Once

—¿PODRÍA hablar contigo un momento? —preguntó Alixe al acercarse a la mesa. El color de sus mejillas le confería un aspecto delicioso.

—Sin duda sabrás que no es propio de una joven dama abordar a un caballero —bromeó Merrick.

—Como tampoco lo es robarle la ropa a una dama —masculló ella.

—Dios mío, Merrick, ¿pero qué has hecho? —preguntó Ashe, intentando contener la risa.

Alixe lo fulminó con la mirada y se giró de nuevo hacia Merrick.

—¿Y bien? ¿Puedo hablar contigo o no?

Merrick miró a su alrededor.

No quería montar una escena en la terraza. Para tener un poco de intimidad deberían bajar a los jardines.

—Puede que un paseo por el jardín me ayude a digerir el desayuno… ¿Quieres acompañarme?

—Quiero mi ropa —declaró ella en cuanto llegaron al pie de los escalones.

—¿Por qué? Este vestido te queda perfectamente. Y es mucho más favorecedor que ese saco de aceitunas con el que te paseas por el campo.

—¡Es mi ropa y no tenías derecho a quitármela!

Las lágrimas amenazaban con escapar de sus ojos, algo que a Merrick le hizo sentirse incómodo. Nunca había logrado comprender del todo las reacciones femeninas.

—No podías ir a Londres vestida como la hija de un granjero —no conocía a ninguna mujer que rechazara el tipo de ropa que él le había proporcionado.

—Eso mismo. No quiero ir a Londres.

De modo que se trataba de eso… Alixe no estaba así por la ropa, sino por todo lo que le habían arrebatado en las dos últimas semanas. Y, por extraño que fuera, su angustia afectaba más a Merrick de lo que quisiera reconocer. Siempre se había considerado un ser egoísta e insensible, y le sorprendía descubrir lo contrario.

—Alixe… —buscó alguna forma de disculparse, pero ella estaba demasiado alterada e impaciente.

—No, no digas nada. No hay nada que puedas decir ni hacer. Todo es por tu culpa y por esa estúpida apuesta con Redfield. No deberías haberla aceptado.

—Si no hubiera sido yo, habría sido cualquier otro —la hizo girarse hacia él—. ¿Es que no lo ves? Redfield iba a por ti, no importaba que fuera yo u otro quien aceptara la apuesta —aún tenía que conseguir una prueba solida. Redfield se había pasado la fiesta cautivando a las matronas con unos modales impecables que a nadie harían sospechar nada extraño. Pero el instinto de Merrick rara vez se equivocaba.

—De modo que es inevitable. Tengo que aceptar mi destino e ir a Londres.

—Me temo que sí, querida. No creas que me alegro por ello, pero… no tiene por qué desagradarte.

Alixe frunció el ceño.

—¿La expresión no es: «no tiene por qué gustarte?»

—Eso es lo que dice todo el mundo, no yo. ¿Por qué no disfrutar de la experiencia? Disfruta de la ropa, de las fiestas, del día a día, Alixe. No malgastes el presente preocupándote por el futuro —paseó la mirada por el jardín—. Como ahora, por ejemplo. Tenemos un día precioso por delante y ningún plan preconcebido. Vamos al pueblo a echar una mano en tu sociedad histórica. Fillmore y Meg pueden acompañarnos para que nadie se escandalice. Y nos llevaremos el almuerzo para tomarlo en el camino de vuelta —no le dio tiempo a protestar—. Ve por tus cosas y reúnete conmigo en la puerta dentro de veinte minutos.

 

 

 

La feria se celebraría al aire libre, en una amplia explanada en lo alto de las colinas. Un paseo discurría por el borde del acantilado, ofreciendo una vista increíble del mar. No se podría buscar un emplazamiento mejor. Con un cielo azul radiante sobre sus cabezas y la frenética actividad de los amigos y vecinos en la hierba, era imposible seguir enfadada con Merrick por haberle robado la ropa, sobre todo porque el vestido blanco le sentaba realmente bien. Se había pasado tanto tiempo vistiendo ropa discreta y sin gracia que había olvidado lo gratificante que era arreglarse un poco.

Merrick la ayudó a bajar del carruaje y un grupo de trabajadores los saludó desde el puesto que había levantado la sociedad histórica. Alixe se ató un delantal sobre el vestido y se puso manos a la obra con las otras mujeres, mientras Merrick ayudaba a los hombres a levantar y asegurar la estructura de madera. Su disposición para participar en el trabajo físico sorprendió a Alixe. Merrick siempre lucía un aspecto impecable, y construir barracas de feria no era la clase de trabajo que hiciera un caballero. Pero Merrick, sin dudarlo un instante, se había quitado la chaqueta y se había arremangado la camisa como si fuera un trabajador más. Cuando Alixe lo vio con un martillo en la mano y unos clavos en los dientes, no pudo evitar quedarse mirándolo.

Nunca se hubiera imaginado al libertino más famoso de Londres realizando un trabajo manual. Claro que tampoco se lo hubiera imaginado nunca haciendo lo que había estado haciendo las dos últimas semanas. Merrick no había rehusado jugar a las cartas con el grupo de la señora Pottinger, ni a hablar con las invitadas más jóvenes y tímidas de la fiesta. Tampoco se había olvidado de cumplir el trato con su padre. En definitiva, todo lo que hacía era propio de un hombre mucho más honorable de lo que aparentaba ser a primera vista.

—Tu novio es muy apuesto —le comentó Letty Goodright mientras ordenaba un montón de sombreros del siglo XVI que alguien había donado para la muestra.

—No es mi novio —le aclaró rápidamente Alixe.

—¿Ah, no? Pues cualquiera lo diría… Un hombre no se pasa el día sudando bajo el sol si no tiene un buen motivo. Aparte de ti no imagino qué razón puede tener para ayudar a montar esto. No es de aquí y esta feria no tiene el menor interés para él. Conozco a los hombres, querida, y este está interesado en ti.

—Bueno, tal vez… —¿qué más podía decir? No podía explicarle la situación que vivía con Merrick, quien sí que estaba interesado por ella, pero por unos motivos muy distintos a los que presuponía Letty.

Ciertamente Letty conocía bien a los hombres. Era una de esas mujeres de exuberante figura que conseguían ser bonitas a pesar de su robusta anatomía. Con dieciséis años había estado con más hombres que la mayoría, se había casado con un granjero de buena posición y, diez años después, tenía siete hijos que la seguían a todas partes.

—Tal vez no. Es así y punto. Está loco por ti. Míralo…

Alixe levantó la mirada y se encontró con la sonrisa de Merrick, clavos incluidos. Su aspecto era tan grotesco que Alixe no pudo contener una carcajada.

—Es un encantador nato —comentó Letty—. Déjame darte un consejo… No te entregues demasiado pronto. A todos los seductores les gusta un desafío, aunque no todos son conscientes de ello.

—No tengo la menor intención de entregarme —protestó Alixe, aunque la idea le resultaba secretamente tentadora. Merrick interpretaba su papel de manera tan convincente que podría convencerla de estar enamorado.

—Entregarse es muy divertido —le aseguró Letty—. Y tú acabarás entregándote, ya lo verás. Pero no lo hagas demasiado pronto.

—Me marcho a Londres en cuanto acabe la fiesta de mi madre. Espero conocer a otros hombres más apropiados…

—Los hombres inapropiados son más divertidos, y una vez que se reforman son los mejores maridos posibles. Fíjate en mi Bertram, por ejemplo. Era el mayor granuja del pueblo. Siempre estaba bebiendo o jugando a las cartas en la taberna. Su padre había renunciado a la posibilidad de convertirlo en un respetable terrateniente. Pero entonces me conoció a mí y…

Alixe sonrió cortésmente. Ya conocía la historia de Letty y Bertram. Tenía que admitir, no obstante, que el consejo de Letty no era tan disparatado. Merrick era el hombre menos apropiado para ella y, sin embargo, había hecho que su vida fuese más entretenida que nunca. Pero Merrick solo la entretendría hasta el altar, donde la dejaría en manos de otro hombre. No había reforma posible para él. Nunca podría convertirse en un marido ejemplar que valorase y cuidase a su esposa por encima de todo. Jamie ya se lo había advertido, y viendo todo lo que había visto de Merrick, cada vez creía más a su hermano.

Merrick se acercó a ellas, con la camisa empapada de sudor y el pelo alborotado, Alixe nunca lo había más atractivo ni más natural que en aquel momento.

—El puesto está terminado —anunció—. Ya podéis traer vuestras cosas.

 

 

 

Media hora más tarde, todo estaba perfectamente dispuesto para la muestra. La traducción de Alixe ocupaba el lugar de honor, en una vitrina que el reverendo Daniels había llevado de la iglesia.

—Espero que la iglesia no sea eso —Merrick señaló unas grandes ruinas en el borde de Leas y todos los presentes se rieron.

—No, esa es la iglesia de St Mary y St Eanswythe —explicó el reverendo—. Lo que estás viendo son las ruinas del convento original, destruido en el año 1095. Ahora hay un priorato y los monjes siguen viviendo ahí, aunque sospecho que dentro de poco se trasladarán a un hogar menos antiguo.

—Queremos reformar la abadía —dijo Alixe—. Pero el proyecto es muy caro y llevamos tiempo recaudando fondos —era un proyecto muy importante para ella. St Eanswythe no solo era la santa del pueblo, sino una mujer que desafío a un rey para fundar y dirigir una abadía en un mundo de hombres.

—Esperamos que esta muestra atraiga las donaciones necesarias —corroboró el reverendo.

—No creo haber oído nunca hablar de St Eanswythe —admitió Merrick.

—Nuestra Alixe puede contártelo todo sobre ella —dijo Letty con una sonrisa maliciosa—. Ha estudiado a fondo la vida de la santa.

De haber estado más cerca de ella, Alixe le habría dado un pellizco.

—Deberías enseñarle a lord St Magnus las ruinas y contarle los milagros de Eanswythe.

—Me encantaría ver las ruinas —afirmó Merrick, comprendiendo el juego de Letty—. Podríamos buscar un lugar agradable para comer en la sombra.

—No podemos irnos —protestó Alixe—. Queda trabajo por hacer —la última vez que comió con Merrick al aire libre fue un desastre… Él acabó besándola en la villa romana.

—Vamos, marchaos —los animó Letty—. No queda mucho por hacer, y los dos habéis trabajado mucho.

El grupo se mostró rápidamente de acuerdo y dejó a Alixe sin excusa posible.

—Es inútil resistirse, querida —le dijo Merrick con una expresión de gran satisfacción en el rostro. Entrelazo el brazo con el suyo y la alejó de la seguridad que hasta ese momento había proporcionado el grupo—. Relájate. Solo vamos a tomar unos sándwiches de jamón con limonada mientras charlamos un poco. ¿Qué podría ocurrir?

—La última vez que comimos en el campo ocurrieron muchas cosas —le recordó Alixe. Ni siquiera los invitados de su madre habían impedido que fuese a la villa con Merrick.

—Sí, pero ahora tenemos un acuerdo. Además, tus amigos están cerca y también Fillmore y Meg. De verdad, Alixe, ¿tan peligroso te parezco?

La lógica de Merrick era demasiado persuasiva para resistirse. Según él, no había ningún peligro y todo sería perfectamente decente. Pero Alixe sabía muy bien que hasta la actividad más inofensiva podía transformarse en una aventura cuando Merrick estaba cerca. Y una parte de ella, rebelde y atrevida, estaba impaciente por descubrirlo, aceptar el consejo de Merrick y no preocuparse por el futuro. Tal vez Merrick tuviera razón. Si no se podía cambiar lo inevitable, al menos sí se podía disfrutar del presente. ¿Por qué no disfrutar de un bonito día, un vestido nuevo y las exquisitas atenciones de un hombre arrebatadoramente atractivo?

¿Por qué no arriesgarse un poco, aunque solo fuera por una vez?

 

 

 

—No has debido hacerlo —le dijo Merrick entre bocado y bocado de sándwich—. Deberías haberle hecho caso a tu intuición y haberte resistido. Tu instinto no se equivoca cuando te advierte contra alguien, Alixe.

Habían encontrado un lugar idóneo a la sombra de un frondoso arce, en la esquina del claustro en ruinas. Extendieron la manta y colocaron encima el queso cheddar, una gran hogaza de pan y una cesta de peras. Merrick se tumbó de espaldas, con las manos detrás de la cabeza y sus largas piernas estiradas. Alixe desearía poder hacer lo mismo. Debía de ser estupendo tumbarse de espaldas en la manta y contemplar el cielo entre las hojas de los árboles. Pero una dama no podía hacer eso, y menos estando cerca de un hombre.

—¿Por qué lo dices? Ya no puedo dar marcha atrás.

—Porque soy peligroso… más peligroso como un lobo hambriento —le dio un mordisco a la pera para enfatizar sus palabras.

Alixe tomó un bocado más delicado.

—Puede que seas un lobo, pero no estás muerto de hambre. Tienes un control absoluto de tus impulsos y emociones, y por esa razón no tengo nada que temer.

Merrick se giró de costado, se apoyó en un brazo y la miró con un brillo de picardía en los ojos.

—Llevo seduciendo a mujeres en los Jardines Vauxhall desde que tenía dieciséis años.

Seducir a una dama decente en el claustro de una iglesia es un juego de niños.

Estaba bromeando, pero una gran verdad subyacía bajo sus palabras.

—¿Por qué?

—Las mujeres saben lo que puede ocurrir en Vauxhall y van allí a pesar de todo. Una mujer virgen, en cambio, nunca creería estar en peligro en un claustro —le dio otro mordisco a la pera y se echó a reír—. Como si Dios prestara más atención a lo que ocurre en los claustros que todo lo que acontece en los oscuros senderos de Vauxhall.

Estaba yendo demasiado lejos y ella debería pararle los pies, pero no pudo contener una carcajada.

—Merrick, no deberías decir esas cosas.

—Y tú no deberías reírte con lo que digo, y sin embargo ambos lo estamos haciendo —Merrick acabó la pera y arrojó el corazón al pie de un árbol para que los pájaros lo encontraran más tarde—. Y ahora háblame de St Eanswythe. Quizá podamos redimirnos si mantenemos una conversación más apropiada para este lugar.

La petición la pilló por sorpresa. Nadie le había pedido nunca que hablara de St Eanswythe. Había dado unas cuantas charlas en varios clubes y en la sociedad histórica, pero en ninguna conversación cortés le habían preguntado por su tema favorito.

Empezó de manera dubitativa, ofreciéndole a Merrick la posibilidad de que la interrumpiera si se aburría. Pero no fue así. Al contrario, sus ojos azules permanecían fijos en ella y continuamente asentía con la cabeza.

—Obró tres milagros y obtuvo la aprobación del rey para fundar el primer convento en Inglaterra —concluyó.

—Pareces muy impresionada con su vida y obra —comentó Merrick.

—Lo estoy. Luchó para conseguir lo que quería y hasta rechazó casarse con un rey.

—Corrección —dijo él, demostrando que había escuchado con atención todo lo que le había contado—. Le ofreció al rey la posibilidad de conseguirla. Apostó y ganó —agarró otra pera—. No como tú.

—Yo no he apostado nada.

—Discrepo con eso. Al igual que ella, tú también renunciaste a las complicaciones de la vida y te esforzaste por rechazar a cuantos pretendientes se acercaran a ti.

—Ella lo hizo con un propósito —replicó Alixe.

—Tú también. Eres bonita, inteligente, rica y de buena familia. Y sin embargo te has esforzado por ocultar todo eso y convertirte en alguien inalcanzable.

Se acercó a ella y alargó una mano para tirarle del recogido.

—¿Crees que merece la pena tanto sacrificio? Los hombres no son tan malos como piensas.

Alixe ahogó un gemido ante la sensualidad que despedía su voz en el silencio de la tarde. Meg y Fillmore se habían marchado hacía rato para comprobar si podían ver la costa francesa desde el paseo del acantilado.

El pelo se le soltó y cayó por su espalda.

—¿Por qué morir como murió tu Eanswythe, sin haber conocido varón y sin descubrir los placeres secretos para los que fue creada? —entrelazó la mano en sus cabellos y tiró de su cabeza hacia él para apoderarse de su boca en un beso.

Alixe pensó fugazmente en su acuerdo, pero ninguna palabra se le antojaba apropiada para protegerse del presente. En vez de eso, se rindió al beso con un gemido involuntario y se entregó por entero.

No sabría decir cómo acabaron sobre la manta. ¿Fue ella quien tiró de él para colocárselo encima o fue él quien la tumbó de espaldas? Fuera como fuera, estaba bajo él y movía las caderas al ritmo de las suyas. Sentía la dureza de su sexo a través de la falda y el pantalón y ninguno de los dos pensaba en nada. Él llevó una mano a su pecho y lo acarició en círculos a través de la tela. Ella se arqueó contra él, buscando instintivamente la respuesta que solo él tenía. Le agarró los hombros y le masajeó frenéticamente los músculos bajo la camisa. Ávida e impaciente por seguir descubriéndolo, le desabrochó los botones y le abrió la camisa. Extendió las palmas sobre su piel desnuda y le acarició los pezones igual que él había hecho con ella. Merrick gimió de placer y empujó insistentemente con las caderas mientras sus labios y dientes seguían devorándola con un deseo voraz. Le subió las faldas hasta exponer su desnudez, pero no era suficiente. Alixe necesitaba que la tocase donde nadie la había tocado antes.

Y entonces sintió su mano en la zona más íntima de su cuerpo, separándole el vello empapado y acariciándole su minúsculo botón oculto hasta que las sensaciones ahogaron los restos de la razón y le hicieron olvidar lo que estaban haciendo. Pero la cosa no quedó ahí; Merrick la llevó más allá de lo imaginable al aumentar el ritmo de las caricias, y le estuvo susurrando palabras de aliento hasta que ella se abandonó por completo al increíble placer que la embargaba.

Tardó mucho tiempo en recuperarse. No quería otra cosa que yacer para siempre en aquel delicioso aletargamiento bajo los arces. Merrick también parecía satisfecho por estar allí tumbado, apoyado en el codo, mirándola mientras le acariciaba suavemente los mechones sueltos.

—¿Qué ha pasado? —murmuró ella con voz débil y ronca.

Él sonrió.

—Acabas de experimentar uno de los muchos placeres que puede darte un hombre, querida. ¿Te ha gustado?

—Sabes que sí —la avergonzaba admitirlo. Por lo que le habían dicho, una dama no hacía esas cosas.

—No hay nada malo en disfrutar con ello… Tu cuerpo está hecho para el placer, igual que el mío.

—¿Es esto lo que les ocurre a las vírgenes en los claustros? —preguntó ella, recuperando el ingenio al disiparse el aturdimiento del deseo saciado.

Merrick se rio.

—Sí, salvo a tu Eanswythe.

Una ola de tristeza devolvió a Alixe a la realidad. Se giró hacia Merrick y se percató entonces de lo cerca que estaban. Sería muy embarazoso que alguien los descubriera en aquella postura.

—¿Por eso lo has hecho? ¿Para enseñarme lo que ella se perdió?

No quería oír aquella verdad de sus labios. No quería que la experiencia más íntima y maravillosa de su vida hubiera sido otra de sus lecciones.

—No, preciosa. No lo he hecho por eso.