más, Merrick. Esta vez lo quiero todo. Contigo. Quiero que los dos busquemos el placer… juntos.

Sus palabras lo excitaron antes de empezar. Su erección se apretó contra la fina camisola de Alixe.

—Me siento halagado, Alixe, pero no puedo echarte a perder solo por unas horas de placer.

—No me importa —declaró ella con una vehemencia que hizo sonreír a Merrick.

—A tu futuro marido sí le importaría —tenía que estar seguro de que ella comprendía lo que le estaba pidiendo y lo que estaba haciendo. La deseaba con locura, pero debía aferrarse a los restos de su razón si con ello podía salvarla.

—Tengo dinero suficiente para que mi futuro marido obvie esos detalles —metió la mano entre ellos y le agarró el miembro, desatándole todo el deseo que a duras penas podía contener.

Que así fuera. Le daría a Alixe algo que recordaría toda su vida.

Y él también.

 

 

 

La oscuridad del crepúsculo los envolvió al tumbarla Merrick en la tierra. Su beso prendió la llama que luego avivaron el peso de su cuerpo sobre ella, el tacto de su poderosa musculatura y el goteo que chorreaban sus rubios cabellos, oscurecidos por el agua, sobre sus pechos desnudos. Sentía las palpitaciones de su erección contra el muslo y se arqueó hacia él para buscar salida a su fuego interno. Pero Merrick no parecía tener prisa. Llevó la mano a su entrepierna y empezó a masajearla y estimularla para preparar su cuerpo. El contraste entre su piel mojada y la suya ardiente era deliciosamente erótico, y las caricias de su lengua en los endurecidos pezones la hacían enloquecer.

—Ábrete para mí, mi amor —le susurró al oído. Le hizo separar suavemente las piernas con su rodilla y se colocó en posición, preparado para introducirse en ella.

Alixe lo aceptó, jadeante y enardecida por la impaciencia y la pasión, pero entonces la sensación inicial dejó paso a una fuerte punzada de dolor. Gritó. No se esperaba aquello. En sus encuentros anteriores todo había sido placer…

—Shh —la tranquilizó Merrick—. El dolor pasará enseguida, te lo prometo. Y solo te dolerá esta vez.

Tenía razón. El dolor empezó a disminuir a medida que su cuerpo se relajaba y una nueva sensación comenzaba a crecer. Merrick la besó, pegó las caderas a las suyas y la animó a moverse con él. Ella gimió y siguió el ritmo de sus movimientos, aumentando el deseo y la necesidad de que la colmara de placer. Los azules ojos de Merrick ardían de pasión, sus músculos se endurecían y el cuerpo de Alixe lo acompañaba en aquella frenética carrera hacia la entrega total y la mutua liberación. Y entonces Merrick empujó una vez más y fue como si ambos emprendieran el vuelo en un torbellino de sensaciones a cada cual más intensa y maravillosa.

Cuando de nuevo se posó en la tierra, Alixe solo podía pensar en una cosa: había hecho lo correcto al entregarse a Merrick. Le resultaba inconcebible la posibilidad de hacerlo con otro hombre. Y cuando Merrick se levantó y le ofreció una mano, ella la aceptó y dejó que la llevase al agua sin que ninguno de los dos sintiera vergüenza por estar desnudos.

 

 

 

Estuvieron retozando y besándose en el agua durante largo rato, aunque Merrick no quiso volver a penetrarla a pesar de las súplicas de Alixe. Decía que su cuerpo aún no estaba acostumbrado y que podría dolerle si lo repetía demasiado pronto.

Cuando finalmente salieron de su Edén particular, todo había cambiado y al mismo tiempo todo seguía siendo igual. Merrick no podía ni quería casarse con ella. Pero Alixe sospechaba que no solo la había echado a perder para otros hombres desde un punto de vista físico.

Merrick le apretó la mano al llegar a casa.

—Tus padres te estarán buscando…

—Les diré que he estado en la feria. Nadie me vio regresar antes —eran las primeras palabras que intercambiaban desde que abandonaron el estanque.

Merrick asintió.

—Es una buena excusa.

Volvieron a quedarse callados. Alixe no estaba lista para entrar en casa. En cuando atravesara el césped todo volvería a la normalidad. Quería preguntarle a Merrick si volvería a buscarla, pero temía parecer desesperada. Quizá tuviera que ser ella quien fuese a buscarlo. Buscó algo que decir, pero no se le ocurría nada.

—Te veré dentro —fue todo lo que dijo, y echó a andar hacia la casa.

Directamente al infierno.