Doce

MERRICK nadaba con todas sus fuerzas, esperando que las brazadas lo ayudaran a sofocar el fuego que le abrasaba el cuerpo y el alma. Alixe Burke se había convertido en un serio peligro para su salud mental y corporal, y todo había sucedido de manera inesperada. En ningún momento había sido su intención que las cosas se descontrolaran como había ocurrido aquella tarde. No se había levantado por la mañana con la idea de enseñarle a Alixe los placeres de la vida sobre una manta de picnic. Se giró de espaldas y siguió nadando a un ritmo constante y vigoroso que lo alejaba de la orilla. Si todo hubiera sido un paréntesis para instruirla o un juego del tipo que él jugaba con sus amantes, lo habría visto desde una perspectiva puramente placentera.

Pero no había sido el caso.

Ella le había provocado una pasión natural, primaria, desprovista de cualquier artificio. Aquellos ojos ambarinos se habían abierto desmesuradamente con estupor y sobrecogimiento, y aquellos labios inexpertos habían buscado el placer liberador en su boca sin saber qué estaban pidiendo. Pero, curiosamente, aquella falta de pericia era el más poderoso de los afrodisíacos para su hastiado instinto de seductor.

Y la pasión lo consumía de manera imparable, acuciándolo para responder a la llamada de aquel cuerpo virginal y entregado.

Su propio cuerpo le recordaba cada instante de placer vivido con ella; cómo se arqueaba hacia él y cómo sacudía las caderas contra su mano. Horas después, el recuerdo seguía abrasándolo por dentro y bastaba para provocarle una dolorosa erección.

Él le había dicho la verdad. Tocarla no tenía nada que ver con las lecciones. La había tocado porque quería hacerlo, y porque se había quedado encantado con sus historias. El rostro de Alixe resplandecía de entusiasmo mientras le narraba los milagros de Eanswythe, y Merrick podría haberse quedado escuchándola toda la tarde. Sus amigos de Londres se habrían mofado de él por quedarse prendado con las historias de una santa rural.

Y también por haberlo visto con un martillo en la mano, ayudando a levantar una barraca de feria.

Pero no le importaba. Acababa de vivir una fantasía protagonizada por Alixe, no solo en el claustro en ruinas, sino cuando trabajaba con los aldeanos en la caseta. Se había imaginado a sí mismo como uno de ellos, que de vez en cuando miraba a su bonita esposa mientras esta charlaba con las otras mujeres.

Era una imagen ideal, libre de los enredos que caracterizaban su lujurioso estilo de vida. El hombre de aquella fantasía no se apostaba con cuántas mujeres podía acostarse en un año. Aquel hombre solo necesitaba a una sola mujer y era capaz de serle fiel. Era un hombre que nunca se aburría del campo, como le ocurría a Merrick.

Flotó boca arriba en la tranquila superficie del lago, exhausto pero todavía inquieto. Su vida normal lo aguardaba en Londres, con su interminable búsqueda de mujeres y apuestas que le mantuvieran llenos los bolsillos. Y también lo esperaba su padre. Alixe Burke vería lo que realmente era tras su elegante fachada y fácil verborrea. En Londres era imposible esconderse de los rumores. Aunque no hiciera nada escandaloso en las seis semanas que quedaban de Temporada, los rumores que arrastraba de su pasado bastarían para convencer a Alixe de que era el pretendiente menos idóneo posible.

Y seguramente fuera mejor así. Él no había sido el único que había fantaseado aquel día. Había visto que Alixe lo miraba con la misma expresión de anhelo en sus ojos. A pesar de lo que dijera, Alixe no era inmune a las emociones que él le despertaba, y mucho menos habiendo sido iniciada en los placeres físicos.

Merrick miró el cielo de la tarde. La idea de que Alixe y él estuvieran juntos era tan ridícula que casi le hizo reír. Los hombres como él no se casaban con mujeres decentes que se dedicaban a traducir textos antiguos y restaurar iglesias. Y sin embargo, no dejaba de pensar en que Alixe sería una amante perfecta. Su combinación de sinceridad, inexperiencia y afán por aprender le confería una increíble sensualidad contra la que no cabía ningún afán de modestia o vergüenza.

Salió del agua y se secó con la camisa. El calor de la tarde había dejado paso a la agradable temperatura de un crepúsculo veraniego. Si se marchaba notarían su ausencia en la fiesta, para la que lady Folkestone había preparado una cena al aire libre con fuegos artificiales. Agarró la ropa seca que había recogido en la casa y cuando metió el brazo por la manga de la camisa, al tiempo que tiraba del hombro, se sorprendió al quedarse con la manga en la mano.

Las costuras estaban desgarradas y solo permanecía el hilván de la prenda. Tendría que hablar con Fillmore para que prestase más atención a su ropa y caminar hasta la casa con el torso desnudo, pero no le importaba. No hacía fresco y conocía muchos caminos secundarios para no toparse con nadie.

Se puso los pantalones y se agachó para recoger las botas, pero entonces oyó un inquietante desgarrón. Se irguió y soltó una carcajada. No era con Fillmore con quien tenía que hablar, sino con una pícara de ojos ambarinos que quería vengarse de él por haberle robado la ropa.

 

 

 

El césped parecía un decorado de fantasía con lámparas colgadas de altos postes y velas protegidas en urnas de cristal iluminando las mesas. Alrededor de Alixe, los invitados se deshacían en elogios hacia su madre por el mágico escenario que había creado para la cena. Sería el tema favorito de Londres cuando todos volvieran a la ciudad. Pero Alixe no tenía tiempo para admirar el esplendor de la velada. Sus ojos recorrían la multitud en busca de Merrick, quien había desaparecido nada más dejarla a ella en casa y aún no había regresado. Al preguntarle a Fillmore, este solo le dijo que había recogido ropa limpia para irse a nadar al lago.

Alixe estaba preocupada, y avergonzada. ¿Y si Merrick se había llevado la ropa que ella había destrozado aquella mañana? Su intención era que lo descubriese en la intimidad de su dormitorio, no que se llevara la ropa al estanque. La imagen de un Merrick completamente desnudo caminando a través del bosque como un dios primigenio, con la ropa desgarrada en la mano, hizo que la ardieran las mejillas. Él se comportaría como si no tuviese importancia y fuera algo que hiciese todos los días. Ella no quería avergonzarlo, tan solo demostrarle que no se sometería tan fácilmente. Pero después de lo sucedido aquella tarde, cualquier demostración sería inútil. Él decía que no lo había hecho para enseñarle una lección, y ella encontraba consuelo en sus palabras siempre y cuando no las analizara demasiado.

Si no había sido una lección, ¿qué había sido entonces? Sabía, sin lugar a dudas, que estaba sucumbiendo peligrosamente al embrujo que ejercía en ella. El interés, la atracción, el deseo salvaje que le provocaba con sus manos ya no podían explicarse como una simple manifestación de curiosidad. Había tenido otros pretendientes y con ninguno había sentido aquel nivel de fascinación. Ninguno de ellos la había predispuesto para un beso, y mucho menos para lo que había hecho con Merrick. Pero no era solo el placer que le había hecho descubrir. Además la había escuchado atentamente mientras le contaba las historias de Eanswythe, con un interés tan sincero que no podría ser fingido.

Aquel día ella había sido el centro de tus atenciones, y no solo mientras le contaba historias, sino durante toda la tarde. Merrick había levantado la barraca por ella; había ayudado a la sociedad histórica por ella. Ningún hombre le había brindado tanta atención sin que ella lo pidiese. La mayor tentación de todas era enamorarse de la fantasía que Merrick había creado: una fantasía donde a ella no la obligaban a buscar marido y donde él no era el mujeriego más famoso de Londres. En aquella fantasía, Merrick era de ella y de nadie más.

¿Y por eso le había rasgado las costuras de su ropa? Ojalá no lo hubiera hecho…

Los invitados ocupaban las mesas redondas dispuestas en el césped. La fiesta había sido un éxito y de aquellas dos semanas saldrían varios emparejamientos. Alixe buscó a Jamie entre las parejas. Se sentía de más sin acompañante. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que había llegado a depender de la presencia de Merrick a su lado. Solo ella tenía la culpa de que estuviese paseando desnudo por el bosque.

Unas manos le acariciaron los hombros desnudos y un olor muy familiar la envolvió.

—¿Me echas de menos? —le preguntó Merrick al oído.

—Por favor, dime que estás vestido —susurró ella.

La cálida risa de Merrick se lo confirmó y le dio la seguridad que tanto necesitaba.

—Lo estoy, pero no gracias a ti, mi pequeña pícara.

Su voz era amable y sarcástica. No estaba enfadado.

—Lo siento.

—No lo sientas. He disfrutado con la broma —se inclinó más sobre ella para envolverla con su colonia—. Y tú también habrías disfrutado si hubieses estado allí… He tenido que volver semidesnudo.

—De verdad que lo siento.

—¿Sientes habértelo perdido? Pues claro que sí… Cualquier mujer lo sentiría —su voz cargada de picardía le acariciaba el cuello—. Aunque tú ya conoces tan bien mi cuerpo que quizá lo sientas especialmente…

Alixe no pudo contener la risa.

—Si tuviera un abanico te azotaría por tu insolencia.

Merrick hizo una pequeña reverencia y sacó algo de su bolsillo interior.

—Aquí tienes —le ofreció un pequeño abanico de marfil y encaje con dibujos de flores.

—¡Hay lentejuelas cosidas en los pétalos! —exclamó Alixe, maravillada por aquella obra de arte—. Es precioso, Merrick. Creo que es lo más bonito que me han regalado jamás —se rodeó la muñeca con la cinta y lo agitó hábilmente—. Gracias.

—Me alegro de que te guste. Y ahora, ¿qué te parece si buscamos una mesa libre?

El tacto de su mano en el trasero le provocaba un delicioso calor por todo el cuerpo. La fantasía volvía a apoderarse rápidamente de ella.

—Ahí están Ashe y la señora Whitely. Podríamos sentarnos con ellos y así atajaremos cualquier sospecha o rumor.

Sería la opción más sensata. Su madre había permitido que los invitados se sentaran donde quisieran, de modo que los caballeros pudieran dejar claras sus preferencias a la hora de emparejarse. Un gesto muy apropiado para el final de la fiesta.

Merrick la guio entre las mesas, sin retirar la mano de su espalda. Alixe era consciente de las miradas, y estaba segura de que muchos habían visto cómo le entregaba el abanico… Y de que muchos más estaban impacientes por ver si Merrick se declaraba al igual que los otros caballeros con sus compañeras de mesa.

Merrick le retiró la silla y la ayudó con las faldas antes de sentarse a su lado. También se les unieron Riordan y Jamie, y un primo lejano de este último que estaba pasando unos días en casa antes de seguir hacia Londres. De esa manera se reunió un grupo alegre y animado en el que no faltó el vino, aunque con moderación, ni las historias, a buen seguro convenientemente edulcoradas, que los caballeros contaban sobre sus años universitarios. Y Merrick mostró una cara que rara vez dejaba ver. No era el Merrick sarcástico ni insinuante, ni tampoco el Merrick que parecía burlarse sutilmente de la sociedad con un comportamiento casi perfecto.

Era el alma de la mesa. Incluyó en la conversación al tímido primo de Jamie y le tomaba el pelo a Riordan cuando a este le fallaban los modales.

El sol en torno al que todos giran, pensó Alixe. Un hombre absolutamente excepcional.

Después de que se sirvieran el queso y la fruta, Jamie se levantó y se marchó a cumplir con sus deberes de anfitrión antes de que comenzaran los fuegos artificiales. Pronto se apagarían las velas para crear el ambiente idóneo, y algunas parejas ya empezaban a ocupar posiciones en el césped.

—Ven conmigo —le dijo Merrick en voz baja—. Me ha dicho Jamie que el mejor sitio para ver los fuegos es desde allí arriba.

La separó discretamente del grupo y la llevó a lo alto de un montículo donde todo había sido preparado con anticipación. Una manta los esperaba extendida en la hierba con una pequeña cesta. El lugar era realmente ideal. Estaban detrás de la multitud y todo el mundo estaría mirando los fuegos sin prestarles la menor atención. Además, estaba lo bastante oscuro para que nadie advirtiera su presencia.

Alixe se sentó en la manta y desplegó el abanico. Todavía estaba conmovida por el inesperado regalo.

—Es muy bonito.

—No tanto como la mujer que lo sostiene —dijo Merrick con una sonrisa—. ¿Qué te parece tu nuevo vestuario? Esta noche has elegido bien… La tela dorada de China es más intensa que un simple amarillo y combina perfectamente con tus cabellos.

—Es preciosa. Tuviste muy bien ojo al elegirla.

—La elegí para ti. Disfrútala, aunque no puedas disfrutar el motivo que te hace vestirla. Me gusta pensar en la fortuna que se está gastando tu padre. Lo tiene merecido por haberte puesto en esta situación —le guiñó un ojo, haciéndola reír, y le agarró la mano que sostenía el abanico—. Pero esto no lo ha pagado tu padre.

Así que era un verdadero regalo…, La situación se complicaba. ¿Por qué había querido hacerle un regalo? ¿Qué significaba aquel detalle?

Jamie había insinuado que a Merrick no le sobraba precisamente el dinero, y sin embargo se había gastado una pequeña fortuna en aquel abanico. ¿Lo haría con todas las mujeres a las que seducía? ¿Significaría algo especial? Alixe quería que lo significara todo y que él también se hubiera prendado de la fantasía. Una peligrosa verdad empezaba a cobrar forma en su mente: se estaba enamorando.

El sonido de una botella al descorcharse y del líquido espumoso y efervescente al ser vertido en una copa la devolvió a la realidad.

—¿Champán, Alixe?

—¡Eso era lo que había en la cesta! —exclamó mientras aceptaba la copa.

Merrick entrechocó la copa con la suya sin dejar de mirarla a los ojos. Su mirada ardía de intensidad.

—Un brindis, Alixe. Por todo lo que un hombre puede pedir: una mujer hermosa para él solo en una preciosa noche de verano.

Alixe tomó un sorbo para deshacer el nudo que se formaba en su garganta. Si la tarde había sido mágica, la noche la había superado. No se le había pasado por alto lo que debía de haber costado el abanico, y encima el champán y… ¿Un cuenco de fresas? Todo por ella y para ella. Si seguía así acabaría haciéndole creer que todo era posible.

—Abre la boca, Alixe —le ordenó con voz ronca y sensual, ofreciéndole una suculenta fresa. Alixe sintió las cosquillas en el labio y sacó la lengua para atrapar las gotas de jugo—. Permíteme —dijo, y se inclinó hacia ella para besarla.

—No, permíteme tú a mí —respondió Alixe, dominada por una repentina osadía. Le ofreció una fresa y él la atrapó con los dientes, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Puedo hacerte lo mismo a ti, Alixe —le prometió con una sonrisa llena de malicia—. Puedo llenarme la boca con tu pecho, sorber suavemente y quizá darle un diminuto mordisco para aumentar la sensación…

Sus palabras le desataron la misma excitación que se había apoderado de ella aquella tarde.

—¿Y yo? ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Puedo darte el mismo placer que tú a mí? —su voz iba cargada de un peligroso atrevimiento. Sus ojos se encontraron y ella fue incapaz de apartar la mirada. No le importaba más que aquel momento, aquellas sensaciones.

—Puedes, si estás dispuesta. Podrías tocarme…

Le cubrió la mano con la suya y la guio hacia el bulto de su entrepierna. Su erección era palpable bajo la tela y Alixe supo que no bastaría con tocarlo de aquella manera.

—Quiero tocarte a ti, no el pantalón…

Ya se horrorizaría de su atrevimiento más tarde. En aquellos momentos no quería pensar en nada. Solo quería sentir. Le desabrochó los botones y lo buscó a tientas en la oscuridad. Encontró el miembro y cerró la mano alrededor de su ardiente y palpitante grosor.

Merrick dejó escapar un débil gemido y ella empezó a mover la mano a lo largo de su longitud. Por encima de sus cabezas los fuegos artificiales iluminaron la noche con sus estallidos de color.

Alixe se sentía más audaz por momentos. Un delicioso poder la embargaba al saber que podía excitar a Merrick, quien volvió a cubrirle la mano para imponerle un ritmo más rápido y se echó hacia atrás para abandonarse al placer que ella le brindaba. Alixe sintió sus convulsiones y cómo se ponía completamente rígido al expulsar su cálida semilla y supo que jamás olvidaría aquello, pasara lo que pasara en Londres y el resto de su vida. Nunca olvidaría la noche en que ella hizo gozar a Merrick bajo un cielo de verano con champán y fuegos artificiales.

Solo les quedaban unos días juntos y luego lo perdería para siempre, pero podía aprovechar al máximo el poco tiempo de que disponía. Ya tendría tiempo después para preguntarse cómo había podido enamorarse de Merrick St Magnus.