Seis
SE había acabado. La libertad que había disfrutado durante tantos años había llegado a su fin. Alixe se sentó en un banco de piedra del jardín y dejó la cesta vacía a su lado. No estaba de humor para recoger flores con que llenar los jarrones de la casa, pero le había servido como excusa para abandonar la fiesta. Casi todos los invitados aún estaban desayunando, antes de prepararse para ir de excursión a las ruinas romanas.
En aquella ocasión no habría ninguna reprimenda por parte de su padre, quien, en honor a la verdad, siempre había sido muy indulgente con ella. Había consentido, aunque no perdonado, que rechazara a Mandley y, antes de eso, que rechazara al ridículo barón Addleborough. Había tolerado, aunque no apoyado, la preferencia de Alixe por los libros y el trabajo académico.
Todo se lo había permitido con la esperanza de que, algún día, Alixe entrara en razón y adoptara un estilo de vida más tradicional. Pero no había sido así. En vez de aceptar lo que la sociedad le ofrecía, Alixe se había ido apartando poco a poco hasta encerrarse por completo en sí misma y su trabajo. Al principio fueron cortas estancias en el campo, y poco a poco le fue resultando más fácil no regresar a Londres. O quizá le fue resultando más difícil volver. En Kent no estaba sujeta a las convencionalismos de la moda, ni a las reglas de una sociedad crítica e implacable. Allí estaba a salvo de un matrimonio vacío y desgraciado. Allí era feliz.
O casi.
La verdad era que, por mucho consuelo que le ofreciera la vida campestre, una inquietud la invadía desde antes de la absurda apuesta de St Magnus. Se había pasado el verano vagando por la campiña, buscando… lo que fuera. La soledad y el desasosiego parecían ser el precio por la relativa libertad que le proporcionaba su aislamiento.
Todo eso estaba a punto de cambiar, y no para mejor. En lo sucesivo debería tener más cuidado con lo que deseaba, porque podía hacerse realidad…
—Aquí estás.
Perfecto. Su hada madrina se empeñaba en pedirle peras al olmo. Miró a St Magnus con todo el odio que en aquellos momentos sentía por él. Alixe apenas había pegado ojo y no se había molestado en disimularlo. Tenía ojeras y llevaba un sencillo vestido marrón. St Magnus, en cambio, estaba tan impecable como siempre. Lucía unos pantalones de ante, unas botas relucientes y una chaqueta de color verde oscuro. El sol de la mañana arrancaba destellos de su rubia cabellera y le confería un matiz platino. Era la primera vez que Alixe se fijaba en que llevaba el pelo más largo de lo que dictaba la moda. Le colgaba suelto y ondulado hasta los hombros, pero no tan largo como para recogérselo en la nuca. ¿O quizá sí?
—¿Tengo algo en la cara? —le preguntó él, llevándose una mano a la mejilla.
—No —respondió ella, volviendo rápidamente al presente. De nada le serviría cavilar sobre su cabello.
—Bien. He venido para hablar de nuestra situación —puso la cesta vacía en el suelo y se sentó junto a ella sin ser invitado. El banco era pequeño y Alixe sintió intensamente su proximidad.
—¿Crees que es buena idea? —intentó apartarse, pero no había más espacio en la superficie de piedra.
—¿Hablar de nuestra situación?
—No, sentarnos tan cerca el uno del otro. La última vez fue un desastre.
Él la miró con una expresión irónica.
—Creo que esa era la menor de tus preocupaciones, Alixe. Y desde luego es la menor de las mías.
Alixe… Pronunciaba su nombre como si fueran amigos íntimos y la noche anterior hubiera trabajado con ella por gusto y no para intentar robarle un beso con que ganar una estúpida apuesta. Un estremecimiento la recorrió por dentro, pero enseguida recordó por qué había ido a verla.
—Supongo que estás preocupado por ese pequeño asunto de la apuesta.
—Lo estoy, y tú también deberías estarlo —estiró sus largas piernas y cruzó los tobillos—. Si fracaso, tu padre exigirá que nos casemos. Ninguno de los dos quiere hacerlo, así que dime con quién te gustaría casarte y yo me encargaré de que sea tuyo.
Alixe soltó un bufido. Aquello parecía un mal cuento de hadas.
—¿Y cómo sugieres hacerlo? ¿Vas a agitar una varita mágica para que aparezca un marido de la nada?
—No, pero sí que puedo enseñarte a conquistar al hombre que quieras. Dime, ¿con quién te gustaría casarte?
Alixe se levantó.
—Déjame pensar… Mi futuro marido debería ser apuesto, no muy mayor, inteligente, con quien poder mantener una conversación decente durante la cena, respetuoso y que me apreciara por lo que soy…
—No —la interrumpió él.
—¿No? ¿No puede ser respetuoso o no puede hablar conmigo durante la cena?
Los azules ojos de Merrick ardían de irritación.
—No quiero oír una lista de cualidades. Quiero un nombre. Por ejemplo, el vizconde Hargrove o el barón Hesselton.
—Pues tenemos un problema, porque yo no quiero un nombre. Quiero un hombre, una persona de verdad.
St Magnus también se levantó y se cruzó de brazos.
—Escucha, lady Alixe, puedes seguir siendo todo lo testaruda que quieras hasta el final del verano, pero eso no cambiará el resultado. Tan solo cambiará el marido.
—Y eso sería intolerable, ya que ese marido podrías ser tú. No intentes hacerme creer que lo haces por mi bien. Lo único que te interesa es salvar tu trasero —le espetó con gran enojo—. Igual que anoche. En ningún momento te importó mi traducción. Solo querías ganar la apuesta y yo fui lo bastante estúpida para creer otra cosa.
Los ojos de Merrick se entornaron amenazadoramente. Bien. Estaba furioso. Al fin había conseguido sacudirle su indolente despreocupación.
—Por desgracia estamos juntos en esto —le recordó él—. Puedes aceptar mi ayuda y decidir con quién quieres casarte o acabar aceptándome a mí. Y te aseguro que eso último no te gustará nada.
Alixe lo creyó. Ser la mujer de un hombre como St Magnus sería aún peor que casarse por conveniencia.
—¿Me estás amenazando? —le preguntó en tono desafiante. Las mujeres que se casaban por cumplir una fantasía acababan inevitablemente traicionadas cuando sus maridos vivían sus fantasías con otras amantes.
—Es la amenaza de tu padre, querida, no la mía —sus ojos destellaron con picardía—. La verdad es que podrías encontrar algunas ventajas siendo mi esposa. Conmigo no te darían gato por liebre… Sabrías exactamente dónde te estás metiendo. Y tampoco habría sorpresa cuando me vieras desnudo en la noche de bodas.
A Alixe le ardieron las mejillas. Aquel hombre era imposible.
—¿Hasta cuándo vas a seguir recordándomelo?
Él se echó a reír.
—Seguramente hasta que dejes de ponerte colorada. Y ahora tienes que volver a la casa y cambiarte de ropa para la excursión a las ruinas.
Aquello ya era demasiado.
—No tienes que darme órdenes.
—Claro que sí. Hasta que elijas a otro candidato para ser tu marido —su tono le advertía que no debía abusar demasiado de su suerte. El carácter afable y cordial de Merrick St Magnus escondía una personalidad mucho más profunda y terrible.
—No tenía planeado ir de excursión —dijo ella mientras agarraba la cesta de las flores.
—Ni yo tenía planeado que me sorprendieran en la biblioteca contigo.
Ella se giró para encararlo con las manos en las caderas.
—Mira, siento que hayas perdido tu apuesta, pero eso no te da derecho a hacer que mi vida sea más miserable de lo que ya es.
—Deberías empezar a usar mi nombre de pila. Y la apuesta la gané, por cierto —le confesó con una sonrisa chulesca—. Besé a tu madre.
Alixe lo miró boquiabierta. Aquel hombre no dejaba de sorprenderla.
—¿Besaste a mi madre?
Merrick se rio y echó a andar hacia la casa.
—En la mano, mi querida niña —le dijo por encima del hombro—. Te veré dentro de media hora junto a los carruajes. Ni se te ocurra llegar tarde.
Alixe resopló y pisoteó el suelo con frustración. Aquel hombre la sacaba de sus casillas. Estaba segura de que iría en su busca si no se presentaba a la cita. Aquella mañana había intentado evitarlo y aun así había dado con ella.
Bueno, podía exigirle que estuviera en el carruaje, pero no podía decirle qué ropa ponerse. Se permitió una pequeña sonrisa. Merrick St Magnus no tardaría en descubrir hasta qué punto podía ser difícil la tarea que su padre le había encomendado. Cuando su padre viera que el único pretendiente posible era Merrick, desistiría en su empeño de casarla y la dejaría en paz. Nadie, y menos su padre, quería tener a Merrick como yerno.
Alixe estuvo tatareando una cancioncilla de regreso a casa. Por primera vez desde la noche anterior tenía un plan que podía funcionar. Se libraría de cualquier pretendiente que le saliera al paso, incluido Merrick, y volvería a sus queridos manuscritos. Y ya se preocuparía más adelante de la turbación y soledad que caracterizaban su estilo de vida académico. Por el momento, tenía un marido que perder.
A las once en punto Alixe Burke apareció en los escalones de la entrada junto a los otros invitados, preparada para salir de excursión. A Merrick lo sorprendió su puntualidad al verla con un atuendo espantoso. Conseguir una imagen tan poco favorecedora, o mejor dicho, invisible, debía de llevar bastante tiempo.
Si hubiera llevado sombrero se habría descubierto ante ella para reconocerle su efímera victoria. Alixe no iba a claudicar sin presentar batalla. Mejor para él, a quien nada le gustaba más que un buen desafío… siempre y cuando acabara ganando.
Se disculpó del grupo con el que estaba charlando y se acercó a ella.
—Touché, lady Alixe —le dijo en voz baja—. Pero tendrás que esforzarte mucho más.
Los ojos de Alixe destellaron, pero la llegada de los coches y caballos le impidió responderle. Durante los minutos siguientes, lady Folkestone estuvo dividiendo a los invitados entre los que viajarían en los coches y los que preferían montar.
Alixe eligió la segunda opción y Merrick vio cómo se montaba en la yegua ruana. Se fijó en la montura y pensó que debía de ser una experta amazona, pues el borrén delantero era el indicado para el salto. Alixe se ajustó ella misma la estribera, volviendo a demostrar su habilidad a lomos de un caballo, y fue entonces cuando Merrick se fijó con más atención en su horrible vestimenta. En realidad, no estaba tan mal. Solo era el color. Mientras las otras mujeres vestían azules y verdes tradicionales, Alixe había elegido un gris apagado que no realzaba el dorado ambarino de sus ojos ni el brillo castaño de sus cabellos.
—No puedes engañarme, Alixe —le dijo en tono despreocupado cuando la multitud se separó en varios grupos. La anchura del camino solo permitía avanzar de dos en dos, de modo que los jinetes se habían emparejado según sus preferencias.
Había que reconocer que a lady Folkestone no se le escapaba ni un solo detalle. El propósito de aquella excursión era, sin duda, emparejar a los invitados, y aquel estrecho camino facilitaba considerablemente la labor. Las jóvenes parejas podrían mantener conversaciones íntimas de camino a las ruinas sin que nadie se escandalizara por ello. Una jugada maestra por parte de la astuta anfitriona.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Alixe, sin apartar la vista del camino.
—A este intento por ser invisible, por no decir otra cosa. Te hará falta algo más para que le suplique a tu padre que me deje romper el acuerdo o para que huya a Londres sin hacer honor a mi palabra.
—Quizá me guste esta ropa y te estés equivocando al insultar el atuendo de una dama.
Merrick soltó una fuerte carcajada.
—Olvidas que hace poco te vi con un vestido de noche. Al menos hay una prenda en tu armario que delata tu gusto por la moda. En cuanto a que te guste esta ropa, realmente creo que te gusta el traje de amazona. Te gusta pasar desapercibida, ya que la gente solo habla de lo que ve.
—¿Cómo te atreves? —le espetó ella, alterándose de nuevo.
—¿Cómo me atrevo a qué? —le preguntó él. Le gustaba más verla así. Cuando se enfadaba le parecía más auténtica.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé, y quiero asegurarme de que tú sepas a qué me refiero yo. Quiero que lo digas —la verdadera lady Alixe no pensaba en lo que iba a decir o a hacer. Simplemente lo hacía, como darle un puntapié por debajo de la mesa. Era un rasgo que la convertía en alguien único y especial, muy distinta a las mujeres de la alta sociedad. Bueno, tal vez no la parte de las patadas, pero sí su descaro y sinceridad. La verdadera lady Alixe hacía gala de un ingenio muy refrescante y parecía tener un profundo conocimiento de la naturaleza humana. La otra lady Alixe, en cambio, se empeñaba en ser invisible y era excesivamente rígida y rutinaria en su proceder. Una lady Alixe que pensaba demasiado y actuaba poco, y que se esforzaba por ser algo que no era… una mujer vacía de sentimientos.
Pero había muchas emociones ocultas en aquella mujer. Simplemente había optado por reprimirlas. A Merrick le sería de gran ayuda para su causa descubrir el motivo. Tal vez entonces pudiera hacer que esas sensaciones volvieran a aflorar.
Era evidente que ella no iba a responderle.
—No te conviene ignorarme, Alixe.
—Lo sé. No me lo recuerdes. Si te ignoro ahora, me pasaré el resto de mi vida ignorándote como esposa —puso una mueca de exasperación. Si el camino lo hubiera permitido sin duda se habría alejado al trote. Pero debía de saber que no podía huir constantemente.
Entonces ella lo sorprendió con una inesperada imprecación.
—Eres un hipócrita, St Magnus. ¿Cómo te atreves a acusarme de ser invisible para que me dejen en paz cuando tú te has hecho flagrantemente visible por la misma razón? No pongas esa cara de sorpresa. Te advertí que conocía a los hombres como tú.
—Y yo te advertí que conocía a las mujeres como tú.
—Sí. Supongo que ya tenemos algo en común…
Merrick le permitió cabalgar en silencio. No era insensible a sus emociones. Comprendía que estaba enojada y que él era el único desahogo para su frustración. También comprendía que era el único con una posibilidad real de salir victorioso de aquella trampa. Podía convertir a Alixe en la estrella de la Temporada y seguir su camino, libre para continuar haciendo lo que quisiera. Pero los días de libertad de Alixe habrían terminado para siempre. La verdad era que sentía lástima por ella, pero no podía decírselo. Ella no quería recibir compasión, y menos la suya. Pero si no le ayudaba con aquella situación los dos acabarían atados por un matrimonio que ninguno deseaba, y Alixe era demasiado inteligente como para no darse cuenta.
Alixe mantuvo la vista al frente. El silencio de St Magnus era peor que sus palabras, porque le deba mucho tiempo para pensar y avergonzarse de lo que le había dicho. Había sido muy cruel e injusta con él al espetarle aquellas acusaciones tan hirientes, cuando en realidad ni siquiera ella misma se las creía. No lo conocía lo bastante para incriminarlo de aquella manera, y no recordaba haber pronunciado nunca unas palabras tan ofensivas.
Se arriesgó a mirarlo de reojo. Gracias a Dios, no parecía que sus acusaciones le hubieran afectado lo más mínimo. Al contrario, parecía más cómodo y seguro que nunca. No llevaba sombrero y el sol coloreaba sus cabellos con un tono pálido que sería la envidia de muchas debutantes.
—¿Sí?
Oh, cielos. La había sorprendido mirándolo como una colegiala embobada. Pero sus ojos azules mostraban una expresión amable y amistosa.
—Lo siento mucho —se disculpó ella—. He sido muy grosera… No sé qué me ha pasado… —estaba balbuceando y no era una disculpa muy refinada. Claro que ella tampoco tenía mucha experiencia disculpándose ante caballeros arrebatadoramente atractivos de pelo rubio y ojos azules.
Él le dedicó una media sonrisa.
—No hace falta que te disculpes, lady Alixe. Sé lo que soy.
Sus comprensivas palabras solo hicieron que se sintiera peor.
Tendría que compensarlo de alguna manera… No sabía cómo, pero su conciencia la acuciaba a intentarlo.
Empezó por enseñarle las ruinas. Eran de una antigua fortaleza romana y una villa. Como la fortaleza quedaba más cerca del lugar elegido por el grupo para el picnic, Alixe decidió empezar por la misma.
Después se unieron a los otros invitados en las mantas extendidas sobre la hierba y Alixe inició una conversación cortés, y aburrida, sobre la comida que les servían.
—¿Por qué será, lady Alixe, que la gente se pone a hablar de la comida o del tiempo cuando quieren hablar de otra cosa? —murmuró St Magnus cuando ella dejó de hablar para probar una tarta de fresas.
—No sé a qué te refieres —dijo ella después de tragar el bocado. Sabía muy bien a qué se refería… La gente mantenía todo tipo de conversaciones absurdas porque decir lo que uno pensaba de verdad se consideraba de mala educación. Pero con St Magnus era distinto.
Él terminó de comer y se estiró sobre la manta. Se apoyó en un codo y bajó la voz para que nadie más que ella pudiera oírlo.
—¿De verdad crees que los demás quieren hablar de los sándwiches de jamón y la limonada? Y sin embargo es de lo que están hablando.
—El jamón es estupendo y la limonada está muy fría —bromeó ella, y consiguió arrancarle una carcajada a St Magnus.
—Pero seguro que William Barrington no está pensando en el jamón ni la limonada mientras habla con la señorita Julianne Wood.
—¿Y en qué está pensando? —le preguntó sin poder refrenar su curiosidad. No era la clase de conversación que mantendría una señorita decente, pero tenía la impresión de que con St Magnus ningún tema sería del todo apropiado.
Él esbozó una sonrisa tan pícara como sus ojos.
—Seguramente esté pensando en que le gustaría lamer el jugo de la fresa de sus labios —arqueó significativamente las cejas—. ¿Sorprendida? No lo estés. Todos están pensando lo mismo. Lo único que varía de un pensamiento a otro es lo que a cada uno le gustaría lamer…
Desde luego que Alixe estaba sorprendida. Nadie le había dicho nunca algo tan escandaloso. Pero no iba a acobardarse. Estaba descubriendo rápidamente que estar sorprendida no era lo mismo que estar horrorizada. Y desde que conoció a St Magnus su curiosidad no había dejado de crecer. ¿Qué más le quedaba por descubrir? Siempre había creído que la vida era algo más que lo que se mostraba en sociedad. Y al fin empezaba a comprobarlo… Las palabras de St Magnus no solo eran impactantes. También eran embriagadoras, y despertaban en ella el deseo de ser una mujer igualmente atrevida.
Lo miró a los ojos y curvó ligeramente los labios en una pequeña sonrisa.
—No sé qué me sorprende más, si lo que has dicho o que lo hayas dicho con la misma naturalidad que si estuvieras hablando del tiempo.
—¿Y por qué no se puede hablar de ello con naturalidad? —St Magnus levantó elegantemente el hombro y agarró la última fresa—. No debería ser un secreto que todos los hombres piensan en el sexo.
¿Había dicho «sexo»? ¿Delante de una mujer soltera?
—Sí, lady Alixe. Los hombres somos muy simples en ese aspecto. ¿Por qué no ser sinceros? Esta puede ser tu primera lección para convertirte en la estrella de la Temporada. Cuanto antes lo aceptes, antes podrás deleitarte con otros manjares…
—Qué irónico que emplees palabras relacionadas con la comida. Volvemos al punto de partida. La comida, el tema del que hablan todos los hombres cuando en realidad están pensando en lamer los labios de una mujer —en otras circunstancias se habría quedado horrorizada por las palabras que acababa de pronunciar, pero no fue así. Le parecía la respuesta más natural al comentario de St Magnus.
—Sabes darle un buen uso a tu lengua cuando quieres, lady Alixe… —le dijo él, riendo.
—Nos están mirando —murmuró ella entre dientes, intentando sonreír. Por muy tentadora que fuese la conversación no era ajena al entorno.
—Eso es lo que queremos, ¿no? Queremos que nos miren y se pregunten qué le habrá dicho lady Alixe a St Magnus para tenerlo tan cautivado. Solo nos miran porque nos estamos divirtiendo más que ellos —le guiñó un ojo—. ¿Y sabes por qué?
—Porque no estamos hablando de comida —respondió ella. Cada vez disfrutaba más con aquella conversación.
—Exactamente, lady Alixe. Estamos hablando de lo que queremos hablar.
—¿Siempre eres así? —le preguntó antes de que la abandonase el valor. Nunca había dado rienda suelta a aquella faceta de su personalidad, y no sabía cuánto podría durar antes de ponerse a balbucear o a quedarse sin palabras.
La expresión de St Magnus se tornó seria de repente.
—Siempre soy yo, lady Alixe. Es lo único de lo que no puedo escapar.
Alixe percibió un tono de reproche, pero no supo si era hacia ella o hacia él mismo. Tal vez había cruzado alguna raya invisible por un exceso de entusiasmo. No sería la primera vez aquel día…
—Lo siento, otra vez he hablado más de la cuenta. No sé lo que le pasa a mi boca hoy.
—A tu boca no le pasa nada, salvo que tiene un mancha de fresa aquí… —se señaló la comisura de sus labios y a Alixe se le aceleró el pulso.
Iba a hacerlo. Merrick St Magnus iba a lamerle los labios. Quizá fuese el pensamiento más disparatado que jamás se le hubiera pasado por la cabeza, pero aquel día podía suceder cualquier cosa… Respiró hondo, separó ligeramente los labios y sintió una fuerte sacudida en el estómago.
Él se inclinó hacia delante, cubriendo la escasa distancia que los separaba… y lo que hizo fue agarrar una servilleta y limpiarle delicadamente la mancha. Era un gesto de lo más descarado. Ningún hombre le había tocado antes la boca, ni siquiera con una servilleta, pero Alixe se sintió extrañamente decepcionada. Después de todo lo que habían hablado sobre bocas, comida y pensamientos íntimos, una simple servilleta le parecía demasiado insípida.
Lo que solo podía significar una cosa, y era que St Magnus no había deseado besarla. Era lógico. Él era Merrick St Magnus, un sofisticado hombre de ciudad que podía tener a cualquier mujer que quisiera y cuando quisiera, mientras que ella solo era la sosa Alixe Burke. No quería lamerle los labios ni quería casarse con ella, y por eso se empeñaba a fondo para no tener que hacerlo.
Alixe soltó un resoplido de frustración y se puso en pie.
—Deberías ver la villa romana antes de irnos. Está un poco retirada, así que más vale que nos pongamos en marcha o no habrá tiempo para visitarla antes de volver a casa.